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Authors: Catherine Shaw

La incógnita Newton (22 page)

BOOK: La incógnita Newton
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Señor Withers: No lo recuerdo.

Señor Haversham: Pero hay testigos que recuerdan perfecta­mente bien una de tales ocasiones. Sucedió en el té en el jardín de la universidad que siguió a la conferencia del profesor Arthur Cayley sobre la enseñanza de las matemáti­cas. Los testigos afirman que usted hizo un comentario acerca de hacerse miembro de una sociedad antieuclidiana y que el señor Crawford le dijo: «Antes de criticar los mé­todos pedagógicos de hombres más preparados que usted, mejor sería que dominara los conocimientos matemáticos que trata de comunicar».

Señor Withers: No recuerdo ese detalle.

Señor Haversham: ¿No recuerda su reacción?

Señor Withers: En absoluto.

Señor Haversham: Un testigo ha dicho que se echó usted a reír.

Señor Wíthers; Bien, entonces debió de ser una broma, no un insulto, y el testigo no lo entendió bien.

Señor Haversham: El testigo afirma que los que estaban a su alrededor no se lo tomaron a broma y que el señor Wentworth salió en defensa de usted, exigiéndole al señor Craw­ford que explicara exactamente qué quería decir, ante lo cual éste continuó insultándolo hasta que usted se marchó.

Señor Withers: No recuerdo nada de eso. Y, en cualquier ca­so, yo no adulaba al señor Crawford.

Señor Haversham: Ya lo veo. Pero tampoco le dijo que se fue­ra a freír espárragos, aunque usted ha descrito esa reacción como la natural de un hombre con orgullo.

Señor Withers: Hum.

Señor Haversham: He terminado de interrogar al testigo, se­ñoría.

Juez Penrose: Puede abandonar el estrado.

Durante este testimonio, Arthur no ha hecho gala del ma­lestar o del disgusto que la miserable descripción de sus accio­nes por parte del testigo debe de haberle despertado. Sin em­bargo, su rostro mostraba cansancio y desesperanza, como si, llegado a este punto, sólo deseara que se acabase el proceso, cualquiera que fuese el resultado. Al verlo así, he sabido que ha perdido la esperanza que yo mantengo de que lo exculpen, y que no siente un ápice de la indignación ni de las terribles oleadas de terror que me invaden cada vez que recuerdo que las tendenciosas preguntas del señor Bexheath no sólo son engaño­sas, exasperantes y falsas, sino también letales. El fluido vital de Arthur parece correr en un sentido opuesto al mío; el mío se agita, alborotado y tumultuoso, y me lleva a la acción, mien­tras que el suyo es un arroyo soñoliento en el que flota ausen­te, «ajeno a su zozobra», como Ofelia.

¡Oh, cómo me ha encendido por dentro la malicia del señor Withers! Independientemente de cuál sea el resultado de este proceso, no volveré a dirigirle la palabra nunca más. Ahora ya me he acostumbrado a que el señor Bexheath sea capaz de son­sacar la información que desea a los distintos testigos, pero me ha parecido que el señor Withers ardía en deseos de ayudarlo y de encubrirlo en sus inicuos y erróneos propósitos. Quizás el señor Withers tenga unos objetivos propios. ¡Ja!

Siempre tuya,

Vanesa

26

Cambridge, miércoles, 23 de mayo de 1888

Querida Dora:

¡Ese horrible señor Bexheath es capaz de hacer brotar agua mentirosa de la roca más seca del desierto! He comparecido como testigo a primera hora de la mañana y me he alterado tanto con su espantoso interrogatorio que, al terminar, he tenido que salir de la sala para enjugarme las lágrimas.

