Tras aquella primera impresión, Daniel recibió otra. Svenkov lanzó una carcajada al ver a Darby y, cuando habló, su voz, lejos de ser el graznido bronco que Daniel había esperado, sonaba melodiosa.
—¡Oh, por favor...! ¡Por favor...! —No parecía poder contenerse. Se llevó las manos al rostro y siguió riendo. Lo más desagradable para Daniel fue percatarse de que el sirviente y el otro hombre también rieron, y hasta Darby, que parecía ser el motivo de la diversión, sonrió abiertamente—. Debes disculparme, hombre natural, pero acababa de apostar con mi amigo Amet cien
pounamus
del lago Karuga a que iba a recibir muy pronto la visita de un hombre biológico que deseaba contratarme...
—Tal como lo dices —replicó Darby.
—Seguro que ya lo sabías, Nath —dijo el hombre que se llamaba Amet con una voz bastante menos bella que la de Svenkov.
—Juro por Atua que no... Díselo, hombre biológico, ¿nos hemos conocido antes? —Darby lo negó y Svenkov gesticuló triunfal hacia Amet, que se limitó a apurar la copa que sostenía—. Ha sido un gracioso azar —ponderó Svenkov acariciándose la mejilla con sus largas uñas, quizá para mostrar a Darby la espléndida sortija de su dedo anular—. Y ahora, ¿qué puedo hacer por vosotros?
—Nos gustaría hablar a solas.
El explorador se levantó sin dejar de medir a Darby con la mirada.
—Todo lo que hay en esta habitación es mío, incluyendo a mi sirviente y Amet. Sería como si me pidieras hablar sin paredes. Dime lo que quieras, o lárgate.
Este es el verdadero Svenkov,
juzgó Daniel. Le pareció muy mal comienzo, y comprendió la reticencia de Darby. A este, en cambio, ni Svenkov ni su mundo parecían impresionarle mucho. Se encogió de hombros y dio media vuelta.
—En ese caso, te deseamos buenas noches.
—¿Qué es lo que has venido a buscar? —lo detuvo Svenkov.
—He venido a ofrecer —dijo Darby—. Te aseguro que es una buena oferta, pero no la conocerás si no es a solas.
Svenkov lo miraba por encima del hombro, y la solapa de la chaquetilla de plumas rozaba su mentón. Su rostro de altos pómulos mostraba esa astucia poderosa que Daniel asociaba con el diseño de su raza. Tras escrutar a Darby un instante movió la mano. El sirviente y Amet parecieron cobrar vida: el primero se dirigió a las escaleras y Amet abandonó el sofá y lo siguió. Cuando se quedaron solos, Svenkov rellenó dos copas de licor sobre una mesa.
—Habla —indicó.
—Hay un santuario dedicado a la Máscara y las Manos al sur de Dunedin —dijo Darby de inmediato—. Queremos que nos lleves a él. Somos un grupo de seis personas y disponemos de dinero y equipo en abundancia. Tenemos prisa: salimos mañana, o no hay trato.
Svenkov les entregó las copas y regresó a la mesa sin responder. Cada paso que daba con sus altas sandalias hacía tintinear los metales que lo adornaban.
—Conozco ese lugar —dijo al fin—, está en ruinas, no hay nada. ¿Qué se supone que queréis encontrar allí, hombre biológico?
—Lo ignoramos, hombre de diseño, por eso queremos ir —repuso Darby y sonrió—. Te pagaremos lo mismo si nos llevas y traes sanos y salvos, aunque no hallemos nada.
—¿Y queréis salir mañana? ¿He oído bien? —Svenkov dejó su copa sobre la mesa y cogió un pequeño espejo redondo que yacía sobre un soporte junto a las botellas—. ¡Demasiada prisa para ir en busca de
nada! —
Y añadió con acento quejumbroso mientras contemplaba su rostro en el espejo:— ¿Por qué todos quieren engañar a Svenkov? ¿Acaso Svenkov tiene el aspecto de un ingenuo del que cualquiera puede burlarse? —Retornó a Darby y mostró sus blancos dientes—. ¡Solo puedo aceptar ir en busca de
nada
si lo recibo casi
todo!
