La Historia de San Michele (33 page)

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Authors: Axel Munthe

Tags: #Biografía

BOOK: La Historia de San Michele
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C'est une belle fille
—dijo Rosalía, poniéndose un dedo en la frente—,
mais je crois quelle a une araignée dans le plafond. Elle m'a dit quelle ne savait pas du tout pourquoi elle était venue ici.

El éxito de este experimento preliminar me decidió, con mi habitual impulsividad, a ejecutar mi plan rápidamente. Ordené a
Geneviève
volver a la
Avenue de Villiers
con las mismas precauciones, a la misma hora, dos días después. Era lunes y había invitado a comer a Norström; le quería allí como testigo en caso de imprevistas complicaciones. Cuando le expuse mi proyecto me advirtió de las serias responsabilidades en que podía incurrir, tanto en caso de éxito como de fracaso; por lo demás, estaba seguro de que ella no vendría.

—Supón que lo haya dicho a alguien —dijo Norström.

—No puede contar a nadie lo que ella misma ignora, y no sabrá que viene a la
Avenue de Villiers
hasta que el reloj dé las doce.

—Pero ¿no pueden hacerla hablar hipnotizándola?

—Sólo hay un hombre que podría arrancárselo: el mismo Charcot. Pero como se interesa poco por ella, fuera de sus conferencias de los martes, he eliminado esa posibilidad.

Dije que, además, era demasiado tarde para discutir; estaba seguro de que ella había dejado ya el hospital y que comparecería en menos de media hora.

El reloj del vestíbulo dio las doce y cuarto: creí que estaba adelantado, y por primera vez su sonido profundo irritó mi oído.

—Quisiera que dejaras toda esa chifladura del hipnotismo —dijo Norström, encendiendo su gran cigarro—. Lo tienes metido en los sesos y acabarás por volverte loco tú también, si no lo estás ya. No creo en el hipnotismo; he intentado hipnotizar a varias personas y nunca lo he conseguido.

—Yo no creería en el hipnotismo si lo hubieses logrado —repliqué, mohíno.

Sonó la campanilla. Me precipité a abrir la puerta. Era Miss Anderssen, la enfermera a quien había encargado viniese a la una para conducir a
Geneviève
a su casa. Debía partir con ella en el expreso de la noche para Normandía, con una carta mía dirigida al párroco del pueblo, en la que le explicaba la situación y le rogaba impidiera a toda costa el regreso de
Geneviève
a París. Volví a sentarme a la mesa del comedor, fumando furiosamente un cigarrillo tras otro.

—¿Qué dice de todo esto la enfermera? —preguntó Norström.

—No dice nada, es inglesa. Me conoce bien y tiene plena confianza en mí.

—Ojalá la tuviese yo —refunfuñó Norström, chupando su cigarro.

El reloj Cromwell de la chimenea dio la una y media, confirmada con misteriosa precisión por la media docena de relojes de las demás estancias.

—Fracaso —dijo flemáticamente Norström—. Tanto mejor para nosotros; yo me alegro mucho de no verme envuelto en este asunto.

Aquella noche no pegué los ojos; esta vez fue
Geneviève
quien me tuvo despierto, no los aldeanos. Me había viciado durante tanto tiempo la fortuna, que no se adaptaban mis nervios al fracaso. ¿Qué había sucedido?

