La incógnita Newton (14 page)

Read La incógnita Newton Online

Authors: Catherine Shaw

BOOK: La incógnita Newton
7.64Mb size Format: txt, pdf, ePub

Te mando mis más tiernos besos. ¡Cómo me gustaría que estuvieras aquí!

Tu Vanesa

17

Cambridge, viernes, 4 de mayo de 1888

Oh, queridísima hermana:

Ha sucedido algo verdaderamente terrible. He de contárte­lo todo o reventaré. De hecho, escribirte se está convirtiendo en tal ayuda para mí que no podría prescindir de ella. Aquí sen­tada, redactando esta carta, siento que mis pensamientos en­marañados se desenredan y las ideas cobran cuerpo, y se me antoja más fácil decidir si debo emprender alguna acción y cuál debería ser.

Anteayer, después de las clases, le di a Emily una breve no­ta para su tío, en la que le pedía, por favor, que me facilitara la dirección del señor Crawford porque tenía que hablar con él. Ayer, la muchacha trajo la respuesta, una nota seria (como si la escena del día anterior no hubiera sucedido en absoluto o tal vez en reacción a ella), que contenía la dirección de las habita­ciones del señor Crawford en el Saint John's College: entrar por la puerta principal que da a Saint John's Street y cruzar el primer patio. El señor Crawford se aloja en la torre que se alza a la derecha. Esta mañana, lo primero que he hecho ha sido po­nerme el sombrero, decidida a dirigirme hacia allí.

Mientras caminaba, los perfiles familiares de Chesterton Road pasaban ante mí en una visión borrosa e indistinta y el río me alcanzó al llegar a la ciudad, como si se burlara leve­mente de mí por avanzar tan decidida por un camino mientras él serpenteaba su curso por la campiña. Sé, por supuesto, que la ciudad fue construida alrededor del río, pero me gusta ima­ginar lo contrario. Muy a menudo me parece que el río atra­viesa la ciudad por donde le apetece, sin respetar los muros de piedra y las puertas en arco, sean éstas de los
colleges
o de las prisiones.

Mientras avanzaba, pensé en las palabras que utilizaría y en cómo afrontar aquella inminente charla. He de reconocer, Dora querida, que, como forma de reacción, mi mente se había obsesionado con una sola idea dominante, una sola idea que se había formado en ella a raíz de la conversación mantenida con Arthur y había sucumbido a ella: que el señor Crawford había organizado la cena con el señor Weatherburn y el señor Beddoes a propósito, y que se había excusado en el último mo­mento con el objetivo de que la culpa cayera sobre el señor Weatherburn o que, al menos, quedase en una situación tan comprometida que se requeriría cierto tiempo antes de que su inocencia quedase claramente demostrada. Y ¿qué podía sig­nificar todo ello, a menos que el señor Crawford tuviera una razón muy concreta para actuar así? Y yo apenas me atrevía a mirar de frente la naturaleza de aquella razón. ¿Qué había he­cho el señor Crawford?

Reduje el paso y fui presa de una fría oleada de pánico. Es­taba a punto de hacer una visita a la mismísima persona que... Mi mente huyó asustada de ese pensamiento como un poni nervioso y empecé a sentirme culpable y estúpida. Aunque no hay razón para pensar que el entorno agradable del té que to­mamos juntos en el jardín, cuando lo conocí, haya tenido algu­na influencia en el carácter de aquel hombre (en realidad, me pareció un individuo más bien arrogante), el mismísimo hecho de haber estado con él durante aquel día soleado, y que sea amigo y colega de Arthur, pareció levantar una barrera casi in­superable entre yo y la peligrosa suposición que flotaba en la zona oscura de mi mente. Al cabo de un momento, no pude darle ningún crédito. Creí que si podía hablar con el señor Crawford y hacerle preguntas sobre la cena en unos términos sencillos y ordinarios, todo se arreglaría y seguí caminando a paso ligero hacia el
college
.