Darby mencionó una cantidad sustanciosa de oro.
—La mitad ahora y el resto al final, si resultas tan bueno como aseguran —dijo.
Svenkov dirigió sus ojos verdes hacia Daniel.
—¿Y tú?
—Me llamo Daniel.
—No tienes aspecto de tener tanto oro.
—Tú tampoco —contestó Daniel, y Darby soltó una risita.
Svenkov miró un instante más a Daniel mientras mordisqueaba una larga guedeja de su propio pelo negro. Los pendientes que colgaban de sus lóbulos eran una cascada de medallones engarzados entre sí. Luego volvió a mirar el espejo que aún sostenía.
—Habéis venido a casa de Svenkov para reíros de él —gimió—. ¡Vosotros, norteños, creéis poder comprar a un hijo de Atua con vuestro oro! ¡Decís: «Mañana debes partir y llevarnos a este sitio», y esperáis que Svenkov os obedezca con una reverencia! Pero Svenkov lo ignora todo: no sabe quiénes sois, ni qué buscáis... ¿Esperáis que se incline, se calle y obedezca?
—Vámonos, Héctor —dijo Daniel, molesto—. Dejemos en paz a este arrogante.
Lo que hizo Darby, en cambio, fue aumentar un poco su oferta. Svenkov abandonó el espejo y Daniel percibió el gesto de astucia, la fina ceja alzada, los carnosos labios ligeramente curvos.
—Quiero el doble —dijo Svenkov—. Y además... —alzó un índice—... la mitad de todos los objetos de valor que encontremos.
A Daniel le pareció tan exagerado que miró a Darby convencido de que se reiría de aquella propuesta, pero para su sorpresa Darby asintió.
—No es todo —advirtió Svenkov—: seré el
ariki,
el jefe. Viajar por Otago ya es bastante malo de por sí. Durante el viaje, yo seré el jefe. Y mi concepto de ser el jefe implica que tú y tú... —los apuntó con el índice—... así como vuestros compañeros, haréis exactamente lo que yo diga, cualquier cosa, sea la que sea, sin discusión...
—Podemos negociarlo...
—No es negociable —dijo Svenkov con su voz melodiosa, pero en un tono frío—. Nada de lo que exijo lo es.
—Tengo que preguntar a los demás.
Daniel se mostró incrédulo. La prepotencia de Svenkov le irritaba y estaba cada vez más seguro de que Shane Davenport les había contado la verdad.
—Héctor, espera... ¿Podemos hablar un momento? —Svenkov se hizo el desinteresado y asintió con un cabeceo. Darby y Daniel se alejaron hasta la esquina opuesta y Daniel cuchicheó:— ¿Por qué te fías de él? Podemos encontrar otros guías. Este tipo no es imprescindible aunque crea lo contrario... Hablemos con Meldon. Estoy seguro de que hallaremos a...
De pronto el rostro de Darby se endureció.
—Muchachito: no tenemos tiempo para elegir. Permíteme llevar este asunto a mi manera.
—Pero...
—Tú elegiste venir con nosotros —cortó Darby—, pero no buscas lo mismo que nosotros. Déjanos escoger la mejor manera de buscar. —Daniel se quedó mirándolo mientras Darby se volvía hacia el explorador—. Señor Svenkov, obviamente tengo que hablar con los demás, pero en principio estoy capacitado para aceptar sus condiciones.
Svenkov no pareció más feliz: les dio la espalda y se sentó. Pero Daniel sorprendió su rostro en el pequeño espejo situado sobre la mesa.
La sonrisa de Svenkov en aquel espejo era desagradable.
