Loella se mostró muy afligida, pero tío David la tranquilizó.
—No es muy grave la cosa… Seguramente estará en casa dentro de un par de semanas.
Añadió que había prometido darse una vuelta por la cabaña y ver cómo estaban Loella y los mellizos. Se rascó de nuevo la cabeza y dijo, preocupado:
—Tienes que decirme si necesitáis algo… Puedes estar segura de que te lo traeré. Pero a mí no se me ocurre… No sé bien qué les hace falta a unos niños. ¿Sabrás abrir las latas?
Naturalmente que Loella sabía hacerlo. Y le dijo que se las arreglarían perfectamente. No necesitaban ninguna ayuda. Siempre habían salido adelante solos.
—¿De veras? Pero algo necesitaréis… Ya sabes que he prometido ocuparme de vosotros.
No, nada en absoluto, le aseguró Loella. Tenían todo lo preciso. Sentía claramente que su tío estaba violento y que si había ido era porque lo consideraba una obligación. Tía Adina era diferente. Ella iba porque de verdad le apetecía.
—Está bien… Pero si pasa cualquier cosa, me lo dices.
Al cabo de una semana, la despensa de Loella estaba vacía. Y también la lata donde guardaba el dinero. En el bosque se habían acabado definitivamente las setas.
Tenía un paquete de copos de avena para hacer con leche y en el bosque los enebros estaban cargados de frutos con los que preparaba una rica bebida; pero nada más que eso.
El temor de que apareciera Agda Lundkvist le impedía alejarse de su casa como no fuera por poco tiempo; pero al fin no tuvo más remedio que hacerlo.
Se vio obligada a ir al pueblo y era importante que no la descubrieran. No es que pensara cometer ningún delito, pero sí algo que convenía ocultar. Por la especial naturaleza del asunto era preferible que no la vieran.
En el pueblo había una carnicería y una panadería. Ambas tenían en la parte de atrás un patio y en cada uno de ellos había un cubo donde tiraban la mercadería que se estropeaba, aunque fuera sólo un poquito. En el cubo de la panadería se solían encontrar pasteles y tartas con la crema apenas agria. En el de la carnicería había salchichas, chuletas y otras cosas que estaban justo a punto de echarse a perder. Nada realmente malo, porque tiraban todo lo que pudiera tener aunque fuese un ligerísimo mal sabor.
Loella había rebuscado en esos cubos en otras ocasiones, antes de que tía Adina apareciera en su vida, y siempre había regresado con un rico botín. Pensaba que era escandaloso tirar cosas tan buenas. La gente del pueblo debía ser muy remilgada.
Lo que hacía no se podía llamar robo, excepto, quizás, desde el punto de vista de los cerdos; pero los cerdos del pueblo estaban ya mucho más gordos de lo que les convenía. Además, considerando el trágico objetivo que tenía el atiborrarlos de comida, casi les hacía un favor.
Por lo tanto, desvalijaba los cubos sin miedo, con la conciencia tranquila y gran agilidad. Sabía exactamente qué días eran los mejores.
Era una excitante aventura. Lo único malo era la amenaza de Agda Lundkvist, que la obligaba a ir y volver mucho más de prisa que de costumbre.
Todo salió bien. Encontró un montón de salchichas y lonchas de jamón. Y otro de bollos y pasteles. Al salir de la panadería, una niña la vio y le gritó: «¡Malos Pelos! ¡Eres una ladrona!»
Loella la miró despectivamente. Era una cría miedosa y cobardica, incapaz de mantener sus palabras. No valía la pena ni pelearse con ella.
—¡Métete en tu casa y límpiate los mocos en el delantal de tu madre, niña! —dijo Loella en un tono más desdeñoso que colérico. Pero la niña empezó a gritar mirando ansiosamente a su alrededor, con la esperanza de llamar la atención de alguna persona mayor.
