Cuando sonó el timbre y volvieron a clase, acalorados y sin aliento, ella ya estaba junto a su banco, como si nada.
La clase siguiente era de dibujo.
Le dieron a Loella una caja de lápices de colores y unas cuantas hojas grandes de papel.
—¿Qué os gustaría hacer hoy? —preguntó la señorita Skog—. ¿Tenéis alguna idea?
Un chico levantó la mano y preguntó si podían hacer un dibujo para el Día del Padre, que era precisamente al día siguiente.
—Desde luego —dijo la señorita—. Pero los que quieran pueden dibujar otra cosa. Lo que más les guste.
—Sí, porque yo no tengo papá —dijo un niño pequeño, algo avergonzado—. No tengo a quien dárselo.
—Podéis dibujar cualquier cosa, lo que queráis —repitió la señorita y empezó a explicar cómo hacer los dibujos para el Día del Padre. Debían dejar en lo alto de la hoja un espacio para escribir Para papá, con la mejor letra que pudiesen. Pero cada uno debía decidir el tema. Ya podían empezar.
Para Loella no era nada fácil. Le gustaba mucho dibujar. Ese no era el problema. Lo que no sabía era qué. Algo para el Día del Padre, no. Tampoco tenía a nadie a quien dárselo. ¿O sí?
De repente recordó las palabras de Agda Lundkvist y se estremeció. Su padre la quería, pero no le habían permitido tenerla con él. Y sufrió mucho por eso. ¡Claro que tenía un padre! Existía en algún lugar de la tierra. Y, además, era igual a ella.
Su corazón empezó a palpitar fuertemente. Si era como ella, vendría a buscarla. Porque ella, cuando se proponía algo, era capaz de todo para conseguirlo. Sí, vendría pronto…
Ya no le quedaba la menor duda de que su padre llegaría en cualquier momento.
Tía Adina solía decir que todo lo que pasa tiene un oculto significado. Antes, Loella no lo comprendía. No podía comprender, por ejemplo, qué significado oculto podía haber en la aparición de Agda Lundkvist y en que hubiera tenido que irse a vivir a la ciudad. Ahora empezaba a sospecharlo…
Agda Lundkvist tenía que presentarse para que Loella supiera algo acerca de su padre. Y probablemente ella tuvo que ir a la ciudad para encontrarse allí con su padre. Sabía que él estaba en el mar, pero vendría igual.
Todo es muy sencillo cuando uno consigue comprenderlo. Por eso le resultaría más fácil vivir en la ciudad ahora que sabía por qué estaba allí. Sólo debía tener paciencia hasta que papá viniera a buscarla.
¡Por fin lo sabía!
Y naturalmente que podía hacer un dibujo para el Día del Padre. Tenía alguien a quien dárselo. No importaba que no lo recibiera al día siguiente. Se lo daría cuando viniera, diciéndole: «Lo hice pensando en ti, para el Día del Padre». Y entonces él se pondría muy contento.
Empuñó el lápiz y escribió Para papá en lo alto del papel y en letras rojas. Alrededor de las letras pintó flores. Quedaba muy bonito.
Se quedó pensando unos instantes y luego dibujó un camino que atravesaba la hoja de arriba abajo. A cada lado del camino puso hierba, hierba verde con muchas flores en medio, anémonas en su mayoría. Precioso.
Volvió a pensar y en seguida empezó a dibujar una figura en el extremo del camino.
Era un hombre. Llevaba pantalones negros y camisa azul. Primero lo dibujó de frente, pero no le quedaba bien. Tuvo que hacer los ojos un montón de veces y a pesar de eso no conseguía mejorarlos. Y estaba segura de que no se parecían a la realidad. Agda Lundkvist había dicho que era guapo como un artista de cine y aquel hombre no lo era, por mucho que se esforzara.
