Descolgué el auricular y volví a marcar el número particular de Montana. Esta vez mi esfuerzo se vio recompensado.
—¿Ha pensado alguna vez en comprarse otro teléfono? —le pregunté, en tono afable.
—He pensado en comprarle a mi hija adolescente su propia centralita —replicó.
—Tengo una pregunta.
—Dispare.
—Cuando estuvo en los apartamentos de Jill y Elizabeth, supongo que revisaría el correo.
—Sí, señora. Controlamos el correo durante bastante tiempo, para saber qué llegaba, quién les escribía, revisamos las facturas de sus tarjetas de crédito y todo eso.
—¿Qué puede decirme de las suscripciones de Jill a periódicos que recibía por correo?
Permaneció en silencio.
—Lo siento —me disculpé—. Debe de tener los expedientes en su oficina…
—No, señora. He venido directo a casa, los tengo aquí delante. Solamente estaba pensando. Ha sido un día muy largo. ¿Le importa esperar un momento?
Oí ruido de papeles.
—Bueno, había un par de facturas, publicidad… Pero ningún periódico.
Sorprendida, le expliqué que Jill tenía en su apartamento varios periódicos de fuera de la ciudad.
—De alguna parte tuvo que sacarlos.
—Quizá de los vendedores automáticos —sugirió—. Hay muchos en la zona de la universidad. Yo diría que es lo más probable.
El Washington Post o el Wall Street Journal quizá, pensé. Pero no el New York Times del domingo. Sin duda procedía de algún drugstore o papelería, de algún lugar donde Jill y Elizabeth solieran detenerse cuando salían a desayunar los domingos por la mañana. Le di las gracias a Montana y colgué.
Apagué la luz y me acosté; la lluvia tamborileaba sobre el tejado con un ritmo inexorable. Me arropé bien con el edredón. Pensamientos e imágenes se sucedían al azar, y pronto me vi soñando con el bolso rojo de Deborah Harvey, húmedo y cubierto de tierra. Vander, del laboratorio de huellas dactilares, ya había terminado de examinarlo, y yo había estado leyendo su informe el día anterior.
—¿Qué piensa hacer? —me preguntaba Rose. El bolso, cosa extraña, se hallaba en una bandeja de plástico, sobre el escritorio de Rose—. No puede devolverlo a la familia tal como está.
—Claro que no.
—¿Y si sacamos las tarjetas de crédito y demás, lo lavamos todo bien y lo enviamos así? —el rostro de Rose se contrajo en una expresión de furia. Apartó la bandeja de un empujón y se echó a gritar—: ¡Lléveselo de aquí! ¡No puedo soportarlo!
De repente me encontré en la cocina. Desde la ventana vi llegar a Mark. Iba en un coche desconocido, pero de algún modo lo identifiqué. Registré precipitadamente el bolso en busca de un cepillo y me peiné a toda prisa. Luego eché a correr hacia el cuarto de baño para lavarme los dientes, pero no me dio tiempo. Sonó el timbre de la puerta, una sola vez. Mark me estrechó entre sus brazos y susurró mi nombre como un leve grito de dolor. Traté de imaginar por qué había venido, por qué no estaba en Denver.
Mientras me besaba, empujó la puerta con el pie. La puerta se cerró de golpe con un estrépito tremendo.
Abrí los párpados. Estaba tronando. Los relámpagos iluminaron mi dormitorio una y otra vez mientras el corazón me latía salvajemente.
A la mañana siguiente hice dos autopsias, y luego subí a ver a Neils Vander, jefe de sección del laboratorio de huellas dactilares. Lo encontré en la sala de ordenadores del Sistema de Identificación Automática de Huellas Dactilares, sumido en profunda reflexión ante la pantalla de un monitor. Yo llevaba en la mano mi copia del informe sobre el examen del bolso de Deborah Harvey, y la dejé encima del teclado.
—Tengo que preguntarte una cosa. —alcé la voz sobre el zumbido sordo del ordenador, y Vander contempló el informe con ojos preocupados. Mechones de rebelde cabello gris se encaramaban sobre sus orejas—. ¿Cómo has podido descubrir algo en ese bolso después de todo el tiempo que llevaba en el bosque? Estoy asombrada.
Volvió la vista a la pantalla.
—El bolso es de nailon, impermeable, y las tarjetas de crédito estaban protegidas por fundas de plástico y guardadas en un compartimiento con cremallera. Cuando las metí en el depósito de adhesivo, enseguida apareció un montón de borrones y huellas parciales. Ni siquiera tuve que usar el láser.
—Impresionante. —esbozó una leve sonrisa—. Pero no había nada identificable añadí.
—Lo siento.
—Lo que más me interesa es el permiso de conducir. Por lo visto, ahí no apareció nada.
—Ni siquiera un borrón —asintió.
—¿Estaba limpio?
—Como un diente de perro.
—Gracias, Neils.
Volvió a abstraerse de inmediato, perdido en su mundo de bucles y espirales.
