La Historia de San Michele (27 page)

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Authors: Axel Munthe

Tags: #Biografía

BOOK: La Historia de San Michele
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De repente, abrióse de par en par la puerta y, con una terrible blasfemia, entró tambaleándose el zapatero, borracho perdido. Detrás de él, en el vano de la abierta puerta, estaba una mujer con un niño al pecho y dos pequeños agarrados a la falda, que me miraban estupefactos. El zapatero dijo que se alegraba mucho de desembarazarse del chiquillo, pero antes se le había de pagar el dinero que se le adeudaba. Había escrito varias veces a
Madame Réquin
, sin obtener respuesta. ¿Creía ella que con sus pobres ganancias podía mantener a aquella miserable marmota? Su mujer añadió que ahora que tenía un niño suyo y otros dos a pupilaje, también estaba contentísima de desembarazarse del chiquillo. Murmuró unas palabras al zapatero, y sus ojos pasaron atentamente de mi rostro al del niño. La misma mirada de terror había reaparecido en éste apenas entraron ellos en el aposento. Su manita, que tenía yo en la mía, temblaba ligeramente. Por fortuna, habíame acordado a tiempo de que era Navidad y saqué del bolsillo un caballito de madera. Lo cogió en silencio, con aire desinteresado, muy distinto del de un niño; no parecía gustarle gran cosa.

—Mira —dijo la mujer del zapatero— qué bonito caballo ha traído de París tu papá; mira, Julio.

—Se llama John —dije.

—Es un niño triste —dijo ella—. Nunca dice nada, ni siquiera «mamá», y nunca sonríe.

Lo envolví en mi manta de viaje y fui en busca del párroco, que tuvo la amabilidad de mandar a su ama a comprar una camisa de lana y un chal cálido para nuestro viaje.

El cura me miró atentamente y dijo:

—Como sacerdote, es mi deber condenar y castigar la inmoralidad y el vicio, pero no puedo menos de decirle, mi joven amigo, que le respeto por haber procurado, al menos, reparar su falta, falta tanto más atroz cuanto que el castigo cae sobre niños inocentes. Ya era hora de llevárselo; he enterrado docenas de estos pobrecitos abandonados y no hubiera tardado en enterrar asimismo al suyo. Ha hecho usted bien; se lo agradezco —dijo el viejo cura, dándome unas palmadas en el hombro.

No había tiempo de dar explicaciones; nos exponíamos a perder el expreso nocturno para París. John durmió apaciblemente toda la noche, bien envuelto en su cálido chal, mientras yo permanecía sentado a su lado preguntándome qué diablos haría con él. Creo en verdad que, de no haber sido por
Mamsell
Ágata, lo hubiera llevado directamente de la estación a la
Avenue de Villiers.
Pero fui al asilo de
Saint-Joseph
, en la
Rue de Seine
, donde conocía mucho a las monjas. Me prometieron tener al niño veinticuatro horas, hasta que le encontrase un hogar más adecuado. Las monjas conocían una familia respetable; el marido trabajaba en la fábrica noruega de margarina, en Pantin, y hacía poco que habían perdido a su único hijo. Me agradó la idea y fui en seguida allí; al día siguiente el niño quedó instalado en su nueva casa. La mujer parecía lista y dispuesta, de temperamento algo impetuoso, a juzgar por la expresión de los ojos; pero las monjas me dijeron que había sido para su hijo una madre cariñosa. Le di el dinero necesario para el equipo y pagué tres meses adelantados, menos de lo que derrocho en cigarrillos. Preferí no darle mis señas: sabe Dios lo que hubiera ocurrido si
Mamsell
Ágata llega a conocer la existencia del muchacho.
Joséphine
debía avisar a las monjas cualquier cosa que sucediera o si el niño enfermase. No tardó mucho en avisarlas. El niño tuvo la escarlatina y por poco se muere. Todos los niños escandinavos del barrio de Pantin la tuvieron, y hube de ir allí continuamente. Los niños con escarlatina no necesitan medicamentos; basta con cuidarlos diligentemente y que tengan un juguete para la larga convalecencia. John tuvo las dos cosas, porque, evidentemente, su nueva madre adoptiva era muy cariñosa con él, y yo hacía ya mucho tiempo que había aprendido a incluir muñecas y caballos de madera en mi farmacopea.