Antes de que me llamaran, durante los breves instantes que tardamos en acomodarnos en el banco de los testigos, el señor Morrison me ha informado en un susurro de que ayer por la tarde el señor Bexheath interrogó a los camareros de la taberna irlandesa, que recordaron haber servido la cena a Arthur y al señor Akers en la primera ocasión y a Arthur y al señor Beddoes en la segunda. Uno de ellos recordó el whisky, el vino y el agua que había pedido el señor Akers en la primera cena, y el señor Bexheath recogió su testimonio y se dirigió al jurado, re­calcando el hecho de que «al acusado le gusta el vino tinto», co­mo al misterioso visitante del señor Crawford, el cual habría tenido una magnífica oportunidad de introducir el veneno en la botella el día de su amigable visita, y que «la víctima había pedido agua» a fin de tomar la medicina, lo cual demostraba que Arthur conocía la existencia de la botella de digitalina que su compañero de mesa llevaba en el bolsillo. El camarero decla­ró que Arthur y el señor Akers habían estado juntos durante toda la cena, salvo un momento en que el señor Akers había ido a lavarse las manos, y que se marcharon juntos del local. ¡Oh! ¿Cómo pueden creer que esos comentarios estúpidos de­muestran algo?

Entonces me anunciaron que me llamarían la primera, e hi­ce acopio de fuerzas para enfrentarme con obstinación al dra­gón de grandes colmillos y fuego en la boca que adivinaba tras los rasgos apacibles del señor Bexheath. En realidad, es más una serpiente que un dragón, por cómo ha retorcido las cosas que he dicho para hacerlas parecer todo lo contrario de lo que son, manchando a la vez mi reputación.

Interrogatorio de la señorita Duncan,
por el señor Bexheath

Señor Bexheath: Diga por favor su nombre, edad y ocupación.

Vanessa: Vanessa Duncan, veinte años, maestra de escuela.

Señor Bexheath: Señorita Duncan, he hablado con su casera y ésta me ha dicho que ocupa usted unas habitaciones en la planta baja de su casa y que las del acusado quedan justo encima de las de usted. ¿Es eso cierto?

Vanessa (con los dientes apretados y decidida a responder só­lo con monosílabos): Sí.

Señor Bexheath: Me ha dicho que usted le habló de la cos­tumbre del vecino de arriba de deambular de un lado a otro de la habitación, por la noche. ¿Es eso cierto?

Vanessa: Sí.

Señor Bexheath: ¿El acusado paseaba mucho, solo en sus ha­bitaciones ?

Vanessa: Bueno, lo hacía alguna vez.

Señor Bexheath: Es bien sabido que el insomnio y el deambu­lar por la noche son síntomas de una mente perturbada.

Vanessa (olvidándose de responder con monosílabos): ¡Qué tontería! Lo hacía porque reflexionaba sobre problemas ma­temáticos.

Señor Bexheath: Quizás. Así pues, señorita Duncan, ¿usted llegó a tener una relación social con el acusado?

Vanessa: Sí. Nos conocimos en una cena que dio la madre de una de mis alumnas.

Señor Bexheath: ¿Y no tomó una vez el té con el inculpado en Grantchester?

Vanessa: Sí.

Señor Bexheath: ¿Fueron a Grantchester los dos solos?

Vanessa: Sí.

Señor BexheXth: ¿Y no se da cuenta de que esto constituye una conducta muy insinuante?

Vanessa: No.

Señor Bexheath: Oh, no se da cuenta de ello... Pues tal vez debería hacerlo, porque su buen nombre se ve amenazado por dicha conducta. ¿Visitó alguna vez al acusado en sus habitaciones?

Vanessa: Nunca.

Señor Bexheath: Y el acusado, ¿la visitó alguna vez en sus ha­bitaciones ?

Vanessa: Sí, una vez vino a mis habitaciones a darme una re­vista editada por el señor Oscar Wilde y para invitarme a ir a Londres, al teatro, con un grupo de amigos.

Señor Bexheath: ¿Entró en la estancia?

Vanessa: No. Se quedó en la puerta.

Señor Bexheath: Con toda corrección, estoy seguro de ello. ¿Y ésta es la única vez que fue a visitarla a sus habitaciones?

Vanessa: No.

Señor Bexheath: ¿Hubo otras visitas?

