La Historia de San Michele (11 page)

Read La Historia de San Michele Online

Authors: Axel Munthe

Tags: #Biografía

BOOK: La Historia de San Michele
7.6Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Tal vez tenga usted razón, pero no debemos hablar de nuestros enfermos, y, en cuanto a la vida real, temo ser demasiado joven para conocerla mucho.

—Diga, al menos, lo que sepa —insistió la Baronesa.

—Sé que la vida es hermosa, pero sé también que con frecuencia nos la complicamos y la convertimos en estúpida farsa, en desagradable tragedia, o en ambas cosas, de suerte que al fin no se sabe si es mejor llorar o reír. Es más fácil llorar, pero mucho mejor reír, mientras se ría quedamente.

—Cuéntenos alguna historia de animales —dijo la Condesa para llevarme a un terreno más seguro—. Dicen que su país está lleno de osos; cuéntenos algo de ellos, cuéntenos una historia de oso.

—Era una vez una señora que habitaba una antigua casa señorial en el lindero de una gran selva, muy al Norte. Esa señora tenía un oso domesticado, a quien quería mucho. Lo habían encontrado, casi muerto de hambre, en la selva, tan pequeño y débil, que hubieron de criarlo con biberón la señora y su vieja cocinera. Eso había ocurrido algunos años antes, y el oso se había hecho grande; tan grande que, si hubiera querido, habría podido matar a una vaca y llevársela entre sus garras. Mas no quería; era un oso tan amable que no pensaba en hacer daño a nadie, ni a hombres ni a animales. Solía permanecer sentado fuera de su cabaña, mirando amistosamente con sus inteligentes ojillos el ganado que pacía en la pradera vecina. Era muy conocido de los tres peludos caballitos montañeses de la cuadra y no hacía caso de ellos cuando iba por allí con el ama. Los niños lo montaban y más de una vez los encontraron dormidos entre sus garras, en su cabaña. Los tres perros lapones gustaban de jugar toda clase de juegos con él, tirarle de las orejas y del muñón de la cola y gastarle toda clase de bromas. A él nada le importaba. Nunca había probado la carne, comía el mismo alimento de los perros y, muchas veces, en el mismo plato: pan, puches, patatas, coles, nabos. Tenía buen apetito, y su amiga la cocinera cuidaba de darle alimento suficiente. Los osos son vegetarianos cuando tienen ocasión; lo que más les gusta es la fruta. En otoño solía contemplar sentado, con la vista fija, las manzanas que maduraban en el huerto, y, de joven, no pudo resistir varias veces la tentación de encaramarse al árbol y coger algunos puñados. Los osos parecen torpes y tardos en sus movimientos, pero ponedlos cerca de un manzano y pronto os convenceréis de que en aquel juego pueden vencer fácilmente a cualquier chiquillo de la escuela. Entre tanto, había aprendido que aquello estaba prohibido, pero tenía siempre los ojillos muy abiertos vigilando las manzanas que caían al suelo. También le habían tentado las colmenas, pero fue castigado y atado a la cadena durante dos días, con el hocico ensangrentado, y no volvió a hacerlo. No lo encadenaban más que de noche, lo cual era justo, porque un oso, como un perro, se pone fácilmente de mal humor si se le tiene atado, y no es de extrañar. También lo amarraban los domingos, cuando el ama iba a pasar la tarde con la hermana casada, que vivía en una casa solitaria al otro lado del lago montañero, una hora larga de camino a través de la espesa selva. Pensaban que no estaba bien que anduviera por la selva, con todas sus tentaciones; era preferible tenerlo seguro. Además era un mal marinero, y una vez se asustó tanto por una repentina ráfaga de viento, que volcó la barca, y él y su ama tuvieron que nadar hasta la orilla. Sabía muy bien lo que significaba el que su ama le encadenase los domingos, acariciándole amistosamente la cabeza y prometiéndole una manzana al regreso, como un perro bueno cuando su ama le dice que no puede llevarlo a paseo con ella.