Su deseo se vio satisfecho. Varias ventanas se abrieron y voces de mujeres inquietas preguntaban qué ocurría.
Pero para entonces Loella ya estaba muy lejos.
Corrió hacia el bosque, satisfecha de su botín, pero muy preocupada.
Afortunadamente no había pasado nada. Agda Lundkvist no había aparecido. Todo estaba tal como lo había dejado.
Rudolph y Conrad estaban tranquilamente sentados en los cajones del armario que se les habían quedado pequeños para dormir. Lloriqueaban porque tenían hambre, pero no les había sucedido nada malo. Se pusieron muy contentos en cuanto les dio un bizcocho a cada uno.
De esta manera Loella se las iba arreglando un día y otro. No era fácil, pero tampoco tan difícil como se pudiera pensar. Estaba acostumbrada a vivir así y la soledad no la afligía demasiado. Los mellizos eran buena compañía y la mantenían ocupada.
Por otra parte, contaba con sus amigos. Casi a diario Papá Pelerín escondía algo para ella debajo de su gran impermeable negro y, últimamente, no sólo caramelos y chicles. A menudo encontraba en su bolsillo una salchicha, un trozo de queso o un pan. Toda clase de cosas buenas. Y casi cada día había una botella de leche en su brazo. Loella se la llevaba a casa y, cuando la leche se terminaba, dejaba la botella en el mismo sitio. Al día siguiente estaba llena otra vez.
A pesar de que era obstinada y orgullosa, recibía alegremente esta ayuda porque se le ofrecía con naturalidad, sin aspavientos. Sabía también que Fredrik Olsson comprendía que ella hubiera hecho lo mismo por él.
Un día llegó carta de tía Adina, desde el hospital. En el sobre había un billete de diez coronas y la carta demostraba cuánto los quería y se preocupaba por ellos.
Queridos Niños:
¿Cómo estáis en vuestra pequeña cabaña? Pienso mucho en vosotros, ya lo creo que sí. Es un Mal Asunto, habría venido a parar al hospital por una tontería, pero los doctores y las enfermeras son muy buenos conmigo, las cosas como son. Lo que tengo es una fractura Múltiple y dice el Dolor que tardará en curarse. Aparte de esto estoy Bien y no debo quejarme, pero ¿cómo estáis vosotros? Siempre pienso en vosotros y espero que tengáis comida Todos los días y espero que David se ocupe de vosotros y tú Loella ten cuidado con el fuego no sea que salte una Chispa al suelo y se incendie la casa, pero estoy segura de que tienes cuidado y pon bien alta la Lámpara de Aceite para que los niños no puedan alcanzarla sería mejor que compraras velas y las apagues antes de que ellos se vayan a dormir. Te mando algo de Dinero y ve a ver a David que te dará mas se lo he dicho. Mi muido no es muy Listo pero tiene un Alma Caritativa y hace todo lo que puede cuando se lo digo. Que tontería tan grande estar hache tumbada cuando me necesitáis mas que nunca. Estuve toda la Tarde escribiendo esta Carta y ahora me traen el café y por eso tengo que terminar. Buena Suerte.
Con mucho cariño:
ADINA PETTERSSON
No, Loella no se sentía abandonada en el bosque. Tenía a sus amigos. Tampoco estaba asustada. Es cierto que ése era el primer invierno que pasaría sola, pero estaba segura de que todo saldría bien.
Siempre que, naturalmente, Agda Lundkvist siguiera sin aparecer. Quizás fuese como mamá, que hacía promesas que nunca cumplía. Ojalá, pensaba Loella. Le vendría estupendamente que Agda Lundkvist fuera así también.
Debía de haber pasado ya mucho desde que prometió a mamá ir en busca de ellos. «Uno de estos días», ponía la carta. Si realmente tuviera intención de venir, ya lo hubiera hecho.
UNA noche llegó la nieve.
