—¿Sabe Marino lo que has descubierto?
—Le he telefoneado.
—Gracias, Linda —me despedí.
Me puse en pie y empecé a formular mi propia teoría, que era muy distinta de la de ella y, por desgracia, bastante más probable. La mera idea me ponía furiosa. Al llegar a mi despacho, me apresuré a descolgar el teléfono y marqué el número del avisador de Marino, que me devolvió la llamada casi de inmediato.
—¡Qué gilipollas! —dijo, sin más preámbulo.
—¿Quién, Linda? —pregunté, sobresaltada.
—Me refiero al idiota de Morrell. ¡Qué hijoputa mentiroso! Acabo de hablar por teléfono con él. Al principio decía que no sabía de qué le estaba hablando, hasta que le acusé de robar pruebas para recargarlas y le pregunté si también robaba pistolas y cartuchos nuevos. Le dije que me ocuparía de que Asuntos Internos investigara todos sus trapos sucios. Entonces empezó a cantar.
—Grabó sus iniciales en el casquillo y lo dejó allí deliberadamente, ¿no es cierto, Marino?
—Exacto. Encontraron la maldita vaina la semana pasada. La auténtica. Y entonces el gilipollas va y siembra esta pista falsa, y ahora viene gimiendo que sólo cumplía órdenes del FBI.
—¿Dónde está el casquillo auténtico? —pregunté; la sangre me palpitaba en las sienes.
—Lo tiene el laboratorio del FBI. Usted y su seguro servidor nos pasamos toda una tarde en el bosque, y ¿sabe una cosa, doctora? Todo el tiempo estuvimos vigilados.
Tienen el maldito lugar sometido a vigilancia física. Qué suerte que a ninguno de los dos se nos ocurrió meternos entre las matas para echar una meadita, ¿eh?
—¿Ha hablado con Benton?
—Mierda, no. Pero por mí, como si se la machaca.
Marino colgó violentamente el auricular.
El Globe and Laurel tenía algo de tranquilizador que me hacía sentir segura. De ladrillo, con líneas sencillas y ni una pizca de ostentación, el restaurante ocupaba una parcela en Triangle, Virginia septentrional, junto a la base del Cuerpo de Marines de Estados Unidos. La estrecha franja de jardín delantero estaba siempre pulcra, los arbustos de boj cuidadosamente podados, el aparcamiento ordenado, todos los automóviles encajados dentro de los límites pintados del espacio correspondiente.
El lema Semper fidelis estaba inscrito sobre la puerta, y cuando pasabas al interior te recibía la crema de los «siempre fieles»: eran jefes de policía, generales de cuatro estrellas, secretarios de defensa, directores del FBI y la CIA, una colección de fotografías tan familiares para mí que tuve la sensación de que los hombres que sonreían severamente en ellas eran un grupo de amigos a los que llevaba tiempo sin ver. El mayor Jim Yancey, cuyas botas de combate del Vietnam reposaban sobre el piano situado al otro extremo de la barra, cruzó a grandes pasos la alfombra de tartán rojo de las Tierras Altas y me interceptó.
—Doctora Scarpetta —me saludó, con un apretón de manos y una sonrisa—. Temía que no le hubiera gustado la comida la última vez que estuvo aquí y que por ese motivo tardaba tanto en volver.
El atuendo informal del mayor, un suéter con cuello de cisne y pantalones de pana, no lograba camuflar su anterior profesión. Era tan militar como un casco de combate, con su porte orgullosamente erecto, sin un gramo de grasa y los cabellos blancos cortados a cepillo. Aunque ya pasaba de la edad de la jubilación, aún parecía en plena forma para la lucha, y no me resultó difícil imaginarlo bamboleándose en un jeep sobre terreno accidentado o comiendo sus raciones de campaña directamente de la lata en una selva azotada por las lluvias monzónicas.
—Nunca he comido mal aquí, y usted lo sabe —respondí, afectuosamente .
—Está usted buscando a Benton, y él la busca a usted. La espera al fondo —señaló—, en su madriguera de costumbre.
—Gracias, Jim. Ya conozco el camino. Me he alegrado mucho de volver a verle. Me guiñó el ojo y regresó a la barra.
Fue Mark quien me llevó por primera vez al restaurante del mayor Yancey, cuando yo viajaba hasta Quantico dos fines de semana cada mes para estar con él. Mientras caminaba bajo un techo cubierto de insignias de policía y pasaba ante los recuerdos del viejo cuerpo expuestos en las paredes, los recuerdos me agitaron el corazón. Podía ver las mesas que habíamos ocupado Mark y yo, y se me antojó extraño que estuvieran ocupadas por desconocidos, absortos en sus propias conversaciones. No había estado en el Globe desde hacía casi un año.
Dejé el comedor principal y me dirigí hacia la zona más reservada, donde Wesley me esperaba, en su «madriguera», una mesa en un rincón junto a una ventana con cortinas rojas. Estaba bebiendo algo y no sonrió cuando nos saludamos formalmente.
