Read La hija del Adelantado Online
Authors: José Milla y Vidaurre
—Bajad deprisa, exclamó, no perdáis momento, nos va la vida en ello.
Cuando dijo esto, ya tocaba el suelo con los pies. Sequechul estaba a unas cinco varas de distancia; pero Sinacam, que descendía con más dificultad, se hallaba a diez varas de la tierra. El anciano quiso bajar apresuradamente, puso un pie en falso, perdió el equilibrio y cayó a plomo, tendido a los pies de Peraza. El Rey lanzó un agudo grito; se había fracturado una pierna.
—¡Viejo imbécil!, dijo el doctor; va a ser causa de que caigamos en poder de esos malvados.
Quiso levantarlo para hacerlo montar en un caballo, pero el desgraciado exhaló las más lastimosas quejas. El médico vio que era imposible moverlo y dijo a Sequechul:
—Es necesario abandonarlo. Huyamos. Oigo el rumor de los que se acercan a prendernos.
—No, contestó el joven quiché con tranquilidad. Huye tú y sálvate. Yo seguiré la suerte de mi compañero; y se sentó resueltamente al lado de Sinacam.
—Pues quedad con todos los diablos, dijo el doctor impaciente, y montando en un caballo, mientras Agustina subía en otro, echó a correr seguido de la viuda. No habían andado cincuenta pasos, cuando se encontraron frente a un pelotón de arcabuceros, que gritaron «¡alto!» apuntando sus armas al pecho de los fugitivos. Peraza vio que era inútil toda resistencia, apeose del caballo, lo cual hizo también la viuda acercándose al que mandaba la partida de tropa, dijo:
—Estamos rendidos; haced de nosotros lo que más os plaza.
—Conducid a estos hombres, dijo entonces el que iba a la cabeza de los arcabuceros.
Al oír aquella voz harto conocida del médico y de Agustina, exclamaron ambos asombrados:
—¡Robledo!
—¿En dónde están esos perros indios? dijo el Secretario del Gobernador, dirigiéndose a Peraza.
—Allí, contestó el herbolario con indiferencia, al pie de los andamios.
Robledo envió diez soldados a prender a los Reyes y los condujeron, llevando entre cuatro a Sinacam, que bramaba de dolor.
—Caminad, dijo Robledo, haciendo que se adelantasen los que conducían a los caciques, quedándose él atrás con el doctor y la disfrazada viuda. Poco era lo que había que andar para llegar a la cárcel, adonde se conducía a los prisioneros. Al doblar la esquina, Robledo, que había cuidado de colocarse al lado de la viuda. Poco era lo que había que andar para llegar a la cárcel, adonde se conducía a los prisioneros. Al doblar la esquina, Robledo, que había cuidado de colocarse al lado de la viuda, le dijo en voz baja:
—Huid, Agustina; tomad la calle opuesta a la que hemos traído, y acordaos de que os he salvado la vida.
Asombrada quedó la Córdova de que la hubiese conocido don Diego bajo aquel disfraz, y en una noche tan obscura; y aprovechando la ocasión con que se le brindaba, echó a correr hacia el lado que había indicado Robledo. Los soldados quisieron seguirla; pero Robledo les dijo:
—Dejad a ese joven; es un paje de este hombre que lo acompañaba y no tiene importancia alguna.
Así, pudo la viuda ponerse en salvo se encerró en su casa, asustadísima, en tanto que el doctor Peraza y sus dos compañeros eran sepultados en estrechos, obscuros calabozos y cargados de cadenas. Todos los demás conspiradores, que advirtieron a tiempo la llegada de la tropa, pudieron huir y se escaparon. Ahora diremos cómo sucedió que el Secretario del Gobernador, a quien dejamos al fin del último capítulo bajo de llave en casa de Agustina Córdova, logró salir de aquel encierro.
Cuando la vieja dueña vio el afán con que Robledo procuraba romper la cerradura y el mal resultado de sus esfuerzos, le dijo:
—Paréceme, señor don Diego, que tenéis gran empeño en salir.
