Estaba rodeado de absoluta oscuridad.
Densísima, sin fisuras. Una placa negra delante de los ojos.
Intentaba conciliar un sueño imposible, echado sobre aquella tabla y envuelto en una aceitosa crisálida de sudor. Pero era la negrura lo que le aturdía, lo que ponía a prueba sus nervios, afilados por los acontecimientos de una jornada agotadora.
No cedas tan pronto,
se dijo Daniel Kean.
Es lo que todos esperan.
En su mente estallaban fulgores de imágenes, el recuerdo de los sucesos que lo habían llevado hasta allí.
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9.2
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Nada más llegar supo que aquel país era, en efecto, el peor de todos cuantos había conocido, incluyendo la Zona Hundida.
No podía decirse que no le hubieran advertido: primero Maya Müller en Sentosa, luego Meldon Rowen mientras el aéreo comenzaba a descender. Le gustaba al empresario señalar los «momentos especiales» con sus palabras bien moduladas, y en ese instante se levantó de su asiento en la cabina de tripulantes y se dirigió a todos.
—Estamos llegando a Nueva Zelanda y debemos distribuirnos las tareas. —Daniel recordaba el brillo de su traje rosado con chaqueta de solapas anchas y una túnica en forma de pantalón, y cómo los bucles negros de su melena ocultaban parcialmente las solapas—. Aterrizaremos en la ciudad de Wellington, justo en el istmo central que une las dos mitades de la Gran Isla. Casi todos conocemos la ciudad, salvo Daniel. Por eso estas palabras tienen la finalidad de informarle en especial a él. —Y Rowen fijó sus ojos verdes enmarcados en aquel rostro moreno y perfecto en Daniel—. Esta es la Tierra de Atua, Daniel, la Tierra de Dios. Sus poblaciones poseen una antigüedad remotísima y algunas persisten tal como la Biblia las menciona. Apenas hay vigilancia ni control. La naturaleza no ha sido diseñada aquí. Sentirás cosas, es imposible que no las sientas. Se trata del miedo natural y humano ante lo remoto y lo antiguo, el terror que genera lo puramente salvaje y la proximidad del mar y el bosque no diseñados, las Tallas y el Puerto... No debe preocuparte ese miedo. Todos lo experimentamos, no solo tú, pero el miedo solo importa cuando su origen se hace
real,
y no es de esperar que tal cosa suceda en Wellington... Ciertamente, nuestro destino se encuentra mucho más lejos que esta simple ciudad, y mientras nos hallemos en Wellington estaremos prácticamente seguros... —Se dirigió a los demás e inició un breve debate sobre las tareas de cada cual. Por último, con una sonrisa de ánimo, añadió:— Recordadlo, vamos a encontrar la
Llave.
Es lo que el doctor hubiese dicho si estuviera con nosotros...
Daniel vio a Héctor Darby bajar lentamente la cabeza.
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La expresión del rostro del doctor Schaumann, sus ojos dilatados y la rigidez pálida de su figura con manos abiertas y crispadas hablaban de una agonía más allá de la cual no podía conocerse nada más. Su corazón latió hasta el final, y a partir de ese punto todo era enigmático. Y estaba bien que así fuese, pues la ignorancia es la condición humana que la Biblia bendice, esa «isla de ignorancia» en medio del mar de oscuridad.
Una muerte natural es una pregunta sin respuesta. El Noveno Capítulo habla de un hombre que, aparentemente, fallece por la descarga de un rayo, o al menos tal es la «creencia común» que los «curiosos investigadores» apoyarán casi sin reservas. Pero el Capítulo ofrece otra explicación más ominosa, relativa a amenazas indescifrables que moran en las tinieblas. Se interpreta esta inquietante fábula como la actitud más aconsejable ante la muerte imprevista: una mezcla de desconfianza, miedo y resignación. Las tres emociones pugnaban por abrirse paso en el semblante desconcertado de Héctor Darby, para quien la repentina desaparición del doctor había sido más cruel que para el resto.