—Es un niño extraño —decía
Joséphine
—; nunca dice ni siquiera «mamá», nunca sonríe, ni cuando recibió el Papá Noel que le envió usted por Navidad.

Estábamos de nuevo en Navidad; así, pues, el muchacho llevaba ya un año entero con su nueva madre adoptiva, un año de trabajo y de preocupaciones para mí, pero de relativa felicidad para él.
Joséphine
era, sin duda, de temperamento irritable; a menudo se mostraba impertinente conmigo cuando, por ejemplo, debía reprenderla porque el niño no estaba aseado o porque jamás abría la ventana. Pero nunca le oí una palabra brusca, y aun no creyendo que él la quisiera mucho, comprendía yo en su mirada que no la temía. El niño parecía sentir una extraña indiferencia por todos y por todo. Poco a poco fue inquietándome más, dejándome menos satisfecho de su madre adoptiva. Volvía a tener la mirada de terror: era tan evidente que
Joséphine
lo descuidaba más cada vez. Tuve varias discusiones con ella, que generalmente acababa diciéndome airadamente que, si no estaba satisfecho, valía más que me lo llevase, pues empezaba a estar harta. Comprendí la razón: iba a ser pronto madre. Las cosas empeoraron mucho después de nacer su hijo, y acabé por decirle que había decidido llevarme al niño en cuanto encontrase un sitio adecuado. Puesto en guardia por la experiencia adquirida, estaba resuelto a evitar otro error.

Dos días después, volviendo a casa para mi consulta, al abrir la puerta oí una voz furiosa de mujer, procedente de la sala de espera. La habitación estaba llena de gente, que me esperaba con su habitual paciencia. John estaba acurrucado en un ángulo del sofá, junto a la mujer del pastor inglés. En medio de la sala,
Joséphine
gesticulaba como una loca, hablando a gritos. En cuanto me vio en el umbral, se precipitó sobre el sofá, cogió a John y literalmente lo arrojó contra mí. Apenas tuve tiempo de cogerlo en brazos.

—¡Es natural, yo no soy bastante buena para cuidar a un señorito como tú, señorito John! —gritó
Joséphine
—. Será mejor que estés con el doctor; ya estoy harta de sus reprimendas y de todas sus mentiras de que tú eres huérfano. ¡Basta mirar tus ojos para ver quién es tu padre!

Levantó la antepuerta para salir y casi cayó sobre
Mamsell
Ágata que, con sus blancuzcos ojos, me lanzó una mirada que me clavó en el suelo. La mujer del pastor levantóse del sofá y salió, recogiéndose las faldas al pasar por delante de mí.

—¿Quiere usted tener la amabilidad de llevar este niño al comedor y permanecer con él hasta que yo vaya? —dije a
Mamsell
Ágata. Extendió los brazos hacia delante con horror, como para protegerse de algo impuro; la hendidura bajo su ganchuda nariz abrióse en una horrible sonrisa, y desapareció tras la mujer del pastor.

Me senté para almorzar, di una manzana a John y llamé a Rosalía.

—Rosalía —dije—, toma este dinero, ve a comprarte un vestido de algodón, un par de delantales blancos y todo cuanto necesites para parecer respetable. Desde hoy asciendes a aya de este niño. Esta noche dormirá en mi cuarto, y desde mañana dormirás con él en el de
Mamsell
Ágata.

—¿Y
Mamsell
Ágata? —preguntó, aterrorizada, Rosalía.

