Read La hija del Adelantado Online
Authors: José Milla y Vidaurre
Habiendo llamado a la puerta, salió a abrir Margarita, quien se sobresaltó mucho al ver a Rodríguez, temiendo fuese a hacer algún mal uso de las especies que con tanta ligereza le había referido.
—Buenas noches, señora Margarita, dijo el anciano.
—¿Qué queréis? ¿a quién buscáis?, respondió la dueña alarmada.
—¿A quién busco? a la señora de la casa. ¿Qué quiero? Desempeñar una comisión del Gobernador.
Al oír aquellas palabras, la vieja tembló de pies a cabeza y Rodríguez, advirtiendo su turbación, le dijo:
—Tranquilizaos. Ni a vuestra ama, ni a vos se os seguirá perjuicio alguno de esta visita. Si me es preciso hacer uso de algunas de las cosas que me habéis referido, os juro que Agustina no sabrá cómo han llegado a mi conocimiento. Anunciad, pues, a esa señora que Pedro Rodríguez, criado del Gobernador, necesita hablarle con urgencia. Dicho esto, empujó la puerta, que Margarita había entreabierto, y entró en el zaguán. Un momento después, el anciano se hallaba en presencia de la viuda, quien lo recibió con afabilidad, sabiendo la confianza que de él hacía el Adelantado, no obstante su condición.
—Señora, dijo Rodríguez, en un tono entre corto y severo, perdonad si vengo a molestaros con esta visita, a una hora tal vez inoportuna. Necesito con urgencia ciertos datos, que interesan en gran manera a personas a quienes amo y respeto, y vos sola podéis proporcionármelos.
Aquella introducción avivó la curiosidad de la viuda, excitada desde el momento en que se le anunció al criado del Gobernador. Conservando su aire afable y zalamero, contestó:
—El señor Rodríguez es dueño de venir a mi casa a cualquiera hora, seguro de ser siempre tan bien recibido como él lo merece; y en cuanto a los datos de que me habla, debe decirme desde luego en que puedo complacerlo.
Rodríguez inclinó la cabeza en señal de agradecimiento, y dijo:
—Antes de que os manifieste lo que vengo a pediros, permitidme os refiera una historia, que quizá podrá interesaros.
Una señora tan distinguida por su elevada estirpe como por las cualidades con que Dios quiso favorecerla, era amada con idolatría por un caballero, de nobilísima alcurnia, y en quien las prendas personales aventajaban a lo ilustre del nacimiento.
Agustina arrugó el entrecejo al escuchar aquellas palabras, y redobló la atención con que escuchaba al criado del Gobernador. Este, sin parecer advertir el efecto que hacía en la viuda la narración que había principiado, continuó de esta manera:
—La joven señora correspondía con todas las fuerzas de su alma a aquel afecto; y si bien obstáculos independientes de la voluntad de ambos se oponían a la realización de sus deseos, ni el tiempo ni las dificultades habían alcanzado a disminuir en lo más pequeño aquella inclinación. Un día, el espíritu del mal suscitó a los dos desgraciados amantes un enemigo astuto y sin escrúpulos, en la persona de una mujer cuyo corazón estaba despedazado por los celos y por el despecho.
La viuda, a quien no podía ya caber la menor duda del sentido de las palabras de Rodríguez, le dijo con la mayor irritación:
—¿Para contarme esa conseja habéis venido aquí, señor Rodríguez? ¿Qué me importa a mí vuestra necia fábula de esos dos enamorados?
—Mas de lo que imagináis, señora, replicó el anciano con mucha calma. Ruégoos que me escuchéis hasta el fin y no me interrumpáis. La pérfida mujer, continuó Rodríguez, envidiosa de la felicidad de la joven señora, queriendo apartar de ella al caballero urdió una intriga diabólica, para hacer creer a aquella que su amante le era infiel. Poseía el caballero una santa reliquia que la dama le había enviado, con recomendación de que la guardase siempre como memoria suya. El caballero conservaba aquel tesoro con religiosa fidelidad; pero al fin tuvo la desgracia de perderlo. Un hombre maligno y perverso, relacionado íntimamente con la mala mujer de quien he hablado, pudo despojar al caballero del precioso relicario, que pasó a manos de la que se proponía emplearlo como instrumento de la ruina de los desgraciados amantes. Solicitó una audiencia de la noble señora, y abusó de su buena fe, refiriéndole una falsa historia de amores con el caballero, y presentándole como prueba el relicario, que dijo haber recibido de las manos del supuesto amante. La consecuencia de tan odiosa trama ha sido que la joven, sin dejar de amar al inocente caballero, ha ocultado su amor en el fondo del alma, se consume y desfallece cada día más, y fingiendo un cambio que su corazón ha experimentado, rechaza a su amante, cuyo espíritu, debilitado ya por la enfermedad, no pudiendo resistir a tan violentas emociones, ha caído en una peligrosa demencia.