—Tanto, contestó Robledo rechinando los dientes de rabia, que daría cualquier cosa por romper esa puerta abominable.
—Eso es imposible, replicó la vieja, pero no es tampoco necesario. Venid, y si sois ágil y resuelto, dentro de cinco minutos estaréis en la calle.
El Secretario estuvo a punto de abrazar a la espantosa vieja, tal fue el júbilo que le ocasionó el anuncio.
—Vamos, dijo, al momento, sin pérdida de tiempo. Contad con la más brillante recompensa.
La vieja se marchó con toda la presteza que permitían sus años, seguida de Robledo, a quien los minutos parecían siglos. Entró la criada al dormitorio de Agustina, tomó las sábanas de la cama y ató fuertemente unas a otras formando una especie de soga. Mientras ejecutaba aquella operación en que la ayudaba don Diego, explicó a este su proyecto. Había en el corral de la casa un amate, cuyas extendidas ramas caían sobre una pared que daba al campo, pues la casa estaba situada en un barrio de la ciudad. El Secretario podía subir al árbol y pasar a la pared, atar la punta de la soga improvisada a la rama misma del amate, y descendiendo por aquella, bajar hasta el suelo. Es verdad que al pie de la pared corría el Almolonga; pero su caudal era escaso, como sabía bien don Diego, y lo más a que se exponía era a tomar un baño que no subiría de las pantorrillas.
Excelente pareció la idea al Secretario, y la habría adoptado, aun cuando hubiera sido más peligrosa, tal era la impaciencia que tenía de salir. Así, luego que estuvieron anudadas las sábanas por los extremos, las tomó, y dirigiéndose a toda prisa al corral, subió al amate y montado en el caballete de la pared, ató la punta de la soga en las ramas y fue deslizándose poco a poco del otro lado de la tapia. Desgraciadamente, tenía esta más elevación que el largo de las sábanas unidas, y cuando don Diego hubo llegado al extremo, quedaban aún sus pies a unas cuatro varas de distancia de la tierra. La posición era insostenible por mucho tiempo; pendiente de las sábanas, se le agotaban ya las fuerzas; oía al río murmurar blandamente, debajo de sus plantas, como ofreciéndole seguro lecho en su arenoso cauce; hizo pues, ánimo, y soltando la soga, dejose ir, cayendo largo a largo en el manso y humilde Almolonga. El baño fue más general de lo que la vieja había creído, pero Robledo lo dio por bien empleado, al verse libre. Incorporose y saliendo del río, completamente calado de agua, corrió hacia el Palacio del Gobernador.
Allí había siempre un piquete de arcabuceros, que daba la guardia al Adelantado. El Secretario llamó al oficial, díjole lo que ocurría y tomó unos quince soldados, con los cuales se dirigió apresuradamente a las Casas consistoriales. Entre tanto, el oficial avisó al Gobernador, que se levantó en el acto, y tomando su espada, hizo llamasen la tropa del cuartel. Salió y acudió al Cabildo; pero por mucho que se apresuró don Pedro, cuando llegó, el activo Robledo había terminado la obra. Los Reyes y el doctor estaban presos y se buscaba, aunque en vano, a los otros conjurados.
Cuando hubo dejado bien seguros a los prisioneros, Robledo, con cuatro soldados, se dirigió a la casa del médico, que hizo le abriesen en nombre del Rey. Registró las habitaciones y llegó al estudio, estremeciéndose al encontrarse rodeado de las calaveras de hombres y animales que tapizaban las paredes. Con la llave que había recogido en casa de Agustina, abrió la papelera y tomó los paquetes que Peraza había recomendado tanto a la viuda, llevándose también la redoma que contenía el bebedizo. Las gentes que componían la servidumbre del herbolario fueron conducidas a la cárcel, lo mismo que el que servía inmediatamente a los Reyes en la prisión. Practicado todo esto, el Secretario del Gobernador, satisfecho de sí mismo y gloriándose en su interior de haber salvado el Reino, se retiró a su casa a descansar.
