La hija del Adelantado (27 page)

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Authors: José Milla y Vidaurre

BOOK: La hija del Adelantado
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Sin poderse explicar el terrible misterio de aquel cadáver, encerrado en el sótano, Castellanos y sus amigos permanecieron largo rato estupefactos, y al fin tomaron el partido de sacarlo de la cueva y darle sepultura en el corral, no queriendo continuar ni por un momento en presencia de tan horroroso espectáculo. Salieron, pues, del sótano y buscaron en la casa algún instrumento con que poder cavar una sepultura. No tardaron en encontrar una azada en el jardín, y con ella abrieron un trecho suficiente para colocar el cadáver. Condujéronlo fuera de la cueva y lo sepultaron, cubriéndola con cuidado, para que no se conociese que la tierra había sido recientemente removida. Hecho esto, volvieron al sótano, donde los dejaremos ocupados en los comentarios que les sugirió aquel extraordinario acontecimiento, para decir lo que pasaba entretanto en la ciudad.

Pocos momentos después que Castellanos y los otros jefes de la conspiración hubieron salido de la casa de aquél, una partida de arcabuceros la ocupaba y registraba minuciosamente, buscando con el mayor empeño al Tesorero real. Otras practicaban igual diligencia en casa del Veedor Ronquillo, de Gonzalo de Ovalle y de los demás cabecillas del complot, designados en la orden del Teniente. Las pesquisas fueron inútiles, no habiendo podido encontrarse a uno solo de los conspiradores. Esto desazonó a doña Beatriz, pero no a don Francisco, que con temor y repugnancia, había puesto su sello y firma al pie de aquella orden, que consideraba muy imprudente. La Gobernadora hizo que su Teniente repitiese las prevenciones para que se buscase a los reos por toda la ciudad y sus contornos, lo que se practicó según ella lo deseaba.

Cuando esto tuvo lugar, hacía dos días que caían copiosos aguaceros, no dando la fuerte y continuada lluvia sino breves momentos de respiro a los habitantes de la Capital. Siguió lloviendo durante todo el día y la noche del 10; amaneció el 11, sin que la atmósfera enlutada se aclarase por un solo instante, continuando las aguas sin interrupción. Un vago rumor circulaba entre los amedrentados vecinos de la ciudad. Decíase que doña Beatriz, en el exceso de su dolor por la muerte del Adelantado, había proferido palabras blasfemas, y aun se citaba el testimonio del grave religioso fray Pedro de Angulo, que las había escuchado con escándalo. Temíase que la cólera del cielo se hiciese sentir en aquellos momentos y que pagase la población inocente el pecado de su Gobernadora. Los ánimos se agitaban más, al ver que las aguas no tenían término y la impaciencia del pueblo se desataba en injurias y murmuraciones. En esa situación se hallaba la capital, al caer la tarde del 10. Continuó lloviendo incesantemente durante toda la noche, y a las dos de la madrugada del 11, un fuerte terremoto y un ruido espantoso despertaron de improviso a los moradores de Guatemala. Muchos salieron precipitadamente de sus casas y no pocos quedaron sepultados bajo los escombros de techos y paredes, que cayeron a impulso de aquel primer sacudimiento de la tierra.

Pero el estrago causado por el terremoto no era sino el precursor de una grande y espantosa catástrofe. El ruido que se había escuchado lo causaba una fuerte avenida de agua, que arrastrando piedras enormes, pareció precipitarse de lo alto del volcán, e inundó la ciudad en breves instantes. El río, extraordinariamente crecido, salió de madre y aumentó los estragos de la avenida, arrasando casas y cuanto encontraba. Doña Beatriz, que dormía en un aposento bastante sólido del primer piso del Palacio, al despertar y saber que la ciudad se inundaba, corrió precipitadamente y seguida de doña Leonor, de doña Juana de Artiaga y otras doce señoras que la acompañaban, subió a la capilla que estaba en el último piso.

El Teniente don Francisco de la Cueva, al sentir el terremoto y ruido, se levantó, y tomando una lanza, saltó por las paredes de los corrales de su casa, pues el patio y puerta de la calle estaban completamente obstruidos. Se dirigió al Palacio; pero la inundación, que anegaba a todo el contorno del edificio y parte del primer piso, no le permitió penetrar.

Los conspiradores, encerrados en el sótano de la casa del médico Peraza al escuchar aquel espantoso ruido, creyeron que la ciudad se había arruinado, y determinaron salir, a todo riesgo, lo que verificaron, encaminándose hacia el Palacio, enfrente del cual, pero a cierta distancia, hallaron a todos sus partidarios, que habían acudido a la cita.

