Daniel lo hizo. En dos gestos, las franjas rojas cayeron a sus pies. El viento las arrastró por la plataforma. Sintiéndose humillado, se envolvió el cuerpo con los brazos.
—No, no es eso lo que quiero —dijo la mujer—. Moveré el hilo mejor. Arrodíllate y coloca las manos en la cabeza.
Bunraku. El hilo.
—Júrame obediencia —dijo la voz de la mujer cuando Daniel adoptó la postura requerida.
—Te juro obediencia.
—Más alto.
—¿Cómo sé que está viva mi hija? —murmuró Daniel entonces.
—No lo sabes. Puede que no esté viva. Puede que la esté torturando ahora mismo. El hilo que te mueve no es tu hija ni su destino, Kean, sino el
miedo a lo que pueda sucederle.
Es el hilo más poderoso: si conoces, lo rompes; si ignoras, él tiene poder sobre ti. Repite el juramento en voz alta. —Daniel lo gritó. Sintió que las lágrimas afloraban a su rostro, como al de Mitsuko. La simetría de aquellas dos voluntades rotas lo abrumaba. La voz volvió a hablar—. Ahora, otro suave tirón. En esa esquina que te señalo hay un pequeño vaporizador. Cógelo y perfúmate con él todo el cuerpo, particularmente las zonas bajo las que tenías esa ropa tan cálida. Luego bajarás diez peldaños por la escalerilla por la que has subido, y aguardarás bien sujeto a las barras. Procura no caerte: el terror de una caída como esa destrozaría tu pequeño cerebro antes de que llegaras al suelo. ¿Queda claro, Kean? Hazlo... Pero, no. —Lo detuvo cuando Daniel daba la vuelta—. No quiero que camines... Debes arrastrarte. Gatea hasta la esquina, Daniel Kean...
Daniel volvió a arrodillarse y comenzó a avanzar con penosa lentitud, la vista fija en el suelo de la plataforma, mientras escuchaba la voz de la mujer.
—¿Te percatas con qué sutileza te manejo, Kean? No me importa responder ahora a tu pregunta... ¿Quién soy? Soy el que mueve los hilos, el que hace que te arrastres desnudo como un gusano, el que te impulsa hacia el final, lo último que verás antes de morir, lo peor que descubrirás sobre ti mismo, el lugar al que irás cuando hayas muerto... Me llaman la Verdad.
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4.11
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—Ha desaparecido.
La breve información los sumió en el silencio. Yilane volvió la cabeza y observó el rostro pensativo del doctor Schaumann en la penumbra de la cabina del vehículo.
—¿Qué significa exactamente eso, doctor?
—«Exactamente» significa que ya no capto la señal térmica. No solo le han quitado la ropa sino que han borrado de alguna manera el calor sobre su piel.
—Conocían el truco. —Yilane se rascó un tatuaje sobre su nuca.
—O lo sospechaban. De todas formas, tendrán que bajar en algún momento. Rowen podrá seguirlos mientras...
—No bajarán —dijo Maya Müller—. Van a trasladarlo en un vehículo aéreo.
Yilane la miró.
—No te pregunto cómo lo sabes porque me consta que sabes muchas cosas —dijo sonriendo—. Incluso aquellas que ni siquiera sabes.
Schaumann pulsó la pantalla del comunicador. Darby apareció en el recuadro.
—Nosotros lo hemos perdido. ¿Habéis visto algo?
Darby negó.
—Todo lo que vemos son nubes y sombras. No entiendo cómo lo habéis perdido. ¿Le han borrado la temperatura?
—Algo así.
—Esperad. —La voz de Darby reflejaba ansiedad. Se oían, de fondo, las frases entrecortadas de Anjali Sen y Meldon Rowen—. Anja está viendo algo por la pantalla. Un vehículo aéreo se acerca a la torre...
—Nosotros ya lo sabíamos. —Yilane sonrió sin ganas.
La muchacha regresó al asiento. Su musculoso cuerpo se removió como intentando adaptar aquella pequeña base a su propia estructura. Aunque se dirigió al doctor Schaumann, no volvió la cara hacia él.
—Brent, ¿a qué velocidad puede ir esto? —preguntó.
—No llegaremos antes que un vehículo aéreo a la Zona Hundida, si eso es lo que preguntas. Pero ellos no podrán usar el aéreo en la Zona Hundida. Estamos empatados.
—El aéreo se aleja en dirección suroeste, hacia el Color —informó Héctor Darby—. No ha llegado a posarse en la torre.
—Deben de haberlo recogido desde alguna escalerilla en el costado —dijo Maya. Sus párpados temblaban como si sus ojos hubiesen iniciado algún tipo de actividad.
—¿Quién puede estar detrás de todo esto? —preguntó Yilane a nadie en particular—. Este plan demuestra gran astucia.
—Sea como sea, vamos tras ellos —dijo Schaumann.
Por un instante ninguno de los tres hizo otra cosa que tocar pantallas y salpicar de rectángulos luminosos el interior de la cabina. En un momento dado, Yilane volvió la cabeza y miró a la muchacha por encima del hombro. Los pendientes, ajorcas y el medallón de serpiente destellaron a la luz de las pantallas.
