Sin duda todos los mayores eran así. Y había que aceptarlo.
Y no sólo los padres; las madres también. Como la de Mona y la suya, que estaba en América y ni siquiera escribía.
Uno debe aprender a arreglárselas por su cuenta, sin contar con nadie. Así debía ser. Basta con pensarlo tranquilamente para entenderlo. Y en cierto modo es una forma de liberación abandonar las falsas ilusiones, no esperar nada en lo sucesivo. «Cortar», como decía Mona.
Por lo menos le quedaba una satisfacción: la de saber que su padre no había tenido ocasión de cansarse de ella, como le había pasado al de Mona. A Loella, su padre la había olvidado, simplemente. Así no había entre ellos ni amargura ni tristes recuerdos. No había nada. Era mucho mejor.
Pobre Mona. Menos mal que tenía ese carácter tan animoso. Estaba contenta, como siempre; cantaba sus canciones, vivía como si todo fuera estupendo, aunque aquella noche hubiera llorado tanto. Y eso que Mona no tenía a nadie a quien recurrir.
Loella tenía a tía Adina, que le escribía muy seguido y le pedía que volviera a su lado. Ahora se daba cuenta de lo que valía. Era una persona en la que se podía confiar, no fallaba nunca. Loella le escribió en seguida.
Querida tía Adina:
Gracias por tu carta y por el dinero. Me compraré algo con él. Aquí el tiempo pasa muy despacio. Antes pasaba más rápido porque me estaba haciendo ilusiones. Ahora ya no me las hago. Tú dices que debemos buscar el sentido que tiene todo lo que ocurre. Pero a veces uno no encuentra más que una tomadura de pelo. Puede que a ti no te pase porque eres mayor y no te dejas engañar.
Quiero decirte que yo pensaba que un padre es lo mejor que un niño puede tener en este mundo. Y ahora te diré cómo es el padre de Mona. Se cansó de ella y sólo quería quitársela de encima. Pienso que hubiera sido mucho mejor no tenerlo.
Rudolph y Conrad están bien y han crecido. En cuanto acabe el curso, volveré a casa. El último día es el 5 de junio. Así que no puedo moverme hasta entonces.
¿Has ido a nuestra cabaña? ¿Sigue Papá Pelerín en su sitio? Espero que sí. Habrá resistido bien el invierno porque antes de irme le puse el impermeable. Supongo que ahora habrá muchas flores. ¿Han florecido las lilas? ¿Y el manzano? Quizás no, porque se está haciendo viejo. ¿Te acuerdas de la malva que planté junto al porche? ¿Ha crecido? Compraré semillas con el dinero que me mandaste y las llevaré para plantarlas todo alrededor de la casa. Quedará preciosa. Por favor, escríbeme pronto. Te quiere mucho
LOELLA
P.D. ¿Cómo está Fredrik Olsson? Aquí te mando un sobre con sellos extranjeros que me han regalado. La próxima vez que tú o tío David vayáis al bosque, ponedlo en el brazo de Papá Pelerín. Fredrik se lo llevará. El me dio a mí muchas cosas, cuando estaba sola. Sabrá que yo se los mando.
Loella estaba seria, pero más tranquila y animada. Se quedó a gusto después de mandar la carta. ¡Qué buena idea enviarle los sellos a Fredrik Olsson! Loella no quería volver a verlos. Sólo de pensar en ellos se sentía mal. Una idiota, eso es lo que había sido. Al ver que dejaba de recibir sellos de repente, Eva preguntaría: «¿Tu papá ya no te escribe?» Que pensara lo que quisiera. A Loella ya no le importaba.
Ahora era libre.
Podía abandonar la ciudad en cualquier momento. Si se quedaba hasta el final de curso era por su propia voluntad. Y porque cuando se promete algo hay que cumplirlo. Ella había dicho a la señorita que se quedaría hasta que acabaran las clases. Y la señorita dijo que era una decisión acertada, teniendo en cuenta la importancia de los exámenes.