Al día siguiente supo la ciudad asombrada los acontecimientos de la noche anterior, causando mucho sentimiento la noticia de que el herbolario, que era generalmente querido, estaba en la cárcel, cargado de cadenas. Muchos no daban crédito a lo de la conspiración, y atribuían la desgracia del médico a mala voluntad del Secretario, tan aborrecido como el otro era estimado.
—El Gobernador, sin hacer caso de aquellos rumores, comenzó a instruir el proceso contra los reos, tomándoles las primeras declaraciones, auxiliado del Secretario y escribano Diego Robledo. Tanto los dos Reyes como el doctor negaron rotundamente la existencia de la conjuración, diciendo que el proyecto estaba reducido a la evasión de los prisioneros, que había intentado, dijo Peraza, condolido de los prolongados padecimientos de los caciques indios. Estos, por su parte, sostuvieron que ignoraban si el herbolario contaba con otras personas para favorecer su fuga, no sabiendo tampoco si sus planes se extendían a más; y que brindándoseles la libertad, la habían aceptado. Inútiles fueron las tentativas que en los días subsiguientes se hicieron para averiguar los nombres de los otros españoles comprometidos en el complot, visto lo cual, se dispuso apelar al tormento, conforme a la ley y a la costumbre, exceptuándose al viejo Sinacam, cuya situación no permitía se le sujetase a aquella prueba cruel.
El día 25 de Marzo, entró el Adelantado en la cárcel, seguido del escribano y del verdugo, e hizo sacasen a Peraza del calabozo, y que lo despojaran de sus vestidos. Se le colocó en el potro, fuertemente atado de pies y manos, y le envolvieron el cuerpo con cordeles. El verdugo comenzó la operación del tormento, apretando las cuerdas por medio de un tórculo. A cada vuelta, los cordeles penetraban más y más en las carnes del desventurado, que bramaba de dolor. Entre tanto, el escribano asentaba impasible sus declaraciones. A la media hora, retiraron a Peraza del potro, pálido y descoyuntado. Y sin embargo, ¡no pronunció el nombre de uno solo de sus cómplices!
Al siguiente día se puso en el potro a Sequechul, con igual éxito. Se determinó, en vista de la tenacidad de los reos, variar la forma del tormento, comenzando con el médico. Se le suspendió por los brazos del techo de la cárcel, por medio de fuertes cuerdas, y le ataron a los pies dos piedras de enorme peso. En aquella posición horrorosa, se le volvió a tomar declaración, y el intrépido herbolario persistió en su negativa diciendo que no diría más, aun cuando lo hiciesen pedazos. Siguió Sequechul, cuyos miembros crujían, estirados dolorosamente con el peso de las piedras. Casi exánime ya, y visto que nada declaraba, retiraron al desventurado Rey de aquella tortura, teniendo que conducirlo, como al herbolario, en camilla, pues estaban ambos incapaces de dar un paso, habían pasado quince días y nada se adelantaba en cuanto al descubrimiento de los cómplices. El Adelantado resolvió tomarse algún tiempo para deliberar y terminar el proceso.
Entre tanto, Agustina Córdova, que no ignoraba la situación en que se hallaba Peraza, solicitó del Secretario el permiso de enviarle alimentos y medicinas, pues la operación del tormento lo había dejado bastante malo. Mediante las convenientes precauciones, convino Robledo por condescendencia hacia Agustina, y convencido ya de que las relaciones de ésta con el herbolario nada tenían de amorosas, en que le enviara lo que necesitase. Peraza mismo, postrado en la cama, indicaba los medicamentos que se le habían de llevar, y entre otros, pidió una redoma envuelta en papel verde, que estaba en su gabinete. Lleváronsela, y después de haberla examinado bien y cerciorádose de que no la habían equivocado, la guardó cuidadosamente.