Daniel, desde el principio, quiso hacer compañía a Darby, y se reunió con él en el salón donde tendrían lugar las exequias, una cámara inmensa y redonda, que hacían mayor dos gigantescos espejos de pared con marco de oro puestos frente a frente. Contemplando la réplica infinita de uno mismo se sobrellevaba mejor la muerte de otro: tan extraña idea se le ocurrió a Daniel Kean. Darby, lloroso, le contó los detalles que ignoraba.
—Aún no puedo creerlo... Estuvo encerrado en su habitación toda la tarde, desde que os marchasteis Maya y tú a cabalgar...
Yo... ni siquiera pensé en él hasta que anocheció. Deseé preguntarle entonces algunas cosas sobre el plan del viaje, ya sabes, aquello que a Brent le gustaba preparar con antelación... Tan cuidadoso como era... ¿Qué estaba diciéndote?
—Que deseaste preguntarle algunas cosas sobre el viaje —susurró Daniel sentado en el reposabrazos del sofá que ocupaba Darby para poder estar más cerca de este.
—Sí... Subí a su cuarto, pero ya se había ido. Los sirvientes me dijeron que había bajado al jardín...
—Yo había quedado con él en dar un paseo a las diez.
—No, bajó mucho antes... Ya lo habían encontrado cuando salí... Los vigilantes solo sabían que había estado caminando un rato entre las estatuas de ébano y, cuando volvieron a verlo, se hallaba en el suelo... Yilane fue el primero que lo examinó, y dijo lo mismo que el médico de Rowen: un fallo del corazón.
¿Y qué otra cosa podía ser, tratándose de un cuerpo diseñado?, pensaba Daniel. Recordaba, además, que el doctor le había comentado que tenía una «lesión».
El funeral fue rápido pero completo. Rowen lo anunció con solemnidad: el doctor contaría con una ceremonia a su altura, por mucho que amigos como Darby no lo desearan o que la premura del viaje del día siguiente aconsejara la brevedad. En cierto modo, el empresario se consideraba «responsable», ya que Schaumann había muerto en su casa. Tres ritualistas cantaron que el espíritu de Schaumann escogería el camino de la luz y sería transportado a la ribera verde del Primer Capítulo y no a la Ciudad tenebrosa del Segundo, y un bailarín con guantes y faldellín rojo danzó al ritmo de los cánticos. Un nicho tallado en una enorme pieza de oro acogía el cuerpo del doctor, colocado en posición sedente, como una especie de ídolo, con las manos entrelazadas en el pecho y las rodillas juntas. Se dijeron las frases usuales: «Hemos perdido a un amigo y a un gran científico», o: «Los demás debemos proseguir con la tarea, es lo que a él le gustaría». Se repartieron máscaras y mantos, Rowen recitó el
Efficiunt
y los lacios y bonitos cabellos del doctor empezaron a resplandecer. En los ojos enmascarados de Daniel persistió la mirada y la expresión de Schaumann durante un instante después de ser devoradas por el fuego. Ya desnudos los rostros, Daniel advirtió consternación en Anjali Sen, Meldon Rowen y Yilane, y cierta frialdad en Maya.
Pero nadie expresó la tragedia como lo hizo Héctor Darby.
Schaumann carecía de familiares cercanos, y Darby fue el encargado de recibir sus cenizas en una hornacina repujada. En ese instante tuvo una crisis. Estallando en fuertes sollozos, alzó la voz:
—¡Ahora, que estábamos tan cerca...! ¡Precisamente ahora! ¡Por favor...! ¡Mi pobre y dulce Brent!
Todos los asistentes, incluyendo ritualistas y bailarines, lo contemplaron con una curiosidad no exenta de miedo. Daniel pensó que era extraño ver llorar al hombre biológico: hasta qué punto perdía su apariencia, en contraste con la inalterable perfección de los diseñados. Tuvo compasión por él, y pensó en Bijou.