Loella recibió contestación de tía Adina a vuelta de correo:
Mi querida y encantadora niña:
Me puse muy contenta cuando recibí tu Carta. Qué alegría saber que llegarás el Seis del Mes que viene. Será un día feliz para mí, te lo aseguro. Me dices que los mellizos han crecido, así que estarán muy hermosos. Ahora, querida, escucha lo que tienes que hacer cuando vengas a casa tomas el tren a Mosseryd. Que la Lundkvist o como se llame te acompañe para que no te equivoques aquí te mando bastante dinero para los billetes. Te esperaremos en la Estación con el Caballo y el Carro tío David también irá. Se le ha metido en la cabeza que yo no monte más en el Carro. Es una tontería pero lo dice por mi bien por eso no me enfado con él. Pero si ese día tiene que ir a trabajar al Bosque, un Hombre que está viviendo con Fredrik Olsson se ha ofrecido a ir si hace falta. Así que no debes preocuparte. Ahora voy a contestar a tus Preguntas. Las lilas tienen muchos Capullos. Cuando tú vengas estarán en flor. Y la malva ha crecido mucho. El viejo Espantapájaros que llamas Papá Pelerín y que cuidabas tanto, sigue tan tieso en su sitio. Todo está igual en la cabaña y pasarás un estupendo verano, así lo espero. Mi Pierna esta fuera de Peligro y lo bastante fuerte para correr por los bosques contigo.
Todos te damos la Bienvenida.
Con mucho cariño.
Tu tía que te quiere.
ADINA PETERSSON
Loella leyó la carta muchas veces y la tranquilizó saber que todo estaba arreglado para su regreso a casa.
Se incorporó y echó atrás la cabeza con gesto seguro.
La ciudad ya no significaba nada. Había perdido su dominio sobre ella. Pronto la abandonaría para siempre. Nada la ataba. No dependía de nadie. Podía levantar el vuelo libremente.
Y sintió que sus antiguas fuerzas renacían.
LLEGO el cinco de junio. Las clases terminaron y Loella obtuvo muy buenas notas en los exámenes. Hasta le dieron un premio.
Tía Svea estaba encantada. Dio una merienda de despedida a Loella en el jardín. Y ahora Loella quería hacer algunas compras porque al día siguiente volvía a casa.
Echó a andar por las calles.
El sol brillaba con fuerza y una alegre brisa bailoteaba sobre la ciudad. Y aunque es cierto que en este último día se mostraba más atractiva que nunca, no conseguiría engatusarla para que se quedara ni uno más.
Tenía bastante dinero porque había guardado casi todo el que le había mandado tía Adina. Primero compró muchas bolsitas de semillas para plantar toda clase de flores.
Luego compró un precioso pañuelito bordado como regalo de despedida para tía Svea. Y una rosa de tela almidonada para que tía Adina la pusiera en su sombrero azul de verano.
¿Y qué le podía regalar a Mona? Algo de bisutería, naturalmente. Pasó mucho tiempo mirando. Era divertido ver esas cosas. Por fin se decidió por un par de pendientes largos, relucientes y llamativos.
Entonces se le ocurrió que le gustaría llevarse un recuerdo de la ciudad. Después de todo, había estado allí mucho tiempo.
No sabía qué comprar. Estuvo viendo cajitas, muñecas, floreros, con el nombre de la ciudad escrito en ellos. No, no le gustaban. Tenía que encontrar algo distinto.
No, no compraría ningún souvenir.
Ah, sí… lo que más le gustaría llevarse a casa era un olor que había conocido por primera vez en la ciudad y que quería recordar. Un perfume que había aprendido a querer.
Entró en una perfumería, muy contenta.
—Quiero una pastilla de jabón —anunció.
Al otro lado del mostrador estaba una señora joven y gordita. Tenía el pelo corto, negro y rizado, y llevaba varias vueltas de perlas alrededor del cuello. Ofreció una pastilla de jabón a Loella.