Decidió pintarlo de espaldas. Así, además, le podría hacer el pelo. Tía Adina le había enseñado una forma estupenda de dibujar el pelo rizado. Primero se hacía una fila de redondelitos para un lado. Encima se ponía otra fila de redondelitos, pero para el lado contrario. Y así hasta cubrir toda la cabeza. Quedaba como los rizos de verdad. Fantástico. El pelo se lo pintó castaño, mezclando un color más claro y otro más oscuro, porque no sabía exactamente de qué color era el pelo de papá.
Sí, ese hombre podía ser muy bien «tan guapo como un artista de cine» porque, de espaldas al menos, era guapísimo.
Pensó otra vez. El camino era muy largo y el hombre estaba en la punta. La parte de abajo quedaba vacía. Hacía falta algo más. ¿Alguien que también anduviera por allí, quizás? Sí… era una buena idea.
Dibujó una niña que caminaba hacia el hombre. Debían encontrarse. La niña llevaba una chaqueta de punto verde, muy grande, y un largo collar de cuentas rojas. Muchísimas. Las contó y eran ochenta y siete. Tenía el pelo largo y negro, y esta vez no tuvo problemas con la cara porque sabía perfectamente cómo la tenía.
Muy bien. Estaba satisfecha de haberse dibujado con su ropa de siempre y no con la que le habían dado en el Hogar, muy bonita, sí, pero que no era suya. No hubiera quedado bien en un dibujo para el Día del Padre.
Reflexionó un segundo más y luego dibujó un enorme ramo de anémonas en la mano extendida de la niña. Destacaban, brillantes, sobre el camino oscuro.
Observó su obra. Estaba muy, pero que muy bien.
Para entonces todos habían terminado y la señorita Skog iba y venía entre los bancos mirando los trabajos. Los levantaba para que todos pudieran verlos y los más bonitos los colgó en la pared. Cuando le tocó el turno al de Loella y lo enseñó, hubo un murmullo de admiración en la clase. Lo que más les impresionaba a sus compañeros era el pelo. Le preguntaron cómo lo había hecho.
Y la señorita Skog dijo que se veía muy bien que la niña era Loella.
—¿Pero quién es el hombre del pelo rizado? ¿Un príncipe? —preguntó.
—Es mi padre —contestó Loella.
—¿Y tiene de verdad una melena tan bonita? —suspiró una niña—. ¡Qué suerte!
La señorita Skog quiso poner el dibujo en la pared, pero Loella dijo que no. ¿Por qué? Se lo podría llevar cuando terminara la clase, dijo la maestra. No, ella no quería verlo en la pared. De repente sintió miedo y lo escondió en su pupitre. No, nadie debía verlo nunca más.
De pronto, todo le parecía terriblemente frágil: papá, el dibujo, todo… Como si pudiera disolverse en el aire y desaparecer en cualquier momento. Y eso no debía suceder. Había encontrado un significado y tenía que cuidarlo.
AGDA Lundkvist vivía sólo unas calles más allá del Hogar de los Niños, así que no estaba lejos de Rudolph y Conrad. Al principio Loella iba a verlos casi todos los días, pero después dejó de ir tan a menudo.
Cada vez que iba se ponía triste. Y no por culpa de Agda Lundkvist. No se puede decir que se portara mal. Cuando Loella estaba con los niños, aprovechaba para salir de compras o recibía a algunos amigos y tomaban café en el cuarto de estar mientras la niña se llevaba a sus hermanos de paseo o jugaba con ellos en la cocina. Siempre le daba un vaso de naranjada y un bollo.
Agda Lundkvist no había dicho una sola palabra acerca de lo sucedido cuando fue a buscar a los mellizos. Parecía como si intentara comprender los sentimientos de Loella y la trataba amistosamente, aunque guardando cierta distancia. Y era buena con los niños. A veces daba la impresión de ser dura y malhumorada, pero nunca con ellos.
A Loella seguía sin gustarle, pero no era culpa de Agda Lundkvist si se ponía triste. Era otra cosa. Simplemente, estaba celosa.
