Mona fumaba. Soltaba varias bocanadas apresuradas y luego corría a abrir la ventana.
—No se lo contarás a nadie, ¿verdad, niña? —decía siempre.
No, ¿por qué lo iba a decir? No le gustaba ir con cuentos. Por lo demás, no se hacían mucho caso la una a la otra. Se hablaban poco, aunque el silencio, entre ellas, podía ser bastante significativo. Preferían no intimar. Cada una se encerraba en sí misma.
Sin embargo, sus relaciones iban mejorando. Habían decidido abandonar las armas y se respetaban mutuamente.
Mona era irresponsable, indiferente y obstinada. Se engañaba a sí misma mucho mejor que a los demás, con su lenguaje de gran ciudad, su recargado maquillaje y sus canciones de moda. Trataba a Loella como si fuera una niña pequeña. Loella simulaba no darse cuenta y eso fastidiaba a Mona.
Cuando se peleaban, Loella le lanzaba terribles invectivas:
—Eres una hereje, Mona… ¡No eres una persona: eres un monstruo!
Palabras extrañas, de misterioso sentido para alguien acostumbrado al lenguaje de la ciudad. Un estremecimiento helado corría por la columna vertebral de Mona y respondía a ellas con unos cuantos insultos; pero incluso los más duros perdían su fuerza cuando Loella, gesticulando fieramente, pronunciaba su fórmula mágica: «Luna negra, flor venenosa, nido de culebras…»
A Mona le sonaba como algo macabro, como la peor de las blasfemias. Su única reacción de defensa era cantar a voz en cuello. Y todo terminaba en una disputa.
A veces Lisbeth, la empleada, tenía que entrar en el cuarto a separarlas. No se sabía cómo, pero siempre pasaba por allí cuando se estaban peleando. Poner fin a tales encuentros era para ella como una vocación. Era una mujer bajita, fornida, nerviosa, constantemente espantada por el mal que hay en el mundo, pero convencida, con una invencible fe, de la definitiva victoria del bien.
—Creo en lo bueno que hay en vosotras, niñas —solía decir—. Lo bueno…
Y saboreaba la palabra como si fuera un gran caramelo.
Otra de las vocaciones de Lisbeth era procurar y conseguir que los chicos se sintieran como hermanos. Y argumentaba que todos los que vivían en el Hogar debían formar una gran familia. Un hermoso pensamiento, sin duda, pero imposible de lograr aunque Lisbeth fuera incapaz de comprenderlo. Tía Svea, en cambio, lo comprendía; a ella nunca le habían oído nada por el estilo. Sólo a Lisbeth. Cuando ejercía de mediadora, acababa diciendo:
—Debemos tratar de ser como hermanas…
Ellas, como si no la oyeran. Pero un día Mona estalló:
—Márchese, ¿quiere? ¿Cree que podemos cambiar de hermanos como de camisa? Los padres sí se pueden cambiar, de acuerdo… pero los hermanos, jamás. No siga dándonos la lata con esa historia.
Lisbeth se quedó mirándola asombrada y jadeante, como un pez fuera del agua, y luego se marchó a todo escape. Mona se rió y preguntó a Loella:
—¿No tengo razón? ¿Tú qué opinas?
Loella asentía de mala gana. Sí, Mona tenía razón. Lo que decía era la pura verdad. Y después de oírla hablar así le resultó un poco más fácil soportarla.
Esto no significó que se hicieran amigas íntimas, más bien al contrario; pero Loella sentía que conocía mejor a Mona, aunque hubiera declarado que prefería la ciudad al campo. Un error, pero allá ella.
Lo importante es que no estuviera dispuesta a cambiar fácilmente de hermanos.
Así que Mona tenía hermanos en alguna parte y se había visto obligada a separarse de ellos. ¿Por qué? ¿Dónde estarían? Loella se lo preguntaba a veces, especialmente por las noches, cuando oía rezar a Mona y pedir a Dios que cuidara «de Mona, Rolland, Frille, Pip, Johnny, Maggie y de todos, amén… Menos del viejo… amén». La misma oración cada noche, sin cambiar ni una palabra. ¿Dónde estaban sus hermanos? ¿Y quién sería el viejo?
Miraba a Mona mientras ésta se cepillaba el cabello incansablemente, cantando:
Regálame un globo, regálame un globo,
con ojos y nariz.
Y, por favor, que sea azul…
Pensaba, pensaba…
Pero nunca se atrevía a preguntar.
UN día brilló una nueva luz sobre la ciudad. El sol iluminó los tejados hasta la hora de cenar. Era un martes. Loella se acordaba perfectamente porque les dieron pasteles de nata para postre y durante un momento el sol se detuvo sobre los pasteles haciendo que la nata pareciera dorada. Ya no había necesidad de encender la luz para vestirse por la mañana.
Un día Loella se puso la preciosa blusa azul de América y el collar rojo para ir al colegio.
Las chicas se arremolinaron para admirarlos. Todas soñaban con una blusa así. ¿De dónde la había sacado?
Se la regalaron por Navidad.
