—Sea como sea, tendremos que rescatarlos.
—¿Rescatarlos? —Svenkov los miró con incredulidad—. Esa tribu no perdona a sus prisioneros... Los van a matar antes de que terminemos de hablar. —Y les dio la espalda mientras agregaba:— Si tienen suerte, ya estarán muertos.
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11.1
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La Verdad lo sabe todo. No es difícil saberlo todo: consiste en que no te importe lo que ignoras.
Lo que la Verdad ignora no forma parte de la Verdad, y, por definición, no resulta importante. Al menos, él así lo cree. Y lo que la Verdad cree, siempre es verdad. La Verdad cree en creer. Es un fanático de la creencia.
La infancia de los fanáticos siempre es triste, pero para la Verdad —un niño creado para ser usado y torturado por un sabio profundo aunque poco escrupuloso del Undécimo—, ese período fue el más terrible de todos. Solo la creencia le ayudó a sobrevivir. Aprendió que, cualquier cosa que fuese aquello en lo que creía, tenía que ser bueno porque le había salvado. En consecuencia, de adulto siguió creyendo en lo mismo. Tal continuidad se le antojaba positiva. Solía decir que solo los fuertes pueden permitirse no cambiar nunca. En un momento dado se percató de que no había nadie comparable a él. Entonces decidió llamarse «la Verdad» y trabajar para quien le pagara más.
Aunque ser la Verdad le obliga a vivir solo, la soledad no le molesta.
Nunca se aburre. Puede imaginarse siendo cualquier cosa, incluso varias a la vez. En este preciso instante se imagina que es hombre y mujer, y juega compartiendo orgasmos consigo mismo en un estanque rojizo mientras paladea a pequeños sorbos un licor con el aspecto y las ansias del fuego, pero gélido, que tensa sus sentidos. La vida puede ser muy divertida si dependes solo de lo que crees.
La Verdad vive de lo que pide por su trabajo. Pide mucho y es inmensamente rico. Nadie discute su precio, porque no hay nada mejor que conseguir que la Verdad trabaje para ti, si puedes permitírtelo. Teniendo oro, tienes a la Verdad. Y si tienes a la Verdad, nada podrá detenerte.
Eso cree el Amo, y por eso lo ha contratado.
En este caso, sin embargo, los riesgos son mayores, y la Verdad no los ignora.
Hay que ser sinceros: el plan del Amo es muy ingenioso y hasta ahora ha dado resultado, pero es difícilmente controlable. Ya la Verdad no le gustan las cosas incontrolables. Está harto de esperar oculto, sin poder intervenir, y su situación es peligrosa, más aún cuando surgen imprevistos.
Como el ataque de esa tribu de estúpidos, por ejemplo. Todo puede fracasar debido a esto.
El Amo afirma que no hay (todavía) motivo de alarma, pero la Verdad no confía en el Amo, sentimiento que es recíproco. Sin embargo, ambos saben que saldrán perdiendo si uno decide traicionar al otro. Esto se llama «confianza de diseño», opina la Verdad con sarcasmo. Deben ayudarse mutuamente para no perjudicarse a sí mismos.
El Amo se muestra optimista, aunque la Verdad sabe que miente. Y se da la curiosa paradoja —todo sea dicho— de que a la Verdad no le importa el hecho de que el Amo disimule su miedo con pequeñas mentiras.
Incluso le agrada.
A la Verdad le gustan las mentiras.
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11.2
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Despertó acurrucado en un lugar estrecho y pétreo. Durante un fugaz lapso de locura y horror creyó haber sido enterrado en vida. Tras ese relámpago, descubrió con alivio que se encontraba en un nicho excavado en la roca con una abertura lateral. Miró a su alrededor, y el horror regresó.
De pie junto a él había un ser de rostro blancuzco y ojos y labios abultados.