No caía suave y tranquilamente, en hermosos copos grandes y blancos, como se ve en las tarjetas postales, sino en bolitas duras que silbaban cortando el aire. De repente empezó a hacer mucho frío, pero Loella estaba bien preparada. Había llevado a casa montones de leña para el fuego, ramas y pinas. La leñera estaba repleta.
En cuanto se levantaba, muy temprano, encendía el fuego y en seguida la casa estaba caliente y acogedora. Al amanecer hacía su excursión al pueblo. Era época de vacas flacas otra vez. Sus reservas disminuían rápidamente.
Los mellizos dormían aún. Si se daba prisa, podía estar de vuelta antes de que se despertaran. ¡Señor, qué viento…! Parecía como si quisiera atravesarla. Sólo llevaba encima el jersey verde y, por muy grande que fuera, no era suficiente protección contra el viento.
Cuando pasó junto al matorral de frambuesas donde estaba Papá Pelerín, se le ocurrió de repente que podía coger prestado el impermeable negro. Le llegaría hasta los tobillos, desde luego, pero la resguardaría del viento.
Ese sería un día de suerte porque, con semejante tormenta, era muy difícil que nadie la viera en el pueblo. Unas viejas tapadas hasta la nariz y con la cabeza baja, avanzaban trabajosamente bajo la nieve punzante sin ocuparse más que de ellas mismas.
Un día perfecto para una expedición a los cubos.
Llena de energía, Loella volaba de uno a otro como un joven cuervo. En uno pescó una chuleta de cerdo y una ristra de salchichas; en otro, una tarta de crema enorme que probó y apenas estaba agria. También encontró unos cuantos pasteles.
Con la cesta hasta los bordes, inició el camino de regreso. A pesar de la nieve y el viento, la operación no le había llevado mucho tiempo. Debían ser poco más de las nueve y ahora tenía el viento a favor.
La nieve zumbaba a su alrededor. Llevaba la cesta bajo el impermeable para protegerla. Las copas de los pinos canturreaban y el viento, que venía de atrás, inflaba la tela negra y empujaba a Loella como si fuera un barco. Apenas podía levantar los pies; pero tenía que correr y lo consiguió, aunque el camino hacia el bosque era cuesta arriba.
Llegó en seguida a las matas de frambuesas y se detuvo para poner de nuevo el impermeable sobre los hombros de Papá Pelerín. Tenía una botella en el brazo. Fredrik Olsson había dejado la leche.
Entonces le pareció oír el ruido de un motor. Se volvió, pero no vio nada.
El matorral estaba en una especie de cañada rodeada de colinas y allí el viento no soplaba con tanta fuerza. No, no era el viento lo que había oído. Entonces… ¿qué era? Los coches nunca llegaban hasta allí. Se había equivocado.
No, lo oía otra vez. Claramente. Más cerca. No le quedaba ninguna duda. Un coche se acercaba por el bosque.
Todavía no se podía ver, porque el camino hacía muchas curvas. Y de repente ya no escuchó el ruido, pero sí el de una portezuela al cerrarse y voces que traía el viento. ¡Agda Lundkvist! ¿Quién más podía ser?
Loella casi había dejado de creer que vendría, después de tanto tiempo, pero la amenaza pesaba siempre sobre ella. Ahora ya era una realidad.
Estaba asustada, es cierto; pero también estaba preparada para ese momento. Lo más importante era actuar con rapidez. Llegar a casa y cerrar la puerta con llave. No tenía tiempo para ponerle el impermeable a Papá Pelerín ni para quitarle la botella de leche. Bastante complicado era ya correr llevando la cesta.
Volvió a oír las voces. El viento se las traía terriblemente claras y audibles. Agda Lundkvist no estaba sola; con ella venía un hombre.
Loella estaba a punto de huir cuando los vio. Salieron del bosque muy cerca de ella. Demasiado tarde. No podía volver a la cabaña sin que se dieran cuenta. Tan de prisa como si la empujara un rayo, se zambulló detrás de Papá Pelerín y se deslizó como un gusanito entre las matas, cautelosamente, aferrando la preciosa cesta. Se escondió detrás de un montón de hojas secas que había entre dos rocas cubiertas de musgo y se quedó inmóvil, como una piedra negra.