Se presentó un camarero de esmoquin negro para tomar nota de mi pedido. Wesley alzó la cabeza y me miró con ojos tan impenetrables como la cámara acorazada de un banco, y yo respondí del mismo modo. Él había señalado el principio del primer round e íbamos a empezar el combate.
—Me preocupa mucho comprobar que tenemos un problema de comunicación, Kay comenzó.
—Yo pienso exactamente lo mismo —repliqué, con la calma férrea que había perfeccionado en el estrado de los testigos—. A mí también me preocupa nuestro problema de comunicación. ¿Tiene el FBI intervenido mi teléfono, me hace seguir por la calle también? Espero que quienquiera que estuviese oculto en el bosque obtuviera unas buenas fotografías de Marino y de mí.
Wesley respondió con la misma calma.
—Tú, personalmente, no estás sometida a vigilancia. La que está sometida a vigilancia es la zona del bosque en que Marino y tú fuisteis detectados ayer por la tarde.
—Tal vez si me hubieras tenido informada —observé, con ira contenida—habría podido anunciarte por anticipado que Marino y yo habíamos decidido volver allí.
—En ningún momento se me ocurrió que pudiérais hacerlo.
—Entra en mi rutina hacer visitas retrospectivas al lugar del crimen. Has trabajado conmigo el tiempo suficiente para saberlo.
—Bien. He cometido un error. Pero ahora ya lo sabes. Y preferiría que no volvieras más por allí.
—No tengo el propósito de hacerlo —le anuncié, con terquedad—, pero si surgiera la necesidad, será un placer comunicártelo por adelantado. Lo mismo da, en realidad, puesto que de todos modos te vas a enterar. Y, ciertamente, no necesito malgastar el tiempo recogiendo pruebas sembradas por tus agentes o por la policía.
—Kay —dijo, con voz más suave—, no pretendo entorpecer tu trabajo.
—Me habéis mentido, Benton. Me dijisteis que no se había encontrado ningún casquillo en el lugar y luego descubro que el laboratorio del FBI tiene uno desde hace más de una semana.
—Cuando decidimos montar un dispositivo de vigilancia, tratamos de que no se produjera ninguna filtración —me explicó—. Cuanta menos gente supiera lo que hacíamos, mejor.
—Evidentemente, debéis de suponer que es posible que el asesino vuelva al lugar.
—Existe esa posibilidad.
—¿La tuvisteis también en cuenta en los cuatro casos anteriores?
—Esta vez es distinto.
—¿Por qué?
—Porque dejó una pista, y él lo sabe.
—Si estuviera tan preocupado por el casquillo, desde el otoño hasta ahora ha tenido mucho tiempo para volver a buscarlo —objeté.
—Tal vez no contaba con que nos daríamos cuenta de que Deborah Harvey había recibido un disparo, que encontraríamos una bala Hydra-Shok en su cuerpo.
—No creo que el individuo en cuestión sea estúpido —dije.
Reapareció el camarero y me sirvió un escocés con soda.
—El casquillo que encontrasteis lo dejamos nosotros —prosiguió Wesley—. No lo negaré. Y sí, Marino y tú os internasteis en una zona sometida a vigilancia física.
Había dos hombres escondidos en el bosque. Vieron todo lo que hacíais, y os vieron recoger el casquillo. Si no me hubieras llamado tú, te habría llamado yo.
—Me gustaría creerlo.
—Te lo habría explicado. No tenía otra alternativa, porque sin darte cuenta has volcado el carro de las manzanas. Y tienes razón. —cogió su vaso—. Hubiera debido decírtelo por adelantado; entonces no habría ocurrido nada de esto y no nos veríamos obligados a suspender nuestro plan o, mejor dicho, a aplazarlo.
—¿Qué es lo que habéis aplazado, exactamente?
—Si Marino y tú no hubierais intervenido, los periódicos de mañana habrían publicado una noticia dirigida al asesino. —Hizo una pausa—. Desinformación para hacerle salir a la luz, para inquietarlo. La noticia se publicará igualmente, pero no hasta el lunes.
—¿Y con qué propósito? —pregunté.
—Queremos que crea que el examen de los cuerpos nos ha revelado algo. Un detalle que nos hace suponer que dejó una pista importante en el lugar del crimen. Algunas insinuaciones por aquí y por allá; con muchas negativas y «sin comentarios» por parte de la policía. Todo calculado para dar a entender que, sea cual sea esa pista, aún no hemos conseguido encontrarla. El asesino sabe que dejó un casquillo vacío. Si se pone lo bastante paranoico y regresa a buscarlo, estaremos esperándolo, lo veremos recoger el que dejamos nosotros, lo fotografiaremos y luego lo detendremos.
—El casquillo no os sirve de nada si no tenéis el asesino y el arma. ¿Por qué habría de arriesgarse a regresar, y sobre todo si cree que la policía está registrando el lugar en busca de esa pista? —pregunté.
—Puede estar preocupado por muchas razones, porque perdió el control de la situación. Tuvo que perderlo, o no habría necesitado disparar a Deborah por la espalda. Seguramente no habría necesitado disparar en absoluto. Por lo visto, asesinó a Cheney sin utilizar la pistola. ¿Cómo puede saber lo que estamos buscando, Kay?
