La hija del Adelantado (9 page)

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Authors: José Milla y Vidaurre

BOOK: La hija del Adelantado
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—¿Y podréis decir, preguntó el Adelantado, el nombre de esas dos personas?

—Sí, contestó Rodríguez; esos hombres eran el Veedor Gonzalo Ronquillo y el Tesorero Francisco de Castellanos.

Un sordo rumor se levantó entre los asistentes, cuyas miradas se dirigieron a los dos sujetos designados por Rodríguez. Castellanos, dominando cuanto le era dable su inquietud y desazón, dijo:

—Una acusación semejante no puede hacerse sin pruebas concluyentes. Yo espero, señores, que vosotros desecharéis con desprecio y que ninguno de los presentes dará crédito al testimonio aislado de un lacayo atrevido.

—Mi palabra, contestó el anciano con dignidad, vale tanto como la de un hidalgo, sea cual fuere mi condición. La mentira no ha manchado jamás mis labios; y en apoyo de mi acusación, pido se oiga, bajo la religión del juramento, al sacristán Andrés Reynosa.

Dispúsose llamar inmediatamente a este inpiduo; y habiéndose presentado y tomádosele declaración en el acto, no pudo negar lo que había confesado ya al astuto Rodríguez. Habiendo visto éste, como dijimos a su tiempo, entrar en la Catedral a Castellanos y a Ronquillo, y oído sus últimas palabras, entró en sospecha, avocose con el sacristán y haciendo uso con maña de lo que sabía, logró que lo impusiese perfectamente de lo que ignoraba. La acusación de sortilegio contra Gonzalo Ronquillo y la de complicidad contra Castellanos, quedó, pues, formalmente entablada, encargándose la autoridad eclesiástica del proceso. La reunión se disolvió, y Portocarrero, que durante aquella escena había permanecido con la cabeza inclinada, para no acabar de confundir a sus enemigos, se retiró pensativo y silencioso, abriéndole paso la multitud, con ese respeto que inspira siempre al pueblo la superioridad moral.

Durante el día no se habló de otra cosa en la ciudad que del suceso inesperado que había interrumpido la ceremonia que iba a tener lugar en el Ayuntamiento. Los enemigos de Portocarrero, llenos de despecho, protestaban la inocencia de los acusados y suponían había sido preparada la escena de antemano por el Adelantado mismo, sin cuyo beneplácito, decían, no se habría atrevido Rodríguez a acusar de hechicería a dos sujetos tan principales, como lo eran el Tesorero del Rey y el Veedor Ronquillo. El Licenciado de la Cueva, aunque contrariado en sus planes, guardaba silencio y no parecía abrigar sospechas de la conducta de su hermano político. Doña Leonor, instruida de lo que había sucedido por uno de los pajes de su servidumbre, que fue al Ayuntamiento con el objeto de darle cuenta de lo que ocurriese, llamó inmediatamente a doña Juana de Artiaga y arrojándose en sus brazos, le refirió, con la más viva alegría, el desenlace inesperado de aquella astuta intriga tramada contra su amante. Las dos damas creyeron, sin la menor vacilación, el dicho del viejo Rodríguez y conferenciaron largamente sobre los medios que podrían adoptar para preservar a Portocarrero de un nuevo maleficio.

Poseía doña Leonor un Agnus Dei, encerrado en un hermoso relicario de oro, pendiente de una cadena del mismo metal, bendito por el Pontífice Paulo III, regalo del señor obispo Marroquín, y que tenía grabada la siguiente inscripción: EPPVS, CUACTEM, abreviatura de las dos palabras latinas Episcopus Cuactemalensis, con las cuales firmaba el venerable fundador de la iglesia de Guatemala. Atribuíase a aquella santa reliquia la milagrosa virtud, entre otras, de preservar al que la llevase de cualquier hechizo o maleficio, motivo por el cual, así como ser presente del ilustre Prelado, la guardaba la joven con la mayor veneración, sin desprenderla de su cuello ni de día ni de noche.

Convínose por las dos amigas en que aquella santa reliquia sería remitida a Portocarrero, dando de esa manera doña Leonor a su amante una prueba del entrañable afecto que le profesaba. La joven imprimió sus labios en el Agnus, y lo guardó cuidadosamente en una cajita de ébano, con un papel que contenía estas pocas palabras: conservadlo siempre en memoria mía. El paje que había sido encargado de ir a las Casas consistoriales, lo fue también para poner aquella caja en manos de don Pedro, quien la recibió transportado de júbilo. Colocó inmediatamente el relicario sobre su corazón e hizo el firme propósito de no separarse de él mientras viviese.

Dejemos al enamorado Portocarrero entregado a la alegría que le causó aquel presente de la hija del Adelantado y permítanos el lector lo conduzcamos a presenciar una escena de muy perso carácter, si bien ligada íntimamente con los sucesos que venimos refiriendo.