Agda Lundkvist tenía un hijo de cinco años, Tommy.
Era un crío sorprendente, enormemente gordo, como si lo hubieran inflado. Y a pesar de eso, no se estaba nunca quieto. Por el contrario, brincaba constantemente, con ritmo ligero, casi gracioso. Tenía las mejillas redondas y coloradas y unos ojos azul claro donde brillaba alegría y afecto hacia todos. Quizás estaba tan contento porque en el mundo hay muchas cosas buenas para comer.
Loella estaba celosa del gordito Tommy. Desde que apareció en la vida de Rudolph y Conrad, los pequeños no tenían ojos para nadie más. Lo admiraban. Estaba claro que los tres hacían muy buenas migas. Ella era una extraña y eso era difícil de soportar.
Y sin embargo era una suerte que sus hermanos estuvieran con Tommy. Si no hubiera sido por él, los mellizos no lo pasarían tan bien en casa de Agda Lundkvist.
Era triste reconocer que ni los niños ni los adultos son muy fieles; pero es más fácil perdonar la infidelidad de los niños que la de los adultos.
Debía tratar de comprenderlo, pero aun así no era divertido ir a visitarlos cuando apenas si le hacían caso.
Había muy poco que hacer en la ciudad. El tiempo se escurría entre los dedos lentamente. Si no hubiera sido por la escuela, no hubiera podido soportarlo. Los domingos eran inaguantables.
En el Hogar no había nadie de su edad. Dos chicos tenían trece años, pero hacían todo lo posible para demostrar su desprecio por las chicas. Había también algunos de dieciséis. No prestaban la menor atención a los más pequeños, excepto cuando los necesitaban para mandarlos a algún recado. Casi siempre para comprar cigarrillos. Era irritante ver cómo los mangoneaban y cómo ellos se sentían orgullosos de que les encargaran esa misión, hasta el punto de pelearse por ser los elegidos.
Loella lo juzgaba incomprensible.
También en el Hogar estaba aislada. Hubiera podido hacer algunos amigos si de verdad se lo hubiera propuesto, a pesar de la diferencia de edad. Muchos le demostraban cierto interés; pero ella había nacido desconfiada y era incapaz de aceptar a nadie sin haber tomado antes sus precauciones.
Por las noches, después de cenar, solían reunirse en el gran salón. Tía Svea les ayudaba a hacer los deberes, si les hacía falta; escuchaban la radio y jugaban. Varias veces tía Svea trató de que Loella participara, pero ella se negó. Se daba cuenta de que tía Svea, preocupada, se preguntaba la razón. ¿No estaba contenta allí? ¿Tenía vergüenza? ¿Miedo?
Nada de eso. Loella no pretendía molestar a tía Svea; simplemente, no le interesaba nada de lo que ocurría a su alrededor. Quería que la dejaran sola.
Lo más duro de soportar no era la soledad, sino no tener nada que hacer. Y era inútil decírselo a nadie. Todos creían que había muchísimo que hacer en la ciudad. Lo único que se necesitaba era escoger. Era imposible que nadie se aburriera. Constantemente hablaban de maneras de pasar el tiempo. ¿Pero es que uno debe dejar que pase el tiempo? No, hay que utilizarlo. Pero no lo comprendían. Sus vidas eran mezquinas, en opinión de Loella, al menos. Porque ellos, sorprendentemente, parecían creer que lo pasaban muy bien.
Un día recibió carta de tía Adina. Ya estaba en casa, pero aún no tenía la pierna lo bastante fuerte como para poder andar, decía. Estaba preocupada por ellos y la cabaña le pareció muy triste cuando descubrió que se habían marchado. Y preguntaba, inquieta:
«Esa señora que tiene a los niños, ¿es buena? Me han dicho que es una amiga de tu madre aunque yo nunca la oí nombrarla, pero eso no quiere decir que no sea buena. ¿Y cómo es el hogar pequeña? Me lo pregunto muchas veces, espero que sean buenos contigo».