»Un domingo, cuando la señora lo encadenó como de costumbre y estaba ya ella, más o menos, a medio camino en la selva, le pareció oír de pronto, detrás de sí, el crujido de una rama de árbol en el serpenteante sendero. Volvióse y quedó horrorizada al ver al oso acercarse a gran velocidad. Parece que los osos se mueven lentamente, pero corren con más rapidez que un caballo al trote. En un minuto la alcanzó, jadeando y husmeando para recuperar el puesto de costumbre tras sus talones, como un perro. La señora se enfadó mucho; ya iba retrasada a la comida y no tenía tiempo de volver a llevarlo a casa, ni quería que fuese con ella; además, había sido muy malo al desobedecerla y soltarse de la cadena. Le ordenó, con la voz más severa, regresar inmediatamente, amenazándole con la sombrilla. El oso se detuvo un momento y la miró con ojos astutos, mas no quería retroceder y seguía olfateándola. Cuando la señora vio que hasta había perdido su collar nuevo, enojóse más todavía y le golpeó el hocico con la sombrilla, tan fuerte que ésta se partió en dos. De nuevo se paró el oso, sacudió la cabeza y abrió varias veces su bocaza, como si quisiera decir algo; luego, se volvió y empezó a caminar, contoneándose, por la vereda por donde había venido, deteniéndose de vez en cuando para mirar a la señora, hasta que ella lo perdió de vista. Cuando la señora volvió por la noche, estaba en su sitio de siempre, fuera de su cabaña, y parecía muy afligido. La señora seguía muy enfadada y se le acercó y empezó a reprenderle severamente, diciéndole que no le daría ninguna manzana, ni cena, y que, además, seguiría encadenado dos días. La vieja cocinera, que quería al oso como si fuese su hijo, salió corriendo de la cocina, encolerizada.

»—¿Por qué le riñe, señora? —dijo—. Ha sido más bueno que el pan todo el día. ¡Dios lo bendiga! Ha estado ahí quieto, sentado, manso como un ángel, mirando continuamente la cancela, esperando su regreso.

»El oso de la selva era otro.»

Dieron las once en el reloj de la torre.

—Es hora de acostarse —dijo el Conde—. He ordenado que nuestros caballos estén listos para las siete de la mañana.

—Que duerma bien y tenga agradables sueños —me dijo la Condesa cuando subía yo a mi habitación.

No dormí mucho, pero ¡soñé tanto!

A la mañana siguiente, a las seis, arañó
Leo
mi puerta, y a las siete en punto cabalgábamos el Conde y yo por el paseo de espléndidos y añosos tilos que conducía al bosque. Pronto nos encontramos en una verdadera selva de olmos y hayas, con alguna que otra magnífica encina acá y allá. El bosque estaba silencioso; sólo se oía, de vez en cuando, el rítmico golpear del picamaderos, el arrullo de una paloma silvestre, el agudo grito de un herrerillo o el profundo contralto de un mirlo, que gorjeaba las últimas estrofas de su balada. Poco después salimos a la vasta extensión de campos y prados, en pleno sol. Y he aquí la querida alondra, trémula en sus alas invisibles, alta en el firmamento, que derrama su corazón al cielo y a la tierra, con estremecimientos de la alegría de vivir. Miré al pajarillo y lo bendije una vez más, como a menudo había hecho en el helado Norte, cuando, como un niño, solía sentarme y me quedaba mirando con agradecidos ojos al pequeño mensajero gris del estío, seguro de que al fin el largo invierno había terminado.

—Es su último concierto —dijo el Conde—. Su tiempo termina; pronto empezará a trabajar para dar de comer a sus pequeñuelos y no tendrá tiempo de cantar y regocijarse. Tiene usted razón, es el más artista de todos. Canta realmente con el corazón.

