Read La hija del Adelantado Online
Authors: José Milla y Vidaurre
En la época a que se refiere nuestra historia, hacía pues, trece años que aquellos dos desgraciados aguardaban que se dispusiera de su suerte. Los sufrimientos habían quebrantado la energía y la salud del anciano Rey de los kachiqueles; pero su joven compañero, lejos de dejarse abatir por el infortunio, cobraba cada día nuevo vigor, y oyendo sólo la voz del patriotismo, sin atender a los dictámenes de la prudencia, soñaba con el exterminio de los Teules, como llamaban ellos a los españoles. Sequechul recibió con viva alegría al conspirador herbolario; pero Sinacam, sin moverse de su rincón, apenas levantó la cabeza para saludarlo.
Dejaremos para otro capítulo la conversación de aquellos personajes.
O
primero que hizo Peraza al entrar en la prisión de los Reyes, fue acercarse al anciano Sinacam y tomarle el pulso. A la cuenta no hubo de quedar muy satisfecho del resultado de su examen, pues arqueó las cejas y movió ligeramente la cabeza de un lado a otro.
—¿Duerme? preguntó a Sequechul.
—Muy poco; dijo este.
—Sinacam, añadió el doctor, dirigiendo la palabra en voz baja al anciano; acabo de recorrer vuestros dominios y los de Sequechul; vuestros antiguos vasallos esperan únicamente la voz de sus Reyes para levantarse contra sus opresores. Recobrad el ánimo, haced un esfuerzo y preparaos, pues va acercándose el momento en que quebrantaré vuestras prisiones y entonces necesitaréis de todo vuestro valor.
El viejo kachiquel levantó la cabeza al escuchar aquellas palabras y fijando en el médico sus ojos, cuya mirada vaga y extraviada indicaba el estado de su ánimo, dijo:
—No tengo yo dominios ni vasallos. Los Teules me lo quitaron todo. ¿No los ves? añadió, como delirando: allí vienen; monstruos que son la mitad hombre y la mitad caballo y traen espantosas serpientes que vomitan fuego. Padecen de un mal de corazón que se cura con el oro; dales oro y más oro, con tal de que me deje mi reino y no hagan daño a nuestro Dios, Chamalkan. El infeliz indio, atormentado con aquellos dolorosos recuerdos, se puso a derramar lágrimas como un niño.
El doctor sacó del bolsillo una redomita que contenía un licor amarillo color de oro; destiló cuidadosamente tres gotas en medio vaso de agua y lo dio a beber a Sinacam. Tomolo el Rey sin repugnancia, y Peraza, aguardando a que aquella medicina comenzase a producir su efecto, se retiró al otro extremo de la habitación, con Sequechul.
—Así pasa los días y muchas noches, dijo el joven con tristeza.
—Es necesario no omitir esfuerzo hasta lograr reanimarlo, contestó Peraza. Su nombre y su prestigio son indispensables para llevar a cabo la empresa. Su presencia levantará a los guerreros de su nación, que están prontos a morir por él. Las numerosas tribus del Quiché cuentan con vos, Sequechul; y todos están ansiosos de vengar los sangrientos ultrajes que han sufrido por espacio de quince años. ¿Cuál es vuestra resolución?
—La de morir, contestó el joven con tranquila energía, al frente de los míos.
—Bien, dijo el doctor, la fortuna, adversa hasta ahora, os ayudará al fin. He hablado con los caciques, quienes han consultado los sentimientos de los macehuales, y creo que a vuestra voz y a la de Sinacam, se reunirán unos cincuenta mil guerreros decididos. La discordia reina entre vuestros enemigos y muchos de los capitanes que combatieron trece años hace contra vosotros, ansían por deshacerse del Gobernador.
Cuando Peraza había pronunciado aquellas palabras, el anciano Rey, que empezaba a experimentar el benéfico y maravilloso efecto de las gotas del doctor, se había levantado y acercádose a él y a Sequechul.
Diez xiquipiles, dijo, ¿cuentas con diez xiquipiles de hombres?
—Sí, contestó Peraza, cincuenta mil guerreros, poco más o menos, de los kachiqueles, quichees y mames están prontos a levantarse a vuestra voz. Pero la presencia de los jefes es indispensable, y yo les he ofrecido que no faltaréis en el momento preciso.
—Iremos, iremos, dijo el anciano reanimándose por grados. Recobraremos nuestras ciudades, levantaremos los altares abatidos de nuestros dioses, y aplacaremos su enojo, derramando en sus aras la sangre maldita de los Teules.