Me sentía enfermo y débil cuando entré en el anfiteatro de la
Salpêtrière
a la mañana siguiente. Charcot había ya empezado su lección del martes sobre el hipnotismo.
Geneviève
no estaba en su puesto habitual del escenario. Salí de la estancia y subí a la
Salle des Gardes.
Uno de los internos me dijo que el día anterior, mientras comía, le habían llamado a la
Salle Sainte-Agnès
, donde había encontrado a
Geneviève
en un estado de coma cataléptico, interrumpido por las más violentas convulsiones que había visto. Una de las monjas la había hallado media hora antes fuera del hospital, cuando subía a un coche. Parecía tan agitada, que la monja la recondujo, con gran trabajo, a la habitación del portero, y tuvieron que subirla en brazos a la
Salle Sainte-Agnès.
Toda la noche había luchado desesperadamente, como un animal salvaje que intenta escaparse de la jaula; tuvieron que ponerle la camisa de fuerza. En aquel momento estaba encerrada en un cuarto separado, con una fuerte dosis de bromuro y un
bonnet d'irrigation
en la cabeza. Nadie comprendía la causa de tan imprevista variación. El mismo Charcot la había visitado y, con gran dificultad, consiguió dormirla. Fuimos interrumpidos por la entrada del jefe de clínica, que me dijo había estado buscándome por todo el hospital, porque Charcot quería hablarme, y debía conducirme a su gabinete en cuanto terminase la lección en el anfiteatro. No me dirigió una sola palabra mientras atravesábamos los laboratorios adyacentes. Llamó a la puerta y yo entré en el tan conocido y pequeño santuario del Maestro, por última vez en mi vida. Charcot estaba sentado en la acostumbrada silla junto a la mesa, inclinado sobre el microscopio. Alzó la cabeza y dirigió sus terribles ojos sobre mí. Hablando muy lentamente con su profunda voz, que temblaba de rabia, dijo que yo había intentado atraer a mi casa una enferma de su hospital, una muchacha, una desequilibrada, irresponsable de sus actos. Según su confesión, había estado ya una vez en mi casa; mi diabólico plan de aprovecharme de ella por segunda vez había abortado por pura casualidad.

Era una ofensa criminal y él debería entregarme a la Policía, pero, por el honor de la profesión y por la cinta roja que llevaba en la solapa, se limitaba a despedirme del hospital; esperaba no volver a verme.

Me sentí como fulminado, se me pegó la lengua al paladar y no pude pronunciar palabra. De pronto, al comprender el significado de su abominable acusación, perdí el miedo. Repuse, irritado, que él y sus secuaces, no yo, eran quienes habían llevado a la ruina a aquella pobre muchacha que había entrado en el hospital como una aldeana sana y fuerte y saldría de allí como una loca si permanecía aún más tiempo. Yo había adoptado el único camino para devolverla a sus viejos padres. No había logrado rescatarla y lo sentía.


Assez, monsieur! —
gritó.

Volvióse al jefe de la clínica y le dijo que me acompañase a la portería, con orden de prohibirme la entrada al hospital, añadiendo que si su autoridad no fuera suficiente para excluirme de su clínica, denunciaría el asunto a la
Assistance Publique.

Levantóse de la silla y salió de la sala con paso lento y pesado.

XIX - Hipnotismo

LAS famosas representaciones en el anfiteatro de la
Salpêtrière
, causa de mi desgracia, han sido condenadas, hace mucho tiempo, por cuantos estudian seriamente los fenómenos hipnóticos. Las teorías de Charcot sobre el hipnotismo, impuestas sólo por el peso de su autoridad a toda una generación de médicos, han caído en descrédito después de haber retrasado más de veinte años nuestro conocimiento acerca de la verdadera naturaleza de estos fenómenos. Se ha demostrado que casi todas las teorías de Charcot sobre el hipnotismo son erróneas. El hipnotismo no es, como él decía, una neurosis inducida artificialmente, que se encuentra sólo en el histerismo, en los hipersensibles, débiles mentales y desequilibrados. La verdad es todo lo contrario. Los sujetos histéricos son, en general, más difíciles de hipnotizar que las personas bien equilibradas y de mente sana. Las inteligentes, de carácter fuerte y dominadoras, son más fácilmente hipnotizables que los torpes, estúpidos, superficiales y escasos de mentalidad. Los idiotas y los locos suelen ser refractarios a la influencia hipnótica. Los que aseguran no creer en el hipnotismo, se ríen de uno y dicen estar seguros de que no pueden ser hipnotizados, son los más fáciles de dormir. Los niños son muy hipnotizables. El sueño hipnótico no puede producirse sólo con medios mecánicos. Las brillantes bolas de vidrio, los espejuelos giratorios del cazador de pájaros, los calamitas, el mirar fijamente en los ojos al sujeto, los clásicos pases mesmerianos usados en la
Salpêtrière
y en la
Charité
son verdaderas tonterías.