Bajé a mi despacho y busqué el número del
7-Eleven
que Abby y yo habíamos visitado el otoño pasado. Me dijeron que Ellen Jordan, la empleada con la que habíamos hablado, no llegaría hasta las nueve de la noche. Pasé el resto del día trabajando, sin detenerme a almorzar, sin advertir el paso de las horas. Cuando llegué a casa, no me sentía cansada en lo más mínimo.
Estaba cargando el lavavajillas cuando, a eso de las ocho, sonó el timbre de la puerta. Fui a abrir secándome las manos en una toalla de cocina.
Abby Turnbull estaba plantada en el umbral, las solapas del abrigo levantadas, la cara macilenta, los ojos apagados. Un viento frío mecía árboles oscuros en el patio y le revolvía a Abby los cabellos.
—No has respondido a mis llamadas. Espero que no me negarás la entrada en tu casa —comenzó a decir.
—Claro que no, Abby. Por favor. —abrí completamente la puerta y me hice a un lado.
No se quitó el abrigo hasta que la invité a hacerlo, y, cuando me ofrecí para colgarlo de una percha, rehusó con un gesto y lo dejó sobre el respaldo de una silla, como para darme a entender que no pensaba quedarse mucho rato. Debajo llevaba unos tejanos descoloridos y un grueso jersey marrón salpicado de borrilla. Al pasar junto a ella para limpiar la mesa de la cocina de papeles y periódicos, detecté el olor rancio del humo de tabaco y una insinuación acre de sudor.
—¿Quieres tomar algo? —le pregunté. No sé por qué, pero no podía sentirme enojada con ella.
—Lo que tú tomes me irá bien.
Sacó los cigarrillos mientras yo preparaba las bebidas para ambas. Cuando me senté, se volvió hacia mí.
—No sé cómo empezar —dijo—. Los artículos eran injustos contigo, por no decir más.
Y sé qué debes de estar pensando.
—Lo que yo pueda pensar no viene al caso. Preferiría escuchar lo que tengas que decirme.
—Ya te dije que he cometido errores. —le temblaba ligeramente la voz—. Cliff Ring fue uno de ellos.
Permanecí callada.
—Es un periodista investigador, una de las primeras personas que conocí cuando me instalé en Washington. Un hombre interesante, con un gran éxito en su profesión, brillante y seguro de sí. Yo era vulnerable, acababa de mudarme a una ciudad nueva, acababa de pasar por… bueno, lo que le ocurrió a Henna. —desvió la mirada—. Empezamos como amigos, pero enseguida se precipitaron las cosas. No vi cómo era en realidad porque no quería verlo. —se le quebró la voz y esperé en silencio mientras recobraba la compostura—. Le confié mi vida, Kay.
—De lo que debo deducir que la información que utilizó para realizar sus artículos provenía directamente de ti, Abby —concluí.
—No. Provenía de mi trabajo.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Nunca hablo con nadie de lo que estoy escribiendo —me explicó Abby—. Cliff sabía que me ocupaba de estos casos, pero nunca entré en detalles. Ni él parecía sentir ningún interés por conocerlos. —la voz de Abby empezó a adquirir un tono airado—. Pero vaya si le interesaban, más que un poco. Así es como funciona él.
—Si nunca entraste en detalles —insistí—, ¿cómo te sacó la información?
—A veces, cuando tenía que salir de la ciudad, le dejaba las llaves del apartamento para que regara las plantas, recogiera el correo y cosas así. Estoy segura de que mandó hacer copias.
Recordé nuestra conversación en el Mayflower. Cuando Abby me dijo que alguien había utilizado su ordenador y empezó a acusar al FBI o la CIA, reaccioné con escepticismo. ¿Acaso un agente experimentado abriría un fichero de textos sin darse cuenta de que podía cambiar la hora y la fecha? Me parecía muy improbable.
—¿Cliff Ring entró en tu ordenador?
—No puedo demostrarlo, pero estoy segura de que lo hizo —dijo Abby—. No puedo demostrar que haya manipulado mi correspondencia, pero sé que lo ha hecho. No es muy difícil abrir un sobre al vapor, cerrarlo otra vez y dejarlo de nuevo en el buzón. No si se tiene una copia de la llave del buzón.
—¿Pero tú sabías que estaba escribiendo esos artículos?
—¡Claro que no! ¡No supe nada en absoluto hasta que abrí el periódico del domingo!
Venía a mi apartamento cuando sabía que yo no estaba. Debió de leer todo lo que tenía en el ordenador. Y a partir de ahí empezó a telefonear a gente, a obtener entrevistas e información, cosa que le resultaría bastante fácil, puesto que sabía exactamente dónde debía buscar y qué debía buscar.
—Le resultó fácil porque te habían retirado de la sección de sucesos. Cuando creíste que el Post se desentendía de la historia, en realidad tus directores se desentendían de ti.
Abby asintió con gesto airado.
—La historia pasó a unas manos que ellos consideraban más fiables —respondió —. A manos de Clifford Ring.
Comprendí por qué Clifford Ring no había intentado ponerse en contacto conmigo.
Debía de saber que Abby y yo éramos amigas. Si me hubiera pedido información sobre los casos, yo habría podido decírselo a Abby, y él no quería que Abby sospechara lo que estaba haciendo hasta que fuera demasiado tarde. Por eso Ring me había evitado, se había dirigido a otras personas.
