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Authors: Catherine Shaw

La incógnita Newton (26 page)

BOOK: La incógnita Newton
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Pero, Dora, ¿no tiene miedo el asesino? ¿No nota que las entrañas le arden de miedo y de culpabilidad mientras el juicio prosigue su marcha diaria? ¿No le interesa, acaso? ¿O, al con­trario, asiste a las sesiones del tribunal día tras día ?

Cuando se me ocurrió esto último, noté que se me erizaba el vello de la nuca y, en aquel mismo instante, me di cuenta de que me estaban siguiendo sigilosamente por una calle oscura y desierta.

Con el corazón desbocado, me obligué a continuar cami­nando sin apresurarme hacia la esquina, donde un resplan­dor mortecino anunciaba que las farolas de gas iluminaban la calle perpendicular. No me atreví a volver la cabeza y ob­servar a quien me seguía, ni a apretar el paso, no fuera a alarmarlo o atraerlo. Intenté decirme que se trataba sólo de otro simple peatón, como yo, que se desplazaba inocente­mente por algún asunto de su interés. O incluso de un sal­teador, ladrón, descuidero o asaltante de la ralea que fuese; de cualquiera..., ¡menos del asesino de Cambridge! No, desde luego; no podía ser él. ¿Por qué habría de haberme seguido hasta allí?

Cuanto más caminaba, más segura me sentía de que, si me volvía de repente, me encontraría con una cara conocida y en­tonces sabría por fin quién... Sin embargo, estaba demasiado asustada. Decidí hacerlo cuando estuviera a punto de doblar la esquina. Fijé la vista en el punto al que me proponía llegar an­tes de volverme bruscamente y avancé hacia allí sin alterar la marcha.

Pero antes de que lo alcanzara, de improviso, mi desconoci­do perseguidor echó a correr. Sus pisadas resonaron a mi espal­da. El corazón me dio un vuelco, los ojos casi me saltaron de las órbitas y, al volverme, vi que se me echaba encima, con el cue­llo del abrigo levantado y el rostro cubierto con una bufanda oscura. Solté un grito involuntario y yo también eché a correr hacia la esquina como una posesa. Las faldas, sin embargo, me estorbaban y el hombre me dio alcance antes de que saliera a la zona iluminada; agarrándome violentamente por detrás, me arrastró a un portal, pero me resistí y conseguí desasirme, sin dejar de lanzar gritos. Enseguida se oyeron unas pisadas apresuradas y un hombre y una mujer aparecieron por la esquina de la calle iluminada. Él gritó: «¿Qué sucede?». Mi agresor me soltó y salió corriendo calle abajo, raudo como una centella, mientras yo me derrumbaba en los brazos de la señora, con el corazón tan acelerado que creí que reventaría. Mis rescatadores me reprendieron vehementemente por andar sola por un barrio tan peligroso y detuvieron un cabriolé para que me lle­vara a la estación. En el coche rompí a llorar, en parte de ner­viosismo y en parte de alivio y también porque no había sido capaz de identificar en absoluto a mi agresor, ni siquiera calcu­lar su edad; si acaso, no era un hombre de edad avanzada, pues me había parecido muy fuerte y veloz. Tal vez era mi temido asesino, o quizá se trataba de un perfecto desconocido, de un criminal cualquiera de las oscuras calles londinenses, al acecho para robar o matar a la primera víctima vulnerable que trope­zara con él. Nunca lo sabré, supongo, pero ahora vivo presa del pánico.

Esta mañana, al despertar, descubrí que la experiencia de anoche me había dejado débil y temblorosa y no soporté la idea de estar sola. Decidí visitar a Emily y ofrecerle que me acompañase a dar un paseo, pero la doncella me informó de que había salido a visitar a Rose, por lo que me encaminé a casa de ésta.

A las niñas les encantó verme. Emily se apresuró a rodear con los brazos a su amiga y a pedirle que me invitara a entrar un momento y que interpretase algo para mí.

—Oh, no sé... —respondió Rose, caprichosa, haciéndose de rogar—. ¿Tú ya has tocado para la señorita Duncan?

