Reverdi se plantó frente a Marc y lo miró directamente a los ojos.
—Sé que te gustan los detalles. Podría hablarte durante horas de aquel armario trenzado que se convirtió en mi segunda piel. Mi caja de Pandora. Podría contarte cómo me estremecía en la oscuridad, presa de calambres, cómo intentaba, a mi pesar, mirar a través del entramado de rota. Cómo, cuando veía el nuevo rostro de mi padre, sus rasgos se filtraban bajo mi piel y presionaban mis huesos. A veces, el hombre se incorporaba en la cama y preguntaba: «¿No has oído un ruido?». Se levantaba, se acercaba hasta rozar el armario. Yo retrocedía hasta el fondo de mi escondrijo, dejaba de respirar. Él se acercaba tanto que percibía su aliento cargado de cerveza o de cannabis. Detrás de él, oía a mi madre decir, riendo: «Déjalo, será un ratón». Luego repetía más fuerte, para que yo lo oyera: «¡Un sucio ratoncito vicioso!».Y se echaba a reír mientras el hombre volvía con ella.
Reverdi imitaba todas las voces: la del hombre, la de la mujer, la respiración entrecortada del niño. El espectáculo de ese atleta de pureza olímpica convirtiéndose alternativamente en diferentes personajes era aterrador. Una vez más, la doctora Norman había acertado: Jacques Reverdi no poseía una sola personalidad. Varios seres distintos cohabitaban en él, se articulaban sin formar nunca un conjunto coherente.
Marc se arqueó. La migraña se volvía insoportable. Manchas negras danzaban en la estancia circular. No estaba seguro de si viviría hasta el final de la historia.
El apneísta, como si hubiera querido empalmar con los pensamientos de Marc, prosiguió:
—Pero, sobre todo, me faltaba oxígeno. Dentro de mi escondrijo escaseaba el aire. Me costaba respirar. Me entraba pánico. Me moría. Entonces, no sé cómo, encontré la solución.
De repente, una amplia sonrisa, radiante, orgullosa, suavizó sus facciones.
—El arma de la lucha, que iba a hacerme invencible. La apnea. Todas mis biografías cuentan que descubrí esa disciplina en Marsella, después de la muerte de mi madre. Yo mismo difundí esa leyenda. Pero es falsa. Descubrí la apnea en las afueras de París. En el fondo de un armario.
»No sé cómo, un día, en vez de buscar desesperadamente el oxígeno a través del entramado de rota, contuve la respiración. Y entonces se produjo el milagro. De pronto me sentí dotado de una fuerza extraordinaria. Los suspiros de mi madre se alejaron, la amenaza de mi padre, sus múltiples rostros, todo retrocedió… La apnea alzaba entre mí y el mundo exterior un muro, una pared absolutamente estanca. Todo se rompía contra mi caparazón. Me había vuelto impenetrable.
»Empecé a entrenarme todas las noches en mi escondrijo. Ya no oía sus gritos, sus gemidos, sus insultos. Me concentraba para mejorar mi tiempo. Un detalle simbólico: me cronometraba con el reloj que se había dejado uno de mis "padres". Cada noche lo hacía mejor. Cada noche era más fuerte. El armario ya no me daba miedo; yo mismo era un recipiente hermético, inviolable, que protegía mi identidad contra los demás.
»Gracias a esa disciplina, conseguí hacerme mayor. Controlé mis pesadillas, así como también mis pulsiones, cada vez más sombrías. Mi pubertad no fue el despertar del amor, sino el de la muerte. Evidentemente, mis deseos de matar se centraban en mi madre. Unas voces me hablaban, me susurraban que la matara. Pero en el momento culminante, cuando estaba a punto de pasar a la acción, la apnea siempre me salvaba.
