—Gracias —repliqué, bruscamente.
Empezaban a llegar otros pasajeros, y era asombroso el poder de Marino para hacer que el mundo se ladeara ligeramente sobre su eje. Había elegido para sentarse una zona reservada para no fumadores, y acto seguido había cogido un cenicero de pie situado varias hileras más abajo y lo había colocado junto a su silla. Esto sirvió de invitación subliminal para que otros fumadores semidespiertos se instalaran cerca de nosotros, y algunos de ellos fueron en busca de más ceniceros. Cuando llegó el momento de embarcar, apenas quedaba un cenicero en la zona de fumadores y nadie parecía saber muy bien dónde sentarse. Violenta y decidida a no participar en esta ocupación hostil, dejé mi paquete dentro del bolso.
Marino, a quien volar aún le gustaba menos que a mí, durmió sin parar hasta Charlotte, donde pasamos a un avión de hélice del servicio de cercanías que me recordó desagradablemente lo poco que separa la frágil carne humana del aire vacío.
Me había tocado trabajar en unas cuantas catástrofes y sabía qué era ver un avión y sus pasajeros desparramados por varios kilómetros de terreno. Advertí que no había aseos ni servicio de bebidas, y cuando los motores se pusieron en marcha el aparato se estremeció como si sufriera un ataque. Durante la primera parte del viaje tuve el privilegio especial de ver cómo los pilotos charlaban entre sí, se desperezaban y bostezaban, hasta que una azafata avanzó por el pasillo central y corrió la cortina de un tirón. El aire era cada vez mucho más turbulento, y de vez en cuando aparecía una montaña entre la niebla. La segunda vez que el avión perdió altura bruscamente, e hizo que mi estómago llegara a la garganta, Marino aferró los apoyabrazos de su asiento con tanta fuerza que se le pusieron blancos los nudillos.
—Jesucristo —masculló, y empecé a arrepentirme de haberle traído desayuno.
Parecía estar a punto de vomitar.
—Si este cacharro logra llegar entero a tierra, me tomaré una copa, y me importa una mierda la hora que sea.
—Invito yo, oiga —dijo el hombre que ocupaba el asiento delante de nosotros, volviéndose.
Marino contemplaba fijamente un extraño fenómeno que se producía en el pasillo central, ante nosotros. De una tira de metal que sujetaba el borde de la moqueta se alzaba una condensación fantasmagórica que yo no había visto en ningún vuelo anterior. Parecía que las nubes se filtraran al interior del avión. Marino se lo hizo notar a la azafata, con un sonoro «¿Qué mierda es eso?», pero ella no le prestó la menor atención.
—La próxima vez le echaré fenobarbital en el café —le advertí, apretando los dientes.
—La próxima vez que decida irse a hablar con una echadora de cartas que vive en el quinto coño no pienso acompañarla.
Durante media hora volamos en círculos sobre Spartanburg, nos bamboleamos de un lado a otro y pudimos oír el golpeteo de las ráfagas de lluvia congelada contra los cristales. No podíamos aterrizar por culpa de la niebla y, sinceramente, llegué a creer que podíamos morir. Pensé en mi madre. Pensé en Lucy, mi sobrina. Hubiera debido ir a casa por Navidad, pero me agobiaban las preocupaciones y no quería que me preguntaran por Mark. «Estoy muy ocupada, mamá. En estos momentos me es imposible ir.» «Pero si es Navidad, Kay.»
No recordaba la última vez que mi madre había llorado, pero siempre notaba cuándo tenía ganas de llorar. Su voz sonaba extraña. Separaba mucho las palabras.
«Lucy se llevará una gran desilusión», me dijo. Le envié a Lucy un generoso cheque y la llamé por teléfono la mañana de Navidad. Me añoraba muchísimo, pero creo que yo aún la añoraba más a ella.
De repente, las nubes se abrieron y el sol iluminó las ventanillas.
Espontáneamente, todos los pasajeros, incluso yo, dedicamos una salva de aplausos a Dios y a los pilotos. Celebramos nuestra supervivencia charlando de un lado a otro del pasillo como si todos nos conociéramos de siempre.
—O sea que quizás Hilda la Bruja vela por nosotros —comentó sarcásticamente Marino, el rostro bañado en sudor.
—Quizá sí —respondí, y respiré hondo mientras el aparato tomaba tierra.
—Sí, bueno, déle las gracias de mi parte.
—Puede dárselas usted mismo, Marino.
—Ajá —replicó, con un bostezo y plenamente recuperado.
—Parece una persona muy agradable. Quizá, por una vez, pueda dejar temporalmente de lado sus prejuicios.
—Ajá —repitió.
Cuando telefoneé a Hilda Ozimek, tras obtener su número del servicio de información, esperaba encontrarme con una mujer astuta y suspicaz que entrecomillaba todos sus comentarios con el signo del dólar. Por el contrario, resultó ser sencilla y amable, y asombrosamente confiada. No me formuló preguntas ni pidió que me identificara. Sólo en un momento dio muestras de preocupación, y fue cuando mencionó que no podría ir a esperarnos al aeropuerto.