—No —reconoció Emily.

—Entonces, no tengo que... —dijo Rose, pero Emily se apre­suró a interrumpirla.

—¡Pero yo sólo aprendo piano con la señorita Forsyth! —protestó, encogiéndose de hombros—. El piano lo toca cual­quiera y, además, me interesan otras cosas mucho más que la música. No soy como tú, Rose, que eres capaz de tocar lo que quieras.

Cuando entré en casa de Rose, me sorprendió al instante su belleza y buen gusto. La madre me saludó efusivamente y me ofreció una taza de té. Tan pronto la tuve ante mí, Emily inició de nuevo sus lisonjas.

—¿No podríamos por favor, por favor, llevar a la señorita Duncan a que vea la habitación de Rose? Es tan bonita... Y la señorita no la ha visto nunca.

—Pues claro que sí —dijo la madre y, enseguida, dos ma­nos ansiosas tiraron de mí escaleras arriba. Me vi obligada a admirar la cama de Rose, sus cortinas y sus juguetes, todo lo cual parecía haber sido confeccionado amorosamente por la madre y su hija, de la manera más tierna y acogedora posible.

—Rose ha hecho con sus manos muchos de esos juguetes —me informó Emily, señalándolos—. Pero el mayor de todos es éste —añadió e, introduciendo la mano debajo del somier, sacó una caja enorme y soltó los cierres.

De la caja salió un instrumento de gran tamaño, un violon­chelo de madera oscura y bruñida. De observar a Rose, Emily se había hecho una ligera idea de cómo se tocaba; tomó el arco, lo frotó en algo y, sentándose en una silla, colocó el chelo de­lante de ella y empezó a extraerle sonidos, utilizando la mano izquierda para cambiar las notas, mientras Rose iba y venía por la habitación, riéndose y fingiendo que no existía ninguna re­lación entre aquel gran armatoste y ella. Emily continuó to­cando con ruidos cada vez más espantosos, burlándose a propó­sito de su amiga, hasta que Rose no pudo soportarlo más y le arrebató el arco.

—¡No! ¡Deja que te enseñe! —exclamó, sin más ánimo que el de guiar las manos de Emily, pero ésta se levantó a to­da prisa, sentó a su amiga en la silla de un empujón y le plantó delante el instrumento con gesto firme. Detrás del chelo, por encima de él, sólo quedaban a la vista la cabeza y los hombros de la pequeña, mientras que sus amplias faldas envolvían los costados de la caja de resonancia. Rose empezó a tocar unas notas, como si probara las cuerdas, y las afinó moviendo las clavijas. A continuación, la música creció y se remontó en una gran oleada de sonidos ricos y vibrantes. Era pausada, profunda y emotiva, como un coro de muchísimas voces, como si las cuerdas sonaran a la vez, y evocara un no­ble bosque en el que los propios árboles se uniesen en lo alto para componer una catedral natural y formaran unos ar­cos en veneración al cielo. A continuación, tras una pequeña pausa y como si lo hiciera por propia iniciativa, el instru­mento se lanzó a una tonada alegre y humorística: una jiga. Un acorde final, una pausa, y el sonido se transformó en una súplica dramática, desesperada, que se alzaba distorsionada y torturante. La sucesión de estados de ánimo resultaba tan extrema, tan absorbente la voz de la música, tan bruscos los cambios y tan inesperados, que mi corazón parecía ser bam­boleado de aquí para allá y me olvidé por completo de Rose; sufrí una auténtica conmoción cuando el lamento cesó y la voz desbordante del violonchelo fue reemplazada por la vocecilla aguda de la chiquilla, que arrojó el instrumento sobre la cama y exclamó:

—¡Ya está! ¡Se acabó!

La madre estaba en la puerta, escuchando. Mientras las dos niñas se ponían a jugar, me volví hacia ella y comenté:

—¡Qué maravilla! ¡Qué inesperado talento!