No es despreciable el valor terapéutico del hipnotismo en medicina y cirugía, como decía Charcot. Al contrario, es inmenso si lo utilizan médicos competentes, de mente lúcida y manos limpias, y que conozcan a fondo la técnica. Las estadísticas de millares de casos bien comprobados aseveran esto sin discusión. En cuanto a mí, que nunca he sido lo que se llama un hipnotizador, sino un especialista de enfermedades nerviosas obligado a usar esta arma cuando eran inútiles otros remedios, he obtenido con frecuencia resultados maravillosos de ese todavía mal comprendido método de curación. Trastornos mentales de varias clases, con pérdida de voluntad o sin ella; alcoholismo, morfinomanía, cocainomanía, ninfomanía, pueden curarse, en general, por ese medio.

La inversión sexual es más difícil de vencer. En muchos, si no en la mayoría de los casos, no puede considerarse como una enfermedad, sino como una desviación del instinto sexual, natural en ciertos individuos en quienes una intervención enérgica suele hacer más mal que bien. Si deben intervenir nuestras leyes sociales y hasta qué punto, es cuestión muy complicada que no pienso discutir aquí. Cierto que la actual fórmula de la ley se basa en una mala inteligencia de la desagradable situación, entre nosotros, de esa numerosa clase de personas. No son criminales, sino simples víctimas de una momentánea distracción de la madre Naturaleza, acaso en el instante de su nacimiento o en el de su concepción. ¿Cuál es la explicación del enorme aumento de la inversión sexual? ¿Es la Naturaleza, que se venga de la muchacha masculinizada de hoy sacando de sus escurridos flancos y de sus senos lisos un hijo afeminado? ¿O quizá somos los asombrados espectadores de una nueva fase de evolución, con una amalgama gradual de los dos distintos animales en uno nuevo hasta ahora desconocido, último superviviente de una raza condenada en un planeta consunto, eslabón faltante entre el
Homo sapiens
de hoy y el misterioso
Super Homo
de mañana?

El gran beneficio derivado de la anestesia hipnótica en las operaciones quirúrgicas y en los partos, es hoy reconocido por todos. Y aún es más sorprendente el efecto beneficioso de este método en la más dolorosa de todas las operaciones, que, por regla general, debe soportarse sin anestesia: la muerte. Lo que me fue concedido hacer por muchos de nuestros soldados moribundos durante la última guerra, es suficiente para que dé gracias a Dios por haber puesto en mis manos tan poderosa arma. En el otoño de 1915 pasé dos días y dos noches inolvidables entre unos doscientos soldados moribundos, cubiertos de capotes ensangrentados, apiñados en el suelo de la iglesia de un pueblo de Francia. No había morfina, ni cloroformo, ni anestésicos de ninguna clase para aliviar sus tormentos y abreviar su agonía. Muchos morían ante mis ojos, insensibles y sin darse cuenta, a menudo hasta con la sonrisa en los labios, mi mano sobre la frente, en el oído mis palabras de esperanza y de conformación, lentamente repetidas: el terror de la muerte desaparecía poco a poco de sus ojos entreabiertos.