Puesto que pagaba yo y me sentía de humor para dejarme conducir, le dije a Marino que eligiera el coche que quisiera. Como un adolescente en su primer trayecto de prueba hacia la virilidad, escogió un Thunderbird nuevecito de color negro, con techo solar, radiocasete, ventanillas eléctricas y asientos envolventes con tapicería de cuero, y arrancó en dirección oeste con el techo solar abierto y la calefacción conectada mientras yo le explicaba con mayor detalle lo que Abby me había dicho en Washington.
—Sé que movieron los cuerpos de Deborah Harvey y Fred Cheney. Y ahora creo que entiendo por qué.
—Pues yo no estoy tan seguro —replicó—. ¿Por qué no me lo explica pasito a pasito?
—Usted y yo llegamos al área de descanso antes de que nadie registrara el jeep comencé —. Y no vimos ninguna jota de corazones en el salpicadero, en el asiento ni en ninguna otra parte.
—Eso no quiere decir que no pudiera estar en la guantera, por ejemplo, y que la policía no la encontrara hasta que los perros terminaron de husmear. —puso el cambio automático en la posición de «carretera» y añadió—: Si es cierto todo eso de la carta.
Como ya le dije, es la primera vez que oigo hablar del asunto.
—Supongamos que es verdad, por seguir el argumento.
—La escucho.
—Wesley llegó al área de descanso después que nosotros, o sea que él tampoco vio ninguna carta. Luego, la policía registró el jeep, y puede estar seguro de que Wesley se hallaba presente o, si no, de que llamó a Morrell y le preguntó qué habían encontrado.
Si no había ninguna jota de corazones, y estoy dispuesta a apostar que no la había, eso debió de dar a Wesley mucho en qué pensar. Tuvo que llegar a la conclusión de que o bien la desaparición de Deborah y Fred no estaba relacionada con la desaparición y muerte de las anteriores parejas, o bien, si Deborah y Fred ya estaban muertos, cabía la posibilidad de que esta vez el asesino hubiera dejado la carta junto a los cuerpos.
—Y usted cree que movieron los cuerpos antes de su llegada, porque los polis buscaban la carta.
—Los polis o Benton. Sí, eso es lo que pienso. Si no, no encuentro ningún sentido a este asunto. Benton y la policía saben que no deben tocar ningún cadáver antes de que llegue el médico forense. Pero, por otra parte, Benton no quería arriesgarse a que la hipotética jota de corazones llegara al depósito con los cadáveres. No querría que yo ni nadie la encontrara ni supiera de su existencia.
—En tal caso, lo lógico sería que nos hubiera pedido que mantuviésemos cerrada la boca, en lugar de dedicarse a registrar —adujo Marino—. Y no estaba él solo allá en el bosque. Había otros policías con él. Si Benton encontró una carta, tuvieron que darse cuenta.
—Es evidente —asentí—. Pero también debió de pensar que cuanta menos gente lo supiera, mejor. Y si yo encontraba un naipe entre los efectos personales de Deborah y Fred, eso constaría en mi informe escrito. La fiscalía, los miembros de mi personal, las familias, las compañías de seguros… Tarde o temprano, los informes de la autopsia los verá mucha gente.
—Muy bien, muy bien. —Marino empezaba a impacientarse—. ¿Y qué? Quiero decir, ¿qué importancia tiene?
—No lo sé. Pero si lo que Abby insinúa es verdad, el hecho de que aparezcan estas cartas debe de ser muy importante para alguien.
—No se lo tome a mal, doctora, pero esa Abby Turnbull nunca ha sido santa de mi devoción. No me gustaba cuando trabajaba en Richmond, y puede estar segura como la muerte de que no me cae mejor ahora que está en el Post.
—Nunca he sabido que dijera una mentira —observé.
—Ajá. Nunca lo ha sabido.
—El inspector de Gloucester se refería a los naipes en una transcripción que leí.
—Y quizá fue ahí donde Abby recogió la pelota, y ahora va corriendo por la calle con ella. Hace suposiciones, trata de adivinar. Lo único que le importa algo es su libro.
—En estos momentos está fuera de sí. Está asustada y furiosa, pero aun así no estoy de acuerdo con la forma en que ha descrito su carácter.
—Claro —replicó—. Viene a Richmond, se presenta como la amiga largo tiempo perdida, dice que no quiere nada de usted… y luego tiene usted que leer el New York Times para enterarse de que está escribiendo un jodido libro acerca de estos casos. Oh, sí. Es una verdadera amiga, doctora.
Cerré los ojos y escuché una canción de música country que sonaba suavemente en la radio. Los rayos de sol que caían sobre mi regazo a través de la ventanilla y la temprana hora a que me había levantado de la cama me afectaron como una bebida bien cargada. Me quedé traspuesta. Cuando quise darme cuenta, nos bamboleábamos lentamente por una carretera sin asfaltar en mitad de ninguna parte.