»Al mismo tiempo, la situación en casa iba cambiando. Mi madre se desinteresaba de mí. Me había hecho demasiado mayor para participar en sus jueguecitos viciosos. Empezaba a salirme barba. Me estaba cambiando la voz. A los doce años medía más de un metro setenta y cinco. Ya no era un crío. Al contrario, la relación de fuerzas se estaba invirtiendo. Era impensable seguir avasallándome, torturándome. Por lo demás, ella también se había transformado. Su belleza se había marchitado. Se maquillaba exageradamente. Bebía. Y cuando llamaba a las puertas de los desocupados, con la cara pintarrajeada, sus encantos ya no surtían efecto. Volvía a casa con las manos vacías, desesperada, borracha perdida.
»A los trece años, empecé a ocuparme de ella. A cuidarla, a alimentarla, a acostarla. La mantenía con vida, igual que un criador engorda a una oca, con vistas a un festín de odio. Esperaba que estuviese a punto. Para sacrificarla. Pero tuvo suerte. Lejos del armario, lejos de las torturas, lejos de las sesiones de sexo, mi cólera se calmó poco a poco. Incluso acabé por compadecer a aquella ruina, a aquel desecho humano que se arrastraba por casa. Sobre todo cuando identifiqué la enfermedad que seguía destruyéndola, el cáncer incurable que la corroía. El sexo. Mi madre, insaciable, seguía estando igual de salida que siempre.
»Yo tenía catorce años. Asistía más o menos regularmente a las clases del instituto. Lo suficiente para que los profesores se fijaran en mis aptitudes intelectuales. Conocían mi situación familiar. Hablaron de separarnos, a mi madre y a mí. Hablaron de un internado para mí y de un establecimiento especializado para ella. Tal vez hubiera sido la solución. Alejándome de casa, habría podido superar mis pesadillas, mis pulsiones, convertirme en un ser normal. Tal vez. Pero, como de costumbre, ella lo estropeó todo.
»Empezó a ser conmigo sospechosamente dulce, mimosa. El instinto me hizo presentir un peligro. No me equivocaba: esa chiflada contaba conmigo para que la satisficiera. Físicamente. Cuando se aventuró a hacer la primera aproximación, cuando puso la mano sobre mi sexo, firmó su sentencia de muerte. Mi odio se desencadenó de nuevo. Inmediatamente supe lo que iba a hacer. Mientras le cogía la mano y la apartaba como si fuese una vieja pata de gallina, planeaba su ejecución.
Jacques Reverdi sonrió.
Marc lo observaba, fascinado; pese a la certeza de que iba a morir, pese a que respirar era un puro sufrimiento, sentía compasión por su adversario. A través de ese gigante con traje de buzo negro, de ese predador demente, veía a un niño traumatizado, aterrorizado en el fondo de un armario de rota.
—Me puse a trabajar. Recuperé el proyecto que había elaborado para ella dos años antes. Aquello me exigió varias semanas: material, preparativos, pruebas. Una noche, después de una buena tajada, mi madre se despertó en su cama. Se percató de que no podía moverse: estaba atada a los largueros. Levantó la cabeza y me vio sentado en el suelo. Yo la contemplaba, en paz conmigo mismo. Ella se puso a reír, luego a gritar, luego las dos cosas a la vez, vomitando sobre su vestido arrugado. Al principio no le extrañó que le doliera la cabeza; estaba acostumbrada a las resacas. Pero cuando empezó a toser, a aspirar el aire a pequeñas bocanadas, comprendió que algo no iba bien. Su hijo no estaba gastándole una simple broma.
»Durante dos semanas, había tapado cuidadosamente todos los orificios de su habitación. Las rejillas de ventilación, las rendijas de la puerta, las ranuras de la ventana. Había rellenado todos esos orificios con fibra de rota. En recuerdo del armario. Quería que mi madre saboreara las sensaciones que me había impuesto años atrás. La asfixia. El terror. La oscuridad. Mientras ella lloraba en la cama, yo permanecía inmóvil; dejaba que la noche llenara la habitación. Llenara su boca, su cerebro.
