—¡Eh! ¿Qué haces, niña? —preguntó Mona. Se puso de pie lentamente y comenzó a colocar sus cosas en los cajones.
Loella no estaba acostumbrada a disponer de mucho espacio; no, en ese aspecto no había sido muy afortunada; pero es distinto cuando se vive con la propia familia. Si el Hogar le había parecido aceptable era, precisamente, porque tenía un cuarto para ella sola. Y ahora… Ya no tendría donde aislarse de los demás. ¿Adónde podría ir?
Abrió el cajón de la mesa que estaba junto a la ventana y sacó su cuaderno, las cartas de tía Adina, la llave de la cabaña y algunas cosas más. Ya no quería tenerlas allí. Debajo del armario guardaba una vieja lata de galletas que le sirvió de maleta cuando vino a la ciudad. La sacó y metió en ella sus cosas. Luego la ató con una cuerda y la puso debajo de su cama.
—¿Qué haces? ¿Estás de mudanza? —preguntó Mona sin obtener respuesta.
Mona iba de un lado a otro con las medias puestas, sin zapatos. Empezaba a sentirse en su casa, a instalarse en la habitación como si fuese suya. Tenía un montón de cosas esparcidas por todas partes. Frascos, tubos, botellas, cachivaches absurdos. Y fotografías de mucha gente. En lo alto del armario puso un revoltijo de collares, pulseras y pendientes, junto con horquillas y bigudíes.
Había un estante para poner los libros. Mona puso en él tal cantidad de revistas que el estante se desplomó. Entonces metió los libros debajo de su cama, junto con sus zapatos. Tenía tantos pares que era imposible que cupieran en el armario. Y, de todos modos, estaba lleno hasta los topes. Menos mal que Loella tenía poca ropa, si no, Mona no hubiera podido guardar la suya.
La chica parecía más contenta a cada minuto que pasaba. Empezó cantando unas versiones muy particulares de los éxitos del momento. Sabía muchos, según parecía, pero sólo a trozos. Cantaba una tonada hasta donde sabía, pasaba a otra y acababa con una diferente. Y siempre fuera de tono. Sin embargo, se mostraba muy satisfecha de su actuación.
«Así es la vida… Me rompes el corazón… Los enamorados deben separarse siempre… Oh, noche lluviosa… Lloro por ti… Oh, querida, dime la verdad…»
Loella se puso a mirar por la ventana.
¿Qué se creía esa tonta? ¿Que el cuarto era suyo? No, si hasta tendría que pedirle permiso para compartirlo con ella…
¿No se daba cuenta de que aquella casa era de todo el mundo? No era su casa ni la de Mona ni la de Olle ni la de Göran. No era de nadie. Tenían de todo, pero nada les pertenecía. En su casa del bosque Loella no tenía nada, pero todo le pertenecía. Esa era la gran diferencia.
En la ciudad se podía llevar una vida cómoda, pasar el tiempo sin hacer casi nada. Y era una tentación cuando se estaba desilusionado y sin ganas de pensar.
En el bosque no había comodidades, pero la gente se mantenía despierta. Había que vencer dificultad tras dificultad, pero no se molestaban unos a otros. Aquí había que hacer lo que se les antojaba a los demás.
«Sé que me quieres, que por fin, por fin, me quieres…» canturreaba Mona.
Loella se volvió y la miró furibunda.
—¡Cállate! ¡Basta de idioteces!
Mona contestó con auténtico asombro:
—¡Oye…! ¿Con quién crees que estás hablando, niña?
Se quedaron frente a frente, haciéndose un rápido y mutuo examen. Mona vio una criatura morena e insignificante, venida de quién sabe qué miserable rincón del mundo. Mona también era del campo, pero de un lugar cercano a Estocolmo y ponía mucho empeño en que se notara en su aspecto y en su manera de hablar. No le cabía la menor duda de que aquella chica malhumorada con quien tenía la mala suerte de compartir la habitación, venía de un lugar salvaje.
Y Loella vio a una gansa presuntuosa con un paquete de cigarrillos en la mano. A través de las finas medias llamaban la atención las uñas de sus pies, pintadas de un rojo rabioso. Una carrera subía por su pierna hasta desaparecer bajo la falda corta y estrecha que se completaría con un jersey más chico de lo que hubiera necesitado.
Su pelo era como una brazada de paja entre la que aparecía una cara pálida y delgada. Aunque no era fácil decir cómo sería de verdad esa cara. La pintura color naranja de sus labios era capaz de cegar a cualquiera. Y como había más color en los párpados que en los ojos, era imposible descubrir la menor expresión en su mirada.
De su boca surgió otra canción:
«Dime cuándo te veré, dime cuándo, cuándo, cuándo…»
Así fue cómo Mona Flink, de 14 años de edad, apareció en la vida de Loella y consiguió hacerla huir, desesperada, de la habitación.
¡Fuera! ¡A cualquier sitio, con tal de no estar allí!
No llegó muy lejos. En aquel preciso instante sonó la campana llamando a cenar.
