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Authors: Catherine Shaw

La incógnita Newton (18 page)

BOOK: La incógnita Newton
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Cuando el señor Bexheath se sentó, me sentí de lo más ali­viada. La tensión en la sala de sesiones se diluyó considerable­mente y entonces el juez preguntó al señor Haversham si de­seaba ponerse en pie y hacer su exposición inicial antes de que se procediera a llamar a los testigos. Pensé que no lo haría, que se reservaría para responder a las siniestras acusaciones, pero los letrados piensan muy deprisa, sin lugar a dudas, y el señor Haversham había tomado notas y completado la réplica a la exposición inicial del fiscal mientras éste hablaba. Se puso en pie y comenzó a hablar.

Exposición inicial de la Defensa,
a cargo del señor haversham

«Con la venia de su señoría... Caballeros del jurado: han escuchado la acusación de triple asesinato presentada contra el inculpado y han escuchado también la reconstrucción de los hechos, la manera en que se cometieron esos asesinatos y el móvil de los mismos, según mi ilustre colega.

»Ahora me propongo demostrarles dos cosas. En primer lu­gar, que la manera en que se cometieron los asesinatos, según el fiscal de la Corona, no es más que una interpretación basada en los poquísimos datos que la investigación policial ha sacado a la luz, y que es posible construir otra explicación igualmente plau­sible en la que los datos conocidos encajen igual de bien. Como ustedes saben, caballeros del jurado, mientras no se presenten pruebas concretas que ratifiquen la interpretación de la Coro­na, la culpabilidad del acusado no se habrá demostrado más allá de la duda razonable y, por tanto, mi defendido deberá ser ex­culpado. En segundo lugar, demostraré que el argumento del móvil, tal como lo ha expuesto mi ilustre colega, no es más que una retorcida sarta de invenciones.

»Caballeros del jurado, estoy seguro de que, mientras es­cuchaban la exposición inicial del abogado de la Corona, han puesto toda su atención en distinguir los hechos de las opinio­nes. Ahora les presentaré una interpretación de los aconteci­mientos que han rodeado los asesinatos completamente distin­ta, que encaja con todos los datos conocidos y que a la vez se opone a la del Ministerio Fiscal.

»Amigos míos, es de todos sabido que la capacidad mate­mática disminuye con la edad. Imaginen, ahora, a un mate­mático famoso por su tremenda habilidad y por la originalidad de su pensamiento que descubre, al envejecer, que ya no es tan capaz como antes de llevar sus ideas a un resultado fructífero. Todavía tiene ideas brillantes, pero ahora carece de algo que antes poseía: la precisión, la memoria, la persistencia en la su­peración de obstáculos. Un matemático así tal vez recurra a los demás en busca de apoyo y lo reciba, pues los matemáticos, en general, son una raza generosa cuyos miembros son muy da­dos a ayudarse entre sí.

»Ahora, imaginen que un matemático como éste tiene una idea verdaderamente destacada, ¡la idea de su vida! Imaginen que arde en deseos de desarrollarla y completarla pero se ve obstaculizado, quizá, por detalles técnicos que no domina, por lo cual recurre a los demás para que lo ayuden. Supongamos que ellos pueden proporcionarle precisamente el pequeño de­talle que falta para que todo funcione y para cerrar con el
quod erat demostrandum
la exposición del gran teorema. ¿No es posible, entonces, que el autor piense que las contribuciones de sus colegas tienen mucha menos importancia que las propias, siendo como son de una naturaleza meramente técnica, mien­tras que la idea principal y el desarrollo de ésta son suyos? ¿Y no será, entonces, natural que piense que sus ayudantes no merecen el honor y la gloria en el mismo grado que él? Sin embargo, la publicación conjunta de los artículos sobre temas matemáticos no distingue entre los diferentes autores. Estos sentimientos pueden engendrar celos y resentimiento y hacer que uno se obsesione en hacerse con la gloria y conservarla por cualquier medio, en mayor medida cuanto mayor sea.

»Caballeros del jurado, la defensa plantea que tales eran los sentimientos del matemático señor Crawford y que, como fuese que algunas ideas suyas, gracias a la ayuda ocasional de sus dos amigos, el señor Akers y el señor Beddoes, estaban convirtiéndose en un trabajo de tremenda importancia, deci­dió eliminarlos para ser coronado él solo con los laureles que tanto creía merecer.

»Afirmo que el señor Crawford planeó la muerte del señor Akers, que se escondió en sus habitaciones mientras su amigo cenaba fuera, y que lo esperó con el atizador en sus manos en­guantadas. Y cuando el señor Akers entró en sus aposentos, le asestó el golpe mortal. A continuación, inspeccionó los bolsi­llos del difunto, le quitó el frasco de digitalina que sabemos que llevaba encima, y se marchó sin ser visto y sin levantar sospe­chas. Recuerden, caballeros del jurado, que el señor Crawford era un hombre fuerte y corpulento y que mantenía una rela­ción de amistad con el señor Akers.