—¿Esta, por ejemplo?
La niña lo cogió, lo olió y volvió a dejarlo sobre el mostrador sacudiendo la cabeza.
—No, no huele así.
—¡Ah! ¿Quieres una marca especial?
—Sí.
—¿Cómo se llama?
—No sé el nombre, pero sé cómo huele.
Los ojos azules de la señora reflejaron su desconcierto.
—Tenemos muchísimas clases de jabones —dijo, abriendo varios cajones—. A ver si por casualidad… ¿El perfume no será de lirio del valle o lavanda?
Loella sabía que no; podía reconocer perfectamente el perfume de los lirios del valle y de la lavanda.
—Será mejor que yo huela los jabones —dijo. Se colocó detrás del mostrador y empezó a husmear una pastilla tras otra mientras la señora la miraba con curiosidad. A veces ella también olía alguno y daba su experta opinión.
Debía atender a otros clientes que iban entrando en la tienda, pero Loella seguía imperturbable, olisqueando todas las existencias. Los clientes la miraban algo sorprendidos, pero ella no les hacía caso. Tantos olores distintos le produjeron un ligero mareo. A ratos tenía que descansar la nariz porque de repente no podía oler nada y le parecía que todos los perfumes era el mismo.
—¿Qué tal? —preguntó la señora cuando quedó libre—. ¿Todavía no lo has encontrado?
—No, pero todavía no los he olido todos.
La señora, suspirando, sugirió la conveniencia de averiguar el nombre del jabón que buscaba; pero Loella respondió que era completamente imposible. Cuando dejó en el cajón la última pastilla, asegurando que no era ninguna de aquéllas, la señora preguntó si estaba segura de recordar bien el perfume. Quizás sólo estuviera en su imaginación. Es fácil confundirse cuando se huelen muchos seguidos.
—No —dijo Loella muy segura de sí misma—. Lo recuerdo perfectamente.
La señora suspiró con más fuerza que antes, desanimada; pero Loella no lo tomó a mal.
—¿No hay más jabones que éstos? —preguntó.
—Sólo en cajas preparadas especialmente para regalo —dijo la señora con tono preocupado—. Y esos jabones son muy caros.
Miró interrogante a Loella.
—¿Como cuánto?
—Depende…
—¿Los puedo oler también?
—Sí, claro.
La señora sacó unas cajitas muy elegantes. Dentro había jabones envueltos en papeles con artísticos dibujos. Los colocó sobre el mostrador para que Loella pudiera examinarlos.
—Verdaderas obras de arte —dijo, mientras su joven cliente los iba oliendo uno por uno.
Por fin.
—¡Es éste!
Loella sostenía una de las delicadas cajitas con dos hermosas pastillas de jabón en su interior. ¿Cuánto valdrían? No se atrevía a preguntarlo; pero la señora dio vuelta a la caja y dijo:
—Nueve coronas los dos.
Ahora le tocó el turno de suspirar a Loella porque no tenía tantísimo dinero. Los pendientes de Mona habían sido caros y la rosa y el pañuelo también. Sólo le quedaban unas cuatro coronas. No podía comprar la caja y así se lo dijo a la señora.
Ella se quedó un momento callada; parecía triste. Suspiró otra vez. Las dos se miraron y suspiraron a coro. Luego dijo:
—No acostumbramos a venderlos sueltos, pero ya que te has tomado la molestia de olerlos todos, creo que te puedes llevar uno solo. ¿Cuánto dinero tienes?
Loella puso sus monedas sobre el mostrador y ella las contó.
—Con esto hay suficiente. La caja ya cuesta bastante y como no te la llevas…
Puso la pastilla en una elegante bolsita de papel, sonriendo.
—Aquí tienes. Es un jabón finísimo.
—Lo sé —dijo Loella.