Se sentaron a una larga mesa y tía Svea comió con ellos. Mona estaba en el lado opuesto al de Loella y un poco más a su izquierda. Los demás chicos la miraban con curiosidad y los mayores con cierto grado de admiración. Ella lo notaba y aumentó su seguridad en sí misma. Abrió la conversación con unas cuantas observaciones generales sobre la vida en el campo. Así pudieron saber que lo consideraba «lo último» y «triste como la muerte».
—No, morirme de aburrimiento no es para mí —dijo—. Me gustan los lugares donde haya movimiento, vida…
Muchos estuvieron de acuerdo con ella, pero tía Svea dijo que tal vez se llevaría una desilusión porque en aquella ciudad no pasaba casi nada.
—Sí, ya lo sé… —dijo Mona, comprensiva—. Se parece bastante a un cementerio, pero ya me encargaré yo de que pase algo.
Miró alrededor y apreció satisfecha las miradas de admiración de los chicos.
—Hay que vivir la vida —dijo mecánicamente, bajando los ojos de modo que se pudo ver el violento azul de sus párpados. Un expresivo chasquido de lenguas indicaba que sus vecinos apreciaban sus sabias palabras, pero que ahora dedicaban su atención al guiso de repollo.
Tía Svea miraba a cada uno de los chicos. Sus ojos se detuvieron un momento en la cara morena de Loella, que aún tenía una expresión agresiva. Tía Svea no dijo nada, pero estaba preocupada. El Hogar estaba lleno hasta los topes. Por eso no le había quedado más remedio que poner a Mona con Loella, que era la única que tenía una habitación para ella sola. ¿No se habría equivocado? ¿No hubiera sido mejor buscar otra solución? Decidió esperar hasta ver cómo marchaban las cosas entre las dos. Había pensado que Mona y Loella podían tener mucho en común ya que las dos eran del campo y su diferencia de edad muy pequeña.
Pero no se hacía muchas ilusiones al respecto; casi ninguna. Por lo visto, vivir en el campo podía significar algo muy distinto para unas u otras personas.
Por la noche Loella estaba sola en su cuarto. Mona habría salido o estaría con los chicos. No lo sabía. A veces los mayores se reunían para poner discos después de cenar. Les permitían usar el tocadiscos. A los niños no les dejaban unirse a ellos, pero Mona, seguramente, sería bien recibida.
No volvió hasta bastante tarde. Loella se había acostado temprano para poder usar el baño a sus anchas. Pero no dormía aún.
La puerta se abrió bruscamente y Mona irrumpió en la habitación silbando. Encendió la luz del techo.
—¿Duermes, niña?
Loella fingía dormir con la cara vuelta a la pared.
Mona se quitó los zapatos ruidosamente y empezó a desnudarse. Entre canto y silbido, bostezaba. Desapareció en el baño, estuvo chapoteando allí un buen rato y luego apagó la luz y se metió en la cama.
Pero dejó encendida la lamparita de su cabecera y empezó a hacer algo. Fuese lo que fuese, debía de ser bastante fastidioso, porque refunfuñaba y a veces hasta parecía quejarse.
Loella hizo como que se daba vuelta, dormida, y espió a Mona cautelosamente, abriendo apenas los ojos.
—Si estás despierta, podrías echarme una mano…
Mona estaba sentada en la cama, con las piernas dobladas y un espejito haciendo equilibrios sobre sus rodillas. Tenía la cabeza llena de rulos de todos colores. Le costaba mucho trabajo enrollar las mechas de la parte de atrás del cuello y eso la ponía de mal humor. Tenía un aspecto tan cómico que Loella tuvo que contenerse para fingir que seguía durmiendo y no soltar la carcajada.
Cuando Mona terminó la delicada operación, empezó a untarse la cara con una crema verde, haciendo ridículas muecas. Finalmente, cogió un frasco y un cepillito y aplicó un líquido a sus pestañas. Su cara aceitosa era todo un espectáculo a la luz de la lamparita que en seguida apagó. Bostezaba, suspiraba, tosía y resoplaba como un perrito cuando busca la postura más confortable antes de dormir. Se hizo el silencio. Poco después, Loella oyó que Mona decía con voz grave y monótona:
«Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu nombre…»
Otro silencio… otro suspiro y la voz que decía, con profundo sentimiento:
—Y por favor, cuida a Mona, Rolland, Frille, Pip, Johnny y Maggie… y a todo el mundo. Amén. A todos menos al viejo. Amén.
Un minuto después, Mona estaba completamente dormida.
LUCES rojas, colgadas en guirnaldas hechas con ramas de pino, dibujaban las palabras Feliz Navidad sobre la calle comercial más importante de la ciudad. Las luces lo inundaban todo con su brillo y había enanitos, árboles de Navidad y velas en los escaparates. Y música en todos los almacenes, invadidos por una fantástica multitud.
¡Qué barullo!
Y eso que todavía faltaba un mes para el día de Navidad.