Rodríguez, cuya voz temblaba, se detuvo un momento. Agustina cambiaba colores, mordíase los labios hasta hacer saltar la sangre y enterraba las uñas afiladas de su mano derecha en las mórbidas carnes de su brazo izquierdo.
—¿Y sabéis, señora, dijo el anciano, los nombres de esos dos amantes, víctimas de tan odiosa intriga?
Agustina Córdova no contestó una sola palabra; y Rodríguez continuó:
—Pues la joven se llama Leonor de Alvarado Jicotencal, y el caballero don Pedro de Portocarrero. La mujer calumniadora y sin corazón, que no ha vacilado en exponer la existencia de dos seres humanos con tal de satisfacer sus malas pasiones, sois vos; vos, Agustina Córdova, que habéis añadido a una serie de hechos escandalosos, la perversa acción de que la Providencia, en sus designios, me ha hecho sabedor.
—¿Y qué prueba podéis presentar, dijo Agustina, estremeciéndose de rabia, de la grave acusación que me hacéis?
—¿Prueba? contestó Rodríguez, ninguna. No la tengo, necesito de ella; y no siendo fácil obtenerla, tan evidente como la deseo, de vuestra cómplice Melchora Suárez, vengo a que vos misma me la suministréis.
La viuda respondió con una carcajada a la consideró como una candidez del buen anciano, y le dijo:
—¿Conque, después de venir a insultarme en mi propia casa, queréis que yo misma os suministre el medio de perderme? Sois un imbécil; y al decir esto, poniéndose en pie, señaló la puerta a Rodríguez y añadió:
—Marchaos de aquí inmediatamente.
El anciano, sin irritarse con aquellas palabras pronunciadas con altivo desprecio, lejos de obedecer la orden de la viuda, se arrellanó en el sillón en que estaba sentado, y con aire indiferente dijo:
—Necesito esa prueba, y vais a proporcionármela ahora mismo.
—¡Vive Dios!, anciano, contestó la viuda, que habéis perdido el poco juicio que teníais. Repítoos que os marchéis de aquí sin pérdida de tiempo.
—Bien, replicó Rodríguez; si insistís, me marcharé; pero antes, permitidme os refiera otra historia, que acaso os interesará tanto como la que acabo de contaros. Una noche, continuó el imperturbable viejo, la noche del 20 de marzo, hacia las once, dos hombres salieron de esta misma sala donde ahora nos hallamos, para dirigirse a las Casas consistoriales. El uno era un médico, que conspiraba traidoramente contra su Rey, e iba a proporcionar la evasión de dos prisioneros de estado encerrados en la torre del Ayuntamiento. El otro hombre..., ¿sabéis quién era el otro hombre?, preguntó Rodríguez; y como la viuda, que se había puesto pálida como un muerto, no contestase una sola palabra, añadió: El otro hombre era una mujer, erais vos, Agustina, que acompañabais a Peraza, disfrazada, haciéndoos cómplice en el delito de lesa Majestad. De pronto pudo quedar oculto aquel hecho; pero hoy ha llegado a conocimiento del Gobernador, quien me ha dado, señora, la penosa comisión de prenderos. Ved este papel. Diciendo esto, Rodríguez mostró el mandamiento de prisión a Agustina Córdova, que se puso a temblar, poseída del mayor espanto.
—Ya veis, pues, que si salgo de aquí, como lo deseáis, no saldré solo, sino con vos. Cuatro arcabuceros aguardan mis órdenes en la calle, y no tengo más que levantarme, abrir esa ventana y dar la orden de entrar y conduciros a una cárcel.
Al decir esto, Rodríguez se había levantado, en efecto, y dirigiéndose a la ventana que daba a la calle, que comenzó a abrir. La viuda se precipitó tras él y dijo:
—Por el amor de Dios, deteneos; no llaméis y decidme que debo hacer, qué es lo que exigís de mí.
Rodríguez volvió a su asiento, y sacando un papel del bolsillo, dijo:
—Lo que tenéis que hacer, es firmar este papel en que declaráis, bajo juramento que calumniasteis a Portocarrero, que es falso cuanto referisteis a doña Leonor y que el relicario lo hubisteis del médico Peraza, que lo robó a don Pedro.
—¡Jamás! exclamó la viuda con indignación. Jamas firmaré semejante declaración.
—Entonces, dijo Rodríguez, preparaos a seguirme; y volvió a dirigirse a la ventana.
La viuda dejó caer la cabeza entre sus dos manos, dando un rugido como el que lanzaría una fiera acosada por los cazadores. Repentinamente una idea atravesó su imaginación, y levantándose con presteza, dijo a Rodríguez:
—Estoy decidida, dadme ese escrito, voy a firmarlo.
—Bien, contestó el anciano. Entregó el papel a Agustina, que se acercó a una mesa donde había recado de escribir, y tomando la pluma, lo firmó con su nombre y apellido, y lo devolvió a Rodríguez.
—¿Estáis satisfecho?, preguntó la viuda.
