—Así que se le tiende una trampa estilo Martha Mitchell, ¿verdad? —pregunté—. Para que quede como una persona irracional e indigna de crédito, de manera que nadie se la pueda tomar en serio, para que nadie la crea luego si le da por revelarlo todo, ¿no es eso?
Wesley deslizó el pulgar por el borde de su vaso.
—Es lamentable. Se ha mostrado incontrolable, totalmente reacia a cooperar. Y lo más irónico es que, por razones evidentes, estamos más interesados que ella misma en descubrir quién mató a su hija. Estamos haciendo todo lo que podemos, hemos movilizado todo lo que se nos ha ocurrido para detener a este individuo… o individuos.
—Lo que dices no concuerda con tu anterior sugerencia de que Deborah Harvey y Fred Cheney fueron víctimas de un asesino a sueldo, Benton —protesté, encolerizada—.
¿O acaso estabas lanzando una cortina de humo para ocultar los verdaderos temores del FBI?
—No sé si los mató un asesino a sueldo —respondió con expresión torva—. Francamente, es muy poco lo que sabemos. Podría ser un atentado político, como ya te he explicado. Pero si nos enfrentamos a un agente de la CIA que se ha vuelto loco, o a alguien por el estilo, entonces puede ser que los casos de las cinco parejas estén relacionados, que se trate de asesinatos en serie.
—Podría ser un ejemplo de escalada —señaló Mark—. Pat Harvey ha salido mucho en las noticias, sobre todo durante este último año. Si se trata de un agente de la CIA que se dedica a hacer prácticas de asesinatos, quizá lo sedujo la idea de elegir como blanco a la hija de un alto cargo.
—Así aumentaría la emoción, el riesgo —prosiguió Wesley—, y la caza se parecería más al tipo de operaciones que suelen asociarse con Centroamérica, con Oriente Medio, con las neutralizaciones políticas… Asesinatos, en otras palabras.
—Tenía entendido que la CIA ya no se dedica al negocio de los asesinatos, desde la presidencia de Ford —observé—. De hecho, tenía entendido que incluso le está vedado participar en intentos de golpe en los que un dirigente extranjero corra peligro de perder la vida.
—Así es —reconoció Mark—. En teoría, la CIA no debe participar en estas actividades.
En teoría, los soldados norteamericanos en Vietnam no debían matar civiles. En teoría, los policías no deben hacer un uso excesivo de la fuerza sobre sospechosos y detenidos. Cuando se reduce todo al individuo, a veces las cosas se descontrolan. Se rompen las normas.
No pude por menos que pensar en Abby Turnbull. ¿Cuánto sabía de todo esto? ¿Le había dicho algo la señora Harvey? ¿Era ésta la verdadera naturaleza del libro que había empezado a escribir? No era extraño que sospechara que tenía los teléfonos intervenidos o que estaba sometida a vigilancia. La CIA, el FBI e incluso el Consejo Asesor del presidente sobre Inteligencia Extranjera, que tenía acceso directo al despacho Oval por la puerta trasera, tenían buenos motivos para estar inquietos por lo que Abby pudiera escribir, y ella tenía muy buenas razones para sentirse paranoica.
Era muy posible que estuviera en auténtico peligro.
El viento había cesado y una leve niebla se posaba sobre las copas de los árboles cuando Wesley cerró la puerta detrás de nosotros. Mientras seguía a Mark hacia su coche, experimenté una sensación de resolución y ratificación ante todo lo que se había dicho, pero aun así me sentía más perturbada que antes.
Llevábamos algún tiempo en marcha cuando por fin hablé.
—Lo que le está pasando a Pat Harvey es indignante. Ha perdido a su hija, y ahora pretenden destruir su carrera y su reputación.
—Benton no ha tenido nada que ver con filtraciones a la prensa o «encerronas», como tú dices.
Mark mantenía la vista fija en la oscura y estrecha carretera.
—No se trata de lo que yo diga, Mark.
—Sólo citaba tus palabras —replicó.
—Tú sabes qué está pasando. No te hagas el ingenuo.
—Benton ha hecho todo lo que ha podido por ella, pero la señora Harvey tiene una vendetta personal contra el Departamento de Justicia. Para ella, Benton sólo es otro agente federal dispuesto a jugársela.
—Si yo estuviera en su lugar, quizá pensaría lo mismo.
—Conociéndote, no me extrañaría.
—¿Y eso qué quiere decir? —pregunté, impulsada por una cólera que iba mucho más allá de Pat Harvey.
—No quiere decir nada.
Los minutos fueron pasando en silencio y la tensión crecía. No reconocía la carretera en que estábamos, pero sabía que el tiempo que nos quedaba de estar juntos se acercaba a su fin. Finalmente, Mark entró en el aparcamiento de la estación de servicio y se detuvo junto a mi coche.
—Lamento que hayamos tenido que vernos en estas circunstancias —dijo con voz queda. Al ver que yo no respondía, añadió—: Pero no lamento que nos hayamos visto, no lamento que haya sucedido.
—Buenas noches, Mark.
Me dispuse a bajar del coche.
—No te vayas, Kay.