—A
Mamsell
Ágata la despediré en cuanto termine de comer.

Despaché a mis enfermos y fui a llamar a su cuarto. Dos veces alcé la mano para llamar y otras tantas la dejé caer. No llamé. Decidí que era más prudente aplazar la entrevista hasta después de cenar, cuando tuviera más templados mis nervios.
Mamsell
Ágata permaneció invisible. Rosalía me dio para cenar un excelente cocido y un
pudding
de leche que repartí con John (todas las francesas de su clase son buenas cocineras). Después de un par de vasos extra de vino, para templar los nervios, fui, aún tembloroso de rabia, a llamar al cuarto de
Mamsell
Ágata. No llamé. De pronto pensé que me costaría el sueño de la noche si discutía con ella, y el sueño era lo que más necesitaba. Era preferible aplazar la entrevista para el día siguiente.

Mientras me desayunaba llegué a la conclusión de que lo mejor sería notificárselo por carta. Me dispuse a escribirle una carta fulminante, pero apenas había empezado cuando Rosalía me trajo un billete escrito con la pequeña y cortante letra de
Mamsell
Ágata, la cual decía que ninguna persona decente podría permanecer un día más en mi casa, que se iba para siempre aquella misma tarde y que no quería volver a verme… precisamente las mismas palabras que yo pensaba decirle en mi carta.

Aún llenaba la casa la presencia invisible de
Mamsell
Ágata cuando fui al
Printemps
a comprar una camita y un caballo balanceante para John, con objeto de recompensarle de cuanto le debía. La cocinera volvió al día siguiente, feliz y contenta. Rosalía estaba radiante de alegría; hasta John, cuando fui por la noche a echarle un vistazo en su cómoda camita, parecía satisfecho del nuevo ambiente. Yo mismo estaba tan alegre como un niño en vacaciones.

Pero las vacaciones no fueron largas. Yo trabajaba duramente de la mañana a la noche con mis enfermos y, a menudo, también con los enfermos de algunos de mis colegas que, con gran sorpresa mía, empezaban a llamarme en consulta para dividir su responsabilidad; porque tampoco entonces parecía yo temer la responsabilidad. Más adelante descubrí que ése había sido uno de los secretos de mi éxito. Otro secreto era, naturalmente, mi constante suerte, más asombrosa que nunca; tanto, que empecé a pensar si tendría en casa una mascota. Empecé también a dormir mejor desde que adquirí la costumbre de echar una ojeada, antes de acostarme, al niño dormido en su camita.

La mujer del pastor inglés me dejó, pero otras muchas compatriotas suyas ocuparon su puesto en el sofá de mi sala de espera. Era tal el esplendor que irradiaba el nombre del profesor Charcot, que se reflejaba un poco de su luz hasta en los más pequeños satélites que le circuían. Los ingleses parecían creer que sus médicos conocían las enfermedades nerviosas menos que los colegas franceses. No sé si en esto tenían razón o no, pero, en todo caso, era una fortuna para mí. Precisamente entonces, incluso me llamaron de Londres para una consulta. No es de extrañar que me sintiera lisonjeado y estuviera decidido a esmerarme. Desconocía a la enferma, pero había tenido una suerte excepcional con otro miembro de su familia y, sin duda, era él quien había provocado esta llamada. Era un caso grave, un caso desesperado, según mis dos colegas ingleses, que estaban al lado del lecho, mirándome con caras tristes mientras reconocía a su enferma. Su pesimismo había infectado toda la casa; la voluntad de curarse de la enferma estaba paralizada por el desaliento y el temor de morir. Es muy probable que mis dos colegas conocieran su patología bastante mejor que yo, pero yo sabía algo que, indudablemente, ignoraban ellos: que ninguna droga hay tan poderosa como la esperanza, y que la más mínima huella de pesimismo en el rostro o en las palabras de un doctor puede costar la vida a su enfermo. Sin entrar en detalles médicos, me limitaré a decir que, como resultado de mi reconocimiento, me convencí de que sus más graves síntomas derivaban de trastornos nerviosos y apatía mental.