¿Qué era aquella fuerza misteriosa, que parecía casi emanar de mi mano? ¿De dónde venía? ¿Procedía de la corriente de conciencia circulante en mí bajo el nivel de mi vida despierta, o consistía, en el fondo, en la misteriosa «fuerza odílica», el fluido magnético de los antiguos mesmerianos? Naturalmente, la ciencia moderna ha desechado el fluido magnético y lo ha sustituido con una docena de nuevas teorías, más o menos ingeniosas. Todas las conozco y, hasta ahora, no me satisface ninguna. La sola sugestión, que es la verdadera clave de la teoría del hipnotismo aceptada ahora universalmente, no puede explicar todos sus asombrosos fenómenos. La palabra «sugestión», tal como es usada por sus principales promotores, o sea por la escuela de Nancy, difiere, además, sólo de nombre, de aquella fuerza odílica de Mesmer puesta ahora en ridículo. Admitamos, como es debido, que el milagro no lo hace el operador, sino la mente subconsciente del sujeto. Pero ¿cómo explicar el éxito de un operador y el fracaso de otro? ¿Por qué la sugestión de un operador cae como una voz de mando en lo profundo de la mente del sujeto para poner en acción sus fuerzas latentes, mientras la misma sugestión hecha por otro operador es interceptada por la conciencia del sujeto y no produce resultado? Más que nadie ansío yo saberlo, porque desde niño sé que poseo en grado excepcional ese poder, sea cual fuere el nombre que se le dé. La mayoría de mis enfermos, jóvenes y viejos, hombres y mujeres, parecían descubrirlo más tarde o más temprano y me hablaban de él con frecuencia. Mis compañeros en las salas de los hospitales lo sabían, y también había llegado a conocimiento de Charcot, que lo utilizaba a menudo. El profesor Voisin, famoso alienista del
Asile Sainte-Anne
, quiso que le ayudase muchas veces en sus desesperadas tentativas para hipnotizar algunos de sus locos. Trabajábamos horas enteras con aquellos pobres dementes, que chillaban y deliraban de rabia en sus camisas de fuerza y no podían hacer otra cosa que escupirnos al rostro, lo que verificaban a menudo. En la mayor parte de los casos era negativo el resultado de nuestros esfuerzos, pero en diversas ocasiones conseguí calmar a algunos cuando el mismo profesor fracasaba, a pesar de su maravillosa paciencia. Todos los guardianes del
Jardin Zoologique
y de la
Ménagerie Pezon
lo sabían. Era una especialidad mía la de poner a sus serpientes, lagartos, tortugas, papagayos, lechuzas, osos y grandes felinos en estado de letargo, más bien semejante al primer grado de hipnosis de Charcot, y a menudo conseguía producir un sueño profundo. Creo haber dicho ya cómo abrí un absceso y extraje una astilla de la garra de
Léonie
, la magnífica leona de la
Ménagerie Pezon.
No puede explicarse más que como un caso de anestesia local bajo ligera hipnosis. Los monos, a pesar de su constante inquietud, son fáciles de hipnotizar, gracias a su elevada inteligencia y a su impresionable sistema nervioso. El encantamiento de las serpientes es, naturalmente, un fenómeno hipnótico. Yo mismo puse en estado de catalepsia a una cobra en el templo de Karnak. Creo que también el amaestramiento de los elefantes salvajes tiene algo de influencia hipnótica. La forma en que una vez oí hablar, durante horas enteras, a un
mahout
con uno de los elefantes del Jardín Zoológico, que se había vuelto recalcitrante, semejaba perfectamente la sugestión hipnótica. La mayoría de los pájaros son fácilmente hipnotizables, y todos sabemos cuán fácil es esto con los polluelos. En todas las relaciones con los animales, salvajes o domesticados, la influencia confortante del sonido monótono de palabras lentamente repetidas, puede comprobarla con facilidad cualquier observador; tanto, que casi parece comprender el verdadero significado de lo que les decimos. ¡Qué no daría yo por saber lo que ellos me dicen a mí! Sin embargo, es evidentemente imposible hablar, en tal caso, de sugestión mental. Aquí debe de haber en acción algún otro poder; y sigo preguntando en vano: ¿qué es este poder?

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