La incógnita Newton (17 page)

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Authors: Catherine Shaw

BOOK: La incógnita Newton
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»Es posible que ya hayan advertido que el acusado ha teni­do la oportunidad de matar tanto al señor Akers como al señor Beddoes mientras volvían a casa, con la sencilla maniobra de llevarlos a una situación en la que se encontraran solos, sin que nadie los observase, en un lugar tranquilo y con un objeto con­tundente en la mano. Antes de proceder a discutir los móviles de estos espeluznantes crímenes, consideremos la oportunidad y los detalles del asesinato del señor Crawford.

«Para ello, tendremos que ahondar en la planificación de los detalles de la muerte, en las probabilidades de que el acusa­do haya introducido veneno en la botella de whisky del señor Crawford y en las posibilidades de que hubiera obtenido dicha medicina.

»El primer punto es crucial. Porque deben saber, caballeros del jurado, que los exámenes post mortem del señor Crawford demostraron que en su estómago había media botella de whisky en el momento de su muerte y que esa media botella de whisky contenía una dosis letal de digitalina. Pero ¿y si la víc­tima acostumbraba a tomar whisky en pequeñas cantidades, por ejemplo, una copita ocasional antes de la cena? La cantidad de digitalina en la media botella se habría repartido en todo el líquido y, si se consumía en pequeñas cantidades, el único efec­to que hubiera producido habrían sido palpitaciones, un acele­ramiento pasajero de los latidos del corazón que muy difícil­mente podría causarle la muerte.

»Ahora llamaré a un testigo, amigo y colega del fallecido, que testificará que se había visto al señor Crawford consumir grandes cantidades de whisky, por lo general media botella, en momentos festivos o emocionantes, pero que, por lo demás, no era un consumidor habitual. Como vivía solo, no hemos en­contrado testigos que puedan corroborar la frecuencia con la que bebía dichas cantidades, aunque tenemos testimonios con­cretos, con la fecha correspondiente, de ocasiones en que lo ha­bía hecho.

»Sabiendo que la dosis de digitalina introducida en media botella de whisky bastaba para matar, sólo si se consumía la media botella entera, podemos concluir que el asesino era al­guien que conocía bien los hábitos de bebida del señor Craw­ford; alguien que pertenecía a su restringido círculo de amigos, como es el caso del acusado.

»Esto guarda relación con el primer punto, la planificación de la muerte, y demuestra que el asesino era, sin lugar a dudas, uno de los miembros de ese círculo.

»Procedamos al segundo punto, el del acceso del inculpado a la botella de whisky del señor Crawford. Para empezar, ne­cesitamos establecer cuándo fue introducido en ella el veneno. El 4 de mayo es la última fecha posible. ¿Y la más temprana? Mientras la botella estuvo cerrada, no pudo hacerse. Presenta­ré a una testigo, la señora Wiggins, la mujer que se encarga de la limpieza diaria de las habitaciones del señor Crawford. Tes­tificará que, en algún momento que calcula en "unos dos me­ses atrás", limpió los restos de una pequeña fiesta en las estan­cias del señor Crawford, lavó vasos en los que se había bebido whisky y tiró una botella vacía. Esta testigo también refrenda­rá que todos los días quitaba el polvo de una botella de whisky, guardada en su lugar habitual en la cocina del señor Crawford, sin que nada indicara que se hubiera bebido de ella de manera inusual. No tenemos pruebas, por supuesto, de que la botella actual, que será presentada como evidencia, sea la siguiente que abrió el señor Crawford, ya que pudo haber tirado él mismo las vacías que consumiera mientras tanto. Sin embargo, da igual si lo hizo, ya que queda demostrado que el veneno pudo haberse introducido en esta botella después de que la testigo tirase la anterior, lo cual significa en cualquier momento de las últimas semanas. Por lo que se refiere a la introducción del veneno en la botella, fue un asunto fácil. El acusado tenía acceso a las es­tancias del señor Crawford en cualquier momento, tanto en su presencia como en su ausencia, y el fallecido no tenía por cos­tumbre cerrar la puerta con llave. Presentaremos testigos que declararán que el inculpado entró en las habitaciones del señor Crawford en dos ocasiones, como mínimo, durante las últimas semanas.

«Ahora llegamos al tercer punto: la posibilidad de que el acusado obtuviera un veneno como la digitalina. A primera vista, esta cuestión parece delicada, ya que el acusado no está enfermo, no presenta síntomas de enfermedad cardiaca y su médico de cabecera asegura que nunca le ha prescrito digita­lina. Además, este medicamento no puede comprarse sin rece­ta. Sin embargo, ahora introduciré el punto crucial de todo el asunto, que demostrará que el inculpado conocía la existencia del frasco de digitalina y tuvo acceso a ella.

»De hecho, uno de los protagonistas de la horripilante his­toria que les estoy narrando sí sufría una enfermedad cardiaca. Se trata del señor Akers, la primera víctima. Declaramos que el inculpado estaba al corriente de la enfermedad de Akers y de la medicación que tomaba, y que tuvo la oportunidad de obtener unas dosis de ésta para su propio uso.