Quizá sea un casquillo, quizás otra cosa. No sabe con certeza en qué estado se hallaban los cuerpos cuando los encontramos. No sabemos qué les hizo, ni él sabe realmente qué has descubierto tú en las autopsias. Y puede que no vuelva allí al día siguiente de publicarse la noticia, pero es posible que lo intente al cabo de una o dos semanas, si todo parece tranquilo.
—Dudo de que tus tácticas de desinformación den resultado —comenté.
—Quien no arriesga, no gana nada. El asesino dejó una pista. Seríamos tontos si no aprovecháramos este detalle.
La abertura era demasiado ancha para que pudiera resistirme a meterme por ella.
—¿Aprovechasteis también para algo las pistas encontradas en los cuatro primeros casos, Benton? Tengo entendido que en todas las ocasiones se encontró una jota de corazones en el interior del vehículo. Un detalle que, por lo visto, os habéis esforzado mucho en suprimir.
—¿Quién te lo ha dicho? —preguntó, con expresión imperturbable. Ni siquiera parecía sorprendido.
—¿Es verdad?
—Sí.
—¿Y también habéis encontrado una carta en el caso Harvey-Cheney?
Wesley desvió la mirada y llamó al camarero con una inclinación de cabeza.
—Te recomiendo el filet mignon. —Abrió la carta—. O, si no, las costillas de cordero.
Mientras elegía la comida, el corazón me latía con fuerza. Encendí un cigarrillo, incapaz de sosegarme, buscando desesperada una manera de salir adelante.
—No has respondido a mi pregunta.
—No creo que sea relevante para tu papel en la investigación —contestó.
—La policía dejó pasar varias horas antes de llamarme a la escena del crimen. Y cuando llegué, habían movido y manipulado los cuerpos. Los investigadores me ocultaron información y tú me pides que aplace indefinidamente mi informe sobre la causa y manera de las muertes de Fred y Deborah. Entre tanto, Pat Harvey amenaza con pedir un mandamiento judicial para que dé a conocer mis conclusiones. —Hice una pausa. Él se mantenía imperturbable—. Finalmente —proseguí, con palabras que empezaban a morder—, vuelvo al lugar del crimen sin saber que está sometido a vigilancia y me entero más tarde que la evidencia que encontré había sido sembrada.
¿Y crees que los detalles de estos casos no son relevantes para mi papel en la investigación? Ya ni siquiera sé si tengo algún papel en la investigación. O, por lo menos, pareces decidido a conseguir que no lo tenga.
—En absoluto tengo esa intención.
—Entonces, alguien la tiene.
No respondió.
—Si se encontró una jota de corazones en el jeep de Deborah o cerca de los cuerpos, es importante que yo lo sepa. Una cosa así relacionaría decididamente las muertes de las cinco parejas. Y si en Virginia anda suelto algún asesino reincidente, eso me importa muchísimo.
Entonces me cogió con la guardia baja.
—¿Qué le has contado a Abby Turnbull?
—No le he contado nada —protesté; el corazón me latía cada vez más fuerte.
—Te has reunido con ella, Kay. Estoy seguro de que no lo vas a negar.
—Te lo ha dicho Mark, y estoy segura de que no lo vas a negar.
—Mark no tiene por qué saber que has visto a Abby en Richmond o en Washington a menos que tú misma se lo hayas dicho. Y, en todo caso, no tendría por qué comunicarme esta información.
Lo miré con firmeza. ¿Cómo podía Wesley saber que había visto a Abby en Washington a menos que realmente estuviera bajo vigilancia?
—Cuando Abby me visitó en Richmond —respondí—, telefoneó Mark y le comenté que estaba con ella. ¿Debo entender que no te dijo nada?
—No me lo dijo.
—Entonces, ¿cómo lo has sabido?
—Hay cosas que no puedo decir. Tendrás que confiar en mí.
El camarero nos trajo las ensaladas y empezamos a comer en silencio. Wesley no volvió a hablar hasta que nos sirvieron el plato principal.
—Estoy sometido a una gran presión —comenzó en voz queda.
—Ya lo veo. Se te ve exhausto, consumido.
—Gracias, doctora —replicó, en tono irónico.
—También has cambiado en otros aspectos —insistí.
—Estoy seguro de que tú lo ves así.
—Me dejas de lado, Benton.
—Supongo que mantengo las distancias porque me haces preguntas a las que no puedo responder, lo mismo que Marino. Y eso aumenta la presión. ¿Comprendes?
—Estoy intentando comprender —le aseguré.
—No puedo decírtelo todo, Kay. ¿No podemos dejar las cosas así?
—No del todo. Porque aquí es donde entramos en conflicto. Yo tengo información que necesitas. Y tú tienes información que yo necesito. No pienso darte la mía hasta que me des la tuya.
Me sorprendió que se echara a reír.
—¿Crees que podemos hacer un trato en estos términos? —insistí.