»La defensa sostiene que el señor Crawford, después de es­perar unas semanas y ver que nadie era acusado del asesinato que él había perpetrado secretamente, planeó eliminar al señor Beddoes de una manera similar. En esta ocasión, se aseguró la ausencia de su casa organizando una cena con una tercera per­sona, es decir, el acusado, que testificará acerca de este hecho. No es difícil de imaginar por qué el señor Crawford iba a ele­gir al inculpado para que compusiera un grupo de tres perso­nas; debió de pensar que esa tercera persona sería considerada automáticamente sospechosa del asesinato, más aún porque había estado también relacionado en cierto modo con la muer­te anterior. Entonces, el señor Crawford excusó su presencia a la cena alegando que no se encontraba bien. No hay testigos de dónde anduvo esa noche, pero afirmamos, caballeros del jura­do, que se escondió entre los grandes arbustos de lilas que con tanta eficacia protegen el jardín del señor Beddoes de la vista de la calle, agarró una pesada piedra que encontró en el parte­rre y esperó. El hecho de que el señor Beddoes no regresara so­lo, sino acompañado por el inculpado, tal vez lo alteró momen­táneamente, pero el inculpado se despidió del señor Beddoes en la verja de la entrada y se marchó calle abajo, dando tiempo al señor Crawford de llevar a cabo su malvado plan. En cuanto a las alegaciones de mi ilustre colega de que el acusado llevaba tierra del jardín del señor Beddoes en los zapatos, el breve momento en que se detuvieron a estrecharse la mano ante la ver­ja abierta lo justificaría, y es absolutamente absurdo presentar tal detalle como prueba en contra del inculpado.

«Caballeros del jurado, la defensa afirma que, al cabo de va­rias semanas de cavilaciones sobre sus actos, el señor Crawford no pudo soportar los cargos de conciencia por lo que había hecho y, al no ver ningún obstáculo entre él y la gloria que anhelaba o, quizás —y esto es aún mas probable dado que, en realidad, no ha aparecido ningún teorema que los tres fallecidos hayan lega­do—, al darse cuenta de repente de que aquel brillante resultado presentaba un error fatal que lo hada absolutamente falso, un error que incluso había pasado inadvertido a sus colegas, intro­dujo él mismo ese veneno en la botella de whisky y se la bebió, impelido a poner punto final a su vida por causa de los sufri­mientos que le ocasionaba el peso de la culpa.

»Les ruego, caballeros, que adviertan la llamativa ausencia de pruebas concretas que existe en este caso contra el inculpa­do. No hay restos de huellas dactilares en el atizador ni en la piedra, ni restos de sangre en su ropa... En resumen, no apare­cen datos, hechos ni pruebas de ningún tipo contra él. En sus manos está, caballeros, decidir si los acontecimientos que he descrito son plausibles, en cuyo caso la culpa del acusado no puede considerarse demostrada.

«Abordaré ahora la cuestión del móvil, y afirmo que el in­culpado no tenía ningún motivo para cometer el triple asesina­to del que está acusado. El móvil que ha presentado el abogado de la parte contraria es absolutamente ilógico y los mismos testigos llamados por el Ministerio Fiscal lo rechazarán de pla­no. Les dirán que, simplemente, no existe y que no es más que una ficción inventada por mi ilustre colega.

»¡No existen pruebas de la comisión del delito, ni existe móvil, caballeros del jurado! Espero, por lo tanto, que exculpen al acusado.»

La exposición del señor Haversham me pareció breve y di­recta, pero hay algo en ella que me preocupa. No podría seña­lar exactamente qué es, pero está relacionado con su reconstrucción de la teoría de la culpabilidad de Crawford. Yo misma le sugerí dicha teoría pero, en cierto modo, su manera de de­sarrollarla dista mucho de resultar convincente. ¡Sí, ya sé qué me inquieta!: ¿por qué demonios el señor Crawford iba a mo­lestarse en sacar un frasco de digitalina del bolsillo del señor Akers? ¿Qué podría eso significar? ¿Que tenía previsto utili­zar el veneno en otro asesinato? Lo que es seguro es que no se lo llevó pensando en tomarlo él mismo. Es todo tan confuso... Y los discursos de los abogados no ayudan. ¿Cómo se les per­mite recurrir a invenciones, casi a fabricar mentiras, para bene­ficiar a su cliente? Qué profesión más peculiar....

La sesión ha quedado aplazada y me he marchado. Esta tar­de, el Ministerio Fiscal empezará a llamar a sus testigos; dicen los rumores que el primero en comparecer será el médico fo­rense, que declarará sobre los detalles de la muerte de las tres víctimas, pero yo no podré asistir. Volveré mañana por la ma­ñana y te escribiré para contarte todo lo que haya sucedido. En cierto modo, escribirlo, ponerlo en negro sobre blanco y com­partirlo contigo alivia mi angustia y me da una pizca de espe­ranza.

