—Nosotros la guardaremos —dijo su mujer, arrebatándosela de las manos.
Ni siquiera esto hizo reaccionar a Loella. Hubo un momento de silencio hasta que una de las señoras dijo:
—No, con la llave se quedará Loella. Es suya. Estoy segura de que la cuidará bien, como ha sabido cuidar a su casa y a sus hermanos. Además, pronto estará de vuelta. Sólo pasará el invierno en la ciudad.
Y diciendo estas palabras tomó la llave de manos de Agda Lundkvist y se la dio a Loella. Entonces echaron a andar. Delante, las dos señoras llevando todas las cosas; detrás, Agda Lundkvist con Rudolph y su marido con Conrad.
Y finalmente Loella con la llave.
No miró atrás.
Pero cuando pasaron junto a Papá Pelerín se detuvo un instante. Nunca se le había ocurrido, pero ahora pensó que sus brazos abiertos parecían como si quisieran abrazarla. Entre ellos se hubiera sentido segura. Si hubiera seguido sus impulsos, habría corrido hacia él; pero se contuvo.
Esas cosas no se hacen.
—Deberían quitar de ahí a ese horrible espantapájaros. Resulta ridículo en medio del bosque —dijo Agda Lundkvist.
—A mí me parece simpático —dijo una de las señoras—. Y se ve que es muy fuerte. Resistirá el invierno.
Llegaron a los coches.
Rudolph y Conrad iban con Agda Lundkvist y su marido. Todo el tiempo estuvieron riendo y charlando. Lo que pasaba no les daba miedo; al contrario, les gustaba. Pero cuando vieron que Loella no iba con ellos, se echaron a llorar. Los consolaron diciéndoles que su hermana iría a verlos cuando quisieran. Entonces sólo pensaron ya en la aventura que suponía un viaje en coche. Cuando éste empezó a andar, saludaron a su hermana riendo y agitando las manos por la ventanilla.
Loella los siguió en el otro coche con las señoras del Patronato de Menores.
LOELLA nunca había estado en una verdadera ciudad. Esto puede parecer extraño, ya que no vivía muy lejos de ella; pero la línea del tren no pasaba por su pueblo. Había que ir en autobús hasta la estación más cercana, que quedaba a unas doce millas, y resultaba bastante complicado. Loella había ido con su madre en el tren alguna vez, a comprar zapatos; pero sólo hasta un par de estaciones más allá, nunca hasta la ciudad.
Por eso la veía por primera vez, envuelta en las nieblas de noviembre, cuando llegó en el coche del Patronato de Menores.
Iba sola en el asiento de atrás. Y como las señoras iban en el delantero, no podía oír mucho de lo que decían. Mejor, porque aún se sentía muy débil. No conseguía reponerse de la impresión que le causó verse atrapada por sorpresa en su cabaña, acorralada, vencida. No quería acordarse. Miraba por la ventanilla.
Qué extraño era todo…
Avanzaban lentamente por un camino recto, interminable. Quizás fuera una calle, pero no se parecía en nada a las de su pueblo. No había jardines, sólo bloques de casas a cada lado, tan juntos que ni siquiera se podría meter una mano entre ellos. Enormes ventanas sin cortinas. Sí, realmente extraño…
Había muchas luces encendidas por todas partes y una larguísima fila de farolas flanqueando la calle.
También se veía luz en todas las ventanas. ¡Qué despilfarro! En muchos edificios había carteles luminosos con enormes letras rojas, verdes, amarillas.
El coche se detuvo un momento y vio algo horrible. En un escaparate había tres mujeres increíblemente delgadas con vestidos muy llamativos. Daba miedo mirarlas porque no se movían. Sus manos eran blancas, huesudas como las de los fantasmas y adoptaban posturas absurdas y rígidas. En las caras de las tres había una sonrisa idéntica. Parecían personas que se hubieran quedado petrificadas por un mágico poder. Pero la gente que iba por la calle las miraba como algo natural. Sobre el escaparate, un nombre, «Eriksson», estaba escrito en grandes letras verdes.
El coche arrancó de nuevo. Loella se recostó en el asiento. ¡Cuántas luces! ¡Cuánto ruido! Como para dejar sordo a cualquiera. Era como estar soñando y no saber si lo que pasaba era horrible o hermoso. Quizás las dos cosas a la vez, quizás ninguna. Pero en cualquier caso era irreal y fatigoso.
Miró hacia afuera otra vez.
¡Dios mío, cuánta gente! Nunca hubiera imaginado que podía haber tal cantidad.
Se echó hacia atrás y cerró los ojos. No quería ver nada más.
Quería dormir.
La primera noche que pasó en el Hogar de los Niños durmió como nunca. En la ciudad todo era tan terriblemente nuevo y extraño… Sólo durmiendo podía entrar en esta nueva vida.
Le dieron un cuarto para ella sola. Era bonito: con una cama, una mesa, sillas y un armario.
Allí había dieciséis niños de distintas edades, desde tres años hasta dieciséis. Loella se convirtió en el número diecisiete. Los otros estaban de a dos o más en cada habitación. Ella era la única que disponía de una para ella sola.