La criatura movió una mano de dedos membranosos agitando una vara de algún tipo, quizá de bambú. Se escuchó un silbido. Daniel sintió un ardor en el muslo, gritó y cayó al suelo. El ser repitió el gesto, y cuando Daniel volvió a gritar, volvió a golpearlo. Parecía indicarle que callara y avanzara en una dirección concreta. Daniel lo hizo, gateando apresuradamente. Ante todo, no deseaba volver a ser azotado. Pero lo fue.
Pronto aprendió aquel lenguaje de hirvientes silbidos. Golpe de vara: detenerse junto a una formación de roca que evocaba una columna. Golpe de vara: ponerse en pie. Golpe de vara: abrazarse a la columna. Golpe de vara: quedar inmóvil. Golpe de vara: no volver la cabeza. Golpe de vara...
—¡Por favor, ya basta...! —gritó—. ¿Qué más queréis que haga?
—Quieren oírte gritar —dijo una voz desde un rincón oscuro—. Si gritas, te golpearán para que grites más. Si callas, te golpearán para que grites.
Aquella voz le resultaba familiar, pero desde el lugar donde se encontraba, abrazado a la columna de piedra, no podía localizar su origen. La caña con que era golpeado siseó dos veces más, luego enmudeció. Pese a todo, Daniel no se atrevió a moverse y siguió alzado de puntillas, tembloroso, aguardando la continuación. Hubo movimiento de sombras a su espalda, oyó pasos y al girar la cabeza comprobó que su captor se había marchado.
El lugar en que se encontraba era extraño. Al principio creyó estar en una caverna, ya que las paredes eran de piedra y olía a humedad antigua, fermentada, pero el brillo del sol llegaba desde algún lugar del techo proyectando sombras móviles de hojas de hayas o algún otro tipo de árbol de hoja ancha, y más allá había una vereda entre espesos matorrales por la cual, sin duda, había desaparecido el carcelero. Quizá se trataba de la antesala a la entrada de una cueva.
Soltó el aliento. Sentía un escozor insoportable en espalda, trasero y muslos, pero no quiso abandonar el contacto con la columna para frotarse las heridas.
—Calma, Daniel —habló de nuevo la voz—. No manifiestes tu miedo.
—¿Yilane?
—Estoy aquí. No te separes de la columna, pero intenta mirar hacia atrás.
Daniel lo hizo sin apartarse mucho. Comprobó que no se había equivocado: al fondo se abría la negra boca de una caverna. Yilane se hallaba de pie y de cara a la pared junto a la entrada, en el punto de penumbra previo a las tinieblas. Había sido desnudado como Daniel, y la tersa parte posterior de su cuerpo mostraba la deforme caligrafía de la vara.
—No te muevas de la postura en que te han dejado —advirtió Yilane volviendo el rostro apenas—. Nos están vigilando, y si te mueves, regresarán y te golpearán de nuevo.
—Al menos estamos juntos —dijo Daniel en un susurro.
—Sí, al menos.
—¿Sabes algo de los demás?
El joven creyente negó con la cabeza.
—Desperté poco antes que tú y lo único que vi, aparte de ti, fueron nuestras mochilas... Están en ese rincón. Pero no te hagas ilusiones: nos han quitado las armas y transmisores. Nuestra única esperanza consiste en que somos diseñados. Les interesan más los biológicos, sin duda se creen herederos directos de los antiguos híbridos...
Daniel recordó a la pobre loca mutilada de Shane Davenport y tragó saliva.
—¡Pero son híbridos realmente! ¿Has visto sus ojos y bocas?
—Son fantoches —rezongó Yilane con desprecio—. Llevan máscaras y guantes adosados a la piel. Probablemente nunca se los quitan. Pero ellos creen ser híbridos, y lo que importa es lo que ellos
creen.
No se consideran seres humanos sino criaturas fabricadas por Dios, por eso no hablan como nosotros. El silbido de las cañas y nuestros gritos son una forma de lenguaje para ellos...
