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Authors: Catherine Shaw

La incógnita Newton (16 page)

BOOK: La incógnita Newton
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—Y en la muerte del señor Crawford, ¿cuáles han sido pa­ra usted las circunstancias anómalas? —insistí.

—Oh..., bien... —titubeó, sin encontrar palabras para ex­presarse—. Nada médico, por supuesto. En realidad, fue el he­cho de que se tratara de la muerte de un matemático que se ha producido muy poco tiempo después de las otras dos. Última­mente, en Cambridge sólo parecen morirse matemáticos.

—¡Oh! —exclamé—. Pero entonces, ¿por qué debería cau­sarle incomodidad albergar esas sospechas? Su razonamiento me parece absolutamente válido.

—Oh, bien, es que eso lleva a uno, como miembro de la profesión, a preguntarse cuántas muertes declaradas naturales no habrán sido un asesinato, aunque esa posibilidad nunca se nos haya pasado por la cabeza. Y ahora vayase, querida, vaya­se. Posee una habilidad alarmante para sonsacar cosas a la gen­te. ¡Tengo que volver a mis pacientes!

—Muchas gracias, doctor —le dije con afecto—. Me ha ayudado en gran manera. Que tenga un buen día. —Retrocedí hasta la puerta y al abrirla casi choqué con la matrona a quien yo le había quitado el turno de ver al doctor y que estaba a punto de abrirla para quejarse por aquel retraso injustificado.

—Oh, lo lamento muchísimo —dije.

—Espero que sea cierto que lo lamenta —replicó con autén­tica inquina.

Me marché a toda prisa para evitar que me reconvinieran más y caminé hacia Saint Andrew's, en esta ocasión con la espe­ranza de averiguar la identidad del otro médico y de lo que hu­biese podido descubrir en la autopsia. No eran todavía las diez de la mañana y pensé que al agente de la recepción de comisaría no le gustaría volver a verme por allí con más preguntas después de lo mucho que ya me había ayudado. Por ello, me obligué a frenar mis pasos y, doblando por Petty Cury, me dirigí a mi salón de té favorito de Peas Hill, donde me hallo ahora sentada, escribiéndo­te y esperando que si me retraso un rato, haya llegado otro agen­te a relevarlo. Tengo delante la taza de té, redonda, cálida y recon­fortante, y la remuevo despacio mientras escucho, como quien no quiere la cosa, las conversaciones que se desarrollan a mi alrededor. ¡Oh, Dora querida! Dondequiera que vaya, en la calle, en una sala de espera, en un salón de té, oigo a la gente discutir acerca de los asesinatos y divulgar rumores en torno a ellos. Y la mitad de las veces, querida mía, dicen que por fortuna la policía ha obrado veloz como una centella y ha detenido al ase­sino, que ya se encuentra entre rejas. Ni una sola persona ha replicado que el mencionado detenido tal vez no sea más que la víctima de un error. Todavía me aferró a la esperaza de que la muerte del señor Crawford tenga otra explicación, una expli­cación más natural. Sí, claro, ya sé que la policía comprenderá esto... Y, sin embargo, estoy preocupada. Ojalá pudiera averi­guar si mis sospechas son ciertas o no.

Más tarde

Acabo de salir de la comisaría de policía, donde me he ofus­cado terriblemente. Afirman que no tengo derecho a saber na­da de los resultados de la autopsia, que se comunican sólo a los abogados que se encargan de la acusación y de la defensa del detenido. No ha habido nada que hacer. El policía de recepción no era el mismo que esta mañana, sino que he topado con un hombre imperturbable como una pared y me ha quedado claro enseguida que no podría sonsacarle nada. Me he visto obligada a marcharme, tristemente, y ahora es mediodía y he de enviar­te esta carta y empezar el trabajo con el que me gano el pan diario. Empieza a hacérseme un poco irritante...