Apareció en aquellos momentos aflictivos el Venerable Obispo y comenzó a exhortar al pueblo a acudiese al socorro del Palacio del Adelantado; pero la población indignada desoía las amonestaciones del Prelado y contestaba a ellas con maldiciones a la Gobernadora, acusándola, a gritos, de ser la causa de aquélla ruina. Los conspiradores, luego que comprendieron la situación, aprovecharon la excitación popular, y trabajaban para impedir que se auxiliase a doña Beatriz. Don Francisco de la Cueva, con algunos decididos y soldados que se pusieron a sus órdenes, intentaba obligar al pueblo a que socorriese el Palacio, con lo que se trabó una lucha terrible entre unos y otros.

Repentinamente un caballero de elevada estatura, pálido y extenuado, pero vigoroso todavía, que llevaba sombrero negro con una pluma blanca, apareció entre el grupo de los que acompañaban a don Francisco de la Cueva. Era don Pedro de Portocarrero, a quien despertaron sus criados, y habiendo sabido el peligro que corría el Palacio del Adelantado, tembló por doña Leonor, y tomando su espada, acudió inmediatamente, con la esperanza de salvarla. Portocarrero luchaba por abrirse paso; pero se le opusieron los conspiradores, poseídos de rabia, y por algunos momentos tuvo que sostener un combate desigual y terrible contra diez o doce adversarios. El desgraciado caballete recibió cuatro heridas graves, por las cuales se escapaba la sangre a borbotones. Entre tanto, doña Beatriz y las damas que la acompañaban aparecían, de tiempo en tiempo, en las ventanas de la capilla y pedían socorro con gritos desgarradores, a que contestaba el sordo rugido del iracundo pueblo que la maldecía. Los relámpagos que rasgaban de vez en cuando el espeso velo que enlutaba la atmósfera, iluminaban con resplandor siniestro aquel horroroso espectáculo.

Cubierto de sangre y casi sin fuerzas ya, Portocarrero pudo desembarazarse al fin de los que le cerraban el paso, y con el agua arriba de la cintura, penetró en el Palacio. Subió tan ligeramente como lo permitían sus heridas, la escalera que conducía a la capilla, donde presenció una escena patética y conmovedora. Doña Beatriz, subida sobre el altar, abrazaba los pies de la imagen de Jesucristo crucificado, y hacía en voz alta, acto de contrición, pidiendo a Dios perdón de sus pecados. Las damas, arrodilladas junto al altar, derramaban lágrimas y oraban con fervor. La hija del Adelantado apoyada en el hombro de su amiga doña Juana, estrechaba contra sus labios mortecinos el relicario que había llevado al cuello por muchos días don Pedro de Portocarrero. Al acercarse éste, doña Leonor lanzó un grito de alegría y exclamó:

—Bendita sea la misericordia de Dios, que no permite veros un instante antes de que nos separemos para siempre, pues veo que voy a morir.

Diciendo esto, corrió al encuentro de don Pedro, cuya palidez y desfallecimiento pudo advertir a la luz de la lámpara que alumbraba la capilla. Portocarrero, con una sonrisa tristísima, contestó:

—No, Leonor, no sois vos la que vais a morir, vengo a salvaros.

Al decir esto, reuniendo las últimas fuerzas que le quedaban, levantó en sus brazos a la joven y salió con ella de la capilla. Apenas había bajado la escalera don Pedro con doña Leonor, cuando un terremoto, aún más fuerte que el primero, hizo bambolear todo el edificio, oyendo el caballero y la joven un ruido espantoso sobre sus cabezas. La bóveda de la capilla había caído a plomo sobre la sin ventura doña Beatriz, y las doce desgraciadas señoras que la acompañaban. La hija del Adelantado volvió la cabeza, y al ver los escombros, que cubrían el pavimento de la capilla, perdió el conocimiento.

Aquella catástrofe no pasó desapercibida de los que luchaban en la calle frente al Palacio. Un grito de horror resonó en el grupo de los que estaban al lado de don Francisco de la Cueva y los conspiradores huyeron despavoridos.

