John pareció contento de volver a verme, pero lo encontré pálido y flaco, al sentarme a su lado para almorzar. Rosalía dijo que había tosido mucho durante la noche. Por la tarde tuvo un ligero aumento de temperatura y le hice guardar cama un par de días. Pronto reanudó la rutina diaria de su pequeña vida; asistía con su habitual silencio grave a mi comida y, por la tarde, lo llevaba Rosalía al
Parc Monceau.
Un día, un par de semanas después de mi regreso de Londres, me sorprendió encontrar al Coronel sentado en mi sala de espera. Su mujer había cambiado de idea y había querido venir a Paris para hacer compras. Debían reunirse en su yate la semana próxima, en Marsella, para un crucero por el Mediterráneo. Me invitó a comer en el
Hôtel du Rhin
, el día siguiente: su mujer se alegraría mucho si, después de comer, la acompañaba a visitar uno de los hospitales para niños. Como yo no podía ir a comer, quedamos en que ella vendría a buscarme a la
Avenue de Villiers
después de mi consulta. Aún estaba llena de gente mi sala cuando su elegante landó se detuvo a la puerta. Mandé a Rosalía a decirle que diera un paseo y volviese media hora después, a no ser que prefiriese esperar en el comedor hasta que acabase con mis enfermos. Media hora después la hallé sentada en el comedor, con John en su regazo, muy interesada con los juguetes que le enseñaba el niño.
—Tiene sus mismos ojos —dijo, llevando su mirada de mí a John—. No sabía que fuese usted casado.
Dije que no era casado.
Se ruborizó un poco y reanudó la lectura del nuevo libro ilustrado de John. Poco después se revistió de valor y, con la habitual tenaz curiosidad femenina, preguntó si su madre era sueca; eran tan rubios sus cabellos, tan azules sus ojos…
Sabía muy bien adónde iba a parar. Yo sabía que Rosalía, el portero, el lechero y el panadero estaban seguros de que yo era el padre de John; incluso había oído a mi cochero hablar de él como
le fils de Monsieur:
sabía que era completamente inútil dar explicaciones; no habría logrado convencerlos; por lo demás, casi había llegado a creerlo yo mismo. Pero pensé que aquella amable señora tenía derecho a saber la verdad. Le dije riendo que yo era tan padre suyo como ella su madre, que la historia de aquel huérfano era muy triste. Era mejor que no se la contase; sólo le causaría pena. Arremangué una manga del niño y le mostré una fea cicatriz en su brazo.
—Ahora está bien con Rosalía y conmigo, pero no estaré seguro de que haya olvidado su pasado hasta que le vea sonreír. Nunca sonríe.
—Es verdad —dijo dulcemente—. No ha sonreído ni una sola vez, como hacen todos los niños cuando enseñan sus juguetes.
Dije que se conocía muy poco la mentalidad de los niños pequeños, que éramos extraños en el mundo en que vivían. Sólo el instinto de una madre podía encontrar, de vez en cuando, el camino entre sus pensamientos.
Por toda respuesta, inclinó la cabeza sobre él y lo besó tiernamente. John la miró, con gran sorpresa en sus ojos celestes.
—Probablemente, es el primer beso que le han dado —dije. Se presentó Rosalía para darle su acostumbrado paseo de la tarde por el
Parc Monceau;
pero su nueva amiga propuso llevarlo a dar una vuelta en su landó. Yo acepté gustoso, contentísimo por prescindir de la proyectada visita al hospital.
A partir de aquel día empezó una nueva vida para John, y creo que también para alguien más. Ella venía todas las mañanas a su cuarto con un nuevo juguete; todas las tardes lo llevaba en su landó al
Bois de Boulogne
con Rosalía, vestida con sus mejores galas, en el asiento posterior. Con frecuencia, él montaba muy serio sobre un camello, en el
Jardin d'Acclimatation
, rodeado de docenas de risueños niños.
—No le traiga tantos juguetes de lujo —dije—. A los niños les gustan igual los juguetes baratos, ¡y hay tantos que no reciben ninguno! He observado a menudo que la humilde muñeca
à treize sous
tiene siempre gran éxito aun entre los niños más ricos. Cuando los niños llegan a comprender el valor monetario de sus juguetes, son arrojados de su paraíso, dejan de ser niños. Además, John tiene ya demasiados; es hora de enseñarle a regalar algunos a los que no tienen. Es una lección bastante difícil de aprender para muchos niños. La relativa facilidad con que aprendan esto es un indicio seguro para predecir la clase de hombre o de mujer que serán.
Rosalía me contó que cuando volvían del paseo, la bella señora insistía siempre en subir ella misma escaleras arriba a John. Poco tiempo después se quedaba en casa para asistir a su baño, y no tardó en dárselo ella misma, limitándose Rosalía a pasarle las toallas.
Me contó Rosalía una cosa que me conmovió mucho: cuando la señora había enjugado su flaco cuerpecito, antes de ponerle la camisa besaba la fea cicatriz que tenía en el brazo.