Vanessa: En una única ocasión. Tomó un té en mi estudio des­pués de volver del teatro donde habíamos ido con ese gru­po de amigos.

Señor Bexheath: Y sus amigos, claro, también tomaron el té con ustedes.

Vanessa: No.

Señor Bexheath: ¿Sólo el inculpado entró en sus estancias?

Vanessa: Sí.

Señor Bexheath: ¿Qué hora era?

Vanessa: Alrededor de medianoche.

Señor Bexheath: ¿Estuvo usted con el acusado a solas en sus aposentos a medianoche?

Vanessa: Sí, durante un breve instante. Lo único que...

Señor Bexheath: Estoy descubriendo unos hechos de suma importancia sobre la actuación del acusado en su vida pri­vada. A los paseos de noche arriba y abajo de la habitación siguen ahora visitas nocturnas a las habitaciones de una jo­ven dama que vive sola. Señorita Duncan, usted viene del campo y, tal vez, no advierta las consecuencias sociales de las acciones en las que ha participado, pero el señor Weatherburn había de conocerlas. Si antes no lo había comprendi­do, ¿comprende ahora que, como mínimo, el acusado la ha puesto en un compromiso?

Vanessa: No.

Señor Bexheath: Pues será mejor que lo comprenda y que, en el futuro, modifique debidamente su conducta, si no es ya demasiado tarde. Sin embargo, señorita Duncan, no es a usted a quien se juzga aquí. Es usted joven e inexperta, y le doy este consejo con espíritu paternal y no como repro­bación. El caso del acusado es absolutamente distinto. El testimonio de usted nos ha ofrecido una imagen muy re­levante de la manera tan peculiar que tiene el acusado de aprovecharse de sentimientos nobles para su propio placer y provecho.

Vanessa: ¡No! ¡No es así!

Señor Bexheath: Señorita Duncan, le aconsejo que abandone esta actitud testaruda y reflexione con atención y profun­didad sobre lo que acabo de decirle. No tengo más pregun­tas para usted. Señoría, éste ha sido mi último testigo. Es de lamentar que no haya testigos presenciales de los hechos de los que se acusa al inculpado, pero era de esperar que fuese así, porque uno no va cometiendo asesinatos delante de to­do el mundo. Como su señoría y los miembros del jurado han oído, los testigos a los que he interrogado aquí han confirmado innumerables detalles que empiezan a formar una imagen coherente que analizaré por completo en mi exposición final.

Juez Penrose: Gracias. El abogado de la defensa, ¿quiere pro­ceder al contrainterrogatorio?

Señor Haversham: Por supuesto, señoría.

Contrainterrrogatorio de la señorita Duncan
por el señor Haversham

Señor Haversham: Señorita Duncan, ¿qué día tuvo lugar la fatídica visita a sus habitaciones sobre la que mi docto cole­ga ha hecho tantas insinuaciones?

Vanessa: Fue el 7 de abril.

Señor Haversham: Y en aquella ocasión, ¿cuánto rato se que­dó el señor Weatherburn en sus habitaciones?

Vanessa: Unos quince minutos.

Señor Haversham: ¿Y cómo fue que entró en sus habitaciones?

Vanessa: Llegábamos de la calle y habíamos vuelto en cabrio­lé porque diluviaba. Estábamos empapados y lo invité a to­mar una taza de té.

Señor Haversham: ¿Y qué ocurrió durante la mencionada vi­sita?

Vanessa: Nos sentamos ante la chimenea y tomamos un té y hablamos un poco sobre la obra de teatro que habíamos visto y los amigos que acabábamos de dejar.

Señor Haversham: ¿Y cómo se despidió el señor Weather­burn?

Vanessa: Se puso en pie de repente, dijo que acaba de dar con una solución matemática y se marchó tan deprisa que tuve que indicarle que se dejaba el abrigo.