A las nueve de la noche, dos hombres embozados hasta los ojos, se acercaban a la puerta de una casa de pobre apariencia, situada a la espalda de la iglesia de San Francisco, iglesia que se conserva hasta hoy, sirviendo de parroquia al pueblo de Ciudad—vieja. Llamaron a la puerta con cautela y se presentó una anciana, que habiendo reconocido a uno de los dos sujetos, les dio entrada, precediéndolos con un candil por el oscuro y estrecho zaguán que conducía al interior. Entraron en una sala, en la que se advertía cierto lujo, siendo los muebles ricos, aunque antiguos. La anciana dijo que avisaría a su señora, y desapareció, dejando solos a los dos caballeros, que tales parecían por sus trajes. A poco rato, abriose una puerta que conducía a una pieza interior y salió una mujer, que representaba treinta años de edad. Su estatura era un poco más que mediana; su cabeza, profusamente cubierta de cabellos negros; los ojos de igual color, regularmente apacibles, se iluminaban de vez en cuando con un brillo que tenía algo de salvaje; la nariz era recta y bien dibujada, y la boca, un poco grande, dejaba ver dos hileras de menudas perlas, al entreabrirse los labios de coral. Si los ojos de aquella mujer imponían miedo, su sonrisa, graciosa y atractiva, contrastaba con la expresión cuasi amenazadora de su mirada. Vestía un traje muy sencillo de tela de seda oscura, color que parecía haber sido elegido expresamente para hacer resaltar la blancura de la tez de aquella mujer, realmente encantadora.

Nuestros lectores habrán sospechado sin duda, que esa dama no era otra que la viuda del desgraciado Capitán Francisco Cava. Era así en efecto. Agustina se adelantó para saludar con gravedad y cortesanía al mayordomo y al Secretario del Gobernador, quien, como hemos dicho, no conocía a aquella señora y quedó visiblemente sorprendido de su hermosura.

—Veo que la fama no ha exagerado, dijo Robledo, esforzándose en mostrarse galante, cuando ha pregonado vuestra gentileza y declarado que sois la más bella de las españolas que han venido hasta ahora a las Indias.

—Don Diego, contestó Agustina con desembarazo; eso no ha podido decirse nunca con justicia, y menos aún de un mes a esta parte. ¿Quién puede hablar de hermosura donde están doña Beatriz de la Cueva, la hija del Adelantado y las señoras que las acompañan?

El Secretario era demasiado astuto para no aprovechar la oportunidad que le ofrecía aquella respuesta, para encaminar la conversación al terreno en que deseaba colocarla. Así, respondió con aparente candor:

—En cuanto a doña Beatriz, no diré yo que no sea muy gallarda señora; pero por lo que hace a la hija del Adelantado, las opiniones son harto diferentes.

—Pero ¿quién puede negar, replicó Agustina, lo que basta tener ojos para verlo? Yo he conocido a doña Leonor en México y la vi después aquí, antes de que acompañase al Gobernador en su último viaje, y aunque no la he visto desde su llegada, pues vivo en absoluto retiro, el tiempo que ha pasado es demasiado corto para que haya causado una alteración notable en el semblante de una persona tan joven.

—Pues ahí tenéis, dijo Robledo, en el poco tiempo que ha transcurrido desde que visteis a doña Leonor, ha cambiado notablemente. Sufrimientos morales que hasta ahora poco eran un misterio para todo el mundo y que una casualidad ha venido a revelar, han ajado la belleza de la hija del Adelantado, que tal vez no es hoy una sombra de lo que fue.

—Perdonad mi curiosidad, contestó Agustina. Es una de las debilidades de nuestro sexo; ignoro completamente lo que pasa y me holgaría de saberlo.

No deseaba otra cosa Robledo. Así, refirió punto por punto, y en todos sus detalles, la escena del torneo y la conversación entre el Adelantado y doña Leonor, de que había sido testigo, y en la cual la joven dejó ver su decidida inclinación a Portocarrero. El Secretario cuidó de agregar que esas relaciones eran ya antiguas, como que habían comenzado cuando Portocarrero conoció en México a doña Leonor.

Aquello fue una completa revelación para Agustina, que encontró la clavo del enigma del repentino desvío de su antiguo amante. Herida en lo más vivo, hizo, sin embargo, cuanto le fue posible, por disimular su enojo, y cuando Robledo hubo terminado su relación, dijo con fingida indiferencia:

—No hay duda, señor don Diego, que la historia que me referís pudiera, por lo peregrino, figurar en un libro de caballerías. Y a todo esto, ¿qué dice don Francisco de la Cueva? pues he oído que doña Leonor le había sido prometida en matrimonio por el Adelantado.