Apoyó una mano en mi brazo.
Me quedé quieta.
—¿Qué quieres?
—Hablar contigo. Por favor.
—Pues si tanto interés tienes en hablar conmigo, ¿por qué no lo has intentado antes? —repliqué con emoción, y aparté el brazo—. En todos estos meses no has hecho ningún esfuerzo por hablar conmigo.
—Lo mismo puedo decir yo. Te telefoneé el pasado otoño y no me devolviste la llamada.
—Sabía lo que ibas a decirme y no quería oírlo —alegué, y me di cuenta de que él también se encolerizaba.
—Perdona. Olvidaba que siempre has tenido una asombrosa capacidad de leerme el pensamiento. —Posó ambas manos sobre el volante y volvió la vista al frente.
—Ibas a decirme que no existía ninguna posibilidad de reconciliación, que todo había terminado. Y no me interesaba escuchar cómo expresabas lo que ya suponía.
—Piensa lo que quieras.
—¡No se trata de lo que yo quiera pensar! —detestaba el poder que tenía de hacerme perder los estribos.
—Escucha. —respiró hondo—. ¿Crees que existe alguna posibilidad de declarar una tregua y olvidar el pasado?
—Ni una.
—Espléndido. Gracias por ser tan razonable. Al menos, lo he intentado.
—¿Que lo has intentado? ¿Cuánto hace que te fuiste? ¿Ocho meses? ¿Nueve? ¿Qué demonios has intentado, Mark? No sé qué me estás pidiendo, pero es imposible olvidar el pasado. Es imposible que nos encontremos en cualquier lugar y finjamos que nunca hubo nada entre los dos. Me niego a actuar así.
—No te pido eso, Kay. Lo que te estoy pidiendo es que olvidemos las peleas, los enfados, todo lo que nos dijimos entonces.
En realidad, no podía recordar exactamente qué nos habíamos dicho ni explicar en qué nos habíamos enfrentado. Reñíamos sin estar seguros de por qué reñíamos hasta que la riña se centraba en nuestras heridas y no en las diferencias que la habían provocado.
—Cuando te llamé, en septiembre pasado —prosiguió, con calor—, no fue para decirte que no había esperanza de reconciliación. De hecho, cuando marqué tu número sabía que me arriesgaba a que tú me lo dijeras. Y al ver que no me llamabas, fui yo quien sacó conclusiones.
—No hablas en serio.
—Y una mierda que no.
—Bueno, puede que hicieras bien en sacar conclusiones. Después de lo que hiciste…
—¿Después de lo que hice? —preguntó, incrédulo—. ¿Y lo que hiciste tú?
—Lo único que yo hice fue hartarme y cansarme de hacer concesiones. Nunca intentaste de veras conseguir un traslado a Richmond. No sabías qué querías, y pretendías que yo cediera y me adaptara y arrancara mis raíces cuando tú lo tuvieras todo calculado. Por mucho que te quiera, no puedo renunciar a lo que soy, y nunca te he pedido que renuncies a lo que tú eres.
—Sí que me lo pediste. Aunque hubiera podido conseguir un traslado a la oficina de Richmond, no era eso lo que yo quería.
—Bien. Me alegro de que hicieras lo que querías.
—Kay, la cosa fue al cincuenta por ciento. También fue culpa tuya.
—No fui yo quien se marchó. —Se me llenaron los ojos de lágrimas, y susurré—: Oh, mierda.
Mark sacó un pañuelo y lo depositó con delicadeza sobre mi regazo.
Mientras me enjugaba los ojos, me acerqué a la portezuela y apoyé la cabeza en el cristal. No quería llorar.
—Lo siento —se disculpó.
—El hecho de que lo sientas no cambia nada.
—No llores, por favor.
—Lloraré si me da la gana —repliqué, de un modo ridículo.
—Lo siento —repitió, esta vez en un susurro, y creí que iba a tocarme. Pero no me tocó. Se recostó en el asiento y alzó la mirada hacia el techo—. Escucha —prosiguió—. Si quieres que te diga la verdad, ojalá te hubieras marchado tú. Entonces serías tú quien la había cagado, y no yo.
No dije nada. No me atrevía.
—¿Me has oído?
—No estoy segura —respondí, vuelta aún hacia la ventanilla.
Mark cambió de posición. Noté sus ojos sobre mí.
—Mírame, Kay. —Obedecí de mala gana—. ¿Por qué crees que he estado viniendo por aquí? —me preguntó en voz baja—. Intento volver otra vez a Quantico, pero es difícil.
Parece que es mal momento. Con los recortes en el presupuesto federal y el estado de la economía, el FBI se ve bastante apurado. Hay muchas razones.
—¿Quieres decir que profesionalmente te sientes insatisfecho?
—Quiero decir que cometí un error.
—Lamento los errores profesionales que hayas podido cometer —le aseguré.
—No me refiero sólo a eso, y tú lo sabes.
—Entonces, ¿a qué te refieres?
Estaba decidida a hacérselo decir.
—Ya sabes a qué me refiero. A nosotros. Nada ha sido lo mismo.
Vi brillar sus ojos en la oscuridad. Su expresión era casi feroz.
