—¿Y cree usted que estaba relacionada con su investigación sobre las organizaciones fraudulentas como ACTMAD?
—No cabe duda. Hubo otras amenazas, la última apenas dos meses antes de la desaparición de mi hija y Fred Cheney.
El rostro de Bruce Cheney apareció en la pantalla. Estaba pálido y parpadeaba bajo la luz deslumbradora de los focos de la televisión.
—Señora Harvey…
—Señora Harvey…
Los periodistas se interrumpían unos a otros, y Pat Harvey impuso silencio mientras la cámara se centraba de nuevo en ella.
—El FBI estaba al corriente de la situación, y en su opinión las amenazas, las cartas, procedían de una sola fuente —declaró.
—Señora Harvey…
—Señora Harvey —una periodista elevó la voz sobre el tumulto—, no es ningún secreto que el Departamento de Justicia y usted tienen distintas prioridades, un conflicto de intereses que se deriva de su investigación sobre las organizaciones benéficas. ¿Insinúa usted que el FBI sabía que la seguridad de su familia estaba en peligro y no hizo nada?
—Es más que una insinuación —afirmó.
—¿Está acusando de incompetencia al Departamento de Justicia?
—De lo que acuso al Departamento de Justicia es de conspiración —dijo Pat Harvey.
Lancé un gemido y eché mano a un cigarrillo; mientras, el alboroto y las interrupciones crecían. «Has perdido», pensé, mirando con incredulidad el televisor instalado en la pequeña biblioteca médica de mi despacho, en el centro. Todavía fue a peor. Y se me llenó de espanto el corazón cuando la señora Harvey volvió su fría mirada hacia la cámara y, uno por uno, nombró a todos los relacionados con la investigación, incluyéndome a mí. No omitió a nadie y no hubo nada sagrado, ni siquiera el detalle de la jota de corazones. Cuando Wesley me dijo que Pat Harvey se negaba a cooperar y que era un problema, se había quedado muy corto. Bajo su coraza de dureza, era una mujer enloquecida por la furia y el dolor. Aturdida, la oí acusar abiertamente y sin reservas a la policía, al FBI y a la Oficina de Exámenes Forenses de complicidad en una «ocultación».
—Están echando tierra deliberadamente sobre la verdad de estos casos —concluyó—, cuando ello sólo sirve a su propio interés y conlleva la pérdida inaceptable de vidas humanas.
—¡Cuánta mierda! —masculló Fielding, mi delegado, que estaba sentado cerca.
—¿Qué casos? —preguntó a gritos un periodista—. ¿La muerte de su hija y el amigo, o se refiere también a las otras parejas?
—A todos —dijo la señora Harvey—. Me refiero a todos los jóvenes perseguidos como animales y asesinados.
—¿Y qué se pretende ocultar?
—La identidad del responsable o responsables —respondió, como si le constara—. No ha habido ninguna intervención por parte del Departamento de Justicia para poner fin a estas muertes. Los motivos son políticos. Cierta agencia federal está protegiendo a los suyos.
—¿Podría concretar, por favor? —gritó una voz.
—Cuando haya terminado mi investigación lo revelaré todo.
—¿En la audiencia? —le preguntaron—. ¿Insinúa que el asesinato de Deborah y su amigo…?
—Se llama Fred.
Era Bruce Cheney quien había hablado, y de pronto su rostro lívido llenó la pantalla del televisor.
La sala quedó en silencio.
—Fred. Se llama Frederick Wilson Cheney. —La voz del padre temblaba de emoción . No es sólo «el amigo de Deborah». También él está muerto, asesinado. ¡Mi hijo!—Se le atascaron la palabras en la garganta y agachó la cabeza a un lado para ocultar las lágrimas.
Apagué el televisor, alterada e incapaz de permanecer sentada.
Rose había permanecido todo el rato de pie en el umbral, mirando. Se volvió hacia mí y meneó la cabeza lentamente. Fielding se puso en pie, se desperezó y se ciñó el cordón de la bata verde.
—Acaba de joderse ella sola ante todo el maldito mundo —anunció, y salió de la biblioteca.
Estaba sirviéndome una taza de café cuando empecé a captar qué había dicho Pat Harvey. Empecé a comprenderla realmente a medida que sus frases resonaban en mi cabeza.
«Perseguidos como animales y asesinados…»
Sus palabras sonaban como salidas de un guión. No me parecieron fatuas, improvisadas ni metafóricas. «¿Una agencia federal está protegiendo a los suyos?»
Una cacería.
Una jota de corazones es como el caballo de copas. Alguien que es visto o se ve a sí mismo como un competidor, un defensor. Uno que batalla, me había dicho Hilda Ozimek. Un caballero. Un soldado.
«Una cacería.»