Querida, escríbeme pronto,

Vanesa

20

Cambridge, lunes, 14 de mayo de 1888

Mi queridísima Dora:

He vivido toda esta semana en un estado intolerable de ner­vios. No duermo, mis clases se resienten de ello y no consigo olvidarme del inminente juicio.

El tribunal ha nombrado al abogado que defenderá a Arthur. Es un caballero entrado en años, frío y seco, llamado se­ñor Haversham. Ha interrogado extensamente a Arthur, por supuesto, y le ha dicho que debe basar su defensa en la falta de pruebas o en una teoría alternativa. Pedí entrevistarme con él y me hizo innumerables preguntas sobre Arthur y la cena en casa de la señora Burge-Jones y sobre el señor Crawford, en es­pecial la conversación que éste mantuvo con el señor Beddoes el día del té en el jardín y cómo había expresado su intención de cenar pronto con él. Con cierta timidez, mencioné mi teoría de la culpa y posterior suicidio del señor Crawford y le pre­gunté si no creía que fuera posible plantearla. ¡No se trata de que quiera destruir la memoria de ese pobre hombre, Dios no lo permita! Pero ahora apenas puede ya hacerle daño, sea ver­dad o mentira, y podría servir como teoría alternativa. El señor Haversham dijo que esta hipótesis podía proporcionar una lí­nea válida de defensa y que recurriría a ella. Sin embargo, me resultó extraño que no se parase a considerar, ni por un mo­mento, la posibilidad de descubrir lo que ocurrió de veras. Me pareció que lo único que le importaba era la posibilidad de que las diversas teorías convencieran o no al jurado. Ésa es la na­turaleza de los abogados, supongo. Acerca del señor Crawford, señaló que no había ninguna necesidad de demostrar nada, sino exponer que era una posibilidad tan válida como la que pre­sentase el fiscal. Dice que los recuerdos de la conversación en­tre el señor Crawford y el señor Beddoes el día del té en el jar­dín han de servir, cuanto menos, como una débil corroboración de la afirmación de Arthur acerca de que su cena con el señor Beddoes la había planeado el señor Crawford; le gustaría lla­marme como testigo pero cree que el señor Bexheath tal vez lo haga primero. El señor Haversham dice que el letrado de la acu­sación, el señor Bexheath, que representa a la Corona, es famoso por su cruel precisión y que no hay que presentarle nada vago o lo destrozará. El juez, dijo, es sir William Penrose, que es co­nocido si no por su condescendencia, sí por su imparcialidad, su disposición a escuchar y su falta de prejuicios.

El señor Haversham dice que la fiscalía presentará una teo­ría propia que él ignora, pero que la conocerá en la exposición inicial con la que empieza el juicio, y que él presentará réplicas a los distintos puntos en los días sucesivos. Empezó a confec­cionar una lista de testigos a los que llamará en nombre de la defensa. Lamentablemente, es más bien corta, ya que no hay línea de defensa real que no sea la falta de pruebas y las hipó­tesis no confirmadas de la culpabilidad del señor Crawford. Dice, sin embargo, que este procedimiento quedará mas claro después de la exposición inicial del fiscal. Parece un hombre digno de confianza aunque un tanto distante. Espero que lleve el caso lo mejor posible.