—Entonces están fingiendo...
—No es exactamente eso, Daniel. Resulta difícil de explicar. ¿Recuerdas el Undécimo? Un profesor de universidad pasa varios años en trance, y al despertar
cree
haber sido poseído por una criatura no humana cuya raza puede trasladarse en el tiempo y apoderarse de otras mentes. Sospecho que es la misma creencia que profesa esta tribu. El Undécimo viene a decir que si crees que no eres humano, entonces
no lo eres,
no importa lo que otros piensen. Pero no entremos en discusiones filosóficas. Lo que te interesa saber es: son
distintos, ajenos a nosotros,
así que no esperes clemencia ni comprensión. Para ellos somos como objetos de estudio: nos examinarán, nos golpearán, nos usarán...
—Pero dijiste que quizá no les interesemos...
—Cierto, y si tengo razón nos destruirán con rapidez. Eso será una suerte para nosotros... —Daniel se disponía a expresar su desacuerdo con lo que Yilane consideraba «una suerte» cuando sombras repentinas ocultaron el cuerpo del creyente. El tono de Yilane se hizo apremiante—. ¡Ahí vienen de nuevo...! ¡Obedécelos y déjame hacer las cosas a mí, Daniel...! ¡Quizá podamos...! —Se interrumpió.
Daniel clavó la vista en la piedra sin atreverse a mirar hacia atrás, donde las sombras se acumulaban.
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11.3
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Intentaba encontrar una entrada.
Había seguido el rastro a través del río, con el agua color barro rodeándola, el pelo formando una enredadera sucia, las pecas y salpicaduras de sangre mezcladas en su rostro. Ahora estaba desorientada. Palpaba la piedra y la sentía palpitar en señal de respuesta, pero hasta que no hallara una entrada a la Ciudad interior no podría encontrarlos.
A menos que fueran ellos quienes bajaran a la tierra.
Se arrodilló un instante mientras la parda corriente le lamía las piernas. De pronto percibió otra cosa.
—¿Por qué te paras? —oyó—. ¿Qué ocurre?
Ocurre que si gritas no puedo concentrarme, estúpido.
Estaba harta de Svenkov, el polinesio de ridículo nombre, el sensual, perverso, radiante Svenkov. Incluso en su oscuridad privada la muchacha percibía toda el aura de pájaro exótico y presuntuoso que despedía. Se sentía inmunizada ante su influjo, pero era consciente de que los demás, incluyendo a Darby, estaban cautivados por aquella criatura de largo y negro pelo. Peor aún: aunque sabían, como ella, que Svenkov era de algún modo el responsable de lo sucedido, nadie se atrevía a prescindir de él. Rowen lo aceptaba de buen grado, y hasta la agresiva Anjali nunca se oponía directamente a sus decisiones. En consecuencia, ella se veía obligada a aceptarlo.
Pero lo que experimentaba en aquel momento no era enfado sino temor, agudizado por sus presentimientos.
—¿Qué haces? —insistió Svenkov—. ¿Has encontrado piedras de jade, ciega?
Haciendo caso omiso a las palabras de Svenkov, salió del agua dando zancadas, los ojos cerrados y aquella maza de punta de acero en la mano.
El resto del grupo, con Svenkov a la cabeza muy sonriente, la vio acercarse a unos árboles. Estos formaban una especie de muralla junto al río y poseían troncos inmensos y rugosos como la correosa piel de algún animal de gran tamaño. A la muchacha se le antojaban caóticos, incomprensibles, fruto de la desquiciada labor sin control ni vigilancia de la naturaleza libre. Su espesura cubría el sol casi por completo. La muchacha eligió uno de los más anchos y se resguardó tras él. Rowen, Anjali y Darby se le unieron. Svenkov los contempló con semblante desdeñoso. Despreciando aquel escondite, avanzó ágilmente entre la maleza hasta situarse en una línea más avanzada. Estaba descalzo, vestía un velo rojo sobre los hombros y se adornaba las sienes con pequeñas flores sobre los gruesos pendientes plateados.