Señor Haversham: No me parece, y me alegro de decirlo, que una visita de cortesía entre vecinos como ésta pueda arrui­nar la reputación de nadie ni considerarse un insulto a los sentimientos nobles ni un desafío a las normas sociales. Además, supongo que el descubrimiento matemático que im­pulsó al inculpado a marcharse de manera precipitada de la habitación de la señorita Duncan es el mismo que él men­cionó al señor Withers al día siguiente. No hay ningún fun­damento que nos permita concluir que se trataba del famoso problema de los
n
cuerpos; es más probable que estuviera relacionado con sus investigaciones personales. Más tarde volveremos a esta cuestión. Mientras tanto, señorita Dun­can, me gustaría hacerle unas preguntas sobre cuestiones más serias. ¿Recuerda el té que se sirvió en el jardín des­pués de la conferencia del profesor Cayley sobre la enseñaza de las matemáticas que tuvo lugar el 23 de abril?

Vanessa: Sí, muy bien.

Señor Haversham: ¿Oyó las palabras que intercambiaron el señor Beddoes y el señor Crawford?

Vanessa: Sí.

Señor Haversham: ¿Las recuerda?

Vanessa; No fueron muchas. Primero, el señor Crawford esta­ba con un grupo de gente y, cuando el señor Beddoes se acercó, le dijo algo así como: «Hola, Beddoes, hacía una se­mana que no lo veía. ¿Va todo bien?».

Señor Haversham: Se me antoja un saludo de lo más normal. Y el señor Beddoes, ¿cómo respondió?

Vanessa: Pareció sorprenderse mucho. A la sazón, yo no sabía que habían discutido, pero esto explicaría su sorpresa. Se limitó a responder: «Bastante bien». Entonces, los demás matemáticos reunidos siguieron hablando y el señor Craw­ford se marchó, pero antes de hacerlo se volvió hacia él y dijo que necesitaba verlo pronto, que estaría bien que cena­sen juntos y que ya se pondría en contacto con él. La in­vitación pareció sorprender y complacer al señor Beddoes.

Señor Haversham: Así, el señor Beddoes se había peleado con el señor Crawford y no volvieron a hablarse hasta el té en el jardín, durante el cual el señor Crawford pareció buscar una reconciliación e invitó a su colega a una cena. ¿Cree us­ted que podía estar preparando, como parte de un plan para asesinarlo, la invitación a cenar que le envió al señor Bed­does al cabo de una semana?

Señor Bexheath: ¡Protesto, señoría! Las interpretaciones que haga una joven y frívola dama sobre el estado de ánimo de otras personas no pueden presentarse como prueba y no se puede deducir nada de las hipótesis sin fundamentos pre­sentadas por mi docto colega.

Señor Haversham: Todo cuanto la testigo ha descrito fue presenciado por otras personas, algunas de las cuales serán llamadas como testigos de la defensa. Puede incluso con­firmarlo la señora Beddoes, señoría, que también estaba presente, pero no deseo molestarla innecesariamente en su sufrimiento.

Juez Penrose: Ciertamente. Aceptaremos las declaraciones de esta testigo cuando sean corroboradas por otros testigos que presentará la defensa.

Señor Haversham: En ese caso, no tengo más preguntas.

¡Oh, Dora querida! ¿Verdad que el señor Bexheath actuó de una forma horrible? Tengo miedo de que si este asunto sale del Palacio de Justicia, a las madres de mis alumnas no les gus­te. ¿Y si mi escuela fracasa por ello? ¡Oh, querida! ¿Me he arruinado la vida? Por una deliciosa taza de té... La sociedad, ¿cómo puede ser tan absurda y desconfiada? Es extraño. La gente intenta (o al menos me lo parece) ser lo más moral y de­cente que puede, pero la vida que lleva no creo que lo sea, pre­cisamente, pues está llena de suspicacias y malicias innece­sarias. En fin... Si ahorcan a Arthur me dará lo mismo que la escuela fracase. Es posible que así suceda y, entonces, regresaré a casa y acabaremos siendo unas solteronas que se pasan la vi­da haciendo calceta.

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