—¡Y pensar que hay hombres capaces de matar a este inofensivo cantorcito! No tiene usted más que ir a
Les Halles
y encontrará centenares y centenares en venta, para otros hombres que tienen el valor de comérselos. Sus voces llenan todo el cielo de alegría, pero sus pobres cuerpecitos muertos son tan minúsculos que un niño puede apresarlos en la palma de la mano. Sin embargo, los devoramos con glotonería, como si no hubiese nada más que comer. Nos estremecemos a la sola palabra de canibalismo y ahorcamos al salvaje que quiere entregarse a esa costumbre de sus antepasados, pero quien asesina y come a estos pajarillos permanece impune.

—Es usted un idealista, querido doctor.

—No, a eso lo llaman sentimentalismo y se burlan, sencillamente, de él. Que se burlen cuanto quieran; no me importa. Pero recuerde lo que le digo. Llegará un tiempo en que dejarán de burlarse, cuando comprendan que el mundo de los animales ha sido puesto por el Creador bajo nuestra protección y no a nuestra merced; cuando comprendan que los animales tienen el mismo derecho a vivir que nosotros, y que nuestro derecho de quitarles la vida está estrictamente limitado a nuestro derecho de defensa y de existencia. Vendrá un tiempo en que el mero placer de matar se extinguirá en el hombre. Mientras exista ese placer, ningún derecho tiene el hombre a llamarse civilizado; es un simple bárbaro, un eslabón fallido entre sus antepasados salvajes (que se mataban mutuamente con hachas de piedra por un pedazo de carne cruda) y el hombre del porvenir. La necesidad de matar a los animales feroces es indiscutible, pero sus verdugos, los orgullosos cazadores de hoy, descenderán al mismo nivel de los matarifes de animales domésticos.

—Quizá tenga usted razón —dijo el Conde, mirando de nuevo al cielo, mientras hacíamos volver a nuestros caballos y los encaminábamos hacia el castillo.

Durante la comida, un criado trajo un telegrama a la Condesa. Ésta lo pasó al Conde, que lo leyó sin decir palabra.

—Creo que ya conoce usted a mi primo
Maurice
—dijo la Condesa—. Estará aquí a la hora de cenar, si tiene tiempo de tomar el tren de las cuatro. Está de guarnición en Tours.

En efecto, el
vicomte Maurice
cenó con nosotros. ¡Y de qué modo! Era un guapo mozo, alto, con la frente estrecha y huidiza, orejas enormes, una mandíbula cruel y los bigotes a lo
général Galliffet.


¡Quel plaisir inattendu
,
Monsieur le Suédois
, encontrarlo aquí: verdaderamente inesperado!

Esta vez se dignó darme la mano, una mano pequeña y blanda, con un apretón particularmente desagradable, que facilitó mi clasificación del hombre. Sólo me faltaba oírle reír, y se apresuró a ofrecerme esta oportunidad. Su ruidosa y monótona risita resonó por el comedor durante toda la cena. Empezó, de pronto, a contar a la Condesa una historieta muy equívoca de la desventura acaecida poco antes a uno de sus compañeros, que había encontrado a su amante en la cama del asistente.
Monsieur l'abbé
empezaba a parecer bastante turbado, cuando el Conde atajó al Vizconde explicando a su mujer, a través de la mesa, nuestra cabalgada matinal, que el trigo estaba en excelentes condiciones, que el trébol era abundante, y que habíamos oído la última canción de una alondra retrasada.

—¡Qué estupidez! —dijo el Vizconde—. ¡Si se ven volar en gran número! Ayer maté yo una. Y en mi vida he disparado mejor tiro; el animalito no parecía mayor que una mariposa.

Enrojecí hasta la raíz del cabello, pero
Monsieur l'abbé
me detuvo a tiempo, poniéndome una mano en la rodilla.

—¡Es una brutalidad matar a una alondra,
Maurice!
—dijo la Condesa.