—Es así, en efecto, contestó Robledo. Don Francisco creía poder contar con la mano de la hija de su cuñado; y no es poco lo que se ha sorprendido e indignado, al saber la mala pasada que se le jugaba. El Licenciado es orgulloso y está pronto a gastar toda su fortuna, si necesario fuere, con tal de romper las relaciones de Portocarerro y doña Leonor y salirse con la suya.

Agustina permaneció pensativa un breve rato, y luego dijo:

—Eso tal vez sería difícil. Doña Leonor es de un carácter decidido y firme y no hay que contar con que cambie de resolución.

—Todo eso es verdad, dijo Robledo; pero también es orgullosa y altiva, y no sería imposible encontrar algún medio de herir su amor propio y hacer que se cambiara en odio o en desprecio el afecto que hoy profesa a Portocarrero.

Agustina guardó silencio de nuevo y permaneció un momento con la vista fija en el suelo, con una mirada que podía compararse a la de la serpiente cuando fascina a la tímida liebre que va a ser su víctima.

—Bien, dijo, como hablando consigo misma; veremos si ese amor es tan poderoso para la lucha, como ha sido astuto para ocultarse; y luego, volviéndose a Robledo, añadió:

—Espero nos veremos frecuentemente y que cuidaréis de darme noticias del progreso de la interesante aventura que me habéis referido.

—Aprovecharé con gusto el permiso que me dais para que repita mis visitas, contestó Robledo, levantándose para marcharse, lo que hizo también por su parte el mayordomo; y saludando cortésmente a Agustina, se retiraron.

—La viuda quedó en una inquietud extraordinaria; su respiración precipitada indicaba la violencia con que latía su corazón, fuertemente agitado. Revolvía en su cabeza los proyectos más extravagantes, sucediéndose las ideas unas a otras en su cerebro, como las olas en el mar embravecido. Media hora había pasado en aquella situación, cuando se oyeron los pasos lentos y pausados de un caballo, que se acercaba muy despacio a la puerta de la calle. Resonaron dos recios aldabonazos, y dijo Agustina con mal humor: «Él es». La vieja sirviente abrió la puerta; y a poco entró en la sala, sin ceremonia, un hombre vestido de viaje, y que parecía bastante fatigado.

Capítulo VIII

L
hombre que acababa de entrar en la sala de Agustina, podría tener unos cuarenta años, aunque su rostro surcado por las arrugas, su cabello y barba encanecidos y su cuerpo ligeramente agobiado, revelaban una vejez prematura, resultado quizá de una vida agitada. Cualquier observador medianamente sagaz, habría apinado, por el traje y el aire de aquel inpiduo, que no pertenecía a la clase militar. Vestía un sayo de gamuza, calzones anchos y botas de la misma piel, y al entrar, había arrojado sobre un mueble un sombrero grande y maltratado, sin plumas ni otro adorno alguno. No traía espada, sin embargo de que parecía venir de un largo viaje, y el único objeto por el cual mostraba una atención especial, era una bolsa o saco de cuero, que llevaba a la espalda, pendiente de unas correas, y que colocó cuidadosamente en una mesa.

La mirada penetrante del recién llegado se fijó en Agustina, cuya agitación febril advirtió inmediatamente, y acercándose a ella sin saludarla, le tomó el pulso; con el desembarazo de un médico de profesión.

—¿Qué ha ocurrido aquí de extraordinario? preguntó; ¿ha venido alguien durante mi ausencia?

La viuda no contestó una palabra a aquellas preguntas y continuó entregada a sus cavilaciones; sin hacer, aparentemente, el menor caso del sujeto que acababa de interrogarla. Éste se echó en un sillón frente al que ocupaba Agustina, extendiendo las piernas como para descansar y apoyando la cabeza en el respaldo.

—¿Sabéis, don Juan, dijo la viuda, que el Adelantado está en la ciudad?

—Sí, contestó el individuo, bostezando; me lo han dicho en un pueblo de las inmediaciones.

—¿Sabréis también que ha venido con él doña Leonor su hija?

—Es natural, contestó el otro, acompañando aquellas dos palabras con otro bostezo.

Pero lo que no es natural, dijo Agustina, y os sorprenderá sin duda, es que la hija del Adelantado está locamente enamorada de...

—Sí, interrumpió don Juan, del Licenciado de la Cueva, ¿y qué?

—No me interrumpáis, ¡vive Dios!, dijo Agustina, o no concluiremos jamás. Doña Leonor ama a Portocarrero.

—¡A Portocarrero!, exclamó el otro asombrado. Es raro; y luego añadió: ahora ya comprendo por qué estáis esta noche con calentura. Os suministraré el zumo de una preciosa yerba que he encontrado y os pondrá buena inmediatamente.

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