Read La hija del Adelantado Online
Authors: José Milla y Vidaurre
No bien hubieron salido de la habitación, doña Juana dijo a doña Leonor:
—Alejémonos de aquí, por Dios. Él es, él es, amiga mía.
Sorprendida la hija del Adelantado, pidió a doña Juana le explicase aquel enigma, y habiéndose encerrado en las habitaciones de doña Leonor, doña Juana le reveló la causa de la mortal angustia que la oprimía. En la intimidad que existía entre las dos amigas, doña Juana había referido, naturalmente, a doña Leonor el lance del médico de la ciudad de Baeza; pero ni la una ni la otra habían vuelto a acordarse de tal incidente. Doña Juana conocía el atrevimiento de Peraza, recordó la asiduidad con que la importunó, y sabía que al salir de la ciudad, a consecuencia del desaire que recibiera de sus padres, había hablado públicamente de proyectos de venganza. Llegada recientemente a Guatemala, no había tenido ocasión de oír hablar del médico, y la primera noticia que tuvo de que estuviese en la ciudad, fue su presencia en el cuarto de Rodríguez. Profundamente afligida, comunicó sus temores a su amiga, la que procuró tranquilizarla, con la seguridad de que aquel miserable cirujano, médico o lo que fuese, no tendría poder alguno para causarle la más ligera desazón. La orgullosa señora estaba muy lejos de creer que aquel hombre de quien hablaba con desdén, alcanzaba, por sus relaciones y popularidad, a pesar de la oscuridad de su origen, una posición que hacía de él un personaje nada despreciable.
Doña Leonor llamó a Melchora Suárez, su camarera, y hábiendole pedido con disimulo, informes acerca de Peraza, supo cuanto la generalidad sabía respecto de él.
Merced a la eficacia el doctor, a los cuatro días, Portocarrero estaba muy mejorado, y Rodríguez, aunque grave todavía, fuera de riesgo de muerte. Peraza, dominado siempre por una idea, no omitió esfuerzo para encontrar la planta que buscaba ansioso. Todas sus diligencias para con ella por medio de la ciencia, fueron completamente inútiles, como era natural; hasta que un incidente puramente fortuito, fue a poner al doctor en posesión de tan precioso tesoro. Cómo llegó a encontrar Peraza la yerba que tenía la rara virtud e inspirar el amor, y el ensayo que comenzó a hacer de ella, lo referiremos a nuestros lectores en el próximo capítulo.
BATIDO
y descorazonado se encontraba un día el bueno del doctor Peraza, a punto de no prestar la menor fe a la eficacia de los vegetales, por no haber podido dar con la yerba del amor; cuando se le presentó una mujer anciana, acompañada de una joven cuya salud parecía muy deteriorada. Era una pobre madre que acudía a la caridad del herbolario, alarmada al ver los progresos de la enfermedad de su hija. Examinó el doctor a la muchacha, hízole muchas preguntas, y la dolencia hubo de parecerle sumamente oscura. Después de muchas investigaciones, y habiendo exigido a la madre no le ocultase circunstancia alguna de las que pudieran aclarar el origen del padecimiento de la joven, la anciana, con gran misterio y usando de mil rodeos, explicó al médico la verdad del caso. Había tenido empeño en que la muchacha se casara con un pariente suyo, que por todos conceptos la convenía; pero sus instancias y consejos fueron inútiles y no alcanzaron a vencer la repugnancia que sentía la joven hacia el hombre que se le destinaba por esposo. Entonces, por indicación de una vecina, dispuso dar a la muchacha un bebedizo, para que se convirtiera en amor el odio que sentía por el pretendiente; y habiendo recurrido a un indio anciano de Petapa, que sabía preparar la bebida, la suministró a la joven e instantáneamente se cambió en el más decidido afecto la aversión que antes sentía por el pariente. Por desgracia, cuando esto sucedió, el joven, cansado ya de porfiar en vano, se había casado con otra, ignórandolo la anciana. Cuando la muchacha supo lo que ocurría fue cayendo en un abatimiento mortal, se puso cadavérica, no comía ni conciliaba el sueño, quedando reducida al más miserable estado.
Con la mayor atención escuchó el doctor la relación de la vieja, y al oír lo del bebedizo y su maravilloso efecto, no fue dueño de ocultar su alegría. Preguntó inmediatamente el nombre del indio que había suministrado la bebida; díjoselo la madre de la joven, e importándole ya muy poco lo demás, hizo dos o tres indicaciones vagas y generales de lo que convenía administrar a la enferma y despidió a esta y a la madre. Luego que estuvo solo, no pensó más que en adquirir el precioso licor, a cualquier precio. Montó a caballo y se dirigió a Petapa, en donde encontró efectivamente al famoso vendedor de filtros, un indio rechoncho, pequeño de cuerpo, con más trazas de bribón que de tonto, que se llamaba Diego Tziquin, y que gozaba la reputación de ser un famosísimo hechicero.