El Hogar estaba en una calle de las afueras, a unos diez minutos, andando, del centro de la ciudad. Era un edificio grande, de madera verde, con un gran jardín alrededor.
La directora se llamaba Svea Sjöberg; pero la mayor parte de los chicos la llamaban tía Svea y los pequeñitos, mamá. Uno de ellos, bromeando, le decía Madre Svea. A ella le daba lo mismo. Ni siquiera le molestaba que una de las chicas mayores se empeñara en llamarla señorita Sjöberg, con tono altanero y seco, como si apenas la conociera.
Cuando estaba de pie o andando, parecía bajita, pero sentada parecía alta. No era ni muy joven ni muy vieja. A pesar de que su mirada era seria y su boca severa, tenía una expresión dulce. Llevaba el cabello recogido en un gran moño bajo y no era ni rubio ni oscuro, sino algo entre medias. Tenía una voz grave y tranquila y nunca levantaba el tono. Era agradable escucharla. Y, poniendo atención, se podía oír el eco de una risa detrás de casi todo lo que decía.
Tía Svea era de esa clase de personas que a uno le llegan a gustar a poco que se lo proponga; pero a veces uno no quiere.
Durante algún tiempo, Loella no quiso. No quería sentir afecto por nadie nunca más; pero aprendió a estimar a tía Svea y a considerarla como alguien firme y sincero en medio de la falsedad de este mundo.
Contrariamente a lo que Agda Lundkvist y los demás esperaban, Loella no creó conflictos. Había decidido incorporarse a la vida del Hogar sin armar escándalos. Se adaptó sin oponer la menor resistencia, plácidamente; pero nadie logró saber jamás qué pensaba.
Agda Lundkvist, que no había ahorrado palabras para describir el carácter salvaje e indomable de Loella, estaba bastante fastidiada porque la gente podía pensar que había mentido.
Pero lo cierto es que los pensamientos y opiniones de Loella no cambiaron, aunque su comportamiento fuera distinto. Lo contrario le hubiera resultado muy difícil. Fuese donde fuese, llevaba con ella el mundo del bosque. ¡Y había en la ciudad tantas cosas que no podía comprender!
Lo más curioso de todo, que no fuese necesaria la fuerza. No había que luchar para vivir. Allí no se trabajaba de veras, no se hacía casi ningún esfuerzo.
Las habitaciones se calentaban solas. La luz se encendía sólo con apretar un botón, como en las tiendas de su pueblo. El agua salía caliente del grifo.
En la ciudad no había fuego y ella lo echaba de menos. Le parecía imposible vivir sin fuego, sin las llamas vivas que dan luz. Esa luz muerta que salía de las casas, metiéndose en cada grieta, en cada rincón, convertía a la gente en sombras grises y borrosas. Algo que daba miedo.
Y algo más: no había silencio. Ruido siempre, más cerca o más lejos. El de la calle o el de la casa. Nunca la calma suficiente para escuchar los sonidos de la vida. En su cabaña podía echarse en la cama y oír los delicados crujidos que surgían alrededor. Y preguntarse de dónde vendrían. Aquí todo se ahogaba en un enorme barullo. Era como para ponerle los pelos de punta a cualquiera.
¿Y el aire? Allí no había aire. Sólo olores. Humos, más bien. Humo de gasolina, de las fábricas, que se tragaban los exquisitos perfumes de la hierba, la nieve, el sol. ¿Cómo podía la gente respirar si no había aire?
Y andar por la ciudad era fatigoso para alguien acostumbrado al campo. Aunque parezca incomprensible, Loella, al principio, tropezaba a cada momento. Era como si el duro y liso pavimento de la ciudad la rechazara. Ella estaba habituada a correr por senderos escabrosos y torcidos. Sus pasos iban de acuerdo con ellos, pero no con las calles de la ciudad; pero poco a poco se fue acostumbrando.
Sin embargo, lo más difícil fue acostumbrarse a la gente de la ciudad. Le chocó que hubiera tanta. Nunca se le había ocurrido pensarlo. Como en su pueblo eran más bien pocos…
Lo más terrible era que la gente nunca se saludaba. En su pueblo, aunque uno se cruzara con alguien poco simpático, siempre le dirigía un movimiento de cabeza, por lo menos. Aquí se limitaban a mirarse. Y a veces, ni eso siquiera.
Al principio no podía comprenderlo y saludaba como tenía por costumbre; pero tuvo que dejar de hacerlo porque la miraban como si fuera la tonta del pueblo o algo peor. Ya había oído decir que los habitantes de la ciudad eran muy especiales. En su pueblo los consideraban con cierta conmiseración, como si no estuvieran del todo en su juicio. Y quizás fuera injusto, porque por allí iban tan pocos que apenas si los conocían. Cuando una frambuesa cuelga en su rama, en el bosque, es redonda y roja; tiene su propia forma y color. Pero cuando alguien la coge y la echa en una cesta, entre cientos más, forma parte del montón, desaparece. La niña, tropezando en el pavimento de la ciudad y saludando a los desconocidos, se sentía como la frambuesa en la cesta.