¿En qué tienda la habían comprado?
Venía de América.
¡Ah, claro…! ¿Y el collar también?
Sí.
Entonces Eva recordó algo.
—Te los mandó tu papá, ¿no?
Un montón de ideas se agolparon en la mente de Loella. Acariciando suavemente la delicada tela, contestó:
—Sí, me los mandó papá.
Y al decirlo sintió que a su corazón le crecían alas, como las de un alegre pajarito. Y lo más extraño es que no le parecía estar diciendo una mentira. La conciencia no le remordía aunque supiera que aquello no era verdad. ¿Y cómo puede parecer verdad una mentira? Lo ignoraba, pero de pronto la blusa se volvió más bonita y el collar brilló más que nunca.
Eva dijo:
—Prometiste darme los sellos de las cartas de tu padre. ¿Lo has olvidado?
Estas palabras volvieron a la realidad a Loella. No, no lo había olvidado, pero esperaba que Eva sí. Mamá no había escrito. Los paquetes con la blusa y los juguetes para los niños se los había mandado a Agda Lundkvist y no sabía siquiera si traían sellos.
No supo qué decir. Eva la miró, desconfiada.
—Lo mismo se los has dado a otra persona —dijo Eva—. Y eso que me los habías prometido. Tu padre te debe haber mandado un montón de cartas desde entonces.
Loella contestó con evasivas. No se los había dado a nadie, pero no sabía dónde los había metido. Prometió a Eva darle los sellos en cuanto su padre volviera a escribir.
¿Cómo pudo ser tan rematadamente tonta? No llegaría a sus manos ningún sello, a menos que mamá escribiera pronto, lo que era bastante improbable. Especialmente porque ella tampoco le había escrito. Ni siquiera para agradecerle la blusa y los regalos de Navidad para Rudolph y Conrad. Por lo general no era perezosa para escribir. Tía Adina recibió muchas cartas y muy largas. Pero escribir a mamá ya no le era fácil; no, no podía escribirle ni una sola línea.
Menos ahora, después de haber dicho en la escuela que la blusa se la había mandado papá. No podía agradecer a su madre algo que deseaba fervientemente que viniera de su padre y que casi sentía como si fuese así. Se había metido en un terrible embrollo.
Pero no se preocupó. Después de todo, no se iba a quedar allí para siempre. Aún quedaba un poco de nieve sucia en algunos sitios, pero pronto habría desaparecido. Empezaba el deshielo y la navegación se reanudaría normalmente. Entonces vendría papá.
Todo sería distinto.
Y a medida que los días se hacían más largos y la primavera se acercaba, Loella se dejaba llevar por sus sueños. Mona ya no era la única en permanecer largo tiempo ante el espejo. Loella también lo hacía a menudo.
Aprendió a peinarse recogiendo su cabello en una trenza apretada y negra.
Cuando estaba a solas en su habitación se peinaba así, se ponía la blusa y se miraba un buen rato al espejo. Ya no era Loella Nilsson ni vivía en un Hogar, sino una extraña y misteriosa criatura con la que le hubiera gustado hacer amistad.
Esa niña era feliz porque tenía un padre y nunca lo perdería. Podía hallarse en cualquier extremo del ancho mundo; pero estaba a punto de llegar y lo encontraría…
La que estaba allí era la hija de Papá Pelerín. No la hija del viejo espantapájaros del bosque, sino la del verdadero Papá Pelerín, el que tenía que venir…
Cuando llevaba un buen rato mirando a la admirable criatura que era la hija de Papá Pelerín, todo cambiaba a su alrededor. El cuarto desaparecía. El tiempo se evaporaba. Y su vida cotidiana también.
En su lugar aparecía una escena mucho más hermosa. Como ésta:
Sola, por una calle de algún lugar, camina la hija de Papá Pelerín. Pasa junto a los grandes almacenes. Hace calor, el sol brilla, pronto llegará el verano.
Llega al río y cruza muy despacio el puente. Abajo, una corriente furiosa azota el agua formando remolinos de espuma. Hay mucha gente en el puente.
De pronto, lanzan un grito de espanto. Alguien ha caído a las embravecidas aguas. Se asoman por la barandilla para mirar, horrorizados, la mesa negra donde sobresalen los blancos penachos de la espuma. Dicen que nada se puede hacer. El que se atreva a tirarse, moriría.
Una pequeña cabeza se ve luchando patéticamente en los remolinos. La hija de Papá Pelerín no lo duda un momento. Trepa, ágil, a la barandilla y se lanza al agua.
El remolino negro y helado la arrastra hasta el fondo del río, pero ella lucha denodadamente por mantenerse a flote. Tras enormes esfuerzos consigue llegar a donde un hombre a punto de ahogarse lucha por salvar su vida.
Llega junto a él y, con un esfuerzo sobrehumano, logra sacarlo del remolino, de otro, y otro y otro más y lo lleva hasta la orilla.
El hombre por el cual ha arriesgado la vida es dos veces más alto que la niña. Ella está agotada, a punto de morir. Pero no se muere porque entonces no seguiría estando en la historia y quiere estar, es lo más importante.