»En realidad, y según las declaraciones del acusado en el in­terrogatorio policial, vio al señor Akers tomar su medicina la noche que cenaron juntos antes del brutal asesinato del señor Akers. Ha declarado que el señor Akers empezó a verter las go­tas en un vaso de agua —no dice que se tratara específicamen­te de digitalina, pero podemos imaginar que ya lo sabía o que se había enterado de ello de forma natural durante la conver­sación— y que luego volvió a guardarse el frasco del medica­mento en el bolsillo. El acusado declara que no volvió a ver el frasco en toda la noche. Y sin embargo, caballeros del jurado —y éste es un detalle clave—, después la muerte del señor Akers no se encontró el frasco en sus bolsillos. ¿No está claro lo que ocurrió? El asesino golpea, espera a que el cuerpo se des­plome y verifica si ha muerto. Luego, decidido ya a cometer otro asesinato a continuación del primero, mete la mano en el bolsillo donde vio que el señor Akers guardaba la medicina y se hace con ella.

»Ahora que les he explicado, caballeros del jurado, cómo se cometieron los asesinatos, pasaremos al problema de por qué se cometieron. Para esto, tenemos que fijarnos en la personali­dad del inculpado. Es un hombre joven, de veintiséis años de edad, que se quedó huérfano a los nueve, y fue enviado a un in­ternado y después a la universidad con sendas becas, y los ex­celentes resultados que obtuvo en los estudios le permitieron obtener una beca superior de matemáticas en la Universidad de Cambridge.

»Por su éxito y situación en la vida, caballeros del jurado, este hombre no tiene relaciones que atender, ni familia, patri­monio o capital, ni cobra anualidades, ni disfruta de uno solo de esos reconfortantes recursos que permiten a una persona seguir su vocación en una situación de seguridad. Su futuro depende sólo de su trabajo personal y, sobre todo, del que rea­liza en este momento, en el que la universidad le ha ofrecido una plaza temporal que puede o no serle renovada. No es de extrañar, pues, que a veces haya temido carecer de la capacidad adecuada para el cargo. Porque una beca superior, caballeros del jurado, no es una beca cualquiera; no se concede por un ni­vel de estudios excelente, sino con el fin de estimular y apoyar a un investigador ya destacado. Y la investigación en el ámbito de las matemáticas es un terreno peligroso, que puede llevar a la decepción y al fracaso aun en el caso de aquellos cuyos estu­dios han sido brillantes. Será imposible descubrir y revelar el móvil del asesinato, caballeros del jurado, sin adentrarnos pri­mero en el desconocido mundo de la investigación matemática y de su psicología.

»La devoción por las matemáticas y las reacciones ante sus éxitos y sus fracasos pueden descarriar mentalmente al mate­mático, llevarlo incluso a la locura. Este fenómeno se ha observado con mucha frecuencia en la historia de este ámbito del sa­ber; el científico más importante que haya nunca pasado por nuestra universidad, sir Isaac Newton, sufría una intensa ma­nía persecutoria. La monomanía del matemático, su continuo retiro a un mundo de abstracción total, la necesidad imperiosa de crear, las exigencias cada vez mayores a uno mismo, combi­nadas con la profunda decepción que genera el fracaso, pro­vocan un desequilibrio psicológico. Caballeros del jurado, la locura está al acecho, dispuesta a apoderarse de la mente de cualquier matemático. Tal vez no sea visible, pero bulle en el interior, buscando en silencio una válvula de escape.

«Externamente, el inculpado es muy conocido entre sus co­legas por sus modales tranquilos y afables y por su capacidad de mantener amistad incluso con los miembros más ariscos e insociables de la profesión. En realidad, era de los pocos entre sus colegas que la cultivaban con algunos de éstos. Quiero ex­poner, caballeros del jurado, que el inculpado tenía una razón, una razón profunda, para comportarse de ese modo. Como amigo único que era de ciertos matemáticos importantes y fa­mosos, se hallaba en una posición privilegiada desde la que po­día alentarlos a hablar de sus investigaciones y obtener ideas interesantes para utilizarlas él mismo; unas ideas que, de otro modo, tal vez nunca habría descubierto. Quiero exponer tam­bién que, para el acusado, esta manera de proceder constituía la base de todos sus estudios matemáticos.

«Permítanme que les describa cómo, mediante la observa­ción atenta de su conducta, puede llegarse a esta conclusión.

»El acusado es joven y se doctoró hace sólo dos años; desde entonces, ha publicado dos artículos. Veamos si estos artículos coinciden con la forma de actuar que he descrito anteriormente.