UNO de los primeros días que Loella pasó en el Hogar, tía Svea la llevó a ver al director de la escuela de la ciudad para ocuparse de su educación.
Este tema, antes, había sido causa de muchos jaleos. La policía había ido a buscarla un par de veces pero tuvieron que abandonar su propósito. La habían citado para examinarse en primavera y en otoño y también entonces tuvieron que ir por ella. Pero aprobó todas las asignaturas en los exámenes. No eran tan difíciles como decían. Le dieron libros para que estudiara por su cuenta. Era una tontería, pensaba, hacer un montón de leguas cada día cuando uno puede estudiar igual en casa.
Pero ahora estaba en la ciudad y, como la escuela quedaba cerca, no había ninguna razón para no ir. No tenía nada contra la escuela ni le suponía ningún problema. Cuando se tienen tantos y tan serios como era su caso, la escuela no es motivo de preocupación. Lo consideraba como algo natural y lógico.
El director vio las notas que había obtenido en los exámenes y dijo que eran buenas. Luego le hizo varias preguntas que ella contestó correctamente. Entonces le preguntó cómo era que nunca había ido a la escuela y ella se lo explicó. El sonrió. Era muy simpático. Le hizo más preguntas, casi todas referentes al bosque, y ella le contestó.
A lo único que no hubiera podido responder amablemente era a la cuestión sonrisas. La gente de la ciudad sonreía muchísimo. A cada momento y aunque no hubiera motivo. En su pueblo lo hacían sólo si había una razón. Era igual que la luz, que aparecía apretando un botón. Y no se puede sonreír así. Luz sin llamas, sonrisas sin motivo… era absurdo. Su cara era incapaz de producir sonrisas así. Pero, aparte de eso, el director le cayó muy bien.
Dijo que Loella iría a una clase con chicos de su misma edad y que su maestra sería la señorita Skog. Las aulas estaban en un edificio más pequeño, al otro lado del campo de deportes.
La acompañó hasta allí.
El campo de deportes estaba lleno de chicos que corrían sobre la nieve esponjosa y saludaban al director. Sonó el timbre indicando el final del recreo y todos se dirigieron a la puerta de entrada. Los chicos se precipitaron por los pasillos.
El director dijo unas palabras a la señorita Skog, hizo un gesto amistoso a Loella y se marchó. Ella se quedó inmóvil junto a la mesa de la señorita mientras los chicos entraban en la clase, atropellándose unos a otros. Se fijaron en Loella, pero ella miraba por la ventana, imperturbable. La señorita Skog le indicó uno de los bancos delanteros.
En seguida empezó la clase. La señorita Skog no le prestó mucha atención, cosa que era de agradecer. Se limitó a decir a sus alumnos el nombre de Loella y que era una nueva compañera. Comenzaron con aritmética y Loella no tuvo ninguna dificultad en seguir las explicaciones. La maestra la trataba como si hubiera estado siempre en su clase.
Loella pensó que era muy guapa: la cara sonrosada, los ojos azules y el cabello dorado. Sus manos eran blancas, pequeñas y finas. Olía estupendamente a jabón caro. Sí, era guapísima. Y todo en ella era delicado. También parecía algo orgullosa. Mantenía erguida su bonita cabeza y su voz tenía un timbre claro y muy distinguido. En sus ojos azules se veía firmeza y voluntad. Pertenecía al mundo de la ciudad, no cabía ninguna duda; pero su apellido era Skog, que en sueco quiere decir «bosque»…
Un nombre que ni pintado para ella.
Durante el siguiente recreo, como por arte de magia, se formó un círculo de curiosos alrededor de Loella. Los chicos la rodearon, pero a distancia. Era la chica nueva que todos miraban sin tener el coraje de acercarse a ella.
Y lo que más despertaba su curiosidad era que ella no les prestaba atención.
Se quedó quieta en el mismo sitio, dándoles la espalda, inmóvil como una estatua que llevara cientos de años en la misma plaza. Como alguien que ha visto y oído muchas cosas en este mundo y conserva su dignidad y sus recuerdos. Y no lo fingía: se sentía de verdad ajena a cuanto sucedía allí. Sus ojos oscuros se perdían, serenos, en un punto lejano.
Pero como las estatuas de las plazas suelen estar rodeadas por bulliciosas bandadas de palomas, Loella se encontró de pronto en medio de una chillona algarabía.
Estaban jugando al marro, le dijeron a voces. ¿Quería estar en el equipo de Kerstin o en el de Inga? Se notaba que habían estado discutiendo entre ellos. Sus voces sonaban excitadas. ¿Qué pretendían dirigiéndose a ella?
No es fácil mantener la calma de una estatua y Loella tampoco se lo propuso. Echó la cabeza hacia atrás y su pelo se alborotó más aún. Con los ojos brillantes, se lanzó como una flecha entre el montón de chicos.
Entonces empezó una febril caza por todo el patio del colegio. Adelante, atrás, en zigzag, espirales, círculos, de un lado a otro, arriba y abajo. Pero nadie podía atrapar a Loella.