—Sí, contestó Rodríguez, podéis estar tranquila.
—Tened, pues, la bondad, replicó esta, de despedir a esos hombres, cuya presencia cerca de mis balcones podría dar lugar a rumores perjudiciales a mi reputación.
—No veo en ello el menor inconveniente, contestó Rodríguez; y abriendo la ventana, hizo una seña, convenida de antemano. Aproximose uno de los soldados y recibió la orden de retirarse. Mientras Rodríguez cerraba la ventana, la astuta viuda corrió hacia la puerta de la sala, cuya llave estaba en la cerradura, por la parte de afuera, y cerrando con precipitación, echó la llave, dejando prisionero al anciano, con el papel en el bolsillo. Lo primero que hizo Rodríguez fue precipitarse tras la viuda para impedirle que echase la llave; pero cuando llegó a la puerta, era demasiado tarde. Entonces corrió a la ventana, abrió, y buscó a los arcabuceros; ya habían doblado la esquina y desaparecido. Entonces el anciano, impaciente al verse burlado por la viuda, se sentó en el sillón para reflexionar sobre lo que debería hacer.
Habrían pasado diez minutos de aquella escena, cuando resonaron dos recios aldabonazos en la puerta de la calle. La viuda misma corrió a abrir. Era Robledo. En dos palabras lo impuso de lo que pasaba, diciéndole que Rodríguez la había obligado con amenazas a firmar, un papel que la perdería para siempre y que reanudaría las relaciones de Portocarrero con doña Leonor. El Secretario escuchó aquella relación con mucha calma, y cuando Agustina le dijo, en conclusión, que era indispensable arrancar aquel documento a Rodríguez, Robledo, sin decir palabra, sacó un papel del bolsillo y mostrándolo a Agustina, dijo:
—¿Será este el papel que deseáis recobrar?
Agustina lo examinó con la mayor atención, y vio su letra fresca aún, y no podía creer el testimonio de sus propios ojos. Era el mismo que ella acababa de firmar.
UEGO
que Agustina Córdova se hubo convencido de que el papel que le presentaba Robledo era efectivamente el mismo que ella había firmado un momento antes, sin volver en sí del asombro que le causaba el verlo en manos de don Diego, y proponiéndose informarse después de cómo era que estaba en su poder, pensó en el mandamiento de prisión contra ella que tenía Rodríguez y dijo a Robledo:
—Verdaderamente don Diego, que sois un hombre admirable y casi estoy por teneros miedo, considerándoos como hechicero. Vos apinasteis los pormenores de la conjuración y me conocisteis en una noche obscura, bajo el disfraz de caballero, y ahora veo en vuestro poder un papel que acabo de firmar, que yo misma he entregado a un hombre que tengo encerrado en esa sala. Para vos nada hay difícil. Sabed, pues, que ese mismo hombre tiene en sus manos una orden para prenderme, firmada y sellada por el Gobernador, y es necesario que a cualquiera costa nos apoderemos de ella.
Al escuchar aquellas palabras, Robledo pareció alarmarse un poco, y dijo:
—¡Una orden para prenderos! ¿Y qué puede haber motivado esa medida?
—Es muy sencillo don Diego, contestó Agustina. El Adelantado sabe ya que tuve la imprudencia de acompañar a Peraza, disfrazada, la noche en que iban a evadirse los Reyes indios y me manda capturar como cómplice del delito de lesa Majestad.
El Secretario frunció las cejas y dijo:
—Eso es grave, y veo que no comprendéis todo el alcance de semejante cargo. Pero ¿quién puede haber hecho esa denuncia al Gobernador?, añadió; yo me he guardado de decirle una palabra sobre que os hubieseis mezclado en la conjuración.
—Preguntadlo a ese viejo, respondió Agustina, que es quien me lo ha dicho, mostradme la orden de prisión.
—Ya sospechaba yo, dijo Robledo como hablando consigo mismo, que el Adelantado daba a Rodríguez comisiones delicadas e importantes, recelándose de mí. Ese hombre es peligroso, añadió, y es necesario ponerlo en parte donde no pueda volver a usar de sus mañas. ¿Decís, continuó, dirigiéndose a la viuda, que tiene en su poder el mandamiento de prisión?
—Sin la menor duda, respondió Agustina; yo misma lo he visto; y a no ser que lo haya perdido como este papel, que sólo el diablo puede haberle arrancado, aún debe tenerlo en el bolsillo.
—Bien está, dijo Robledo, con aire meditabundo. Afortunadamente, dentro de pocas horas van a cambiar las cosas y mi posición será aún más importante. A las diez de esta misma noche toma posesión del gobierno como Teniente de Gobernador don Francisco de la Cueva, que me debe ese nombramiento, y mi influencia no tendrá rival. Será mi primer cuidado el recompensar el celo del señor Pedro Rodríguez, estad segura de ello. Entre tanto, cuidad de que no vaya a escaparse.