—De las cocinas. Todo lleva a creer que se trata de las tripas del lechón que la comunidad china había hecho entrar en la prisión para celebrar no sé qué. Ese bicho ya había provocado un escándalo.
Reverdi había pensado que el descubrimiento de su castigo le divertiría más. Pero, en realidad, no experimentaba nada: solo pensaba en Élisabeth. Estaba impaciente por reanudar el contacto con ella.
—¿Y
han encontrado…, bueno, el «interior» de Raman? —preguntó para guardar las formas.
—
No. Y
nadie se dio cuenta de que las tripas del cerdo habían desaparecido. Sabe por qué, ¿verdad?
—Me lo imagino, sí.
—El asesino metió las entrañas de Raman en el cuerpo del animal. Lo que los chinos se comieron anteanoche eran las tripas de Raman. ¡Despojos humanos!
Jacques dejó caer la cabeza hacia atrás y la apoyó en la pared. No sentía nada, pero apreciaba la sincronización perfecta de la operación. Los chinos, responsables del asesinato de Hajjah, se habían comido a su jefe.
—Menuda sorpresa —murmuró.
Jimmy le apuntó con el dedo índice. La cólera hacía que se le hincharan las venas bajo la piel.
—Hace mal en reírse. Todo el mundo sabe que ha sido usted, Jacques. Solo usted podía atreverse a cometer un crimen semejante.
Jacques permaneció en silencio.
—¡Con lo que he preparado el caso! —prosiguió el abogado—. Todo está perdido. ¿Qué le ha pasado? —Se inclinó hacia él, brillante de sudor y de incredulidad—. ¿Es que le da igual morir?
Reverdi se levantó de un salto y cogió una de las velas que ardían en el otro extremo de la celda, entre varitas de incienso colocadas sobre una caja boca abajo. El conjunto evocaba un altar.
—¿Tú crees en la reencarnación? —le preguntó a Jimmy.
—No.
Jacques cogió otra vela, apagada, y se acercó al abogado.
—Hay una metáfora clásica para explicar la transmigración del alma. —Encendió la segunda vela con la primera—. Los cuerpos se consumen, pero la llama pasa simplemente de uno a otro. Es eterna.
—¿Qué significa eso?
Reverdi sonrió y le puso en la mano una de las velas.
—Significa que no moriré. Me reencarnaré.
Wong-Fat miró la llamita entre sus dedos; no sabía qué hacer con la vela. La dejó en su sitio, sobre el altar. En ese momento se fijó en la fotografía clavada en la pared, por encima de las varitas de incienso.
—¿Quién es la de la foto?
—Mi mujer.
El chino volvió la cabeza.
—¿Qué?
—Todavía no estamos casados, pero quiero celebrar esa unión antes de ser ejecutado.
Jimmy observó el retrato y preguntó, con una voz extraña:
—¿Es la chica de las cartas? ¿La chica de París?
—La ley malaya me permite hacerlo.
La expresión de Jimmy había cambiado: tenía los rasgos hundidos y los labios le temblaban. Parecía consternada.
—Pero… ¿lo dice en serio? ¿De verdad quiere casarse con…?
No pudo acabar la frase. Jacques lo observó: el obeso estaba al borde de las lágrimas. Era para morirse de risa. Así que había creído que entre ellos había una relación profunda… Complicidad, amistad, incluso algo más…, ¡tantas afinidades! Reverdi susurró en un tono cálido, como para consolarlo:
—No va a ser una cosa inmediata. Todavía no está preparada.
—¿Todavía no está preparada? —El abogado adoptó de nuevo su tono profesional—: Pero ¿de qué demonios habla?
Reverdi se arrodilló ante la fotografía y acarició con los dedos el rostro de Élisabeth:
—Su iniciación aún no ha terminado.
—¿Siguen teniendo contacto? Yo no he vuelto a recibir ninguna carta, yo…
Reverdi cerró los ojos.
—La siento venir. Se acerca a mí… —Se puso en pie y miró a Wong-Fat—. Es cuestión de días.
El quinto mensaje se reducía a tres palabras: «Ve a Bangkok». Marc no se había hecho de rogar. Desde la frontera birmana, había dado media vuelta de inmediato y conducido toda la noche, parando solo para repostar gasolina. Después de nueve horas de viaje, había llegado al aeropuerto de Phuket a las cinco de la mañana. Allí, había dormido dos horas acurrucado en el Suzuki sin soltar la jeringuilla, su botín, su talismán. Se había despertado, medio helado y medio ardiendo, justo a tiempo para tomar el primer vuelo con destino a Bangkok.
Desde la expedición a la isla de los muertos estaba obsesionado con el contenido de la jeringuilla. A simple vista, solo contenía un gas volátil, ligeramente teñido de linfa y de partículas rosáceas. ¿De verdad era ese el Color de la Verdad? ¿Qué había extraído del fondo de los pulmones de la víctima? ¿De qué forma iba a revelarle esa muestra la clave del rito?