—A menos que nuestro querido empleado de tren nos esté traicionando... Dime una cosa, Maya. ¿Crees que Daniel Kean sospecha que le hemos engañado desde el principio?
Durante la pausa que siguió, incluso el doctor Schaumann apartó la vista de sus queridas pantallas y miró a la muchacha. El perfil de Maya Müller permanecía impasible, como cincelado en piedra.
—No —dijo Maya sin cambiar de expresión—. No lo creo.
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5.1
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Descendían a gran velocidad, y eso le provocó un intenso mareo.
Se hallaba en la cabina trasera del vehículo aéreo, arrodillado frente a un asiento. Le habían permitido recostar la cabeza en él, pero no podía levantarse. La posición era más incómoda aún, porque había otro asiento frente al primero, y la distancia entre ambos era tan estrecha que se veía obligado a elevar los pies y apoyarse en el suelo solo con las rodillas.
Tal postura era innecesaria, como lo había sido la orden de bajar por la escalerilla lateral de la torre y esperar a que el vehículo lo recogiese en vez de ser recogido en la plataforma, o de mantenerlo desnudo después de haber borrado las trazas de temperatura de su vestuario con el vaporizador. Ahora comprendía que todas aquellas órdenes tenían un único objetivo: amedrentarlo, anular su voluntad.
La misma función ejercía la guardiana que se había ocupado de él cuando entró en el vehículo, y que le había ordenado echarse en el suelo encañonándolo con una potente arma de ráfagas. No le permitía alzar la cabeza, y Daniel apenas había podido ver otra cosa de ella que las botas color bronce, de larga puntera, con adornos. De vez en cuando apoyaba una de esas botas en su espalda. Cuando la apartaba, la sustituía por el cañón del arma, que recorría su piel como un dedo índice de metal.
Durante el breve trayecto le había estado hablando en tono divertido, como desafiándolo a que replicara.
—La Zona Hundida es oscura. Lo más oscuro que hayas visto en tu vida. Pero lo peor son los ruidos... Cosas que reptan y se arrastran. Nadie sale de la Zona Hundida igual que entró. Seguro que ni siquiera habías oído hablar de ella... —Daniel jadeaba con la mejilla apoyada en el asiento. Veía la puntera de una bota como un puñal de bronce junto a su rostro y oía su voz, no menos recia. Recordaba, fugazmente, ojos grandes, casi saltones, azules. Repentinamente la bota se alzó, le golpeó el hombro—. Responde, estúpido. ¿Habías oído hablar de la Zona Hundida?
—Un poco.
—«Un poco.» —La guardiana rió—. A partir de ahora tendrás experiencia de primera mano. Ya llegamos...
Daniel reprimió las náuseas mientras la vibración lo hacía estremecerse. La cabina del vehículo era, también, un pequeño salón. Había un velador con mantel y un servicio completo de tazas de té. En aquel momento retemblaron produciendo un ruido como de castañeteo de dientes.
Oía a la guardiana hablar por un micrófono, entre zumbidos y voces remotas. Pensó que la chica había dejado de prestarle atención y se incorporó ligeramente. De inmediato sintió el cañón del arma presionando en su nuca.
—¿Te he dado permiso para levantar la cabeza?
—Voy a vomitar —dijo Daniel con un hilo de voz.
—Hazlo. Sobre el asiento. Después tendrás que limpiarlo.
Con la cabeza apoyada en el asiento, Daniel apenas logró dos violentas arcadas. Pero solo fueron dolorosas y desagradables, no expulsó nada. Cuando logró calmarse, sintió el cañón apoyado en su sien.
—Vas a desear morir antes de que el día acabe —le susurró Botas Puntiagudas.
La vibración cesó de repente, y Botas Puntiagudas lo alzó del pelo y le obligó a caminar sin que pudiese erguirse del todo. Salieron del vehículo aéreo en dirección a un nuevo transporte, esta vez terrestre, de color naranja. Arrastrado del pelo y encorvado, Daniel apenas percibió a su alrededor otra cosa que luces difusas y un soplo de aire denso. No tenía modo de saber dónde se encontraban. Escuchaba el rumor de tráfico, y en un momento en que logró mirar hacia arriba entrevio nubes dispersas, lo que le hizo suponer que aún se hallaba fuera de la Zona Hundida.
No pudo averiguar más, porque al pie de la escalera de aquel nuevo vehículo una mano enguantada sostuvo su barbilla obligándolo a alzar la cabeza.
—Volvemos a vernos, gran héroe —dijo Moon.
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5.2
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El interior estaba formado por varias habitaciones conectadas entre sí por un largo pasillo central. Daniel supuso que debía de ser una especie de camión. Botas Puntiagudas lo dejó en manos de otro guardián de pelo naranja que lo condujo por el pasillo hasta la última habitación. Allí le encadenó el cuello a las muñecas con dos clases de cadenas semejantes a collares. Luego lo arrojó al suelo sin miramientos y cerró la puerta. Las paredes de la cabina, que eran azules, cambiaron de color automáticamente y se hicieron rojas. La puerta desapareció, convirtiendo la cabina en un cubo perfecto, sin aberturas.