Sigo haciendo visitas regulares a Arthur en la cárcel; estoy autorizada a llevarle libros y papeles, los cuales son minuciosa­mente examinados antes de que los carceleros se los entreguen con gran parsimonia. Los prisioneros condenados no tienen derecho a recibir esas cosas; sólo se les permite enviar o recibir una carta o tener una visita cada tres meses. Algunos de los prisioneros están condenados a trabajos forzados y se pasan el día haciendo girar la noria; otros están confinados en su celda, solos, veintitrés de las veinticuatro horas del día, mientras que la restante la dedican a dar vueltas caminando al pequeño pa­tio, en silencio, a lo cual se le llama «ejercicio». Entre los prisio­neros hay muchachos muy jóvenes; me parece que algunos no son mayores que Emily, ¡imagina! A veces, mientras hablamos, los oigo llorar, pero el carcelero nunca me deja desviarme ni una pizca del camino claramente prescrito y que lleva al cuarto de las visitas, con su reja, y luego de vuelta hasta la sa­lida. Con Arthur, ya no hablamos demasiado de la ordalía que se le avecina, sino de los libros que leemos y de las cosas que nos gustaría hacer cuando todo esto termine. Resulta extraño pero, aunque la rejilla nos separa, el carcelero oye cada palabra que decimos y el futuro se presenta incierto, nos hemos acer­cado en gran manera el uno al otro. Es como si esta separación temporal hubiese propiciado que nuestras almas se hayan uni­do mientras que, cuando no había obstáculos en el camino, se habían mostrado tímidas y vacilantes.

Siempre tuya,

Vanesa

21

Cambridge, jueves, 17 de mayo de 1888

Querida Dora:

Esta mañana ha comenzado el juicio de Arthur. Habrá se­siones todos los días laborables hasta que concluya el interro­gatorio de los testigos. En realidad, el procedimiento empezó ayer, con una larga ceremonia en la que se seleccionó a los miembros del jurado y que duró todo el día, y la continuación, que es, de hecho, el inicio del proceso, se fijó para esta mañana.

Las sesiones son abiertas al público. ¡Oh, Dora, no puedes imaginar lo horrible que es todo esto! En el Palacio de Justicia hay unas gradas públicas en las que se sientan muchas perso­nas ociosas que asisten al juicio por curiosidad morbosa. Ar­thur ocupa el banquillo del acusado y todo el mundo lo mira y hace comentarios perfectamente audibles. Al parecer, nadie cree que sea inocente y la opinión general es que habría que colgarlo. ¡Oh, cómo detesto a ese despreciable «público»! Allí sentados, susurran y murmuran, y a veces incluso comen cosas que se llevan de casa, para no tener que salir a almorzar duran­te el juicio. Yo intento colocarme lo más lejos que puedo de ellos.

El proceso ha comenzado con algo que no tiene nada que ver con Arthur; el juez, un hombre cortés y de aspecto casi hu­mano pese a ir ataviado con la tradicional toga escarlata y la peluca blanca, se ha dirigido a los miembros del jurado duran­te un buen rato para informarles de sus derechos y deberes. Deben escuchar a los abogados de las dos partes pero tienen que aceptar que todo lo que dicen no es más que una cuestión de opinión, mientras que las declaraciones bajo juramento de los testigos deben considerarse hechos. También se entretuvo en la cuestión de «la certeza más allá de la duda razonable» y les recordó la presunción de inocencia del acusado hasta que su culpa quede convincentemente demostrada. Los miembros del jurado escucharon con atención y asintieron aunque sus ros­tros permanecieron inexpresivos. Ahí están; son doce; unos gordos y otros delgados, algunos con cara de idiota, y ninguno sonriente, y en sus manos está el poder de condenar a Arthur incluso a muerte. Sí, lo he escrito; pero, por supuesto, no creo que ocurra. No puede ocurrir. Y sin embargo, ahí está ese po­der y no hay manera de eludirlo.

El juez explicó después al jurado que Arthur está acusado de tres cargos de homicidio deliberado y premeditado y que se ha declarado no culpable. Para terminar, anunció que el proce­so empezará con la exposición inicial del fiscal, que correrá a cargo del señor Bexheath, representante de la Corona. Como ya te he dicho, apuntaré cada palabra y cada detalle referidos a este espantoso misterio a fin de poderlos estudiar y analizar con tu ayuda. He decidido hacerlo mediante taquigrafía. ¡Me alegro mucho de haberme tomado la molestia de estudiarla, hace tanto tiempo, en nuestra habitación de casa! Y es que pienso que la verdad secreta se halla oculta detrás de las pala­bras que se pronunciarán aquí estos días.