—¿Por qué? Hay muchas y, además, son un excelente blanco para ejercitarse; no conozco otro mejor, a no ser las golondrinas. ¿Sabes, querida
Juliette?
, soy el mejor tirador de mi regimiento y, si no me ejercitase, no tardaría en enmollecerme. Por fortuna, hay abundancia de golondrinas alrededor de nuestro cuartel; anidan a cientos en los aleros de la cuadra; precisamente ahora están ocupadas en dar de comer a sus pequeños y van y vienen constantemente por delante de mi ventana. Es muy divertido; tomo muchas por blanco cada mañana, sin salir siquiera de mi cuarto. Ayer hice una apuesta de mil francos con Gastón a que, de diez, tumbaría seis, y aunque no lo creáis, tumbé ocho. No conozco nada mejor para el ejercicio diario de tiro. Siempre digo que debieran hacerlo obligatorio en todas las Escuelas de Tiro.

Se detuvo un momento para contar exactamente las gotas de un frasquito de medicina que vertía en el vaso de vino.

—Escucha, querida
Juliette
, no seas tonta, ven conmigo a París mañana. Necesitas un poco de asueto después de estar sola semanas enteras en este lugar apartado. Será un espectáculo espléndido, el mejor concurso que jamás ha habido; acudirán todos los buenos tiradores de Francia y, como me llamo Maurice, verás como la medalla de oro del Presidente de la República se la ganará tu primo. Tendremos una alegre cena en el
Café Anglais
y, luego, te llevaré al
Palais-Royal
a ver
Une nuit de noces;
es una encantadora comedia; yo la he visto cuatro veces, pero me gustaría mucho volverla a ver teniéndote a mi lado. El lecho aparece en medio del escenario, con el amante escondido debajo, y el novio, que es un viejo…

El Conde, visiblemente molesto, hizo una seña a su esposa y nos levantamos de la mesa.

—Yo nunca podría matar una alondra —dijo secamente.

—No, querido Roberto —aulló el Vizconde—, ya sé que no podrías; errarías el tiro.

Subí a mi cuarto casi llorando, por la rabia reprimida y por la vergüenza de haberla reprimido. Mientras preparaba la maleta, entró el Abate. Le supliqué dijera al Conde que me habían llamado de París y me veía obligado a tomar el tren de medianoche.

—No quiero volver a ver a ese energúmeno; le arrancaría el indolente monóculo de su cara de imbécil y lo haría trizas.

—Será mejor que no lo intente; le mataría en seguida. Es un tirador famoso; ha tenido no sé cuántos duelos. Siempre busca pendencia con todos, pues tiene muy mala lengua. Le suplico que domine sus nervios durante treinta y seis horas. Mañana por la noche se va al concurso de París, y,
entre nous
, le diré que me alegraré tanto como usted de que se vaya.

—¿Por qué?

El Abate permaneció silencioso.

—Está bien,
Monsieur l'abbé
, yo le diré el porqué. Está enamorado de su prima, y a usted le disgusta eso y desconfía.

—Ya que ha adivinado usted la verdad, sabe Dios cómo, vale más que se lo diga: quería casarse con ella, pero lo rechazó. Afortunadamente, no le gusta.

—Pero le teme, lo cual es casi peor.

—Al Conde le disgusta muchísimo su amistad con la Condesa, y por eso no quería dejarla sola en París, donde él la acompañaba continuamente a fiestas y teatros.

—No creo que se vaya mañana.

—Es seguro que se irá; tiene demasiadas ganas de ganar esa medalla de oro y, probablemente, la ganará. Es un gran tirador.

—Yo también quisiera serlo; me gustaría tumbar a ese bruto para vengar a las golondrinas. ¿Sabe usted algo de sus padres? Supongo que debía de haber algo en ellos.

Other books

Entralled by Annette Gisby
Skating on Thin Ice by Jessica Fletcher
Vita Sexualis by Ogai Mori
Tzili by Aharon Appelfeld
The Ugly Sister by Winston Graham
In Bed with Mr. Wrong by Katee Robert
Hard Frost by R. D. Wingfield
The Venice Code by J. Robert Kennedy