Solo cuando logró recalar en el lecho esa madrugada, apenas un par de horas antes de subir al aéreo, recordó su cita con Schaumann. El doctor había muerto sin revelar qué era lo que le preocupaba tanto, por qué deseaba repetir su examen «fuera de casa». Daniel se propuso hablarlo con Darby, pero luego lo olvidó, distraído por el pavor de la ciudad de Wellington.
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9.4
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Tejados picudos, campanarios de iglesias abandonadas, hastiales, puertas labradas y ventanas de rombos otorgaban un ominoso aire bíblico a Wellington, y la presencia insoslayable del nauseabundo mar lo acrecentaba. Ni en el aeropuerto ni en la ciudad parecía haber gente. La noche se extendía sobre las calles solitarias y mal iluminadas convirtiéndolas en estanques de sombras.
Se encaminaron hacia la zona del Puerto. Se llamaba así, pese a que no había naves marinas (apenas las había en ningún lugar) ni existía actividad comercial de ningún tipo, solo era un muelle de piedra legamosa cuyo nombre contenía connotaciones religiosas. Maya y Yilane se separaron del grupo para conseguir el equipo en un viejo almacén, mientras Rowen dirigía a los demás a un Lugar de Reunión para encontrar un buen guía. Los Lugares de Reunión no eran los antros estrepitosos que Daniel había esperado sino salas decoradas con sombras donde grupos reducidos charlaban en voz baja. Había cortinajes blancos que ocultaban paredes enteras, frente los cuales los recién llegados eran examinados por las miradas de los clientes. Sin embargo, nadie parecía interesado en nadie.
Esculturas de rostros oscuros y cuerpos retorcidos se alzaban por doquier, dentro y fuera de los Lugares. Darby se detuvo bajo una de ellas y la señaló a Daniel.
—Son las Tallas —explicó.
—¿Qué representan? —Daniel estaba estremecido.
—¿Quién puede saberlo? Son demasiado antiguas y su significado exacto se ha perdido. ¿Acaso el dolor o el miedo del encuentro con Dios? Mira esos ojos grandes, pavorosos... Podrían ser encarnaciones humanas de la divinidad. Lo cierto es que hay muchos rostros como estos esculpidos en piedra a lo largo de varias islas del Pacífico, algunos de increíble antigüedad. Se discute si podrían ser incluso anteriores a la caída del Color... Pero estoy hablando como el pobre Brent... Solo quería decirte que esto es lo que nos ha traído hasta aquí, Daniel... Estas Tallas se conocen como las representaciones de la Máscara y las Manos. Hay un lugar sagrado en Nueva Zelanda, al sur de la región llamada Otago, más allá de la ciudad de Dunedin, con un santuario de piedra que representa una máscara y unas manos. Cuando mencionaste esas palabras estando inconsciente supimos lo que quería decirnos Kushiro: sin duda, ese es el lugar donde encontró la
Llave,
y donde puede estar todavía...
—Pero ¿y el resto de las frases? «Escalera de metal»... «Ángulo en el techo...»
—Anja y Meldon aseguran que lo sabremos todo cuando lleguemos. Pero no es fácil encontrar el santuario, por eso necesitamos un guía que conozca bien el terreno...
—Puedo llevaros a alguien que conoce a los mejores guías —dijo inopinadamente una voz a su espalda.
Era un joven de largo cabello castaño. Vestía adornos tribales: collares de piedras verdes, un cinturón de placas, calzas de piel, brazaletes. Su sonrisa le iluminaba el rostro.
—Creo que estáis buscando guías para viajar a Otago, ¿no es cierto? —dijo—. He oído a vuestros amigos preguntar en el piso superior, pero no encontrarán a nadie dispuesto a emprender el camino mañana, menos en los días previos a Halloween.
—Tenemos oro —advirtió Darby.