El médico se mordió los labios y sonrió desdeñosamente al escuchar aquella amenaza, dirigida por el viejo Rey contra los españoles todos, sin distinción de amigos ni enemigos. Sin dejar de ver lo que pasaba en su interior, dijo:
—Estoy concertando con cinco o seis de nuestros partidarios más decididos y resueltos, los medios más a propósito para vuestra evasión. Sequechul, haced que vuestro compañero tome tres veces al día una dosis igual de esta bebida a la que hoy le he suministrado; y yo respondo de que desaparecerá la calentura, no habrá ya delirio y el anciano Sinacam se mantendrá siempre enérgico y activo, como ahora lo veis. ¡Ojalá fuera yo tan feliz, añadió con tristeza, para encontrar otra yerba que necesito, como lo he sido con la que ha de restablecer la salud de este anciano!
Dicho esto, el doctor puso en manos de Sequechul la preciosa redoma, y despidiéndose de los caciques indios, se retiró, dominado por sus ideas.
Sinacam y Sequechul, luego que estuvieron solos, entablaron una animada conversación, comentando las palabras del médico y manifestándose las probabilidades con que creían poder contar para restablecer la independencia de su país. Los desdichados no advertían que iban a luchar con un poder inmenso, superior al suyo en todos conceptos; y que si ellos tenían de su parte la ventaja del número, sus adversarios les sobrepujaban en el arte de la guerra y sabían explotar hábilmente las rivalidades que pidían a las naciones aborígenes que poblaban esta parte del continente americano. Con esa pisión contaba precisamente Peraza; que si bien intentaba deshacerse del Gobernador y de los suyos, no era ciertamente para volver a poner el país bajo el dominio de aquellos a quienes despreciaba como bárbaros. El osado aventurero acariciaba en el fondo de su alma la idea de dominar el reino deshaciéndose del Adelantado y sus amigos, por medio de los indios, y luego de estos, sirviéndose de la población española. Por extravagantes que fueran realmente estos proyectos, no lo parecían a los que acababan de ver a unos pocos soldados de fortuna dominar un mundo, a fuerza de atrevimiento. Así, Peraza pretendía emplear como instrumentos a los que, por su parte, no veían en él más que un auxiliar eficaz, pero secundario; no pudiendo imaginar siquiera cuan alta rayaba la ambición de aquel pechero. Dejemos, pues, a unos y a otros creyendo engañarse recíprocamente, cosa harto común en las conspiraciones, y volvamos la vista por un momento, a los otros incidentes de esta historia, en cuyo conocimiento hemos iniciado a nuestros lectores.
Quince días habían transcurrido después de la visita hecha por Peraza a los dos Reyes indios, presos en la torre de las Casas consistoriales. Durante aquel espacio de tiempo, el médico se ocupó en consultar autores griegos y latinos, buscando inútilmente la preciosa yerba con que se proponía hacerse amar de doña Juana.
Robledo, por su parte, no había permanecido ocioso; y en aquellas dos semanas, arregló a su satisfacción el archivado proceso que siguió el capitán Cava contra su mujer; desglosando las declaraciones favorables a Portocarrero y sustituyéndola con otras que él forjó, firmándolas con los nombres de personas ya muertas, o ausentes. Hecho esto, aguardaba únicamente una ocasión favorable para hacer uso de su satánica invención.
Agustina Córdova esperaba con impaciencia el hallazgo de la planta que creía buscaba el doctor por ella únicamente, y confiando recobrar por aquel medio el afecto de Portocarrero, había prescindido por lo pronto del empeño de urdir otras intrigas.
El proceso por hechicería entablado contra Ronquillo y Castellanos, caminaba muy lentamente, no siendo fácil expeditar el curso de la justicia, tratándose de personajes tan importantes como el Veedor y el Tesorero real.
Los Reyes indios ardían en deseos de verse libres; pero los conspiradores no estaban de acuerdo en algunos puntos, indispensables para poder llevar a cabo la evasión de los prisioneros.
Portocarrero y doña Leonor se amaban cada día más, y el Licenciado de la Cueva se desesperaba al ver que sus más finos obsequios encontraban siempre una repulsa cortés, pero decidida, por parte de la hija del Adelantado.