Todos los asesinatos fueron calculados minuciosamente y preparados metódicamente. Bruce Phillips y Judy Roberts desaparecieron en junio. Sus cuerpos se encontraron a mediados de agosto, cuando se abrió la temporada de caza. Jim Freeman y Bonnie Smyth desaparecieron en julio, y sus cuerpos se encontraron el día que se levantó la veda de la codorniz y el faisán. Ben Anderson y Carolyn Bennett desaparecieron en marzo, y sus cuerpos se encontraron en noviembre, durante la temporada del ciervo. Susan Wilcox y Mark Martin desaparecieron a finales de febrero, y sus cuerpos fueron descubiertos a mediados de mayo, durante la temporada de primavera del pavo. Deborah Harvey y Fred Cheney se esfumaron el fin de semana del Día del Trabajo y no se los encontró hasta pasados varios meses, cuando los bosques estaban llenos de cazadores en pos de conejos, ardillas, zorros, faisanes y mapaches.
Esta coincidencia no me había llamado la atención porque la mayoría de los cadáveres descarnados y descompuestos que llegan a mi oficina han sido encontrados por cazadores. Cuando alguien muere en el bosque o se arroja allí su cadáver, lo más probable es que la persona que descubra los restos sea un cazador. Pero es posible que el asesino previera de antemano dónde y cuándo debían de descubrirse los cuerpos de las parejas.
El asesino quería que encontraran a sus víctimas, pero no de inmediato, de modo que las mataba fuera de temporada, sabiendo que no era muy probable que las descubrieran hasta que los cazadores volvieran a salir al bosque. Para entonces, los cuerpos ya estaban descompuestos, y las lesiones que les había infligido habían desaparecido con los tejidos. Si había violación de por medio, no quedarían rastros de semen. Casi toda la evidencia residual habría sido arrastrada por el viento y lavada por la lluvia. Incluso podía ocurrir que para el asesino fuera importante que los cuerpos fuesen descubiertos por cazadores, porque en sus fantasías también él era un cazador.
El más grande de los cazadores.
Los cazadores perseguían animales, cavilé la tarde siguiente, sentada ante mi escritorio. Los guerrilleros, los agentes especiales militares y los soldados de fortuna persiguen a seres humanos. En el área en que habían desaparecido las parejas y se las había encontrado muertas estaban Fort Eustis, Langley Field y algunas otras instalaciones militares, como el West Point de la CIA, camuflado bajo la fachada de una base militar llamada Camp Peary. «La Granja», nombre que se da a Camp Peary en las novelas de espionaje y en los reportajes de investigación sobre temas de inteligencia, era el lugar donde se entrenaba a los oficiales en las actividades paramilitares de infiltración, exfiltración, demoliciones, saltos nocturnos en paracaídas y otras operaciones clandestinas.
Abby Turnbull se equivocó en un cruce y fue a dar ante la entrada de Camp Peary, y a los pocos días se presentaron unos agentes del FBI que la buscaban.
Los federales estaban paranoicos, y yo empezaba a sospechar por qué. Después de leer las crónicas de los periódicos sobre la conferencia de prensa de Pat Harvey, todavía quedé más convencida.
Tenía unos cuantos periódicos sobre el escritorio, entre ellos el Post, y había estudiado varias veces los artículos. El del Post venía firmado por Clifford Ring, el periodista que había estado importunando al comisionado y al personal del Departamento de Salud y Servicios Humanos. El señor Ring sólo me citaba de pasada, cuando daba a entender que Pat Harvey utilizaba incorrectamente su cargo público para intimidar y amenazar a todos los interesados a fin de que divulgaran los detalles sobre la muerte de su hija. Era suficiente para hacer que me preguntara si el señor Ring no sería el contacto de Benton Wesley en los medios de comunicación, el conducto del FBI para divulgar noticias amañadas, y eso en sí no habría sido tan malo en realidad. Lo que me inquietaba era el enfoque del artículo.
Lo que yo había supuesto que se presentaría como la noticia sensacional del mes se interpretaba, por el contrario, como la colosal degradación de una mujer de la que pocas semanas antes se hablaba como posible vicepresidenta de Estados Unidos. Yo era la primera en reconocer que la diatriba de Pat Harvey en la rueda de prensa había sido cuando menos temeraria, prematura en el mejor de los casos. Pero se me antojaba extraño que no se hiciera ningún intento serio de corroborar sus acusaciones. Los periodistas que cubrían este caso no parecían inclinados a coleccionar los sospechosos «sin comentarios» de costumbre, las evasivas insinceras de los burócratas gubernamentales que tanto gustan de perseguir.
La única presa de los medios de comunicación, por lo visto, era la señora Harvey, y no mostraban ninguna piedad hacia ella. Se la ridiculizaba, no sólo en letra impresa, sino también en las caricaturas políticas. Uno de los funcionarios más respetados de la nación era presentado como una mujercita histérica, entre cuyas «fuentes» se contaba una vidente de Carolina del Sur. Aun sus más fieles aliados se echaban atrás y meneaban la cabeza mientras sus enemigos la remataban sutilmente con ataques envueltos en una suave capa de simpatía.
