Me despertó la presión de las manos del loco en torno a mi cuello; dos veces lo derribé y dos veces se arrojó de nuevo sobre mí con la agilidad de una pantera; estuvo a punto de estrangularme. Lo último que recuerdo es haberle dado un golpe en la cabeza que pareció aturdirle. Por la mañana, al llegar a Colonia, nos encontraron a ambos sin sentido en el suelo del compartimiento y nos llevaron al
Hôtel du Nord
, donde permanecimos durante veinticuatro horas, cada cual en su cama, en el mismo cuarto. Como hube de enterar del hecho al doctor que vino a curarme la herida —casi me había arrancado una oreja de un mordisco—, el propietario mandó decirnos que no se admitían locos en el hotel. Me decidí a seguir para Hamburgo en el tren de la mañana. Estuvo muy amable durante todo el viaje hasta Hamburgo y cantó la
Marsellesa
mientras atravesábamos la ciudad en coche para ir a la estación de Kiel. Embarcamos sin incidentes en el buque para Korsör, en aquella época el camino más rápido entre el continente y Suecia. A un par de millas de la costa dinamarquesa, nuestro buque fue bloqueado por un banco de hielo empujado desde el Kattegatt por un violento viento nórdico, acontecimiento no demasiado raro en un invierno riguroso. Nos vimos obligados a caminar más de una milla sobre témpanos flotantes, con enorme alegría de mi amigo. Luego, en barcas descubiertas, nos transportaron a Korsör. Cuando estábamos en el puerto, mi amigo saltó al mar y yo le seguí. Nos recogieron y tomamos un tren sin calefacción hasta Copenhague, con los vestidos helados; la temperatura era de veinte grados bajo cero. El resto del viaje fue muy bien; parecía que el baño frío había beneficiado mucho a mi amigo. Una hora después de la travesía a Malmö, puse a mi amigo en manos de dos guardianes del manicomio, en la estación de Lund. Me fui a la fonda (entonces no había más que una en Lund) y pedí habitación y desayuno. Me dijeron que podrían darme de comer, pero no cuarto, porque estaban todos reservados para la compañía teatral que iba a dar una función de gala aquella misma noche en el Teatro Municipal. Mientras me desayuné, el camarero trajo, con visible orgullo, el programa del espectáculo:
Hamlet
, tragedia en cinco actos, de Guillermo Shakespeare. ¡
Hamlet
en Lund! Di un vistazo al programa.
Hamlet
, príncipe de Dinamarca: Señor Erik Carolus Malmborg.
Contemplé, asombrado, el prospecto. ¡Erik Carolus Malmborg! Era posible que fuese mi antiguo compañero de la Universidad de Upsala? Erik Carolus Malmborg, en aquella época, pensaba ser cura. Le había preparado para los exámenes, había escrito su primer sermón de prueba y también sus cartas de amor a la novia durante todo un trimestre. Todas las noches, cuando venía embriagado a dormir en mi cuarto de la hospedería, le azotaba regularmente; le habían echado de su alojamiento por su mala conducta. Lo perdí de vista al marcharme de Suecia hace muchos años. Sabía que le habían expulsado de la Universidad y que había ido de mal en peor. De pronto, recordé también haber oído decir que se había dedicado a las tablas. ¡Seguramente, mi viejo y desgraciado amigo debía de ser el
Hamlet
de aquella noche! Mandé llevarle a su cuarto mi tarjeta y bajó como una tromba, contentísimo de verme al cabo de tantos años. Me contó una penosa historia. Después de una desastrosa serie de representaciones en Malmö con el teatro vacío, la Compañía, reducida a la tercera parte de sus miembros, había llegado a Lund la noche anterior para una última y desesperada batalla contra el destino. En Malmö, los acreedores les habían embargado la mayor parte del vestuario y demás pertenencias, las joyas de la reina madre, la corona del Rey, la espada de Hamlet, con la cual debía atravesar a Polonio, y hasta la calavera de Yorick. Al rey le había dado un ataque agudo de ciática y no podía caminar ni sentarse en el trono; Ofelia tenía un terrible constipado, el fantasma se había embriagado en la cena de despedida en Malmö y había perdido el tren. Él era el único en plena eficiencia; Hamlet era su mejor creación, parecía escrito expresamente para él, pero ¿cómo iba a sostener por sí mismo la inmensa carga de aquella tragedia en cinco actos? Ya habían vendido todas las localidades para la función de la noche, y si tuvieran que devolver el dinero la quiebra sería inevitable. ¿Podría quizá prestarle doscientas coronas en nombre de nuestra vieja amistad?
Estuve a la altura de las circunstancias. Convoqué a los principales astros de la Compañía, infiltré sangre nueva en sus abatidos corazones con varias botellas de ponche sueco, recorté sin piedad todas las escenas de los faranduleros, la de los enterradores, la muerte de Polonio, y anuncié que el espectáculo se efectuaría con fantasma o sin él.