—Inesperado, en efecto —asintió, entre risas—. Mi esposo y yo no estamos seguros de qué hacer al respecto. Empezó a mostrarlo cuando apenas tenía cinco añitos; yo la inicié en el piano y la llevé a conciertos y, al cabo de un mes, se negaba en redondo a tocar siquiera una tecla blanca o negra; sólo quería tocar un chelo como los que había visto en las grandes orques­tas. No ha dejado de hacerlo desde entonces, aunque a una mu­chacha le resulta sumamente incómodo. Tenemos que hacer arreglos especiales en todos sus vestidos. Todo esto nos tiene bastante perplejos; no sé adonde nos llevará, finalmente. Mu­chas veces, Rose se niega a ensayar, o a tocar para nuestros ami­gos, y se comporta en todo como una chiquilla perfectamente normal, lo cual nos tranquiliza, pero entonces toma el instru­mento y da la impresión de que se pone a tocar una persona absolutamente distinta, que parece extrañamente adulta y pro­funda conocedora de todas las emociones humanas. A su padre no le importaba satisfacer los caprichos de una niñita, pero ahora le preocupa sobre todo que un día se le ocurra que desea actuar en un escenario de conciertos... ¡Me temo que esto le resultaría por completo inaceptable!

Sentí cierta lástima de Rose, si sus esperanzas estaban des­tinadas a verse frustradas. La miré de reojo, pero me dio la im­presión de que nadie podía estar menos interesado que ella en la cuestión de una posible carrera futura en los escenarios o le­jos de ellos. Estaba absolutamente enfrascada en un juego con su familia de muñecas.

—¡Queda mucho para ese día! —respondí—. De momen­to, se lo pasa muy bien.

—Sí, es muy cariñosa con sus amigas, con las niñas de la escuela y con sus muñecas. Un día será una madre estupenda, aunque es una chiquilla un poco rara. ¡En ocasiones resulta ex­traordinariamente descarada y terca! Espero que no se mues­tre así en clase...

—Oh, no, desde luego que no —le aseguré con una sonri­sa—. Es encantadora y no podría pasarme sin ella.

La madre bajó a la planta inferior y me volví hacia Rose.

—Qué espléndidamente has tocado —le dije—. ¡Parecía que hablaba la propia madera del instrumento!

—Sí, es cierto, habla... Es mi bebé grandote —añadió ale­gremente, levantándolo en brazos—. Lo acostaré en su cama. Tiene una cama encantadora, mire: ¡Toda forrada de terciopelo por dentro!

Miré.

—¡Oh! —exclamó Rose, y se ruborizó un poco—. ¿Qué es eso? Lo había olvidado...

Del lujoso interior de la gran caja, de color granate, sacó un fajo de papeles algo arrugados.

—¿Qué son esos papeles, Rose? —pregunté, sorprendida—. ¡Vaya, si llevan escritas fórmulas matemáticas! ¿De dónde los has sacado?

—Era un secreto —respondió la niña con cierto aire de cul­pabilidad—. Los encontramos Emily y yo, y pensamos que era una pista, pero luego nos olvidamos de ellos por completo.

—¿Los encontrasteis? ¿Dónde?

—Estaban en la caseta de los gatos del señor Beddoes, en una de las cestillas, debajo de la colcha. Los descubrimos cuan­do las sacamos para sacudirlas y ahuecarlas. Pensamos que de­bían de ser una pista importante del misterio y los cogimos; los escondí en mis enaguas y los trajimos aquí. Teníamos in­tención de dárselos a usted, señorita, se lo aseguro. ¡Se nos ol­vidó!

Me entregó los papeles y, nerviosa, les eché una ojeada. Eran fórmulas matemáticas pulcramente escritas, línea tras línea, con la caligrafía menuda y regular del señor Beddoes, que reconocí de la lista de los gatitos que me había enseñado su esposa.

En los márgenes había anotados pequeños signos de inte­rrogación e incluso alguna minúscula pregunta. Los papeles estaban manoseados, como si los hubieran repasado, releído y retocado numerosas veces, y también algo arrugados, debido, tal vez, al viaje en las enaguas de la pequeña Rose.

—¿Qué serán? —murmuré—. ¡Y qué extraño lugar para guardarlos! ¿Quieres que vayamos a tu casa, Emily, y le pre­guntemos a tu tío qué significan?