La llegada a la capital le aportó una calma relativa. Se sentía feliz de estar rodeado de nuevo de vida, del ruido de los coches, de la indiferencia familiar de los rascacielos. Desde la autopista, la metrópolis incluso le pareció de un azul relajante. Seguramente era la influencia del cielo puro, que penetraba en las torres de cristal.
Una vez en el centro, tuvo que revisar su juicio. Bangkok se hundía bajo su propia presión. Ahogada por sus construcciones, su tráfico, su aire asfixiante. Inmensos puentes de hormigón penetraban en las calles a la fuerza, apartando los inmuebles, imponiendo un mundo nuevo, ciego y triunfal. Había asfalto por doquier, recubriendo barrios enteros, paralizando las callejuelas. Parecían impacientes por enterrar el pasado, como si se tratara de un cadáver vergonzoso.
Dando tumbos en el taxi, Marc leía las instrucciones del sexto documento.
Dirígete hacia el hospital de Siriraj. Desde el aeropuerto, sigue la orilla del río en taxi hasta encontrar una estación de barcos-autobuses. Allí compra un billete para la estación Pran Nok, también llamada Wang Lang. Cuando hayas llegado a esa estación, abre el documento siguiente.
Marc pagó al taxista y montó en un barco. Contemplaba los contrastes de la ciudad con indiferencia. Las barracas de madera construidas en islas llenas de vegetación y rodeadas de torres modernas. Las stupas y las pagodas plantadas entre ciudadelas de acero y de asfalto. Las barcas en forma de hoja cruzándose con fuerabordas rugientes… Todo ese universo le parecía febril, enfermo. Hasta los pasajeros que había a su alrededor le parecían turbios, terrosos, contaminados.
Pran Nok daba acceso a un mercado. Había tal multitud que costaba bajar del barco. Marc encontró un banco apartado en el recinto de la estación y abrió el séptimo documento. Pensó en el Séptimo Sello del Apocalipsis.
Lo que leyó lo dejó estupefacto, pero ya no tenía elección.
Se sumergió en la agitación. Los comercios invadían aceras y calzada. Las tiendas ofrecían estufas de carbón, cocinas de gas y placas eléctricas a cientos, lo que hacía el aire todavía más sofocante. Entre el desorden, Marc pasó ante dulces aromatizados, vapores ardientes, pastas translúcidas de colores chillones, pinchitos chisporroteantes, pescados de piel gruesa y blanca carne…
Llegó al hospital Siriraj, pero pasó de largo. No era su destino final. Reverdi le indicaba un laboratorio de análisis médicos situado en la misma calle, unos números más lejos. Allí debía buscar a un químico llamado Kantamala, un militante ecologista que realizaba de tapadillo análisis de muestras comprometidas para las grandes compañías industriales.
¿Dónde lo había conocido Reverdi? Eso carecía de importancia y Marc tenía otras cosas en las que pensar. Ahora debía interpretar muy bien un papel ante el experto. Poseía los nombres y los términos que había que pronunciar para formular su petición, e incluso las réplicas.
Empujó la puerta de cristal ahumado del laboratorio y descubrió en el interior un mostrador blanco como un trozo de hielo. Marc preguntó por Kantamala. Al cabo de unos segundos vio llegar a un tailandés alto con una bata inmaculada. Tez oscura, cabellos largos recogidos en una cola de caballo, expresión hostil. El hombre sonrió cuando Marc pronunció el nombre de un ecologista inglés que le había dado Reverdi.
Salieron a la calle. Kantamala encendió un cigarrillo. Un Kron Tip, la marca local.
—¿Qué tenemos hoy? —preguntó en inglés, en un tono de conspirador.
—Un muerto. Envenenamiento.
Kantamala frunció el entrecejo.
—¿Un muerto? ¿Dónde?
—No puedo decir nada.
El tailandés daba caladas al cigarrillo con avidez. En la calle saturada de contaminación, aquello parecía un doble suicidio.
—Necesito detalles. Un muerto es un asunto grave. No estoy acostumbrado a…
—Yo tampoco sé nada. Creo que se trata de una mina, cerca de Ranong…
Marc estaba improvisando, pero el nombre pareció agradar a Kantamala.
—No me extraña. Allí utilizan mercurio y…
—En cualquier caso, es urgente. Esperan los resultados para iniciar un procedimiento.
El otro asintió con la cabeza. Fumaba con nerviosismo y no paraba de lanzar miradas recelosas por encima del hombro.
—Pero ese muerto… —insistió—. ¿Qué ha pasado?
—No lo sé. Ha respirado un gas, creo. No está muy claro.
—¿Qué tipo de muestra traes?
Marc le dio la jeringuilla al químico.
—Le han practicado una punción en los pulmones.
—Mierda.
Marc adoptó una actitud firme y decidida:
—Si es demasiado difícil para ti…
Kantamala tiró la colilla.
—Vuelve dentro de dos horas.
Marc se sentó a una mesa de un restaurante instalado en la acera, desde donde podía vigilar las puertas de cristal ahumado del laboratorio. Ese puesto de observación lo tranquilizaba, como si Kantamala pudiera huir con «su» prueba.