Fue una noche memorable en los anales teatrales de Lund. A las ocho en punto se alzó el telón sobre el palacio real de Helsingör, distante menos de una hora a vuelo de pájaro del lugar donde estábamos. El teatro, lleno principalmente de turbulentos estudiantes de la Universidad, resultó menos impresionable de lo que esperábamos. La entrada del príncipe de Dinamarca pasó casi inadvertida; hasta su famoso «ser o no ser» dejó frío al público. El rey cojeó penosamente a través del escenario y se hundió, con un fuerte gemido, en el trono. El resfriado de Ofelia había adquirido proporciones aterradoras. Era evidente que Polonio no podía sostenerse bien sobre las piernas. Fue el fantasma quien salvó la situación. Yo era el fantasma. Mientras avanzaba a manera de espectro sobre los baluartes del castillo de Helsingör, iluminados por la luna, vacilando a través de las enormes cajas de embalaje que formaban su espina dorsal, se derrumbó de pronto toda la construcción y me hundí hasta los sobacos en una de ellas. ¿Qué debía hacer un fantasma en tales circunstancias? ¿Debía hundir también la cabeza y desaparecer totalmente dentro de la caja, o permanecer donde estaba, esperando nuevos acontecimientos? ¡Era un delicado dilema! Una tercera solución me fue sugerida por el mismo
Hamlet
, en un ronco susurro; ¿por qué diablos no salía de aquella caja infernal? Pero esto no me era posible, porque tenía las piernas aprisionadas entre rollos de cuerda y otros accesorios de la tramoya. Con razón o sin ella, decidí quedarme donde estaba, dispuesto a todo. Mi inesperada desaparición dentro de la caja fue acogida con gran simpatía por el público, pero eso no fue nada comparado con el éxito que tuve cuando, asomando solamente la cabeza por la caja, reanudé con voz lúgubre mi interrumpida recitación. Fue tan frenético el aplauso, que hube de dar las gracias con un amistoso movimiento de la mano, no pudiendo inclinarme en la delicada posición en que me encontraba. Aquello volvió al público completamente loco de alegría, y el aplauso no cesó hasta el fin. Cuando cayó el telón, después del último acto, aparecí con las principales estrellas de la Compañía a inclinarme ante el público. Continuaban gritando: «¡El fantasma! ¡El fantasma!», con tal insistencia, que debí salir yo solo varias veces, con la mano en el corazón, a recibir sus congratulaciones.
Todos fuimos felicísimos. Mi amigo Malmborg dijo que nunca había tenido una noche tan afortunada. Celebramos el éxito con una cena de medianoche, animadísima. Ofelia estuvo muy amable conmigo, y Hamlet alzó su copa por mi salud, ofreciéndome, en nombre de todos sus compañeros, la dirección de la Compañía. Dije que lo pensaría. Todos me acompañaron a la estación. Cuarenta y ocho horas después estaba de nuevo trabajando en París, sin ninguna huella de fatiga.
¡Juventud! ¡Juventud!
EN aquella época eran muy numerosos los médicos extranjeros que ejercían en París. Había entre ellos mucha celotipia profesional, por lo cual no es de extrañar que una buena parte cayera sobre mí. Tampoco éramos muy queridos de nuestros colegas franceses, por el monopolio que teníamos de la rica colonia extranjera, clientela indudablemente mucho más lucrativa que la suya. Precisamente entonces surgió en la Prensa una agitación para protestar contra la cantidad cada vez mayor de médicos extranjeros en París, llegando a insinuar que, a menudo, muchos de ellos ni siquiera estaban provistos de un regular diploma de Universidad reconocida. Esto originó una orden del Prefecto de Policía a todos los médicos extranjeros, para que, antes de fin de mes, presentasen su título, con objeto de ser comprobado. Yo, con mi licenciatura de la Facultad de París, estaba, naturalmente, a salvo; casi olvidé la orden y me presenté precisamente el último día en la comisaría de mi barrio. El Comisario, que me conocía un poco, me preguntó si había oído hablar de cierto doctor que vivía en mi misma avenida; contesté que lo único que sabía era que debía de tener una gran clientela; había oído hablar de él a menudo, y también a menudo había admirado su elegante coche esperándolo a la puerta de casa.
Dijo el Comisario que no lo admiraría mucho tiempo, porque estaba en su lista negra; no se había presentado con el título porque no lo tenía; era un charlatán y acabaría por ser
pincé.
Decíase que ganaba doscientos mil francos anuales, más que muchos médicos célebres de París. Observé que no había ninguna razón para que un charlatán no pudiese ser un buen médico; un título significaba poco para sus enfermos, si él podía aliviarlos. Un par de meses después, el mismo Comisario me contó el fin de la historia. El doctor se presentó a última hora, solicitando una entrevista particular. Mostró el título de una notable Universidad alemana y suplicó al Comisario que le guardase el secreto, porque su enorme clientela la debía al hecho de ser considerado por todos como un charlatán. Dije al Comisario que no tardaría en ser millonario aquel hombre si supiera de Medicina la mitad de lo que sabía de psicología.