—Estoy segura de que él… —abby carraspeó y se llevó el vaso a los labios. Le temblaba la mano—. Puede ser muy persuasivo. Probablemente ganará un premio. Por la serie.
—Lo siento, Abby.
—La culpa sólo es mía. He sido una idiota.
—Siempre corremos un riesgo cuando nos permitimos amar…
—Nunca volveré a correr un riesgo como ése —me interrumpió—. Con él todo eran problemas, un problema detrás de otro. Siempre era yo la que hacía concesiones y le daba una segunda oportunidad, y luego una tercera, y una cuarta.
—La gente con la que trabajas, ¿sabía que había algo entre Cliff y tú?
—Íbamos con cuidado —respondió, evasiva.
—¿Por qué?
—La sala de redacción es un lugar muy agobiante, muy propenso al chismorreo.
—Pero vuestros colegas por fuerza tuvieron que veros juntos.
—Íbamos con cuidado —repitió.
—La gente tuvo que notar algo entre vosotros dos. Tensión, al menos.
—Competencia. Protección del propio territorio. Eso habría contestado él si le hubieran preguntado algo.
Y celos, pensé. Abby nunca había sabido disimular muy bien sus emociones. Podía imaginarme sus arranques de celos. Y podía imaginarme que quienes la veían en la sala de redacción los interpretarían equivocadamente, que supondrían que Abby era ambiciosa y estaba celosa de Clifford Ring, cuando no era éste el caso.
Estaba celosa de sus otros compromisos.
—Está casado, ¿verdad, Abby?
Esta vez no pudo contener las lágrimas.
Me levanté para llenar de nuevo los vasos. Ahora me diría que él no era feliz con su mujer, que pensaba divorciarse, y que creyó que lo dejaría todo por ella. La historia era tan gastada y previsible como algo sacado del peor best-seller. Yo ya la había oído cien veces. Abby había sido utilizada.
Dejé su bebida sobre la mesa y le di un suave apretón en el hombro antes de volver a mi asiento. Me contó lo que yo esperaba oír, y me limité a mirarla con tristeza.
—No merezco tu comprensión —sollozó.
—Has sufrido mucho más que yo.
—Todo el mundo ha sufrido. Tú. Pat Harvey. Los padres y los amigos de esos chicos.
Si no se hubieran producido estos casos, aún seguiría en Sucesos. Al menos profesionalmente estaría bien. Nadie debería tener el poder de causar tanta destrucción.
Comprendí que ya no pensaba en Clifford Ring. Ahora estaba pensando en el asesino.
—Es verdad. Nadie debería tener ese poder. Y nadie lo tendrá si no lo consentimos.
—Deborah y Fred no lo consintieron. Jill, Elizabeth, Jimmy, Bonnie. Ninguno de ellos. —su rostro reflejaba una expresión derrotada—. Ninguno quería ser asesinado.
—¿Qué hará ahora Cliff? —pregunté.
—Haga lo que haga, que no cuente conmigo. He cambiado todas las cerraduras.
—¿Y tus temores de tener el teléfono intervenido, de estar vigilada?
—Cliff no es el único que quiere saber qué estoy haciendo. ¡Ya no puedo confiar en nadie! —sus ojos se llenaron de airadas lágrimas—. Tú eres la última persona a la que querría perjudicar, Kay.
—No sigas, Abby. Puedes pasarte un año entero llorando, pero con eso no arreglas nada.
—Lo siento…
—Basta de disculpas. —la interrumpí con mucha firmeza, pero con suavidad. Ella se mordió el labio inferior y fijó la mirada en el vaso—. ¿Estás dispuesta a ayudarme?
Alzó la vista hacia mí.
—En primer lugar, ¿de qué color era el Lincoln que vimos en Williamsburg la semana pasada?
—Gris oscuro. La tapicería era de cuero oscuro, quizá negro —contestó, y en sus ojos brilló una chispa de vida.
—Gracias. Lo que yo creía.
—¿Qué sucede?
—No estoy segura. Pero hay más.
—¿Más qué?
—Tengo una misión para ti —le anuncié, sonriente—. Pero antes, ¿cuándo vuelves a Washington? ¿Esta noche?
—No lo sé, Kay. —desvió la mirada hacia la lejanía—. Ahora no puedo volver allí.
Abby se sentía como una fugitiva, y en cierto sentido lo era. Clifford Ring la había expulsado de Washington. Seguramente no sería mala idea que desapareciera durante algún tiempo.
—En el Northern Neck hay una pensión… —comenzó a decir.
—Y yo tengo una habitación para invitados —la interrumpí—. Puedes quedarte un tiempo conmigo.
Me miró unos instantes con incertidumbre y por fin preguntó:
—Kay, ¿tienes idea de cómo se podría interpretar esto?
—Francamente, ahora no me importa.
—¿Por qué no? —me miró fijamente.
—Tu periódico ya me ha dejado por los suelos. Ahora voy a por todas. Las cosas mejorarán o empeorarán, pero no seguirán igual.