El doctor no se contentaba con el bebedizo ya confeccionado. Como hombre del arte, deseaba conocer los ingredientes y el método empleado para la preparación. Le fue pues, necesario ir ganando, poco a poco, la confianza del indio, y ayudándose con buenas dápas, logró que Tziquin le ofreciese confeccionar el bebistrajo en su presencia. Convinieron en reunirse una noche en que la luna estaba en su cuarto menguante, y se encerraron en el rancho del indio, iluminado por la pálida luz que despedían unas pocas astillas de ocote. Era en fines de Noviembre. El viento del norte penetraba por entre las mal unidas cañas de milpa que formaban las paredes del rancho, arremedando ora el bramido de bestias feroces, cuando soplaba con mayor fuerza, ora quejidos y lamentos, cuando disminuía su violencia. Habríase dicho que los malos espíritus se aprestaban a acudir al llamamiento, que iba a hacérseles y se reunían en confuso y bullicioso tropel, para estar prontos a la voz del que tenía cierto poder sobre ellos. Tziquin aprestó sus yerbas, que examinó Peraza y reconoció ser venenosas; hizo fuego con huesos de muerto, y colocó una olla pequeña con agua, encima de las brasas. Pronunció algunas palabras en su propio idioma y fue poniendo en la marmita los vegetales y algunas substancias orgánicas. Sentáronse junto al fuego el herbolario y el fabricante de filtros y ambos permanecieron en profundo silencio, por largo rato, con los ojos fijos en la olla, esperando el cocimiento. Cuando comenzó el hervor, Tziquin se puso en pie, con la cara hacia el oriente y pronunció conjuros y maldiciones, invocando, siempre en su idioma, el nombre de Caxtoq. Retiró la olla, coló el líquido, sirviéndose de un lienzo negro con manchas rojas, y luego que hubo destilado un licor verdoso, llenó una pequeña redoma que puso en manos del doctor. Cuidó de advertirle que era indispensable que la persona que deseaba hacerse amar, vertiese por sí misma dos gotas del bebedizo en medio vaso de agua, la que se había de administrar, pronunciando ciertas imprecaciones que el crédulo herbolario tomó bien en la memoria, lo mismo que los otros conjuros empleados por el embustero Tziquin. Peraza, recompensó generosamente al indio y volvió a la ciudad, tan contento como si hubiese encontrado la piedra filosofal.
Lo primero que hizo fue buscar a Agustina Córdova, a quien dio parte del famoso descubrimiento del filtro. La viuda, transportada de júbilo, instó al doctor para que cuanto antes diese el bebedizo a Portocarrero, lo cual era tanto más fácil, cuanto que don Pedro necesitaba aún, por su herida, los auxilios del médico. Llenó este una redoma de plata con agua, y habiendo hecho que Agustina aprendiese bien las palabras del conjuro, vertió ella misma, pronunciando aquellas palabras, dos gotas del verdoso licor en el agua de la redoma. Peraza se dirigió a casa de Portocarrero, y después de haberle tomado el pulso, dijo que para apresurar la convalecencia, convenía tomase la bebida que contenía aquella redoma. Hízolo así don Pedro y el doctor se despidió ofreciendo volver, para observar los efectos de la medicina.
La vigorosa constitución de Portocarrero no se resintió desde luego de la influencia nociva de aquel bebistrajo, que como hemos dicho, contenía substancias venenosas, aunque en dosis sumamente cortas. Al siguiente día, cuando llegó Peraza, el enfermo no presentaba alteración notable. El doctor entabló conversación con él, y con astucia fue haciendo rodase de modo la plática que hubo ocasión de nombrar a Agustina Córdova. Portocarrero guardó profundo silencio, lo que chasqueó al doctor, no permitiéndole averiguar si la bebida iba o no produciendo algún efecto. Continuó suministrándosela durante tres días, y el único resultado fue que el enfermo fuese cayendo en cierto entorpecimiento. El pulso era débil, la mirada indecisa y vaga y parecía coordinar las ideas con alguna dificultad. Entonces volvió Peraza a pronunciar el nombre de Agustina; pero fue para que don Pedro mostrase el más profundo disgusto, y suplicase cortés pero seriamente al doctor, no volviese a nombrar en su presencia a aquella mujer. Esto, como debe suponerse disgustó mucho al herbolario, que desde luego atribuyó la falta de éxito a la cortedad de la dosis en que había sido suministrada la bebida. Proponíase, pues, duplicarla, a pesar de que no se le ocultaba el abatimiento físico y moral en que había comenzado a caer el enfermo; pero antes de hacerlo, creyó oportuno volver a conferenciar con Tziquin, sospechando pudiese haberle ocultado alguna circunstancia esencial para que el filtro produjese efecto. Decidido a arrancar al indio todo su secreto, de grado o por fuerza, llenose los bolsillos de oro y se armó con una daga.