—Hay algo tras los matorrales —susurró la muchacha apuntando con la clava—. Un peligro.
—¿En serio, ciega? —El tono de Svenkov, desde su escondite, era burlón—. Adivina qué puede ser.
—Basta ya, Svenkov —cortó Darby—. ¿Qué hay?
—Hemos llegado, hombre natural. Al santuario.
—¿Esto es el santuario? —exclamó Rowen.
—Lo que está detrás de estos árboles, sí. El lugar del comienzo del tiempo, el Trono de la Máscara y las Manos de la Tierra de Atua. —Svenkov los miraba ahora erguido, oculto tras la maleza, su voz tan perfecta como su apariencia—. Nath Svenkov, el pobre Svenkov, os ha traído al sitio que queríais, pese a vuestra evidente desconfianza, pese a que habéis decidido dejaros guiar por una ciega antes que por su experiencia...
—¿El santuario? —repetía Rowen—. Pero ¿dónde?
—Desde el lugar donde está tu amiga verás tanto como ella —se burló Svenkov—. Aquí podrás observar mejor. Acércate,
manuhiri.
—Cuidado —dijo Maya.
—No podemos quedarnos aquí para siempre —replicó Anjali Sen, avanzando.
Rowen ya se había acercado. Svenkov seguía de pie con una mano apoyada en una rama.
—¿Qué es? —preguntó Rowen.
—Míralo tú mismo —dijo Svenkov.
Rowen atisbo a través de los helechos, jadeando de temor. Darby se acercó por detrás y miró sobre el hombro de su amigo.
La remotísima antigüedad de las piedras que se alzaban en el claro, más allá de los matorrales, le dejó sin aliento. Pero lo que atrajo de inmediato su atención fueron las casuchas de tejado ondulado y los enmascarados que paseaban entre ellas.
—¡Quizá los hayan traído aquí! —susurró, esperanzado.
Svenkov negó con la cabeza.
—Los que ves son simples custodios. El resto de la tribu está en otro lugar.
—¿Y esas chozas? —dijo Rowen.
—Donde duermen. Están obligados a vigilar el santuario día y noche.
—Debe de haber cuatro o cinco, no más —dijo Maya tras ellos con pasmosa seguridad—. Podemos sorprenderlos.
—Y atraparlos vivos —añadió Darby—. Quizá sepan dónde están Daniel y Yilane.
—¿Atraparlos...? —Svenkov, puso una mano en la cadera y miró a Rowen—. ¿Hablan en serio? Es casi imposible capturar vivo a un creyente tribal. Luchan demasiado bien, y para vencerlos debes matarlos.
—Puedo hacerlo —dijo Maya.
—No me importa lo que creas que puedes hacer, ciega. —Svenkov seguía mirando a Rowen, aunque hablara hacia Maya. Le sonreía con sus bien delineados labios y sus ojos chispeaban como si intentara hipnotizarlo—. Nadie va a hacer nada hasta que no decida...
Un crujido lo interrumpió. Tan veloz que ninguno de ellos pudo seguir su trayecto con la mirada, la muchacha se introdujo entre los helechos, los traspasó y corrió hacia el claro con la maza en alto.
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11.4
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Los iban a matar, estaba seguro.
Temblaba de pies a cabeza mientras era conducido entre golpes de vara por una vereda embaldosada flanqueada de coníferas, helechos gigantes y apretados bosques de bambú. A uno y otro lado había muros de piedra, espejeantes estanques azules y veredas de vegetación bien recortada, alrededor de los cuales menudeaban enmascarados de distinta edad. Al fondo se alzaba una especie de salón señorial abierto como un escenario con nativos de ambos sexos portando máscaras más elaboradas por todo vestuario. Hacían gestos entre sí como en una danza silenciosa.