En aquel momento apareció, a unas cincuenta varas del Palacio, el anciano Pedro Rodríguez. Con el terremoto había caído una pared del calabozo donde estaba encerrado, lo que lo permitió recobrar la libertad, pues prisioneros y guardias, todos habían huido, dejando el edificio abandonado. Al pasar frente a la casa del Secretario Diego Robledo, que estaba en el camino que conducía de la cárcel al Palacio del Adelantado, Rodríguez oyó que debajo de los escombros de la pared exterior, que había caído, salían quejidos apenas perceptibles ya. Acudió a salvar al desgraciado que yacía bajo las ruinas, y habiendo apartado los escombros con trabajo, descubrió al Secretario mismo, que cogido por la pared, y fracturados el pecho y la cabeza, estaba próximo a expirar. El bondadoso anciano hizo cuanto le fue posible por reanimar a aquel desventurado, que abrió los ojos solamente para conocer al hombre generoso que se esforzaba por salvarlo.

—Es tarde, dijo Robledo, con voz desfallecida. Voy a morir... gracias... es la tercera y la mejor partida que me habéis ganado. Y diciendo esto, exhaló el último aliento.

Viendo que su permanencia era ya inútil allí, Rodríguez corrió hacia el Palacio; pero llegó, como hemos dicho, en el momento en que caía la capilla, sepultando entre sus ruinas a doña Beatriz y a sus desdichadas compañeras.

Cuando Portocarrero salió, llevando en sus brazos a doña Leonor, el agua había subido más y más, de modo que casi llegaba ya a la garganta de don Pedro, al salir este fuera del Palacio. Una repentina claridad iluminó aquel cuadro de desolación. El volcán se coronó de un espléndido penacho de luz y de humo, haciendo erupción las materias incandescentes que encerraba en su seno la montaña. Viéronse por todas partes casas arruinadas y cadáveres de hombres y animales. Doña Leonor, al contacto del agua, que cubría parte de su cuerpo, abrió los ojos, al encontrarse en aquel lago, que amenazaba ya cubrir la cabeza de su amante, lo estrechó fuertemente contra su seno, y con la mano derecha, teniendo abrazado a don Pedro con la izquierda, se quitó el relicario y pasó la cadena al derredor del cuello de Portocarrero. Éste no tenía ya fuerzas, sentía que se doblaban sus rodillas; iba a caer... Puso sus labios fríos como el mármol en la frente de doña Leonor, y dijo: «Adiós, Leonor, para siempre, adiós». «Adiós», repitió la joven, a quien Portocarrero soltó en aquel momento, siéndole ya humanamente imposible sostenerla en sus brazos. La corriente del agua fue arrastrándola lentamente, en tanto que Portocarrero, estrechando el Agnus Dei contra sus labios, decía con voz lánguida y balbuciente: «Cordero de Dios, que borras los pecados del mundo..., ten misericordia de mí..., misericor... dia... de... mí...», repitió, y cayendo desfallecido, ¡se hundió para no aparecer más!

A la luz de la erupción del volcán, vio Pedro Rodríguez, a lo lejos, aquella triste escena, y lanzándose al agua salió al encuentro de doña Leonor, a quien, con gran trabajo, logró salvar, colocándola en lugar seguro. No bien había puesto el anciano a la joven encima de una piedra, la corriente del agua arrojó sobre las rodillas de ésta un objeto que le hizo dar un grito de horror. ¡Era el sombrero negro, adornado con una pluma blanca, que llevaba don Pedro de Portocarrero!

***

Cuando aclaró el día, se advirtió que la ciudad estaba casi toda arruinada y se recogieron más de seiscientos cadáveres de los que habían perecido en la terrible catástrofe de aquella mañana, por siempre memorable. Entre los muertos pudo reconocerse al Veedor Gonzalo Ronquillo, que al huir, después de la caída de la capilla del Palacio, no considerándose seguro en la ciudad, se salió fuera y fue a dar en un gran depósito donde se reunían las inmundicias de la población. Extrajéronse los restos de doña Beatriz, y fueron sepultados en la Catedral, trasladándolos después a la de la Antigua, donde reposaron por mucho tiempo junto con los del Adelantado. Los de doña Juana de Artiaga y de las demás señoras, después de haber sido inhumados en la iglesia mayor, fueron trasladados a la de San Francisco, en 1580, colocándolos en la capilla mayor, al lado del evangelio. Más desdichada que ellas, la hija del Adelantado tuvo que llevar el peso de la vida por algunos años, conservando vivo en su memoria, como un oculto torcedor, el recuerdo de la muerte desastrada de Portocarrero y la tristísima historia de aquellos desgraciados amores.

FIN

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