Loella se sentía perdida y atemorizada por todas esas cosas maravillosas que, al mismo tiempo, la atraían poderosamente. En la ciudad sabían cómo ahuyentar la oscuridad, desde luego; pero también, y por desgracia, la nieve. No quedaba de ella más que una pasta color marrón sucio porque eran demasiados los pies que la pisaban. Pies por todas partes, revolviéndola, machacándola.
En medio de la plaza había un enorme árbol de Navidad cubierto de luces y con una estrella resplandeciente en la punta. De los altavoces salía la melodía de Noche feliz, noche de paz…
Por un momento Loella se sintió muy triste. Miró al cielo y no pudo ver una sola estrella de verdad entre tantas luces.
Claro, en la ciudad todo era distinto. No parecían celebrar la Navidad, sino cualquier otra cosa que llamaban Navidad para evitarse complicaciones. Siguiendo al gentío se metió en unos grandes almacenes.
Dentro, el caos era impresionante. Del techo colgaban adornos brillantes. Un papá Nöel gigantesco sobre una plataforma movía la cabeza de un lado a otro como una oveja. El tonto del pueblo resultaba inteligente comparado con él. Los altavoces llenaban el aire con canciones de Navidad y el ruido era ensordecedor.
La gente se amontonaba empujándose junto a los mostradores. Todos llevaban paquetes de colores. ¿Qué habrían comprado? Cosas inútiles, seguro.
Iban de mostrador a mostrador. Había montones de adornos para el árbol de Navidad: ropa, regalos…
Tía Adina solía poner un árbol de Navidad con adornos de papel hechos por ella misma. En la cabaña no había sitio, por eso se conformaban con unas ramas de abeto colocadas en una jarra. También ponía velas en la ventana.
Loella no pensaba comprar ningún adorno de Navidad. Guardaba el dinero de tía Adina para comprar lápices y sobres. Se acercó a un mostrador, pero había tanta gente que esperó mucho tiempo sin que nadie le hiciera el menor caso. Cada uno cogía lo que le parecía; pero ella pensaba que eso no debía estar permitido. Le habían dicho que se pagaba a la salida y no sabía cómo hacerlo. ¡En la tienda del pueblo era tan diferente…! Y mucho más sencillo. Si uno tenia dinero, lo ponía sobre el mostrador y listo. Suponiendo que tuviera dinero. No era corriente tener nada menos que un billete de diez coronas y no saber en qué gastarlo.
La única solución era esperar hasta que le dieran los lápices. Y luego ponerse en cola para pagar en la caja.
La gente parecía divertirse comprando; algo completamente nuevo para ella. Loella se aseguró de que el billete seguía estando bien doblado en su bolso. Sí, ahí estaba, gracias a Dios. Sería horrible perderlo.
En ese momento vio a Eva y Birgitta, dos niñas de su clase. Llevaban paquetes y bolsas de papel y parecían muy felices.
—¿También tú has venido a hacer tus compras de Navidad? —preguntaron a Loella arrastrándola con ellas mientras no dejaban de hablar sobre todo lo que habían comprado.
—A mí sólo me falta el regalo de papá —dijo Birgitta— y no sé qué comprarle.
—Es difícil —suspiró Eva—. El mío sólo quiere un millón de coronas y unos niños obedientes. ¿Y de dónde voy a sacar yo un millón de coronas?
Pensando en eso rieron las dos; luego preguntaron a Loella qué quería su padre y ella contestó sinceramente que no lo sabía porque no estaba en casa. Estaba siempre en el mar.
—¡Ah! ¿Es marino? Pero puede decírtelo en una carta, ¿no?
—Sí, claro, pero… —Loella estaba incómoda. Le hacían muchas preguntas a la vez y ella contestaba sobre cosas que en realidad no sabía—. Sí, papá ha estado en todos los países.
—¿En todos?
—Sí, naturalmente.
—¿Y te escribe desde tantos sitios?
—Quizás venga por Navidad, es muy fácil que venga.
—Entonces te traerá muchos regalos. Y tú tienes que comprarle alguno a él.
—Sí, claro.
—¿Tienes cartas con sellos de todas partes del mundo?
—Sí…
—¡Qué suerte! ¿Tú los coleccionas?
No, no coleccionaba sellos.
—¡Oh! ¿Me podrías dar los que vienen en las cartas de tu padre? Yo colecciono sellos y no tengo casi ninguno extranjero.
Loella decía que sí a todo. Más le hubiera valido morderse la lengua, pero ya era demasiado tarde. Eva daba saltos de alegría.
Si al menos mamá escribiera pronto desde América, tendría aunque fuese un solo sello, pensó desolada Loella.
—¿Dónde está ahora tu padre?
—No… no estoy segura. En América, quizás.
—¡Qué bien! No tengo ni un sello americano. Ojalá te escriba pronto.
Estaban en la sección de perfumería y Birgitta dijo que tenía que encontrar algo para su padre.
—Y yo —dijo Eva, nerviosa.
Miraron las cremas de afeitar y las colonias con poco entusiasmo, pero sin embargo decidieron comprar un tubo de dentífrico y uno de crema de afeitar. Entonces descubrieron un frasquito que contenía un líquido para parar la sangre cuando uno se corta al afeitarse.