No estaba del todo segura de si una extraña como yo, mu­jer por más señas, tenía derecho a entrar en aquellos sagrados edificios. Doblé por Saint John's Street y me detuve un mo­mento ante la antigua puerta principal del
college
, que se alzaba ante mí, elegante como un catedral, sólido como una for­taleza de ladrillo, misterioso como un castillo medieval. Alcé los ojos hasta las esculturas talladas en la piedra y san Juan me miró con benevolencia desde su hornacina, como dándome ánimos.

En el interior de la gran puerta estaba el alojamiento del portero, y me dirigí hacia él a fin de pedirle permiso para en­trar. El portero, sin embargo, no se encontraba allí. Me quedé unos instantes dudando, al tiempo que examinaba el primer patio, y mis ojos hechizados se encontraron con un cuadrado perfecto de hierba verde. Me pareció que ocurría algo, e inclu­so vi personas pisando aquel sagrado césped para ser rápida­mente abordadas por un solícito alguacil. Avancé con audacia, crucé la puerta que llevaba al patio y me volví hacia la derecha para localizar la torre del señor Crawford.

Allí, justo allí, al pie de su torre, vi algo que me causó una terrible conmoción. No sabes el salto que me dio el corazón an­tes de encogérseme en el pecho. Al pie de la torre se arremoli­naban policías y curiosos, que susurraban como un enjambre de abejas. Se me hizo un nudo en el estómago y tuve una terri­ble corazonada. Me acerqué al grupo y, nerviosa, hice acopio de fuerzas para preguntar qué ocurría.

—Alguien ha muerto —me dijeron.

—¿Quién? —pregunté, con el corazón que me latía como si fuera a romper las costillas, los barrotes de su jaula natural.

—No lo sé, dicen que un matemático que vive aquí.

Una suerte de temblor recorrió la multitud que se dividió ante la puerta para dejar salir a unas personas. Eran policías, y entre ellos parecía haber oficiales de esos que no llevan unifor­me. Cargaban con equipos de fotografía y de hacer mediciones. Intercambiaron unas palabras, se estrecharon la mano y se hi­cieron a un lado para dejar que dos figuras vestidas de blanco cruzaran la puerta con una camilla. El cuerpo de la camilla es­taba cubierto de pies a cabeza y los caballeros vestidos de blan­co carecían por completo de expresión. Los acompañaba un úl­timo caballero, que tenía aire de médico.

Los miembros de este importante grupo empezaron a des­pedirse y se marcharon. Impulsada por un apremiante e incontrolable sentimiento, corrí hacia ellos y, pensando que sería mejor que les dijera lo que quería en vez de formularles pre­guntas que pudieran sonar ociosas o entrometidas, dije:

—Perdónenme pero he venido a ver al señor Crawford pa­ra un asunto urgente.

—Me temo, señorita, que el señor Crawford no podrá ver a nadie para ningún asunto urgente —me dijo el caballero que parecía médico.

—¡Oh, por favor! ¡No me diga que es esa persona a la que se han llevado en una camilla! —supliqué, consternada.

—Me temo que sí, señorita. Lo lamento muchísimo.

—Pero ¿está muerto? ¿Qué le ha ocurrido? —grité, mien­tras mi mente asimilaba aquel nuevo acontecimiento. ¿Habían matado al señor Crawford? Entonces, su asesino todavía anda­ba suelto y eso probaba la inocencia de Arthur. ¿Se habría sui­cidado? Entonces, las suposiciones que había contemplado mi mente eran ciertas y se abría la posibilidad de demostrarlas.

—Parece un paro cardiaco —dijo el médico—, pero no lo sabremos seguro hasta después de la autopsia.

—¿Un paro cardiaco?

—El corazón se detiene.

—¿Y por qué?

—Oh, las razones pueden ser varias, señorita. Quizás el hombre tenía el corazón débil o tal vez sufrió una gran con­moción o bebió en exceso... Lo que parece claro es que estaba bebiendo whisky cuando sucedió. Las circunstancias exactas quedarán claras con la autopsia. Lo abriré y le examinaré el estómago, la vejiga y esas cosas, ¿sabe?