Pidió un té. No tenía el estómago suficientemente asentado para tomar café. En ese momento tenía la mente en blanco. Estaba agotado por un exceso de reflexiones, de descubrimientos, de angustia. Dejó resonar en su conciencia unos versos del Cantar de los Cantares:
¿Quién es esa que se eleva del desierto
como humo que brota de la mirra,
el incienso y toda clase de polvos aromáticos?
Solo le faltaba eso. Identificar el perfume o el incienso que Jacques Reverdi había utilizado. Entonces, estaba seguro, se produciría un milagro. Esa última información cerraría el círculo, daría coherencia al conjunto.
Se decía eso una y otra vez, como si fuese una plegaria. Pero sin convicción. La contaminación, el calor y el cansancio lo transformaban en un sonámbulo.
Despertó de su letanía y miró el reloj. Habían pasado dos horas sin que se hubiera dado cuenta. Nada había cambiado en la calle. El mercado continuaba exhalando sus olores insoportables, los coches continuaban despidiendo su gas envenenado. Con las piernas flojas, Marc se dirigió hacia el laboratorio.
—¿Estás tomándome el pelo?
El químico, con un cigarrillo entre los labios, parecía furioso.
—¿Qué has encontrado?
—Nada.
—¿Cómo que nada?
—Ni rastro de contaminación ni de sustancias extrañas.
—Es imposible… La muestra está sacada de un pulmón…
—Eso no lo pongo en duda. Pero ese tipo no ha muerto envenenado. Ha muerto por asfixia.
Marc levantó los ojos: el hombre flotaba ante él.
—La jeringuilla contenía mioglobina, una molécula muscular que fija los gases. La he analizado y está saturada en un ochenta por ciento de gas carbónico.
Marc no sabía qué contestar. Kantamala continuó, sin dejar de fumar:
—No ha habido intoxicación. Ese tipo no ha respirado nada. Nada en absoluto. En realidad, ha muerto por eso. Por asfixia. Pero no con una almohada tapándole la cabeza. No hay ninguna huella de traumatismo. Ni el más mínimo rastro de derrame pleural, ese líquido amarillento que aparece alrededor de los pulmones tras una muerte violenta. No, el tipo ha muerto lentamente por falta de oxígeno, respirando su propio gas carbónico.
Toda la calle se tambaleaba a sus pies. El químico subió el tono de voz:
—No sé a qué jugáis, pero no quiero seguir metido en vuestros tejemanejes. Esto no tiene nada que ver con la ecología. Es un asesinato, ¿entiendes?
Marc retrocedió hacia la calzada, entre los coches, los puestos, los transeúntes. Estaba como absorbido por la alucinante verdad.
El arma del crimen no era el cuchillo.
Sino la cabaña.
La Cámara de Pureza, que actuaba como un ahogadero.
Esa era la marca de Reverdi.
El maestro de la apnea mataba a sus víctimas privándolas de oxígeno.
Marc se incorporó a la multitud y recorrió la calle Pran Nok hasta la estación de los barcos-autobuses. Se sentó en el mismo banco de antes, a la sombra de la verja, y reunió los últimos elementos. Por fin conocía el modus operandi con todo detalle.
Primero, el asesino encerraba a su víctima en una choza totalmente calafateada. Esperaba pacientemente a que consumiera la reserva de oxígeno de la Cámara. ¿Cuánto tiempo duraba ese suplicio? Horas, seguro. Tal vez incluso días.
Marc imaginaba a la mujer amordazada, atada, respirando cada vez con más dificultad, notando que el veneno carbónico llenaba sus pulmones. Jacques Reverdi la observaba. Contemplaba la muerte en acción. Sentado en el suelo con las piernas cruzadas en el otro extremo de la cabaña, saboreando el espectáculo de esa chica que gritaba en silencio, amordazada, con la garganta en carne viva…
¿En qué momento practicaba las incisiones? Sin duda durante esa espera. Pero, contrariamente a lo que Marc había imaginado, no reabría inmediatamente las heridas. Dejaba que su víctima se asfixiara antes de sangrarla.
En ese punto, la hipótesis se estancaba. El umbral crítico de asfixia se prolongaba durante horas: ¿cómo aguantaba Reverdi? Esa espera sobrepasaba con mucho sus capacidades de apneísta. En un flash, como una última pieza que encajaba en el engranaje, vio la botella de oxígeno en la primera madriguera, luego en la segunda. No había prestado atención a ese detalle, pero las botellas desempeñaban un papel. Mientras su víctima agonizaba, el asesino, con los labios apretados en torno al descompresor, respiraba aire comprimido.
En esa fase, la mujer se convertía en una especie de barómetro para medir la composición del aire. A medida que se agitaba, que se ahogaba, Reverdi evaluaba el vacío de la estancia. Cada uno de sus gritos mudos, de sus ronquidos, era como un indicio de la pureza en marcha. Cuando la víctima se hallaba a unos segundos escasos de la muerte, entonces la Cámara estaba a punto.