Entonces el hombre dice: «Me has salvado la vida. ¿Cómo te llamas?»
Ella contesta con un hilo de voz y él exclama: «¡Loella! ¡Entonces tú debes ser mi hija!»
En el puente están todos los del Hogar: Lisbeth, Tía Svea, el director del colegio, la maestra, todos los chicos y Agda Lundkvist y su marido. Todos han oído esas palabras: «Entonces tú debes ser mi hija…»
El sueño terminaba así.
Pero tenía otros más.
Otro día la hija de Papá Pelerín va por la calle, pasa los grandes almacenes, cruza el río; pero esta vez nadie se cae al agua.
Al llegar a la plaza oye sirenas. Son coches de bomberos. Muchos. Debe de haber un terrible incendio.
Sí, ahora lo ve. La casa más alta de la ciudad, la que tiene arriba unas torretas, como un castillo, está ardiendo. Las llamas la envuelven con sus lenguas gigantescas, se agitan como velas rojas en una tormenta sobre el cielo negro. ¡Qué horrible espectáculo! La gente, abajo, grita horrorizada.
Alguien dice que un hombre está atrapado por el fuego y que es imposible salvarlo. Cualquiera que se atreva a entrar en la casa está condenado a morir entre las llamas.
Los bomberos intentan apagarlas con las mangas, pero no lo consiguen. El fuego no disminuye; al contrario, sigue subiendo cada vez más alto.
La hija de Papá Pelerín no vacila un momento. Se precipita al interior de la casa. La gente grita y trata de impedírselo, pero ella logra su propósito.
Sube corriendo las escaleras, atraviesa corredores interminables, vestíbulos vacíos, habitaciones que arden. Inmensas llamas devoran las paredes y los techos, y asoman por las ventanas como flores horribles.
Por fin, agotada, llega a la torre más alta. Allí está el hombre, solo, golpeando débilmente la puerta cerrada. Y no hay llave.
El fuego ya llega hasta allí, ataca con saña la puerta y la consume en escasos segundos hasta convertirla en un montón de cenizas.
La hija de Papá Pelerín trepa a la torre y levanta al hombre casi inconsciente. Lo arrastra a través de los desnudos y ardientes corredores, los vestíbulos, las habitaciones; baja las escaleras, que se desploman tras ellos, y finalmente llegan a la calle. Sus ropas y sus cabellos arden, pero un bombero apaga las llamas con la manga. Están empapados hasta los huesos y negros de hollín.
Las gentes del Hogar los rodean —Lisbeth y tía Svea, el director, la maestra, todos los chicos de la escuela y Agda Lundkvist y su marido— y todos oyen cómo el hombre dice: «Me has salvado la vida. ¿Cómo te llamas?»
Y cuando ella, con voz muy débil, dice su nombre, él exclama: «¿Loella? ¡Entonces eres mi hija!»
Así, día tras día, Loella salvaba a Papá Pelerín de choques, descarrilamientos, avalanchas y naufragios; de accidentes aéreos y catástrofes de todas clases. Y así llegó la primavera, inundando el mundo con su luz.
Perdida en sus ensueños, no se mostraba muy sociable; pero iba con paso más ligero en sus paseos solitarios. Las calles le parecían más atractivas y llenas de desconocidas y maravillosas posibilidades. Algo tenía que pasar en seguida.
«El oculto significado de todo lo que sucede», del que tía Adina hablaba tantas veces, no había que seguir buscándolo. Estaba clarísimo, cuando papá le decía: Entonces tú debes ser mí hija…
Aquellas palabras ahogaban el sonido de las canciones de moda y todos los demás. Una y otra vez resonaban en su interior y, como haciéndoles eco, sus labios articulaban: Entonces tú debes ser mi hija… Entonces tú debes ser mi hija…
AL salir del colegio Loella solía dar un paseo por el centro. Y un día descubrió una tienda de sellos.
Se detuvo como si la hubieran sujetado. Eva preguntaba todos los días si su padre había escrito. Y, después de todo, se lo había prometido…
El escaparate estaba lleno de mapas cubiertos con sellos extranjeros. Uno o dos no costarían mucho… No llevaba dinero, pero podía entrar, preguntar y volver más tarde.
Entró en la tienda y vio detrás del mostrador a un anciano con unas pinzas en una mano y una lupa en la otra. Con las pinzas sujetaba un sello pequeñísimo y estaba inclinado sobre un gran libro. No vio a Loella.
Ella esperó callada un momento. Luego tosió ligeramente y el hombre levantó la vista.
—¿Quieres mirar este sello? Es muy interesante…
Ella se acercó y él le dio la lupa para que examinara el sello mientras lo mantenía debajo con las pinzas.
—Dime… ¿de qué color es exactamente este sello?
—Azul —contestó ella sin vacilar.
—Lo que yo pensaba —dijo el anciano rascándose la barbilla.
Volvió a sumergirse en su libro sin hacer caso de Loella.
Ella volvió a toser y él la miró.
—No dirías que es verde, ¿verdad?