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9.9
• •
Rowen, Anjali, Maya y Yilane se presentaron una hora después cargados con las mochilas donde guardaban el equipo recién adquirido, así como las placas de oro convenidas. Svenkov había insistido para que se hospedaran allí esa noche, y Rowen, que no había obtenido resultados en su propia búsqueda, decidió acceder. Aunque Svenkov se mostró obsequioso, haciendo gala de su destreza para cautivar a un auditorio con su melodiosa voz, Daniel percibió que se sabía dueño de la situación y había empezado a mostrar su temperamento arrogante. Al principio protestó al conocer la ceguera de Maya, y Rowen y Darby, siempre moderados, lo tranquilizaron asegurándole que la muchacha sabía cuidar de sí misma. Luego abrió un mapa tridimensional de Otago y la región sur sobre la pared con su
scriptorium
y no perdió la oportunidad de burlarse de sus clientes, en particular de Anjali, que parecía conocer mejor que otros los arrecifes de la costa sudeste, diciendo cosas como: «Eso que mencionas hace años que no está», o: «Bien se ve que necesitáis un guía».
—El santuario se encuentra en esta zona —señaló con un dedo ensortijado un área cercana a la costa del sudeste—. Puede llegarse en una sola jornada a pie desde la playa...
—¿Hay otros santuarios similares? —preguntó Rowen.
—Ninguno de esa importancia.
Rowen se quedó mirando las luces flotantes del mapa.
—Entonces ese es nuestro destino —dijo.
Fue Yilane quien sacó a relucir el tema de los híbridos, y mientras se servía una copa de la tercera o cuarta botella de la noche, Svenkov dijo, simplemente:
—Hay toda clase de bichos no diseñados en la selva y la costa, y varias tribus salvajes, pero no he visto ningún híbrido.
Y dio por zanjado el asunto. Nadie insistió, y Darby no mencionó a Davenport.
Al final de la velada se distribuyeron los dormitorios y, al dirigirse a Daniel, Svenkov alzó una ceja en una mal fingida expresión de pesar.
—Me temo que te ha tocado la cámara de la zona superior —dijo—. Tendrás que salir fuera para subir por la escalerilla.
Daniel pensó que, habiendo notado su abierta hostilidad, el polinesio se había propuesto hacerle la vida difícil. No le importó: tomó su mochila, subió a la azotea y salió a la noche de Wellington, llena de sombras y puntos remotos de estrellas que giraban en el vacío, y del mar que tapizaba con sonidos aquel fondo. Luego trepó por la escalerilla hasta acceder al interior del recinto de metal. Su dormitorio era una habitación redonda y desnuda, sin ventanas, con una mesa rectangular a modo de catre y una luz cenital simple. Daniel se desnudó y se recostó sobre la tabla boca arriba con la luz aún encendida, mirando el techo y escuchando los lejanos giros de la noche.
En un momento dado, llevó la mano hasta la mochila que yacía en el suelo y extrajo su más preciado tesoro, del que no se había separado desde que había salido de Alemania, salvo durante su viaje a la Zona Hundida.
Besó la fría superficie de metal de la hornacina, como si de alguna forma pudiese así estar más cerca del recuerdo, y le susurró las palabras de siempre: que nunca la abandonaría, tal como Bijou le había exigido cierta vez («Júrame que siempre llevarás mis cenizas contigo»), y que vengaría su muerte. Luego, con extrema delicadeza, volvió a dejar la hornacina en la mochila y apagó la luz.
Le dio la impresión de que apagaba toda su vida.
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9.10
• •
Y allí estaba ahora, tembloroso, envuelto en sudor, acostado sobre una tabla y sumido en la oscuridad, preguntándose si sus deseos de venganza tenían algún sentido.
Pero no cedas tan pronto,
se dijo.
Al día siguiente Svenkov los llevaría al santuario, ellos encontrarían la
Llave
y la Verdad los encontraría a ellos.