—¡Oh, por favor! —dije, enmudeciendo unos instantes an­te las gráficas imágenes que me describía—. Oh, sí, compren­do. Oh. Pero, por favor, ¿puedo preguntarle si ha sido una muerte natural?

—¿Una muerte natural? ¿Qué quiere decir?

—¿No lo han asesinado? —exclamé de repente, asombrada y un tanto avergonzada de mi descaro.

—¿Asesinado? ¿Cómo se puede asesinar con un paro car­diaco? ¿Dándole a alguien un susto de muerte? ¿Cree que lo han envenenado? Mi querida jovencita, usted ha leído demasiada literatura gótica. Le recomiendo encarecidamente que vaya a su casa y repose y que luego piense en cómo solucionar su asunto urgente sin consultarle al señor Crawford.

Se volvió y se unió a sus compañeros que empezaban a marcharse. Los policías apostados a la puerta de la torre impe­dían entrar en el edificio y yo me encaminé despacio hacia la salida y me dirigí lentamente hacia el centro, andando como sin rumbo fijo, mientras las distintas posibilidades se arremo­linaban en mi mente. ¿Podía ser que el señor Crawford se hu­biera suicidado, agobiado por el peso de una doble culpabili­dad? En ese caso, tal vez había dejado una nota exculpando a Arthur? Pero ¿y si lo habían envenenado? Y si no podía de­mostrarse que había sido envenenado, ¿qué sucedería?

Miré alrededor y al ver que pasaba un cabriolé, lo detuve de repente y dije al cochero que me llevara a la cárcel de Castle Hill. Al entrar en el recinto, solicité visitar al señor Weatherburn.

Me llevaron al cuarto de las visitas y me dijeron que espe­rase ante una rejilla metálica, mientras un carcelero se aposta­ba a mi lado. Arthur entró en el cuarto y me miró a través de la reja. Estaba pálido y ojeroso, pero vi que sus ojos seguían te­niendo aquel peculiar brillo que los caracterizaba. Me embargó una oleada de afecto y el aquí y ahora quedaron momentánea­mente olvidados.

—No le diré que no venga a verme —susurró con una son­risa—. En realidad, estoy encantado de tenerla aquí. No quiero quejarme de la incomodidad de la celda, pero he de reconocer que el aburrimiento que sufro es un suplicio. Seguro que me está permitido tener algo que leer, o al menos lápiz y papel. ¿Cree que podría traerme algo?

—Por supuesto —lo tranquilicé—. Creo que pronto seré toda una experta en las regulaciones de la prisión. Averiguaré cuáles son los horarios de visita y qué puedo traerle. Lamenta­blemente, por las tardes no podré venir debido a las clases.

—Bien, pues estoy contentísimo de que haya venido esta mañana —dijo con cariño—. No creo que esta desagradable si­tuación vaya a prolongarse indebidamente. Esta tarde compa­receré ante el juez. No puedo imaginar qué pruebas van a pre­sentar.

—¡Esta tarde! ¡Pruebas! ¡Oh, Arthur! Pero es que ha suce­dido algo más. Al verlo a usted, lo he olvidado unos instantes. ¡El señor Crawford ha muerto!

Arthur dio un respingo y me miró atónito desde el otro la­do de la rejilla. El carcelero nos observó con suspicacia.

—¡Crawford muerto! —exclamó Arthur—. ¡Santo Cielo! Entonces, es que un feroz asesino anda suelto. ¡Qué cosa tan horrible! Y sin embargo, en lo que a mí concierne, me pregun­to por qué no me liberan de inmediato.

Vi que pensaba (como había hecho yo) que el señor Craw­ford había sido asesinado de la misma manera que los otros dos matemáticos y que, por ello, él quedaba exculpado. Me supo mal haberle dado la información de una manera tan confusa y, dolida, me apresuré a sacarlo del error.

—Lo han encontrado muerto esta mañana. Al parecer, ha tenido un paro cardiaco, aunque todavía no se sabe si falleció de muerte natural o ha sido asesinado —expliqué.