»El suplicio no había hecho más que empezar. Según mis cálculos, la asfixia no debía producirse hasta cuarenta y ocho horas más tarde. Pero su pecho cavernoso adelantó la llamada: al día siguiente por la noche, hacia las once, empezó a ahogarse. Yo no me movía, sombra en la sombra. Quizá no se dio cuenta, pero entonces yo utilizaba una botella de oxígeno para respirar mientras ella moría jadeando.
»Pasaron varias horas. La vi convulsionarse, llamar, abrir la boca de par en par y envenenarse con el gas carbónico que saturaba la habitación. Cuanto más se agitaba, más aceleraba el proceso de la muerte. Intenté avisarle, pero no me escuchaba. Lloraba, vomitaba, me suplicaba con su mirada de vieja perra lúbrica. Tuvo algunas convulsiones más y después se desplomó como una muñeca desarticulada.
»Yo me encontraba en un estado de euforia indescriptible. Partículas doradas danzaban ante mis ojos. El corazón me latía con una lentitud de resaca nocturna. Me quité el descompresor y me puse en apnea. Quería verla escupir el último suspiro. Chupar aquellas últimas parcelas de oxígeno que ella me había robado durante mi infancia. Sus ojos se volvieron hacia mí… y me pregunté por qué había esperado tanto tiempo para ejecutar mi sentencia.
»Mi plan incluía un segundo acto. Tenía que maquillar la ejecución para que pareciese un suicidio. Había pensado abrirle las venas, antes de que muriera, en los lugares donde las ataduras la hubieran herido. Todavía en apnea, retiré las cuerdas y cogí el cuchillo que había preparado, el más afilado, el que ella utilizaba para el ajo y las cebollas. Con aplicación, corté las muñecas por la red venosa.
»Entonces ocurrió el prodigio.
»En aquella habitación que ya no contenía oxígeno, la sangre que manó era negra.
»Absolutamente negra.
»Al principio retrocedí, asustado; después entré en éxtasis. Admiré aquel cuerpo que segregaba semejante néctar. Jamás había contemplado un espectáculo tan bello. Un cuadro tan puro, tan auténtico. Era una simple cianosis, resultado de la anoxia, pero para mí era el mal que escapaba del cuerpo de mi madre. El mal era ese alquitrán oscuro. La verdad de esa mujer…, el vicio y la mentira…, era esa sangre negra.
»Me puse en pie, con lágrimas en los ojos, y me di cuenta de que había tenido un orgasmo. Había tenido un orgasmo por primera vez. En la pureza de la apnea. A partir de entonces, para mí ya no habría otra vía. En ese instante, lo sé, apareció una marca en mi nuca. En la parte de atrás de mi cabeza, una línea de cabellos cayó y no volvió a crecer. Ese trazo era la marca de mi nuevo destino.
La mente de Marc funcionaba al ralenti. Su cerebro no estaba suficientemente oxigenado. Reverdi se acercó a él. Su voz continuaba sonando igual de clara.
—En tu libro no has ido suficientemente lejos. No has querido, o no has podido, seguirme hasta determinado punto. Allí donde las motivaciones son cristalinas. Sin embargo, pensaba que le había dado muchos indicios a Élisabeth…
Marc lanzó una mirada hacia Jadiya. La joven aspiraba el aire como un pez fuera del agua, emitiendo un silbido atroz. Estaba rabioso por su impotencia. Él mismo se hallaba al borde del síncope. Entre dos accesos de tos, murmuró, casi sin voz:
—¿A cu… a cuántas has matado?
—Todos los años desaparecen miles de personas en el Sudeste Asiático —dijo Reverdi, sonriendo—. Yo he tomado mi parte de esa cifra. Para mí, la Sangre Negra no es un fenómeno físico, ni un accidente. Y todavía menos un libro chapucero. Es una búsqueda perpetua, Marc. En esas aguas profundas es donde sumerjo mi ser. Mi apnea real, mi reto de los cien metros siempre ha sido esa inmersión…
La estancia circular solo debía de contener ya unas parcelas de aire respirable. La llama azulada de la lámpara de aceite seguía resistiendo. El asesino echó un vistazo al contador.