—Tziquin, dijo al indio con aire severo; me has engañado; cuatro días hace que empleo el bebedizo, sin resultado alguno. Tú debes haber reservado alguna circunstancia que es indispensable para que esa bebida haga nacer el amor; y no saldré de aquí sin que me hayas dicho todo lo que debe hacerse. ¿Quieres más dinero? Estoy pronto a dártelo; pero también he resuelto emplear la fuerza para arrancarte ese secreto, que es necesario a mi felicidad.
—Señor padre, contestó el anciano con humildad; la bebida que te di es la misma que he dado a otras muchas personas y siempre ha producido buen efecto ¿Cuidaste de hacerlo todo como yo lo dije?
—Todo se ha hecho con la mayor exactitud, replicó el doctor.
El indio permaneció un rato pensativo; y de repente, como si hubiese tenido una súbita inspiración, preguntó a Peraza.
—¿No has visto si por casualidad tiene la persona a quien se ha dado la bebida alguna santa reliquia sobre su cuerpo?
El doctor recapacitó, y dándose una palmada en la frente, dijo:
—¡Cierto!; un Agnus Dei de oro.
Al examinar la herida de don Pedro, el doctor había visto el relicario remitido por doña Leonor.
—Pues no preguntes ya, dijo el indio con seguridad, en qué consiste que la bebida no produzca su efecto. Es necesario quitar esa reliquia a la persona y luego volver a darle la medicina. Entonces, con mi cabeza te respondo del resultado.
Lleno de gozo el herbolario por haber desatado el nudo de la dificultad, recompensó generosamente al indio, y sin pérdida de tiempo volvió a la ciudad, combinando los medios de que había de valerse para despojar a Portocarrero del relicario. Acudió inmediatamente a visitarlo y lo encontró con calentura y abatido física y moralmente. La servidumbre del caballero estaba en el dormitorio, y así el médico no pudo ejecutar su proyecto. Al despedirse, recomendó un absoluto reposo y tranquilidad que se dejase solo a don Pedro el mayor tiempo que fuese posible. Alarmados los criados de Portocarrero, cumplieron aquellas disposiciones al pie de la letra y dejaron al enfermo solo una gran parte del día.
En uno de esos ratos llegó el doctor y acertó a entrar hasta la cámara de Portocarrero, sin encontrar a persona alguna
Don Pedro, pálido, extenuado, parecía dormir, con ese sueño agitado que produce la fiebre. Escapábansele frases entrecortadas y palabras sin sentido, tales como torneo, asesinos, Ronquillo, el maleficio, Leonor; sonriendo con tristeza al pronunciar este nombre. Peraza se acercó a la cama sin hacer el más ligero ruido; descubrió el pecho a don Pedro y vio que allí estaba el relicario. Con mucho cuidado fue levantándolo poco a poco la cabeza, y quitándole la cadena de la cual pendía el Agnus. El enfermo parecía sufrir mucho en aquel momento, como si hubiese podido alcanzar intuitivamente lo que hacia el pérfido herbolario. Con voz lenta y apagada, dijo: Ag... nus..., Leo... nor; y levantó la mano hacia el pecho, como buscando la santa reliquia. Tal fue la impresión que experimentó al no encontrarla, que despertó sobresaltado, y recorrió con ojos extraviados toda la habitación. Estaba completamente solo; pues el médico había desaparecido. Don Pedro, aunque muy débil, se lanzó fuera de la cama, y saliendo del dormitorio, llamó a la servidumbre. Acudió esta alarmada, al ver aquel semblante cadavérico, en el cual luchaban la expresión del abatimiento con la de la desesperación.
—¡El relicario! ¡el relicario! gritó Portocarrero; ¿qué se ha hecho del relicario?
Los criados se veían unos a otros sin comprender lo que decía su amo, y tomando aquellas palabras como hijas del delirio de la calentura.
—¿Quién ha entrado aquí? dijo don Pedro con voz temblorosa.
—Nadie, contestaron los criados. Dormíais y aguardábamos que llamaseis; permaneciendo lejos, por no molestaros.
—¡Desgraciados! exclamó Portocarrero, me habéis abandonado y Satanás se ha apoderado de mi tesoro, de mi felicidad, de mi única defensa. ¡Maldición!; y diciendo esto, no pudiendo resistir aquel violento esfuerzo, cayó en el suelo sin sentido.
Acudieron en el acto a casa del doctor, quien muy tranquilo, aguardaba aquel llamamiento, seguro de la impresión que causaría al enfermo la pérdida del relicario. Tomó la redoma de plata que contenía el malhadado filtro, y siguió al criado de Portocarrero. Encontró la calentura muy exacerbada; sin embargo de lo cual, impaciente por ver el resultado del bebedizo, removido ya el obstáculo a que atribuía en su credulidad, el ningún éxito de la pócima, le presentó la redoma. Don Pedro la apartó de sí con disgusto y dijo al doctor, de la manera más terminante, que deseaba morir y no tomaría ya medicina alguna. Peraza instó repetidas veces, pero todo fue en vano. Nadie pudo hacerle tomar una sola gota de aquel licor.