No tardó en ser ella misma quien lo acostaba, permaneciendo con él hasta que se dormía. Yo pasaba el día fuera de casa y la veía poco; temía que el pobre Coronel tampoco la viese mucho, pues estaba todo el día con el niño. El Coronel me dijo que el crucero por el Mediterráneo había sido abandonado. Debían permanecer en París no sabía por cuánto tiempo, ni le importaba mientras su mujer fuese feliz: nunca había estado de tan buen humor como ahora. En efecto, tenía razón; la expresión de su rostro había cambiado; una infinita ternura brillaba en sus ojos oscuros.
El niño dormía mal; con frecuencia, cuando iba a echarle un vistazo antes de acostarme, me parecía que su cara estaba encendida. Rosalía decía que tosía bastante por la noche. Una mañana percibí la siniestra crepitación en el ápice del pulmón derecho. Sabía demasiado lo que aquello significaba. Hube de decírselo a su nueva amiga. Contestó que ya lo sabía; probablemente, lo había sabido antes que yo. Quise tomar una enfermera para ayudar a Rosalía, pero ella se opuso. Me suplicó que la tomase como enfermera, y acepté. No había otro remedio; el niño parecía agitarse, aun en el sueño, apenas ella dejaba el cuarto. Rosalía fue a dormir con la cocinera en el ático, y la hija del Duque dormía en el lecho de la criada, en el cuarto de John. Un par de días después tuvo éste una ligera hemorragia; por la noche aumentó la temperatura; era evidente que el curso de la enfermedad sería rápido.
—No vivirá mucho —dijo Rosalía cubriéndose los ojos con el pañuelo—: tiene ya la cara de un ángel.
A John le gustaba sentarse en el regazo de su cariñosa enfermera, mientras Rosalía le rehacía la cama para la noche. Siempre pensé que John sería un niño inteligente y cariñoso, pero nunca le hubiera creído guapo. Ahora lo miraba y sus facciones parecían cambiadas; los ojos parecían mucho más grandes y más oscuros. Se había convertido en un hermoso niño, hermoso como el genio del amor o el de la muerte. Miraba los dos rostros, apoyados mejilla contra mejilla. Mis ojos quedaron maravillados. ¿Era posible que el infinito amor que del corazón de aquella mujer se irradiaba sobre aquel niño moribundo pudiera remodelar los suaves contornos de su carita dándole un vago parecido con la de ella? ¿Asistía a otro inopinado misterio de la vida? ¿O era la muerte, el gran escultor, quien con su mano maestra reformaba y afinaba las facciones del niño antes de cerrarle los párpados? La misma frente pura, la misma curva exquisita de las cejas, las mismas largas pestañas. Hasta el gracioso modelado de los labios habría sido el mismo si hubiese sonreído, como lo hizo ella la noche en que John, por primera vez, murmuró en sueños la palabra que todos los niños gustan de pronunciar y que a todas las mujeres les gusta oír: «¡Mamá, mamá!»
Lo volvió al lecho, y John pasó una noche agitada; ella no lo dejó un solo momento. Hacia la mañana su respiración parecía algo más fácil y se durmió poco a poco. Le recordé a ella su promesa de obedecerme, y la obligué, con dificultad, a echarse en la cama durante una hora; Rosalía la llamaría si él se despertaba. Cuando volví al cuarto al despuntar el alba, Rosalía, llevándose un dedo a los labios, susurró que los dos estaban dormidos.
—¡Mírelo! —murmuró—. ¡Mírelo! ¡Sueña!
Su rostro estaba tranquilo y sereno; los labios, abiertos en una hermosa sonrisa. Puse la mano sobre su corazón. Había muerto. Del semblante sonriente del niño, llevé mi mirada al de la mujer dormida en el lecho de Rosalía. Los dos rostros eran iguales.
Ella lo lavó y vistió por última vez. Ni siquiera permitió a Rosalía que la ayudase a ponerlo en el ataúd. La mandó dos veces en busca de una almohada a propósito; le parecía que la cabeza no estaba cómoda.
Me suplicó que aplazase el atornillar la tapa hasta el día siguiente. Le dije que ella conocía la amargura de la vida, pero conocía poco la amargura de la muerte, mientras que yo, como médico, conocía ambas; que la muerte tenía dos caras: una, hermosa y serena; otra, repugnante y terrible. El niño había dejado la vida con una sonrisa en los labios; la muerte no se la conservaría mucho tiempo. Era necesario cerrar el ataúd aquella misma noche. Inclinó la cabeza y nada dijo. Mientras yo levantaba la tapa sollozó y dijo que no podía separarse de él y dejarlo completamente solo en un cementerio extranjero.
—¿Por qué separarse de él? —dije—. ¿Por qué no llevárselo consigo? ¡Pesa tan poco! ¿Por qué no llevarlo a Inglaterra en su yate y enterrarlo cerca de su hermosa iglesia parroquial, en Kent?
Sonrió a través de las lágrimas, con la misma sonrisa del niño. Se puso en pie de un salto.
—¿Puedo? ¿Es posible? —gritó casi de alegría.