—¿Lo ha sido para ti? —insistió.
—Creo que los dos hemos cometido muchos errores.
—Me gustaría empezar a corregir algunos, Kay. No quiero que lo nuestro termine así. Hace mucho tiempo que lo pienso, pero… Bueno, no sabía cómo decírtelo. No sabía si querías saber de mí, si estabas con otra persona.
No quise reconocer que yo me había preguntado lo mismo acerca de él y que me aterrorizaban las respuestas.
Se acercó a mí y me cogió la mano. Esta vez no pude retirarla.
—He intentado por todos los medios descubrir en qué fallamos —prosiguió —. Lo único que sé es que yo soy obstinado y que tú eres obstinada. Yo quería salirme con la mía y tú querías salirte con la tuya. Y así estamos. No sé cómo habrá sido tu vida desde que me fui, pero apostaría a que no te lo has pasado muy bien.
—Qué arrogancia por tu parte decir algo así.
Sonrió.
—Sólo intento estar a la altura de la imagen que tienes de mí. Una de las últimas cosas que me llamaste antes de que me marchara fue cabrón arrogante.
—¿Eso fue antes o después de que te llamara hijo de puta?
—Creo que antes.
—Según recuerdo, tú también me dedicaste unos cuantos epítetos seleccionados. Y creía que acababas de proponer que olvidáramos lo que nos dijimos entonces.
—Y tú has dicho «por mucho que te quiera».
—¿Y eso?
—«Por mucho que te quiera.» En presente. No intentes retirarlo; lo he oído. —alzó mi mano y se la llevó a la cara. Sus labios se movieron sobre mis dedos —. He intentado dejar de pensar en ti. No puedo. —Hizo una pausa, su cara cerca de la mía—. No te pido que digas lo mismo.
Pero me lo estaba pidiendo, y le respondí.
Le toqué la mejilla y él tocó la mía. Luego besamos los lugares donde se habían posado nuestros dedos hasta que cada uno encontró los labios del otro. Y no dijimos nada más. Dejamos de pensar por completo hasta que el parabrisas se iluminó de súbito y la noche empezó a palpitar en rojo. Nos arreglamos frenéticamente la ropa mientras un policía, linterna y radio portátil en mano, descendía del coche patrulla que se había detenido junto al nuestro.
Mark ya estaba abriendo su portezuela.
—¿Todo bien? —preguntó el policía y se inclinó para examinar el interior. Sus ojos vagaron de un modo desconcertante por el escenario de nuestra pasión. Su expresión era severa, y tenía un bulto inverosímil en la mejilla derecha.
—Todo bien —respondí, horrorizada, mientras buscaba a tientas con el pie descalzo sin demasiado disimulo. Por lo visto, había perdido un zapato.
El hombre dio un paso atrás y escupió un chorro de jugo de tabaco.
—Estábamos conversando —le explicó Mark, que tuvo la suficiente presencia de ánimo para no enseñarle la placa. El policía sabía condenadamente bien que en el momento de acercarse estábamos haciendo muchas cosas. Conversar no era una de ellas.
—Bien, pues si piensan seguir con su conversación —dijo—, les agradecería que se fueran a otra parte. No es prudente quedarse con el coche parado a estas horas de la noche, ha habido algunos problemas. Si no son de por aquí, quizá no sepan que han desaparecido algunas parejas.
Siguió con su sermón mientras se me helaba la sangre.
—Tiene usted razón. Muchas gracias —dijo Mark por fin—. Nos vamos ahora mismo.
El policía inclinó la cabeza en señal de asentimiento, escupió de nuevo y lo vimos subir a su coche. Salió a la carretera y se alejó lentamente.
—Jesús — farfulló Mark entre dientes.
—No lo digas —le rogué—. No comentes siquiera lo estúpidos que somos. Dios mío.
—¿Te das cuenta de lo fácil que es? —lo dijo a pesar de todo—. Dos personas en un coche parado en la oscuridad y alguien los aborda. Mierda, llevo la maldita pistola en la guantera. Ni he pensado en cogerla hasta que he visto al tipo delante de mis narices, y entonces ya hubiera sido demasiado tarde…
—Basta, Mark. Por favor. —De repente estalló en carcajadas—¡No tiene gracia!
—Llevas la blusa mal abrochada —me explicó, y tomó aire.
«¡Mierda!»
—Confiemos en que no te haya reconocido, doctora Scarpetta.
—Gracias por una idea tan tranquilizadora, señor del FBI. Y ahora me voy a casa. —Abrí la portezuela—. Ya me has metido en bastantes líos por una noche.
—¡Oye! Si has empezado tú.
—Puedo asegurarte que no.
—¿Kay? —Se puso serio—. ¿Qué hacemos ahora? Yo vuelvo a Denver mañana. No sé qué ocurrirá, ni qué podré hacer que ocurra, ni siquiera si debo intentar que ocurra algo.
No había respuestas fáciles. Nunca las hubo para nosotros.
—Si no intentas nada, no ocurrirá nada.
—¿Y tú? —me preguntó.
—Tenemos mucho de que hablar, Mark.