Al intentar incorporarse, Daniel descubrió que las cadenas reaccionaban a cualquier intento de presión que efectuara: si tiraba de ellas, se enroscaban como serpientes, estrangulándolo. Debía mantener las manos inmóviles a cierta altura y la cabeza ligeramente flexionada si quería respirar. Los eslabones eran de diversos colores entre los que predominaban el rojo y el azul, y cuando cerraba los ojos seguía viéndolos brillar en la oscuridad. Se le ocurrió algo absurdo: que a Yun le gustaría el color de aquellas cadenas.
Entonces, al elevar la vista, descubrió que no estaba solo.
De pie junto a una silla de madera se hallaba una muchacha de cabello castaño mucho más corto que el suyo, vestida con una túnica de gasa decorada con líneas verticales anudada al cuello y la cintura. Cuando el vehículo se puso en marcha y adquirió velocidad, el pelo y la túnica de la muchacha se agitaron. Daniel pensó que tenía que existir algún tipo de mecanismo de provisión de aire, ya que la habitación parecía hermética.
Tras mirarlo un instante, la muchacha se dio media vuelta. Por detrás, la túnica consistía solo en los nudos del cuello y la cintura, de modo que parecía más bien un delantal. Daniel sospechaba que la muchacha estaba allí para interrogarlo: quizá pretendían hacerlo hablar, o rastrear su inconsciente para asegurarse de que era el portador del mensaje.
Mientras el silencio se prolongaba, la angustia fue ganando terreno dentro de él. Ahora que estaba en manos de «ellos» por completo, comprendía la trampa. ¿Qué garantías tenía de que le devolverían a Yun con vida cuando se produjera la revelación? Ni siquiera confiaba en que el grupo de Maya y Darby fuesen capaces de ayudarlo. Contemplar sus manos atadas con los eslabones móviles le pareció todo un símbolo de aquella amarga sensación.
Alzó la vista hacia la muchacha.
—¿Dónde la tenéis? —preguntó. La joven se volvió y lo miró. El cabello le enmascaraba los rasgos—. Mi hija. ¿Dónde está?
—No sé de lo que me hablas —dijo con acento norteño—. ¿Quién eres?
—Me llamo Daniel Kean.
—Ina —dijo la chica girando del todo hacia él. Se sujetaba al respaldo de la silla debido al balanceo del vehículo—. Ina White. —Frunció el ceño—. ¿Por qué te han traído?
—Se supone que tengo algo que revelar.
En la mirada de ella, ahora fija en la suya, creyó captar el asombro y la comprensión.
—Eres el
messenja... —
dijo Ina White.
Daniel asintió.
—¿Y tú?
—También me necesitan. Soy una de las discípulas de Mitsuko Kushiro... Ellos... —la ansiedad se filtró entre sus palabras—... han amenazado con matarla si no colaboro.
Daniel la contempló allí de pie, apoyada en la silla. Era alta, de anatomía vigorosa y atractivas facciones, con labios carnosos y rosados. Su mirada denotaba inteligencia y seguridad en sí misma.
—¿Para qué te necesitan? —le preguntó Daniel.
—Para ayudarles a entrar en el laboratorio.
—Pensé que eso podían hacerlo sin ayuda.
—No —dijo Ina—. No creas que se trata de romper puertas. Es el laboratorio de un creyente profundo y está sellado con barreras que nadie puede traspasar. Soy la única discípula que conoce el modo de entrar. —Titubeó un instante—. O debería decir que soy la única que ha aceptado
colaborar...
Mi maestra Mitsuko se negó a hacerlo, y la mayoría de mis compañeros también... Supongo que al final optaron por alguien más rastrero —añadió con desprecio—, más cobarde...
—Estás haciendo lo que debes, Ina.
Ina persistió negando con la cabeza cierto tiempo.
—Estoy traicionándola, a ella y al noble recuerdo de su padre. Pero no puedo hacer otra cosa. Le debo todo lo que soy, no podría aceptar que muriese por mi culpa...
Por un instante ambos parecieron sumirse en los pensamientos que aquellas palabras habían invocado. El vehículo se movía, sin duda a gran velocidad, pero dentro de la habitación rojiza solo se percibía aquel balanceo y un rumor hondo de motores.
—La he visto —dijo Daniel entonces—. A tu maestra.
Ina se inclinó para mirarlo con fijeza.
—¿Se encuentra bien? —preguntó, ansiosa.
Daniel no quiso romper la expresión de alivio en el rostro confuso de la chica, y asintió lentamente. No sería él quien le hablara del muñeco de
bunraku,
decidió.
Pero, más que alegrarla, su respuesta fue para ella como un súbito cansancio: pareció perder toda la energía, dobló las rodillas, se dejó caer en el asiento.
—Nos matarán a todos cuando consigan lo que quieren... —dijo con absoluta calma, como si se tratara de una evidencia muy simple—. Si es que no nos capturan antes los denebianos. Quizá nos entreguen a ellos cuando todo termine.