Cuando, poniéndole la mano en la frente, le dije con voz tranquila que no necesitaría morfina por la noche, mis dos colegas me miraron, encogiéndose de hombros. Dormiría bien, se encontraría mucho mejor por la mañana y estaría fuera de peligro antes de que yo dejase a Londres, al día siguiente. Pocos minutos después estaba profundamente dormida; durante la noche la temperatura bajó casi con demasiada rapidez, a juicio mío; el pulso se calmó, por la mañana me sonrió la enferma y dijo que se encontraba mucho mejor. Su madre me suplicó que me quedase en Londres un día más para ver a su cuñada; les tenía a todos muy preocupados. El Coronel, su marido, quería que consultase a un especialista de los nervios; ella misma había intentado en vano que la viese el doctor Phillips; estaba segura de que se encontraría bien sólo con tener un hijo. Por desgracia sentía una inexplicable antipatía por los médicos y seguramente se negaría a consultarme, pero podía hacerse de modo que yo me colocase a su lado durante la cena, para poder, al menos, formar opinión sobre su caso. ¿Tal vez Charcot podría hacer algo por ella? Su marido la adoraba; tenía todo cuanto puede ofrecer la vida, una magnífica casa en Grosvenor Square, una de las más espléndidas mansiones antiguas en Kent. Acababan de regresar de un largo crucero por la India en su yate. Ella nunca descansaba, siempre iba de un lado a otro, como buscando algo. Sus ojos tenían una obsesiva expresión de profunda tristeza. En otro tiempo se interesó por el arte y pintaba espléndidamente; incluso había pasado un invierno en el taller de Julien, en París. Ahora ya por nada se interesaba; nada le importaba; sí, se interesaba por el bienestar de los niños; había dado mucho dinero para sus vacaciones estivales y para sus asilos. Consentí de mala gana en quedarme. Tenía ansiedad por volver a París; me preocupaba la tos de John. Mi huéspeda había olvidado decirme que su cuñada, sentada a mi lado durante la cena, era una de las mujeres más hermosas que yo he visto. También me impresionó mucho la triste expresión de sus magníficos ojos oscuros. Había algo sin vida en su rostro. Parecía aburrirle mi compañía y no hacía ningún esfuerzo para ocultarlo. Le dije que aquel año había buenos cuadros en la Exposición, que por su cuñada sabía que había estudiado arte en el taller de Julien. ¿Había conocido allí a María Baschkirzeff? No, pero había oído hablar de ella.

Sí, todos habían oído hablar.
Moussia
empleaba la mayor parte del tiempo en su propia propaganda. La conocí mucho; era una de las jóvenes más listas que había tratado, pero tenía poco corazón; era, sobre todo, una
poseuse
, sólo capaz de amarse a sí misma. Mi compañera parecía más aburrida que nunca. Esperando tener mejor suerte, le dije que había pasado la tarde en el hospital de los niños, en Chelsea. Había sido una revelación para mí, que en París visitaba con frecuencia el
Hôpital des Enfants Trouvés.

Dijo que le parecía que nuestros hospitales para niños eran muy buenos.

Le contesté que no era así, que la mortalidad entre los niños franceses, dentro y fuera de los hospitales, era espantosa. Le hablé de los millares de niños abandonados, expedidos a provincias en el
train des nourrices.

Me miró por primera vez con sus tristes ojos: la dura expresión sin vida había desaparecido de su rostro. Pensé que tal vez, a pesar de todo, fuera una mujer de buen corazón. Al despedirme de mi huéspeda le dije que no era un caso para mí, ni aun para el mismo Charcot; el doctor Phillips era el hombre necesario; su cuñada estaría bien en cuanto tuviese un niño.

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