«Su reacción es ciertamente comprensible a la luz de su terrible pérdida personal decía uno de sus detractores del Partido Demócrata, que añadía —: Me parece sensato pasar por alto su imprudencia. Consideremos sus acusaciones como los golpes y dardos de una mente turbada en lo más hondo.» Otro dijo: «Lo que le ha sucedido a Pat Harvey constituye un ejemplo trágico de autodestrucción, provocada por problemas personales demasiado abrumadores para sobrellevarlos».
Introduje el informe de la autopsia de Deborah Harvey en mi máquina de escribir y borré «sin determinar» de los espacios reservados para el modo y la causa de la muerte.
Escribí «homicidio» y «exsanguinación debida a una lesión por bala de pistola en la región lumbar y heridas incisas». Después de enmendar el certificado de defunción y el informe forense, fui al vestíbulo e hice fotocopias para su familia. Adjunté también una carta en la que exponía mis hallazgos y me disculpaba por la demora, atribuyéndola a la larga espera de los resultados de toxicología, que aún eran provisionales. Todo eso le concedía a Benton Wesley: Pat Harvey no sabría por mí que Wesley me había coaccionado para que aplazara indefinidamente el anuncio de los resultados de los exámenes médico-legales de su hija.
Los Harvey lo recibirían todo: mis observaciones de la inspección ocular y las microscópicas, el hecho de que la primera serie de pruebas toxicológicas era negativa, la bala en la región lumbar de Deborah, la lesión defensiva en la mano y la conmovedora y detallada descripción de sus prendas de vestir, o de lo que había quedado de ellas. La policía había recuperado los pendientes, el reloj y el anillo que le había regalado Fred por su aniversario.
También envié copia de los informes de Fred Cheney a su padre, aunque lo más que podía decir era que la muerte de su hijo era por homicidio, por «violencia indeterminada».
Descolgué el teléfono y marqué el número de la oficina de Benton Wesley, sólo para que me informaran que no estaba allí. A continuación, probé en su casa.
—Voy a enviar la información —le anuncié directamente cuando se puso al aparato—. Quería que lo supieras.
Silencio.
Luego, con voz muy calmada, me preguntó:
—Kay, ¿has oído la conferencia de prensa?
—Sí.
—¿Y has leído los periódicos de hoy?
—Vi la conferencia de prensa por televisión y he leído los periódicos. Me doy cuenta de que ella misma se ha pegado un tiro en el pie.
—Me temo que se lo ha pegado en la cabeza.
—Pero no sin ayuda.
Hubo una pausa, y Wesley preguntó:
—¿Qué quieres decir?
—Tendré mucho gusto en explicártelo detenidamente. Esta noche. Cara a cara.
—¿Aquí? —Advertí una nota de alarma en su voz.
—Sí.
—Ah… no es una buena idea. Esta noche no.
—Lo siento. Pero la cosa no puede esperar.
—No lo entiendes, Kay. Confía en mí…
Lo interrumpí.
—No, Benton. Esta vez no.
Un viento helado causaba estragos en las oscuras formas de los árboles, y a la escasa luz de la luna el terreno parecía accidentado y ominoso mientras conducía hacia la casa de Benton Wesley. Había pocas farolas, y las rutas rurales estaban mal señalizadas. Finalmente, me detuve ante una estación de servicio con una sola isla de bombas de gasolina en la parte delantera. Encendí la luz interior y examiné la hoja de papel en la que había anotado el camino. Estaba perdida.
La tienda estaba cerrada, pero divisé un teléfono público junto a la entrada.
Acerqué el coche hasta allí, dejé los faros encendidos y el motor en marcha y me apeé.
Marqué el número de Wesley y me respondió su esposa, Connie.
—¡Sí que te has embrollado bien! —comentó cuando terminé de explicarle lo mejor que pude dónde me encontraba.
—Oh, Dios —exclamé, con un gemido.
—Bueno, en realidad no queda tan lejos. Lo que ocurre es que es complicado llegar hasta aquí desde donde estás ahora. —Hizo una pausa y decidió—: Creo que lo mejor será que no te muevas, Kay. Métete en el coche y cierra las portezuelas. Iremos a buscarte y tú nos sigues. Quince minutos, ¿de acuerdo?
Puse la marcha atrás y retrocedí hasta dejar el coche aparcado más cerca de la carretera, conecté la radio y esperé. Los minutos se hacían largos como horas. No pasaba ni un solo automóvil. Los faros iluminaban una cerca blanca, al otro lado de la carretera, que encerraba un prado cubierto de escarcha. La luna era una astilla pálida que flotaba en la brumosa oscuridad. Fumé varios cigarrillos mientras paseaba nerviosamente la mirada de un lado a otro. Traté de imaginar si habría sido así para las parejas asesinadas, qué significaría que te llevaran por la fuerza al bosque, descalzo y maniatado. Debían de saber que iban a morir. Tenían que estar aterrorizados por lo que el asesino podía hacerles antes. Pensé en mi sobrina, Lucy.