—Diez por ciento. El tiempo apremia. —Se volvió hacia Jadiya—. ¿Practicas el islam, preciosa?
Ella no reaccionó. Se había desvanecido. Quizá había muerto. Reverdi continuó como si pudiera oírlo:
—¿No? ¿No conoces este pasaje del Corán?
Está escrito que el Profeta, antes de su Misión, cayó al suelo profundamente dormido. Y dos hombres blancos descendieron a derecha e izquierda de su cuerpo y permanecieron allí. Y el hombre blanco de la izquierda le rajó el pecho con un cuchillo de oro, y sacó de él el corazón, cuya sangre negra extrajo. Y el hombre blanco de la derecha le rajó el vientre con un cuchillo de oro, y sacó de él las vísceras, y las purificó. Y volvieron a poner las entrañas en su sitio, y desde entonces el Profeta fue puro para anunciar la fe…
Reverdi cogió el descompresor unido a la botella de aire comprimido. Por primera vez, habló con ira:
—Dame las gracias, Marc. Por ti y por ella. Después de todas vuestras mentiras, vuestras profanaciones, voy a purificaros, a lavaros, igual que los hombres blancos del Corán…
Marc ya no tenía fuerzas para levantar la cabeza; eclipses, manchas oscuras obstruían su conciencia. Su cerebro producía una sola idea: ganar tiempo. Unos segundos. E intentar hacer algo, cualquier cosa, para salvar a Jadiya.
El asesino estaba acercándose el respirador a la boca cuando Marc susurró en un jadeo:
—Espera.
Su voz no era más que un frotamiento.
—Los bambúes… ¿por qué? ¿Por qué te dan las hojas la señal de matar?
Reverdi se quedó inmóvil y sonrió.
—Por los vestidos.
—¿Por los vestidos?
Rozó su rostro con los dedos, de arriba abajo.
—Los vestidos de Laura Ashley que llevaba mi madre… Cuando estaba dentro del armario, cuando me moría de terror, cuando me ahogaba, colgaban de las perchas y me acariciaban la cara. Esos roces quedaron asociados para siempre a mi sufrimiento. Cada vez que las hojas de bambú me acarician la cara, estoy de nuevo dentro del armario. Siento los vestidos sobre mi piel. Oigo a mi madre y sus suspiros de placer. Y vuelvo a tener sed de sangre negra.
Reverdi mordió el descompresor. Luego se sentó tranquilamente sobre los talones, al estilo asiático, con la mirada clavada en los ojos de Marc.
Era el final.
Sin duda Jadiya ya estaba muerta. Y a él no le quedaban más que unos segundos. Oía la respiración artificial de Reverdi mientras él se asfixiaba, consciente de que estaba envenenándose inhalando gas carbónico.
Reverdi observaba atentamente cada una de sus inspiraciones. Ya no necesitaba el analizador de aire. Le bastaba mirar el rostro de Marc. Cuando sus facciones quedaran paralizadas, entonces el apneísta se quitaría la máscara, contendría la respiración y acercaría la llamita a la carne suturada a fin de hacer manar la sangre negra.
La sangre.
Al borde de la nada, Marc tuvo una idea.
Era imposible hacer nada, salvo desbaratar el ritual de Reverdi.
Sabotear su sacrificio.
Haciendo un esfuerzo desesperado, hinchó los pulmones y tensó los músculos. Simplemente ese esfuerzo estuvo a punto de mandarlo al otro mundo. Al segundo siguiente, se relajó, lo que provocó una conmoción en todo su torso. No obtuvo ningún resultado, excepto un agujero negro en el fondo de su conciencia provocado por el aflujo de gas carbónico.