—Bienvenida a la ciudad de Six Mile —anunció Marino.
—¿Qué ciudad?
No había población, ni siquiera un colmado o una gasolinera a la vista. A ambos lados de la carretera se extendía una espesura de árboles, las montañas de Blue Ridge eran una bruma en la lejanía y las casas eran pobres y tan dispersas que se podría disparar un cañón sin que el vecino lo oyera.
Hilda Ozimek, vidente del FBI y oráculo del Servicio Secreto, vivía en una casita blanca de madera, con neumáticos pintados de blanco dispuestos en el patio delantero, en el que probablemente crecían pensamientos y tulipanes al llegar la primavera.
Tallos de maíz secos descansaban en el porche, y en el camino de acceso había un oxidado Chevrolet Impala con los neumáticos deshinchados. Un perro roñoso se puso a ladrar; era feo como el pecado y lo bastante grande para hacerme vacilar mientras decidía si bajar del coche o no. Pero entonces la puerta de rejilla se abrió con un chirrido y el perro se alejó al trote sobre tres patas, evitando apoyar la delantera derecha, hacia la mujer que nos contemplaba con ojos entornados en la radiante y fría mañana.
—Quieto, Tootie. —palmeó el cuello del perro—. Ahora vete al patio de atrás.
El perro agachó la cabeza y, meneando la cola, se marchó cojeando hacia la parte trasera de la casa.
—Buenos días —saludó Marino, apoyando los pies en los peldaños de madera del porche.
Por lo menos se mostraba cortés, algo que hasta ese momento no creí que fuera posible.
—Hace un día espléndido —respondió Hilda Ozimek.
Tenía al menos sesenta años y parecía tan campechana como el pan de maíz.
Llevaba pantalones de poliéster negro que se extendían sobre sus anchas caderas, un suéter beige abrochado hasta el cuello, calcetines gruesos y zapatillas. Sus ojos eran de color azul claro, y un pañuelo rojo le cubría el cabello. Le faltaban varios dientes. Me dio la impresión de que Hilda Ozimek no se miraba nunca al espejo ni prestaba la menor atención a su envoltorio físico, a no ser que la incomodidad o el dolor la obligaran a ello.
Nos invitó a pasar a una pequeña sala de estar repleta de muebles enmohecidos y estanterías llenas de volúmenes inesperados, ordenados en apariencia sin ningún criterio razonable. Había libros sobre religión y psicología, biografías, textos de historia, y una sorprendente selección de novelas de algunos de mis autores preferidos:
Alice Walker, Pat Conroy y Keri Hulme. La única indicación de las inclinaciones ultramundanas de nuestra anfitriona consistía en varias obras de Edgar Cayce y una media docena de cristales colocados sobre mesas y anaqueles. Marino y yo nos sentamos en un sofá junto a una estufa de queroseno, y Hilda frente a nosotros, en un sillón sumamente acolchado; la luz del sol, que se filtraba por las persianas abiertas de la ventana situada a sus espaldas, dibujaba rayas blancas en su cara.
—Espero que no hayan tenido ningún problema y lamento mucho no haber podido ir a esperarlos al aeropuerto, pero es que ya no conduzco.
—Sus instrucciones eran excelentes —la tranquilicé—. Hemos encontrado la casa sin ningún problema.
—Si no le importa que se lo pregunte —intervino Marino—, ¿cómo se desplaza? No he visto ninguna tienda ni nada adonde se pueda ir andando.
—Mucha gente viene a que les haga lecturas o sólo para hablar. De alguna manera, siempre tengo lo que necesito o puedo conseguir que alguien me lleve.
Sonó un teléfono en otra habitación y fue silenciado al instante por un contestador automático.
—¿En qué puedo serles útil? —preguntó Hilda.
—He traído fotografías —respondió Marino—. La doctora dijo que quería usted verlas.
Pero antes me gustaría aclarar un par de cosas. No se ofenda ni nada, señorita Ozimek, pero eso de leer la mente es algo que nunca me ha merecido demasiada confianza. Quizás usted pueda ayudarme a entenderlo un poco mejor.
Que Marino se mostrara tan abierto, sin el menor indicio de belicosidad en el tono, era algo fuera de lo común, y me volví para mirarlo de soslayo, bastante asombrada.
Observaba a Hilda con la franqueza de un chiquillo, y su expresión reflejaba una extraña mezcla de curiosidad y melancolía.
—En primer lugar, déjeme que le diga que yo no leo la mente —corrigió Hilda en un tono completamente prosaico—. Y ni siquiera acaba de gustarme el nombre de vidente, aunque, su pongo que por falta de un término mejor, así me llama todo el mundo y así me describo yo misma. Todos tenemos esta capacidad: un sexto sentido, una parte del cerebro que la mayoría de la gente prefiere no utilizar. Yo lo explico como una intuición aumentada. Capto la energía que surge de la gente y me limito a transmitir las impresiones que me vienen a la cabeza.
—Y eso es lo que hizo cuando estuvo con Pat Harvey —apuntó él.
Hilda asintió.