Tomé a la jovencita por el brazo y nos despedimos de Rose y de su madre. Emily no quería marcharse, pero también le atraía mucho la idea de averiguar algo más acerca de la pista que acababan de redescubrir inesperadamente.

—Rose es tan divertida... —me aseguró—. Tiene mil ideas y está haciendo cosas por su cuenta constantemente. ¡A veces me gustaría ir a vivir con ella! Ojalá Edmund fuese más como ella, pero no. Él me necesita a mí para que le cuente cosas y lo anime. No se lo diga a nadie —me susurró al oído cuando lle­gábamos a su puerta—, pero está muy triste. No me quiere contar por qué, pero... ¡ Por favor, no se lo cuente a mi madre! —insistió—. Es un secreto.

Desde la puerta, la niña preguntó con impaciencia si su tío estaba en casa, pero nos informaron de que había salido y re­gresaría tarde. Emily me besó afectuosamente.

—Por favor, vuelva mañana por la mañana —dijo—. ¡Tío Charles ya estará de vuelta y le enseñaremos los papeles!

Y con eso entró en la casa, probablemente para arrojar un rayo de sol en la lúgubre atmósfera que parece reinar en ese hogar desde el trágico momento en el teatro.

Cuando volví a encontrarme a solas en la calle, sentí miedo. Avancé con cautela y cualquier sonido de pisadas me sobresaltó. Cuando por fin entré en mis aposentos y cerré la puerta, respiré aliviada y escondí con cuidado los papeles.

¡Tengo grandes esperanzas de que mañana se descubra al­go de importancia!

Te quiere,

Vanesa

30

Cambridge, domingo, 27 de mayo de 1888

Queridísima Dora:

¡Qué carta tuya tan deliciosamente larga acabo de recibir! Por unos instantes, mientras la leía, me he sentido transporta­da a casa y he olvidado por completo mis circunstancias actua­les, hasta el punto de que, al enterarme de la hermosa carta que te ha mandado el señor Edwards y de su propuesta de matri­monio, he sentido que mi ánimo se regocijaba y, por un instan­te, me he preguntado por qué lo tenía tan abatido momentos antes. Se me ha borrado la memoria, fugazmente, pero no el dolor.

¡Oh, Dora, qué emocionante, qué hermoso! ¡El querido se­ñor Edwards! Siempre me he preguntado cómo puede alguien utilizar los refranes y aforismos para determinar algo, cuando son tan contradictorios. ¿Quién podía asegurar, cuando se mar­chó, si iba a ser cosa de «si te he visto, no me acuerdo», o más bien de «la ausencia es al amor lo que al fuego el aire: que apa­ga el pequeño y aviva el grande». Pero, ay, Dora, ¿tendrás valor para esperar tanto, más de un año para que regrese de permiso y, después, tal vez algunos más hasta que retorne a Inglaterra definitivamente? ¿O tendrás el valor de imaginar un salto tal a regiones desconocidas como sería unirte a él en la India? Pero, en realidad, un viaje a la India —un mero país, al fin y al cabo— no podría ser tan misterioso y aterrador como ese otro viaje, el que lleva al territorio ignoto del matrimonio y del marido, y más tratándose de un hombre al que has tenido ocasión de co­nocer tan poco. Con todo, ¿cómo voy a decirte nada, cuando una no puede controlar sus propios sueños...

¡Los sueños, tan fáciles de quebrarse, tan ajenos a la reali­dad! Y, por lo que a mí respecta, ¡qué espantosa, qué temible, qué inconcebible realidad! Día tras día, me debato en vano pa­ra encontrar sentido a la confusión de sucesos que envuelve los terribles asesinatos y sólo consigo descubrir, una tras otra, he­bras de información aparentemente inconexas. Te contaré que esta tarde me presenté en casa de Emily con la esperanza de encontrar allí al señor Morrison y obtener su opinión sobre los papeles que descubrieron las niñas en el jardín de la casa del se­ñor Beddoes. Me recibió y subimos a la habitación de jugar de Emily, donde los dispuso uno junto a otro delante de él.

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