No sabía por qué estaba tan seguro, pero lo estaba: si los acompañaba, acabaría enfrentándose al individuo que lo había arrojado a una oscuridad aún peor que la del interior de aquel antro.
Oyó un ligero ruido y levantó la cabeza. Sus rubios cabellos se pegaban a su frente por el sudor. Tendió la mano hacia la placa de luz, la encendió, parpadeó. La habitación seguía vacía, clausurada. Quizá los ruidos del edificio inferior se transmitían al cilindro de metal. Volvió a apagarla.
¿Y si se engañaba? ¿Y si la Verdad había abandonado la búsqueda tras el fracaso de Ina y Olive? No lo creía, y sin embargo...
Dando vueltas a aquellos pensamientos, acabó durmiéndose.
Tuvo que dormirse, porque de repente veía a Mitsuko a los pies de su catre.
Se hallaba agazapada en un hueco de la pared, en actitud de buitre, y miraba con la fijeza de los muertos. Una luz sangrienta caía sobre su figura. Vestía calzas negras y una gasa de igual color, que ceñía su garganta por encima del humillante collar de cascabel y se dividía en dos bandas a cada lado de sus pechos. Cuando habló, lo hizo con la misma voz vacía con que había lo había hecho en la torre de Tokio. Fuera sueño o no, Daniel la oyó gélidamente clara:
—Volveremos a vernos, Daniel. Y moriréis. Todos.
Tenía que ser un sueño, porque, aunque quiso reaccionar, siquiera levantarse o erguirse, no lo logró. Estaba como atado a aquella tabla.
—O no todos —dijo Mitsuko sin apenas mover los labios, pálida bajo la bruma color sangre que la iluminaba—. Tú y tu hija viviréis...
Extendió una pierna, luego la otra, como las patas de un insecto gigantesco, salió del hueco de la pared y avanzó hacia él. Sujetaba la gasa por los extremos como si pretendiera estrangularse.
—Viviréis —repitió con voz ronca— ... dentro de
mi boca. —
Sus mejillas abultaban como si guardase dentro un enorme trozo de algo que, paradójicamente, se agrandara mientras era masticado—.
Aq...í de... tro, Dan... el Ke... —
De repente llevó las bandas de gasa hacia la boca. Daba la impresión de que se disponía a vomitar y no deseaba que cayese al suelo.
Se oyó un horrendo gorgoteo al tiempo que los labios de Mitsuko desaparecían y su boca se ensanchaba hasta transformarse en un agujero desproporcionado. Ojos, nariz y mejillas quedaron convertidos en líneas de goma mientras del enorme foso brotaba una cosa negra y brillante como el vientre de una araña que emergía y se enroscaba sobre la gasa.
—Aquí —
dijo la voz, ahora con absoluta claridad.
Entonces Daniel comprendió: lo que hablaba era justo la
cosa
que Mitsuko estaba vomitando. El cuerpo de Mitsuko era solo una cáscara que servía para albergarla.
Y esa cosa era la Verdad.
Llenaba toda la habitación. Daniel dejó de respirar y se agitó indefenso, boca y nariz bloqueadas como en una bolsa negra atada a su garganta.
No le mires los ojos. Porque sus ojos son el Trapezoide de mil caras donde yace la locura...
Gritó. Manoteó.
Necesitó varios segundos de jadeos para cerciorarse de que ya estaba despierto y otros cuantos para encender la luz.
Seguía en la mohosa y clausurada habitación, con la mochila y la ropa en el sitio donde las había dejado. No había sucedido nada que fuera «contrario al orden natural», pero juzgó la pesadilla como la más horrenda y vivida que había sufrido nunca. Y no creyó que se tratara de un simple sueño.
Supo que no iba a poder abandonar. Le gustase o no, la Verdad lo consideraba uno más de ellos y su amenaza se extendía también a Yun. Si quería vivir en paz, tendría que asegurarse de que la Verdad era eliminada.