—Puede ser, y será, si me deja atornillar ahora la tapa; no hay tiempo que perder; de lo contrario, se lo llevarán mañana por la mañana al cementerio de Passy.
Al levantar yo la tapa, puso un ramito de violetas junto a la mejilla del niño.
—No tengo otra cosa que darle —sollozó—. Me gustaría tanto darle algo mío para que lo llevase consigo…
—Creo que le gustará llevarse esto —dije, sacando del bolsillo el broche de diamantes y prendiéndolo en su almohada—. Pertenecía a su madre.
Ella no alentó; tendió los brazos hacia su niño y cayó al suelo, sin sentido. La levanté y la puse en la cama de Rosalía. Atornillé la tapa del ataúd y fui al Despacho de Pompas Fúnebres, en la
Pince de la Madeleine.
Tuve un coloquio privado con el empresario, a quien, por desgracia, ya conocía. Le autoricé para gastar cualquier cantidad con objeto de poder cargar el ataúd a bordo de un yate inglés en el puerto de Calais, a la noche siguiente. Dijo que podría hacerse si prometía no reparar en gastos. Dije que eso era lo de menos. Fui luego al
Hôtel du Rhin
, desperté al Coronel y le dije que su mujer deseaba que el yate estuviese dentro de doce horas en Calais. Mientras él escribía el telegrama al capitán, me senté para escribir un billete urgente a su mujer, diciéndole que el ataúd estaría a bordo de su yate, en el puerto de Calais, al día siguiente por la noche. Añadí, en una posdata, que tenía que marcharme de París por la mañana temprano y que, así, me despedía de ella.
He visto la tumba de John. Yace en el pequeño cementerio de una de las hermosas iglesias parroquiales de Kent. Primaveras y violetas crecían sobre su tumba, y mirlos cantaban sobre su cabeza. No he vuelto a ver a su madre. ¡Más vale así!
CREO haber contado ya algo de la enfermedad del cónsul sueco; fue precisamente en esta época. He aquí la historia: el Cónsul era un hombrecillo amable y tranquilo, con mujer americana y dos niños. Había estado ya con ellos por la tarde. Uno de los niños estaba resfriado, con fiebre, pero insistía en levantarse para festejar al padre, que volvía de Suecia aquella noche. La casa estaba llena de flores y se les había concedido a los niños participar en la cena. La madre me enseñó, feliz, dos afectuosos telegramas del marido, uno de Berlín y otro de Colonia, anunciando su regreso. Me parecieron un poco largos.
A medianoche recibí una llamada urgente de la señora. Me abrió la puerta el mismo Cónsul, en camisa de dormir. Dijo que la cena había sido aplazada para esperar la llegada del Rey de Suecia y del Presidente de la República Francesa, que acababa de concederle la Gran Cruz de la Legión de Honor. Añadió que había comprado en aquellos días
le Petit Trianon
para residencia veraniega de su familia. Estaba furioso con su mujer porque aún no se había puesto el collar de perlas de María Antonieta que le había regalado; llamaba a su hijito
le Dauphin
y se anunciaba como Robespierre…
Folie de grandeur!
Los niños gritaban aterrorizados en su cuarto, su mujer estaba postrada por el dolor, y el fiel perro, agazapado bajo la mesa, gruñía de miedo. De pronto, mi pobre amigo se volvió violento y hube de encerrarlo con llave en su dormitorio, donde lo destrozó todo y por poco consigue que ambos nos precipitásemos por la ventana.
Por la mañana fue llevado al asilo del doctor Blanche, en Passy. El famoso alienista sospechó desde el primer momento parálisis general. Dos meses después el diagnóstico era claro; el caso era incurable. Como la
Maison Blanche
era muy cara, decidí hacerlo trasladar al asilo gubernativo de Lund, pequeña ciudad del sur de Suecia. El doctor Blanche era contrario. Según él, sería una empresa peligrosa y cara, pues no había que fiarse de su transitoria lucidez mental: en todo caso, debería ser acompañado por dos guardas capaces. Dije que, debiendo reservar para los niños el poco dinero que quedaba, el viaje debía emprenderse del modo más económico posible, por lo cual le acompañaría a Suecia yo solo. Cuando firmé los papeles para sacarlo del manicomio, el doctor Blanche renovó por escrito sus advertencias, pero, naturalmente, yo sabía más que él. Llevé en seguida al cónsul a la
Avenue de Villiers.
Durante la cena estuvo perfectamente tranquilo y razonable, excepto cuando intentó cortejar a
Mamsell
Ágata, a quien, indudablemente, fue ésa la única vez que le cupo semejante fortuna. Dos horas después estábamos encerrados en un compartimiento de primera clase, en el rápido nocturno para Colonia; en aquella época no había vagones con pasillo. Por casualidad, era yo médico de uno de los Rothschild, propietarios del
Chemin de Fer du Nord.
Se dieron órdenes para facilitar en todo nuestro viaje; a los revisores se les advirtió que no nos molestasen, porque mi enfermo podía agitarse a la vista de un extraño. Él estaba muy tranquilo y dócil, y nos tendimos en nuestras camas para dormir.