Tu hermana que te quiere tantísimo,

Vanesa

22

Cambridge, viernes, 18 de mayo de 1888

Querida Dora:

Aquí estoy, en el Palacio de Justicia, siguiendo lo que va a convertirse en mi rutina diaria: proceso por la mañana y lec­ciones por la tarde. Ya no puedo ir a visitar a Arthur ni hablar con él, puesto que pasa todo el día en los tribunales.

Hoy, sin embargo, no asisto desde la grada pública. Por ex­traño que pueda parecer, el fiscal va a llamarme como testigo. Piense lo que piense, el señor Bexheath no obtendrá de mí nin­guna prueba para la acusación, y es que no conoce mis senti­mientos. Mientras se hallan en la sala, todos los testigos del fiscal deben ocupar juntos un banco especial. A mí se me per­mite no asistir por las tardes para poder dar clases, pero se me ha impuesto la orden estricta de no comentar el caso con nadie. En el mismo banco que yo se sientan varios matemáticos; a mi lado está el señor Morrison y, aunque no podamos comunicar­nos, me mira de vez en cuando (y lo oigo soltando comentarios indignados entre dientes, desafiando las órdenes del magistra­do). Junto a él, se encuentran el señor Wentworth y el señor Withers. El profesor Cayley será llamado mañana. La señora Beddoes y la señora Wiggins, la criada, también están presen­tes, así como dos o tres personas a las que no conozco de nada. No sé quiénes deben de ser. Si todas estos testigos van a ser tan ineficaces para el fiscal como tengo intención de serlo yo, sus declaraciones no ayudarán en absoluto al señor Bexheath.

El señor Morrison asegura que asistirá a todas las sesiones del proceso y que me mantendrá al corriente de lo que ocurra por las tardes. Me ha contado que ayer dedicaron toda la tarde al interrogatorio directo y al contrainterrogatorio del médico forense pero, salvo las gráficas descripciones de la muerte de las tres víctimas, no ha surgido nada sorprendente o inesperado. El señor Morrison dice que sus declaraciones, cuando no horri­pilantes, resultaron aburridas. Me ha comentado que también compareció el médico privado del señor Akers; su testimonio sólo guarda relación con el hecho de que su cliente sufría del corazón y con la medicación que le recetaba. Declaró que, a juzgar por la última vez que le había prescrito el remedio a su cliente y dadas las dosis regulares de diez gotas tres veces al día, el frasco del señor Akers debía contener todavía medicina para unas tres semanas, como mínimo.

Debo admitir en cambio que la sesión de esta mañana me ha parecido en ciertos momentos incluso divertida, por más que resulte despiadado decirlo. El señor Bexheath llamó al es­trado al profesor Cayley y al señor Morrison a fin de que apo­yaran su teoría del móvil de Arthur, pero se me antoja que no ha obtenido lo que quería.

Primero compareció el profesor Cayley. Ocupó el estrado de los testigos con su cara seria, sus labios finos y sus mejillas chupadas, mostrando la misma expresión de desaprobación que había exhibido en su conferencia sobre la enseñanza de las matemáticas, salvo que en esta ocasión el destinatario de su condena no eran los enemigos de Euclides sino el señor Bex­heath. Habló con voz nasal y tono gélido y sus respuestas fue­ron breves. En vez de describir la escena, he tomado nota de to­do mediante taquigrafía, y seguiré haciéndolo todos los días.

Interrogatorio directo del profesor Cayley,
por el señor Bexheath

El testigo ha prestado juramento al alguacil de la audiencia.

Señor Bexheath: ¿Es usted el profesor Arthur Cayley, de se­senta y seis años, y ocupa la cátedra Sadleiriana de Mate­mática Pura en la Universidad de Cambridge?

Profesor Cayley: Sí.

Señor Bexheath: ¿El inculpado escribió una disertación doc­toral bajo dirección suya?

Profesor Cayley: Sí.

Señor Bexheath: ¿Quién decidió el tema de la disertación?

Profesor Cayley: Lo hice yo.

Señor Bexheath: ¿Proporcionó usted orientaciones al incul­pado en la época en la que escribió la disertación?

Profesor Cayley: Por supuesto.

Señor Bexheath: ¿Con qué frecuencia se encontraba con el acusado durante la elaboración de su tesis doctoral?

Profesor Cayley: Me reunía con él una vez a la semana, como hago con cada uno de los alumnos que escriben la tesis.

Señor Bexheath: Y después, ¿el acusado escribió un artículo basado en las investigaciones realizadas para su tesis docto­ral y lo publicó en el
Cambridge Mathematical Journal
?

Profesor Cayley: Sí.

Señor Bexheath: El artículo que apareció en el
Cambridge Mathematical Journal
sólo estaba firmado por el acusado.

Profesor Cayley: Ciertamente.

Señor Bexheath: ¿El acusado recibió su asesoramiento y con­sejo durante toda la preparación de su disertación, cuyo contenido publicó más tarde en forma de artículo?

Profesor Cayley: Ése fue el caso.

Señor Bexheath: Muchas gracias, profesor Cayley. No tengo más preguntas.

Contrainterrogatorio del profesor Cayley
por el señor Haversham

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