Mientras volvía a casa no envidiaba a mi colega por sus doscientos mil francos anuales, sino porque sabía lo que ganaba. Mucho tiempo llevaba yo deseando conocer mis ingresos. Que ganaba mucho, parecía cierto; siempre tenía dinero en abundancia cuando lo necesitaba para algo. Poseía un hermoso piso, un elegante coche, una cocinera elegante, y desde que se había marchado
Mamsell
Ágata invitaba con frecuencia a mis amigos a cenar en la
Avenue de Villiers
, ofreciéndoles lo mejor de cada cosa. Dos veces había ido a Capri; una, para comprar la casa de
mastro Vincenzo;
otra, para ofrecer una importante suma de dinero al desconocido propietario de la capillita derruida de San Michele; necesité diez años para ultimar este asunto. Ya desde entonces, apasionado por el arte, mis habitaciones de la
Avenue de Villiers
estaban llenas de tesoros de los tiempos pasados, y más de una docena de hermosos relojes antiguos daban las horas de mis frecuentes noches de insomnio. Por razones inexplicables, estos períodos de riqueza solían ser interrumpidos por otros en los que no tenía un céntimo. Lo sabía Rosalía, lo sabía el portero, hasta lo sabían los proveedores. También lo sabía Norström, porque hubo de prestarme dinero con frecuencia. Decía que aquello sólo podía explicarse por algún defecto de mi mecanismo cerebral, y que el remedio sería llevar las cuentas con exactitud y enviar regularmente las facturas a mis enfermos, como hacían los demás médicos. Contesté que sería inútil tratar de llevar mis cuentas, y en cuanto a mandar las facturas, nunca lo había hecho y no lo haría. Nuestra profesión no es un comercio, sino un arte; este tráfico con el sufrimiento es una humillación para mí. Me sonrojaba hasta la raíz del cabello cuando un enfermo dejaba su moneda de veinte francos sobre la mesa, y cuando me la ponía en la mano sentía deseos de pegarle. Norström decía que esto no era más que pura vanidad y presunción, que debía coger todo el dinero que pudiera, como hacían todos mis colegas, aunque me lo ofreciese el empresario de pompas fúnebres. Replicaba yo que nuestra profesión era un ministerio sagrado, al mismo nivel que el del sacerdote, si no más elevado, en el que debiera estar prohibido por la ley el exceso de ganancia. Los médicos debieran estar pagados por el Estado, y bien pagados, como los jueces en Inglaterra. Quien no aprobase este sistema debería dejar la profesión e ir a la Bolsa o abrir un comercio. Los médicos deberían proceder como los sabios, honrados y protegidos por todos los hombres. Debieran tener la libertad de tomar lo que quisieran de sus enfermos ricos para los pobres y para sí mismos, en vez de contar las visitas y escribir facturas. ¿Qué es para el corazón de una madre el valor en dinero de la vida de su hijo salvado? ¿Cuáles son los justos honorarios por quitar el miedo a la muerte de un par de aterrados ojos con una sola palabra de confortación o con un simple toque de la mano? ¿Cuánto se debe pedir por cada segundo de lucha con la muerte que nuestra jeringa de morfina arrebata a la Ejecutora? ¿Hasta cuándo vamos a imponer a la humanidad doliente todas esas costosas medicinas patentadas y drogas de etiqueta moderna, pero cuyas raíces se encuentran en la superstición medieval? Sabemos de sobra que nuestras drogas eficaces pueden contarse por los dedos y que nos las suministra muy baratas la benévola madre Naturaleza. ¿Por qué yo, que era un médico de moda, había de ir en un elegante carruaje, mientras mi colega de los barrios pobres tenía que caminar a pie? ¿Por qué gasta el Estado mil veces más en enseñar el arte de matar que el arte de curar? ¿Por qué no se construyen más hospitales y menos iglesias? Se puede rezar a Dios en cualquier sitio, pero no operar en el arroyo. ¿Por qué se construyen tan cómodos hogares para los asesinos profesionales y los ladrones, y tan pocos para los pobres sin techo de los barrios bajos? ¿Por qué no se les dice a aquéllos que han de ganarse la vida por sí mismos? No hay hombre ni mujer que no pueda ganarse el pan de cada día, aunque esté recluido en una cárcel, cuando se le obliga a elegir entre comer o no comer. Siempre se ha dicho que la mayoría de los habitantes de las prisiones está constituida por débiles mentales o ininteligentes, individuos más o menos irresponsables. Esto es un error. Su grado de inteligencia no está, generalmente, por debajo, sino por encima de la mediana. Todos los que cometen un primer delito debieran ser condenados a un período mucho más breve de cárcel, sometidos a una dieta muy ligera y a repetidos y severos castigos corporales. Deberían ceder el puesto a los padres de los hijos abandonados e ilegítimos y a los rufianes, tan abundantes hoy entre nosotros. La crueldad con los animales indefensos es, a los ojos de Dios, un pecado mucho peor que el robo con escalo, y, sin embargo, sólo se castiga con una pequeña multa.