Después de muchos días, el Adelantado pronunció su sentencia, condenando a los Reyes Sinacam y Sequechul y al médico herbolario Juan de Peraza, a ser ahorcados en la plaza pública de la ciudad. Notificóseles aquella determinación, que escucharon los tres serenos e impasibles. La ejecución debía tener lugar el día 15 de mayo. Luego que se supo en el vecindario la sentencia del Gobernador, sintiose vivamente la suerte reservada al médico, y comenzaron a circular rumores de alzamiento con el objeto de libertarlo. Fomentaban en secreto aquel desconcierto los demás conspiradores; pero Alvarado, sin hacer cuenta de tales manejos, se mantuvo firme y dispuso redoblasen las precauciones para la custodia de los reos.
A pesar del desagrado público, se aproximaba el día en que había de ejecutarse la sentencia, sin que se advirtiese movimiento alguno en la población. Pero he aquí que el 12 de mayo a la madrugada un acontecimiento grave e inesperado pone en movimiento la cárcel. Al ir el alcaide a hacer la acostumbrada visita a los reos; aproxímase a la cama del herbolario, llámalo por su nombre, y no contesta. Acerca una luz ve su rostro cubierto con la palidez de la muerte y los ojos cerrados. El cuerpo está aún caliente y flexible; pero no hay la más leve señal de vida. Junto a la cama está tirada una redoma envuelta en papel verde y completamente vacía. Convencido de que aquel desgraciado había tomado veneno, el alcaide corrió a dar parte al Secretario del Gobernador, que acudió a la cárcel inmediatamente y se convenció de que el médico había puesto fin a su existencia, por evitarse, sin duda, en su orgullo, el dolor y la vergüenza de morir en el patíbulo.
Instruido el Gobernador de lo ocurrido, hizo se publicase el acontecimiento y que se expusiese el cadáver del médico en una sala baja del edificio, para que lo viese el pueblo. La multitud acudió en efecto a presenciar aquel espectáculo, no volviendo en sí del asombro que le causó una resolución tan extraordinaria, y nada común en aquellos tiempos. Todo el día permaneció expuesto el cadáver, y en la noche, se le condujo al cementerio, dejándolo depositado en una pieza, para sepultarlo en la mañana siguiente. Los encargados de aquella operación acudieron temprano a tomar el cadáver; pero ¡cuál no sería su estupefacción al ver que había desaparecido! Dieron aviso inmediatamente; buscose por todas partes, sin resultado; hiciéronse persas conjeturas, y después de mucho meditar el caso, se decidió, por unanimidad, que el diablo había cargado con el cuerpo y con el alma del suicida.
Sinacam y Sequechul sufrieron la muerte con la misma entereza que habían mostrado desde que se les notificó la sentencia. El 15, enmedio de un gran concurso de gente, subieron al patíbulo los Reyes de los kachiqueles y los quichees, que murieron como paganos, no habiendo querido abjurar sus falsas creencias, a pesar de las exhortaciones de los buenos religiosos que los visitaron en sus últimos días. Después de la ejecución de aquellos desgraciados monarcas, el Adelantado se puso al frente de sus tropas y salió de la ciudad, recorriendo los cacicazgos comprometidos en la conspiración, según la relación confidencial hecha por Peraza a Agustina Córdova, y que oyó el Secretario Robledo. Los diez y siete príncipes de aquellos pueblos sufrieron todos la misma suerte que cupo a los Reyes kachiquel y quiché; murieron ahorcados por orden del Gobernador, que regresó a Guatemala, después de aquella terrible ejecución, que sabemos por el manuscrito interesante del príncipe Don Francisco Hernández Arana Xahila, pues los cronistas guardan silencio sobre aquel suceso, y aun niegan la muerte de Sinacam y Sequechul, diciendo que el Adelantado los llevó consigo en la expedición que verificó a poco tiempo, agregando, si la especie harto significativa de que no se volvió a saber más de ellos.