También escribía frases de aliento. «Nunca se sabe lo que puede pasar. Todo lo que pasa tiene un significado, sabes que siempre lo digo y debes aceptarlo sin quejarte demasiado».
Esta vez Loella supo perfectamente de qué hablaba tía Adina y su carta le dio muchos ánimos. Tía Adina decía también que si algo marchaba mal se lo escribiera en seguida y le mandaba diez coronas «sólo para que te pongas contenta».
Loella le contestó en seguida. Escribió una carta muy larga contándole todo. Decía que los tres estaban bien. Le habló de Tommy, aunque no le confesó que a causa de él se sentía algo postergada. Hablaba del colegio y del Hogar sin quejarse; pero no pudo evitar un comentario sobre las cosas tan raras que pasan en la ciudad.
«Un día entré en la cocina. Aquí no tienen un fogón para encender el fuego. No hacen más que apretar botones y guisan sin fuego. Pero calienta lo mismo. Son muy haraganes. La gente de la ciudad es la más perezosa que conozco. Ni siquiera sacan la basura fuera de la casa. La echan en un lugar que llaman vertedero, así que figúrate cómo olerá dentro de poco. Supongo que por esta razón hacen las casas cada vez más altas. Pronto toda la ciudad estará sobre un montón de basura que llegará hasta el cielo. Y después de todo, es una manera de llegar allí. No creo que haya otro camino si vives como vive aquí la gente. Una vida que no me gusta nada».
LOELLA ya no estaba sola en su cuarto. Pusieron en él otra cama. Y llegó una nueva niña.
Se encontró inesperadamente con esta novedad un día, al regresar de la escuela. Nadie le había dicho nada. La chica estaba sentada en la cama cuando Loella abrió la puerta. No se levantó ni dijo hola. Se limitó a dirigir a Loella una mirada indiferente.
Habían sacado los cajones del armario y una de las empleadas del Hogar tenía en las manos la chaqueta verde de Loella y la miraba como si no supiera qué hacer con ella.
—Estoy cambiando tus cosas a los cajones de arriba, Loella —dijo—. Así tendréis dos cada una.
Loella le arrebató la chaqueta y dijo que ella misma lo haría.
—Bueno, pero no te pongas nerviosa —dijo la muchacha—. ¿No os vais a saludar? Esta es Mona Flink. También viene del campo. Estoy segura de que os llevaréis muy bien.
Loella no contestó y Mona dijo algo entre dientes.
La muchacha, con la mejor intención insistió para que se dieran la mano, pero ellas no se dieron por aludidas. Loella con expresión sombría, arreglaba sus cajones y Mona buscaba algo en su bolso.
—Me marcho —dijo alegremente la muchacha—. Así os será más fácil haceros amigas. Acordaos de que la parte derecha del armario es para que Mona cuelgue su ropa y tú, Loella, a la izquierda. Procurad no mezclar vuestras cosas y las encontraréis fácilmente. ¡Buena suerte!
Se marchó, pero en seguida abrió la puerta otra vez para decir a Mona que deshiciera su maleta y lo guardara todo en el armario en cuanto Loella terminara. Debía hacerlo antes de cenar. Entonces se fue definitivamente.
Silencio absoluto. Un tranquilo y vacío silencio en Mona. En Loella, un silencio compacto y muy elocuente.
Estaba furiosa. Abría y cerraba los cajones a golpes. Cuando acabó, miró alrededor con expresión beligerante. Mona, que seguía sentada, bostezaba. Un par de zapatos extravagantes, en mitad del cuarto, también parecían abrir la boca. Sobre la mesa, una maleta abierta y un paquete de cigarrillos vacío. Todo bostezaba. La sangre le ardía. Dio una patada a los zapatos y los mandó volando bajo la cama de Mona.