Los oyó charlar y reír junto a Papá Pelerín. Les daba risa el espantapájaros, con su botella de leche en el brazo. Loella se preguntó si la descubrirían; pero no. Sólo se pararon un momento. Ahora podía verlos.
—¡Espantapájaros en pleno invierno! La gente del bosque debe estar chiflada —dijo la mujer, y el hombre enseñó los dientes en una sonrisa que más parecía una mueca.
La mujer era bastante corpulenta y llevaba un abrigo marrón y un sombrero verde sobre su pelo rubio. Tenía una nariz grande que bajaba, ganchuda, hacia la boca pintada de un rojo chillón. Los ojos negros de Loella observaban cada detalle con aversión. No le gustaba la expresión de la mujer, de mal genio y mandona. Si Agda Lundkvist era siempre así, no debía ser muy divertido vivir con ella.
Loella miró al hombre.
Era alto, cargado de hombros, con manos grandes y torpes y una cara ancha, aplastada y desteñida. Seguramente, poco peligroso. Y aunque parecía un tipo astuto, daba la impresión de que se dejaba engañar con facilidad, si es que puede darse una combinación tan extraña en la misma persona. Pero, sobre todo, se notaba que estaba incómodo. Nunca se borraba de sus labios una sonrisa forzada.
¿Y éstos eran los que se iban a llevar a sus hermanitos? ¡Nunca! ¡Jamás, mientras ella viviera! No le gustaba ni pizca.
Su cerebro trabajaba febrilmente mientras ellos seguían descansando y burlándose de Papá Pelerín. Que se divirtieran, mientras podían… Ella no les iba a dar motivos para pasarlo bien; pronto se darían cuenta.
Sin la llave, ¿cómo iban a entrar en la cabaña? Y la llave la tenía ella en el fondo de la cesta. La puerta era muy resistente. Las ventanas, demasiado pequeñas para permitirles entrar por ellas. Lo mejor que podía pasar era que no la vieran. Se cansarían pronto de esperar en medio de la tormenta. La mujer ya se estaba quejando.
—¡Qué idea más estúpida, venir con este horrible tiempo! —dijo con tono áspero.
—Tenía que ser cuando me prestaran el coche —contestó el hombre—. Antes, imposible.
—¡Y tuvo que ser hoy! Si te hubieras preocupado, estoy segura de que te hubieran dejado el coche mucho antes. Pero como eres así… ¡Y sabiendo que le prometí a Iris que vendríamos a buscarlos hace no sé cuántas semanas!
Iris era mamá. Estaba hablando de ella. Loella oía cada palabra.
—No tengo la culpa de que hagas promesas sin contar conmigo —dijo el hombre. Y la mujer contestó furiosa:
—¡Cuántas veces he de decirte que Iris me paga para que cuide a los niños! Y nunca ha sido tacaña. Creo que está haciendo fortuna en América.
¡Qué barbaridad! Loella casi pega un bote en su escondite. ¡Mamá iba a pagar a semejante gente para que cuidaran a sus hermanitos! Ellos deberían pagar por tener a los niños…
—La cabaña está más arriba, en un claro —dijo la mujer—. Hace mucho tiempo vine a ver a Iris. La chica, Loella, o como se llame, tenía sólo dos años. Una cría insoportable, rabiosa y terca, a pesar de lo pequeña que era. Habrá salido a su padre, seguro. Nunca me cayó bien. No aguanto a los hombres guapos y aquél era como un artista de cine; pero cabezota y orgulloso como si el mundo fuera suyo. Espero que los mellizos estén un poco mejor educados que ella. Puede ser, porque son de otro padre y he oído decir que era un hombre de buen carácter.