De repente, su actitud cambió. Languideció y pensó en aque­llas noticias sumido en el silencio.

—Arthur —proseguí—, ¿cree que el asesino puede ser el mismo señor Crawford y que ha muerto de un ataque al cora­zón por la emoción que le ha causado todo? Tal vez se haya sui­cidado por remordimiento.

—No creo —respondió despacio—. Y, sin embargo, alguien tiene que ser el asesino. No sé qué pensar.

—Quizás haya alguna manera de descubrirlo, de demostrar que fue el señor Crawford —dije—. ¿Cree que podríamos ave­riguar de alguna manera lo que el señor Crawford estaba ha­ciendo la noche en que mataron al señor Akers?

—Diez a uno a que estaba en sus habitaciones, sin ningún testigo —dijo tras un suspiro.

—O quizá fue la persona misteriosa que registró las habi­taciones del señor Akers —añadí—. ¿Recuerda que el artículo del periódico decía que parecía que sus papeles habían sido re­vueltos? ¿Qué podría estar buscando?

—Bien, sé que puede parecerle una estupidez, pero supon­go que podía andar tras algo relacionado con las matemáticas, algo sobre el problema de los
n
cuerpos en el que, según los rumores, los dos estaban trabajando —respondió—. Quiero decir que todo el mundo sabía que entre ambos existía una cierta ri­validad.

—¡Esto es muy importante! —exclamé.

En aquel momento, el carcelero se me acercó y dijo:

—Se ha terminado el tiempo, señorita.

—Oh, perdón. Lo siento... Quiero decir, gracias —balbucí, confundida, recogiendo mis cosas. Sin embargo, no podía mar­charme. Arthur se había quedado inmóvil, como si lo hubiesen despojado de la energía necesaria para regresar a su vida de prisionero.

—Volveré mañana —le dije— y le traeré algo para leer y escribir.

—¡Señorita! —gritó el carcelero en tono perentorio.

—Sí, sí, lo siento. Adiós, Arthur, adiós.

Aquella estúpida palabra no expresaba ni una centésima parte de lo que me habría gustado decirle, pero no se me ocu­rrió otra mejor.

Ahora ya ha anochecido y he terminado mis clases; debido a la falta de ideas y a mi secreta obsesión con el proceso, he pa­sado buena parte de la tarde leyendo en voz alta
El príncipe fe­liz
, de Oscar Wilde. Debo reconocer que pocas veces he leído algo menos «feliz» y que no ha contribuido en nada a mejorar mi estado de ánimo. Cada ruido que oigo me sobresalta, pen­sando que es Arthur que regresa a casa, ya libre por decisión del magistrado. No puedo hacer nada al respecto. Tengo que ser paciente, por más difícil que me resulte, y dedicar el tiempo a escribirte, lo cual me tranquiliza en grado sumo y me aclara la cabeza.

¡Oh! Ojalá al señor Crawford lo hubiesen matado de un golpe en la cabeza... Ya sé que es terrible decir algo así, pero de todos modos está muerto y tal vez morir de un golpe en la ca­beza sea más rápido y menos doloroso que hacerlo de un paro cardiaco. Bueno, si no soy capaz de desear que lo hubieran gol­peado en la cabeza, al menos sí puedo desear que se haya suici­dado por remordimiento y que haya dejado una nota explicán­dolo. Ojalá sea así.

Bien, voy a poner un trozo de pan en el plato. No tengo nada de apetito pero no cederé a la debilidad. Té y tostada para ce­nar y mañana, una audaz investigación. Debería imitar a ese famosísimo detective de Londres, el que vive en Baker Street, ¿cómo se llama?

Other books

Happy Baby by Stephen Elliott
Merciless by Lori Armstrong
The Client by John Grisham
Classified Material by Ally Carter
Take Me by Stevens, Shelli
What the Dead Want by Norah Olson
The High Places by Fiona McFarlane
What Would Satan Do? by Anthony Miller
Sins of Omission by Fern Michaels