Caso de la R. contra Weatherburn
Exposición inicial del Ministerio Fiscal,
a cargo del señor Bexheath

«Con la venia, señoría... Caballeros del jurado. Han escu­chado los cargos contra el acusado, es decir, que asesinó delibe­radamente a tres destacados matemáticos, los señores Akers, Beddoes y Crawford, de la Universidad de Cambridge todos ellos. Demostraremos, caballeros, que el prisionero ha tenido la oportunidad, la posibilidad y el móvil de estos tres nefandos asesinatos.

»Permitan que primero les exponga los pormenores del caso.

»El señor Akers, becario superior del Saint John's College, murió a última hora del 14 de febrero. Después de cenar con el prisionero en la taberna irlandesa, se encaminaron juntos de regreso a las habitaciones de Akers en la universidad, y allí fue encontrado al día siguiente su cadáver, tendido en el suelo de su vestíbulo y vestido aún con el abrigo y la bufanda, si bien ya había colgado el sombrero. Unos instantes después de llegar a casa, lo mataron de un fuerte golpe en la cabeza que le asesta­ron con el atizador de su propia chimenea, instrumento que se encontró en la escena del crimen.

»El señor Beddoes fue asesinado de una manera similar. La noche del 30 de abril cenó con el acusado, el cual lo acompañó a casa más tarde. Unas horas después y en vista de que se hacía tarde, su esposa, preocupada porque no regresaba, abrió la puerta principal y se asomó para ver si llegaba. En lugar de ello, divisó una masa oscura en el suelo; era el cuerpo de su ma­rido, tendido en el camino del jardín, muy cerca de la verja. Lo habían golpeado con una piedra pesada que habían cogido del propio jardín; formaba parte del friso de piedras que bordeaba un parterre de flores y la habían quitado de donde estaba, al la­do del camino que lleva a la casa. En esta ocasión, el arma ho­micida también se encontró en la escena del crimen.

»El tercer asesinato, el del señor Crawford, se produjo el 4 de mayo. Ya que el acusado fue arrestado el 30 de abril por la noche, después del asesinato del señor Beddoes, tal vez piensen que no se le puede considerar culpable de la muerte del señor Crawford. Pero, caballeros del jurado, éste fue un asesinato completamente distinto, puesto que el señor Crawford fue en­venenado al beber media botella de su propio whisky en la que se había introducido una abundante dosis de digitalina, una medicina para el corazón, cuya cantidad equivalía a la dosis normal de varios días. Esta digitalina pudo haber sido introdu­cida en la botella en cualquier momento de las semanas o me­ses previos. Les demostraré que el acusado tuvo acceso tanto a la digitalina como a la botella de whisky del difunto en las semanas que precedieron al asesinato y que, por tanto, resulta perfectamente factible que lo haya cometido él.

»Acaso piensen, señores del jurado, que el acusado se ha comportado como un estúpido si ha creído que podría actuar dos veces de la misma manera, es decir, cenar con un hombre y después matarlo, sin ser descubierto. Pero ¿y por qué no? El primer asesinato salió a la perfección. El acusado no fue arres­tado después del asesinato del señor Akers por la simple razón de que no se encontró ni la más mínima prueba en su contra. Así las cosas, debió de decidir que si un método había funcio­nado tan bien la primera vez, también lo haría una segunda. No obstante, las sospechas que despertó después de la muerte del señor Akers quedaron corroboradas tras la del señor Bed­does. No resulta fácil encontrar pruebas de los hechos, pero las iremos presentando poco a poco; en los zapatos del acusado se encontró tierra del jardín del señor Beddoes; se le vio entrar en las habitaciones del señor Crawford y hubo gente que oyó la conversación que mantuvo con el señor Beddoes durante la ce­na. Revelaremos los asuntos de sus discusiones secretas, tanto con el señor Akers como con el señor Beddoes, y explicaremos los detalles de las acciones del acusado.

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