Tal era la situación de las cosas, cuando una noche, regresando don Pedro de Portocarrero a su casa, después de haber visitado el cuartel de los arcabuceros, en una calle estrecha y excusada, oyó ruido de espadas que chocaban como si estuviesen riñendo varias personas. Apretó el paso el valiente capitán, y vio un grupo de cuatro hombres, de los cuales tres atacaban con vigor a uno solo, que se defendía con desesperación. Otro inpiduo, embozado hasta los ojos, animaba a los agresores, disfrazando la voz como para no ser conocido. Cuando se acercó Portocarrero, el sujeto que sostenía aquella lucha desigual, cubierto de heridas y extenuado por la pérdida de la sangre había caído en tierra, impotente ya para defenderse. El embozado gritaba: «acabadlo, acabadlo», y los asesinos se disponían a ejecutar aquella orden, cuando la espada de don Pedro brilló en la oscuridad como un relámpago, descargando un terrible golpe sobre la cabeza a uno de los tres malvados, que iba a sepultar su daga en el pecho del caído. Sobrecogidos los asesinos con aquella aparición, quisieron huir, pero animados por el embozado y viendo que un solo hombre los acometía, cobraron ánimo y entraron en lucha con él. Pronto advirtieron que se las habían con un hombre tan vigoroso como ágil y tan ágil como valiente. Paraba los golpes con la capa, que había enrollado en su brazo izquierdo, y acometía a los tres simultáneamente, tan sereno, como si luchase con un solo agresor. Portocarrero había herido ya ligeramente a dos de los asesinos; el tercero, más osado que sus compañeros, se lanzó con rabia sobre don Pedro, y logró alcanzarlo con la daga, que penetró en el costado izquierdo, cosa de tres pulgadas. Pero el aleve no quedó impune. La espada de Portocarrero atravesó de parte a parte el pecho de aquel hombre, que cayó en tierra moribundo. Visto esto por los otros, no pensaron ya sino en ponerse en cobro, y huyeron, dejando abandonado a su compañero, que espiró pocos momentos después.
Portocarrero, aunque herido, acudió inmediatamente al hombre que yacía tendido a pocos pasos, y cuya vida acababa de salvar. Levantole la cabeza y habiendo examinado sus facciones a la pálida luz de las estrellas, quedó asombrado, al reconocer al anciano Pedro Rodríguez. Graves sospechas se despertaron en el ánimo de don Pedro e instruida de lo ocurrido, dio providencias para conducir al herido, como también al cadáver del asesino. Hecho esto, Portocarrero se embozó en su capa, y caminando con trabajo, llegó a su casa y se encerró en su habitación. La servidumbre del caballero observó el rastro de sangre que había dejado desde la puerta de la calle, y alarmada, acudió, encontrando a don Pedro tendido en el suelo y sin conocimiento, en medio del dormitorio. Apresurose a prestarle auxilios, y uno de los criados fue a llamar al cirujano. Pocos momentos después entraba en la habitación el célebre herbolario Juan de Peraza, a quien se encargó la curación de don Pedro de Portocarrero. Examinada la herida, declaró que no era mortal pero si de alguna gravedad, y que el enfermo requería el empeño más esmerado. Hizo la primera curación y ofreció volver frecuentemente.
De la casa de Portocarrero, Peraza se dirigió al Palacio del Adelantado, de donde se le había llamado también para que asistiese al anciano Rodríguez. Las heridas de éste eran mucho más peligrosas que las de don Pedro. El doctor lo conoció desde luego, sin pérdida de tiempo, comenzó la curación con actividad. Desde esa misma noche se tomaron medidas para averiguar los autores de aquel atentado; pero todo fue inútil. El hombre cuyo cadáver se había encontrado en la calle, era desconocido; Rodríguez no estaba en aptitud de declarar cosa alguna, y Portocarrero dijo que no conocía a los asesinos.
La mayor angustia causó a doña Leonor la noticia de la herida de don Pedro. Pasó la noche en grande agitación y hasta la mañana siguiente, cuando fue informada de que no presentaba síntoma mortal, recobró algún tanto la tranquilidad. Interesándose, además, por la vida del fiel servidor de su padre, a quien Portocarrero era deudor de un señalado servicio, dispuso pasar personalmente a la habitación del buen anciano, con su amiga doña Juana. Hízolo así, en efecto; acertando a verificarse aquella visita pocos momentos después que había entrado el médico Peraza, que iba a observar el efecto producido en el enfermo por la curación practicada la noche anterior. En el momento en que entraron en el cuarto de Rodríguez la hija del Adelantado y doña Juana de Artiaga, Peraza estaba inclinado sobre el paciente, examinando las heridas. Concluida la operación, el doctor levantó la cabeza, y volviéndose de improviso, vio a las dos señoras, a quienes saludó con una profunda cortesía; aunque visiblemente azorado. Doña Leonor fijó los ojos en el médico, y reconociéndolo, a pesar del cambio que en su fisonomía habían hecho los años, quedó desconcertada y pálida, y tuvo necesidad de apoyarse en el brazo de doña Leonor. Su sorpresa fue igual a la que Peraza había tenido cuando la vio en la ventana del Palacio; mas los sentimientos que experimentaron respectivamente, de índole muy persa. En doña Juana, la aparición del pechero Baeza, su antiguo e importuno pretendiente, causó una sensación de desagrado, que no fue dueña de ocultar. El herbolario permaneció inmóvil a la cabecera del enfermo, a quien parecía haber olvidado completamente. Doña Leonor se informó del estado de Rodríguez, y recomendándolo al cuidado de las personas que lo asistían, se retiró, comprendiendo que algo muy extraordinario y que ella no acertaba a descifrar, había sucedido a su amiga.