»El primero de ellos lo publicó en solitario. Sin embargo, el contenido parece derivarse en gran parte de su propia tesis doctoral y ésta, como todas las tesis doctorales, se escribió bajo la influencia de un director, en este caso el ilustre profesor Arthur Cayley. Tal vez opinen que esto es habitual en el ámbito de las tesis y, ciertamente, no voy a discutírselo. Me limitaré a señalar que el profesor Cayíey declarará que él era responsable de una parte considerable de las ideas presentadas en el artículo firmado por el acusado. En principio, es habitual que los in­vestigadores jóvenes utilicen como plataforma para lograr la independencia y volar con sus propias alas el hecho de que sus directores los ayuden en sus primeros trabajos. En cambio, el acusado, parece haber utilizado este recurso como modelo para sus pasos posteriores.

»El segundo artículo publicado por el acusado lleva la fir­ma, como coautor, del señor Charles Morrison, a quien tam­bién llamaremos como testigo. Repasemos la lista de publica­ciones del señor Morrison. Aunque apenas es mayor que su amigo, podrán ver, caballeros del jurado, que ya ha publicado seis o siete artículos propios. ¿Qué podemos deducir de esto? Que uno de los dos autores posee una mente mucho más fértil que el otro, así de claro y simple.

«Aparte de Cayley y Morrison, el inculpado tenía otras fuentes. Cultivó la amistad del señor Akers, un matemático fa­moso por su carácter hostil y desagradable. Presentaré testigos que declararán que el señor Akers era un matemático muy do­tado, pero que había caído en la desafortunada costumbre de insultar vilmente a los colegas, cuya mente consideraba infe­rior a la suya. No hay motivos para suponer que el acusado es­tuviera exento de tal tratamiento. Muy al contrario, caballeros del jurado, afirmo que el inculpado toleraba humillaciones fre­cuentes pero, servil, mantenía la amistad con el señor Akers debido a sus objetivos secretos; es decir, ampliar su carrera y la duración de su beca superior gracias a la investigación de las ideas engendradas por la poderosa mente del señor Akers. El mismo objetivo solapado lo llevó a entablar amistad con el se­ñor Beddoes y el señor Crawford.

»Pero ¿qué gana con la muerte de estos tres matemáticos que tan útiles le eran? Para responder a esta pregunta, será ne­cesario que interroguemos a unos cuantos expertos matemáti­cos, que declararán que esos tres eruditos en concreto estaban trabajando en el mismo problema, conocido como el problema de los
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cuerpos. Sin embargo, no se conoce que colaborasen. Declaro, caballeros del jurado, que mediante sus secretas y frecuentes conversaciones con estos tres matemáticos, y rela­cionando quizá sus diversas ideas, el acusado debió de advertir que podría desarrollar un trabajo de investigación de gran va­lor, con lo cual gozaría de una reputación excelente durante mucho tiempo, pero que no cabía hacerlo si los otros tres esta­ban presentes y reivindicaban parte de la autoría. Por lo tanto decidió, simple y brutalmente, eliminarlos. Declaro, pues, caba­lleros del jurado, que éste es el móvil que se oculta detrás de la serie de espantosos asesinatos que acabo de describir, y que no se trata de un móvil despreciable puesto que de él depende el futuro profesional y financiero de un hombre sin recursos. Se han cometido asesinatos por mucho menos. Por favor, tengan presente este dato cuando escuchen la exposición inicial de mi ilustre colega y las diversas declaraciones de los testigos que serán llamados e interrogados uno a uno.»

Apenas me atreví a mirar a Arthur durante este terrible parlamento, que se tornaba cada vez más devastador a medida que avanzaba. Aunque podía verlo sin obstáculos con sólo al­zar los ojos, me pareció muy cruel hacerlo y permanecí todo el tiempo con la vista clavada en el señor Bexheath. ¡Me hierve la sangre al presenciar todos estos procedimientos! Supongo que si una persona es culpable de un crimen, de alguna manera ha perdido el derecho al tratamiento adecuado por parte de la so­ciedad, pero me parece muy duro que una persona perfecta­mente inocente deba verse sujeta a este desdén público, senta­da, en silencio forzado y sometido a la mirada de holgazanes curiosos que escuchan ávidos mientras se arrojan sobre él estas acusaciones insultantes, humillantes e hipócritamente escanda­losas. Aun suponiendo que la justicia no se equivoque y que uno sea absuelto y puesto en libertad, como dicen, sin una man­cha en su historial, eso no compensa el innecesario sufrimien­to vivido. Cuando pienso que cada absolución sigue a una escena de tormento tal, los pelos se me ponen de punta.

Mis ojos derramaban ardientes lágrimas de indignación mientras aquel espantoso hombre, cuyo pescuezo habría retor­cido gustosa, inventaba un móvil completamente avieso. No pu­de resistirme a echar un breve vistazo en dirección al banquillo. Arthur estaba inmóvil, con una mano en la frente, lo cual era de lo más comprensible. La naturaleza, por lo menos, nos propor­ciona esta última pantalla tras la que ocultarnos de las miradas de desprecio del mundo, cuando todas las demás han caído.

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