—El oro no compra el miedo de los hombres —repuso el joven desconocido sin dejar de sonreír. Era, sin duda, un nativo. Daniel creía percibir los rasgos diseñados de la raza polinesia en sus facciones—. Pero a cambio de un poco de ese oro puedo presentaros a alguien que os recomendará al mejor de los guías...
Darby se animó con aquella inesperada propuesta.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
—Yuli.
—Bien, Yuli. ¿Dónde vas a llevarnos?
—No está lejos. Queda en el mismo puerto.
—Deberíamos avisar a Meldon y Anja —dijo Daniel en voz baja, pero Darby se mostró impaciente.
—Perderíamos tiempo. Meldon me dio algo de oro para pagar el alojamiento en Wellington. Lo usaré. Les llamaremos si obtenemos éxito.
Siguiendo la figura de largo y lacio pelo castaño y esbelto cuerpo atravesaron una plaza flanqueada de casas de tejado picudo a dos aguas, a imitación de la sagrada arquitectura de las ciudades coloniales. A pocos pasos el olor del mar se hizo intenso, pero la noche lo había convertido en simple vacío. El lugar, en efecto, no estaba lejos. Era un edificio enorme, casi desproporcionado, de paredes curvas que revelaban su espantosa antigüedad. Varias Tallas junto a la entrada atrajeron la atención de Daniel. En la base de una podían leerse, en idioma universal y polinesio, los dos versos que abren el Noveno Capítulo:
He visto el sombrío universo abierto,
donde los negros planetas giran ciegamente.
Darby le señaló otro, en este caso escrito solo en polinesio a los pies de una segunda Talla.
—«Kamate. Ka Ora —
recitó—.
Tenei te tangata / Puhuruhuru.»
Significa: «Es la muerte. Es la vida. Es el temible ser que hace que brille el sol». Hablan de Dios... Ya sé qué es este lugar... —Antes de que pudiera añadir nada más señaló la puerta de entrada—. Yuli nos llama...
El silencio y la oscuridad eran tan vastos como el vestíbulo al que accedieron. El joven se dirigió a un guardián de linaje polinesio y cabello rizado que cruzaba las piernas enfundadas en botas sentado en el oscuro recinto. Tras hablar con él un instante se volvió hacia Darby.
—Mi compañero quiere lo mismo que me vais a pagar a mí.
Darby aceptó, y tras el intercambio de oro Yuli se dirigió grácilmente a una puerta de doble hoja al fondo.
—¿Qué es todo esto? —preguntó Daniel Kean.
—Ya lo has oído: el sitio donde se encuentran aquellos que conocen a los mejores guías —respondió Darby.
—¿Qué sitio es?
—Un manicomio, por supuesto.
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9.5
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Al cruzar la puerta, Daniel pensó que soñaba. Era un jardín similar a la ordenada jungla de Sentosa, a plena luz del día. Hacía calor, y la ceñida ropa de Daniel —chaqueta de cremallera y pantalones de malla— parecía impropia en aquel ambiente.
—Es una atmósfera artificial —advirtió Darby—. Los locos no soportan la oscuridad ni el mal tiempo.
Yuli se introdujo por una solitaria vereda. Daniel movía la cabeza de un lado a otro mientras caminaba.
—Esto no parece un manicomio...
—Hay muchos lugares que son manicomios sin parecerlo, Daniel —replicó Darby—. Además, no juzgues por lo que has visto en el Norte. Ya sabes que la Biblia permite deducir que la locura es una consecuencia directa de la sabiduría. Los locos han contemplado más cosas que los cuerdos, y de alguna manera poseen una visión más amplia, prismática, como las facetas de esa piedra llamada Trapezoide cuya contemplación, en la fábula del Noveno Capítulo, provoca los sueños del protagonista y despierta al ser que yace en las tinieblas. Por eso deben ser recluidos, porque son puentes entre la oscuridad y la luz. En el Norte se les tiene por visionarios mientras que aquí, en el Sur-Este, son, más bien, lo opuesto.