Cogió solemnemente la bolsa de papel y salió a la calle. Ese era el perfume que quería llevarse a su casa. Lo había olido casi a diario desde que había llegado a la ciudad y, para ella, encerraba una especie de significado mágico. Era sinónimo de belleza e inteligencia. De todo lo inalcanzable que sólo se puede percibir como un aroma.
Era el jabón que su maestra, la señorita Rose Marie Skog, usaba para lavarse las manos.
CUANDO Loella hacía su equipaje para volver a casa, vaciando los cajones del armario, encontró en el fondo de uno de ellos dos cosas que le produjeron un sobresalto: la crema para el pelo Pop-Viril y el dibujo que había hecho para el Día del Padre.
Sintió un dolor corto y agudo, y volvió a recordar todas sus esperanzas y sus desilusiones. Por un momento la invadió un sentimiento de fracaso; pero en seguida se sobrepuso, tiró el tubo a la papelera y, a continuación, el dibujo. Era la noche anterior a su viaje.
Se puso en la boca un chicle, a modo de tónico reconfortante, y siguió preparando febrilmente sus maletas. Cuando Mona entró en la habitación, vio el dibujo en la papelera y lo cogió.
—Oye, niña… ¿Tú has hecho esto?
Loella se volvió con gesto impetuoso.
—Sí. ¡Tíralo inmediatamente!
—Es una pena… ¡Es formidable! Te lo digo de verdad… ¡Una obra de arte!
Loella no contestó. Trajinaba dándole la espalda a Mona, que se sentó en la cama observando el dibujo. Parecía preocupada. Después de unos minutos, dijo:
—Dime, niña… cuando vuelvas a tu casa… ¿con quién vas a vivir? Nunca me lo has dicho. Si este dibujo lo hiciste para tu padre, no deberías tirarlo.
Loella se encogió de hombros y Mona suspiró.
—¿Es un tipo horrible como mi viejo? ¿Y qué pasa con tu madre? ¿Están divorciados?
Hubo un largo silencio hasta que Mona habló de nuevo.
—Está bien… No contestes, si no quieres. Sé lo que fastidian ciertas preguntas. Lo único que me gustaría es saber que vas a pasar un verano estupendo.
—Sí, estoy segura —dijo Loella rápidamente. Y para cambiar de tema preguntó a Mona qué pensaba hacer en las vacaciones.
—Estoy contenta, ¿sabes? Iré a casa de mi tía. Y si mamá arma un lío, no le haremos ni pizca de caso.
Mona le lanzó a Loella una tableta de chocolate de una punta a otra del cuarto. Luego dio un dramático informe acerca de lo que su tía le había dicho por teléfono. Había consultado con su espíritu guardián lo que convenía hacer y el espíritu le había contestado que se ocupara de Mona.
—¿Y a que no adivinas quién es el espíritu guardián de mi tía?
—No sé.
—Piensa… En la escuela nos hablaron de él. Es muy famoso. Viene en el libro de historia.
Loella, cautelosamente, preguntó si era chino o algo por el estilo. No, era muy antiguo, desde luego, pero de esta parte del mundo.
—¿Napoleón?
—¡No! ¡Mucho más poderoso! ¡Nostradamus! Era médico, astrólogo y adivino. ¡Imagínate! Mamá no puede nada contra él.
Loella estaba muy impresionada y a la vez contenta por Mona. Le hubiera dado mucha pena separarse de ella sin saber que las cosas irían bien.
Al día siguiente Loella se levantó muy temprano. Mona estaba durmiendo todavía, pero había prometido ir a despedirla a la estación, alrededor de las once.
Echó un último vistazo a su equipaje para asegurarse de que no se le olvidaba nada.
Luego vio el dibujo para el Día del Padre que Mona había colocado sobre una silla. Lo cogió para romperlo, pero por alguna razón no pudo decidirse a hacerlo y lo metió rápidamente en su maleta. Mona tenía razón. Era un bonito dibujo.