Read La hija del Adelantado Online
Authors: José Milla y Vidaurre
Después de la buena suerte ejecutada por tan diestro jinete, nadie se atrevía a correr un nuevo lance; cuando se desprendió del grupo de caballeros un hombre pequeño de cuerpo, agobiado con el peso de las armas. Era nuestro antiguo conocido el Veedor Gonzalo Ronquillo, que tuvo la desgraciada idea de rivalizar aquella tarde con Portocarrero. Enristró la lanza, afianzose bien en los estribos, y aguijando su tordo rodado, desde un extremo de la plaza, partió a todo escape, y llegando delante del Estafermo, hirió fuertemente el escudo con la lanza. La figura giró sobre su eje con velocidad, dando mil vueltas, las correas silbaron en el aire; Ronquillo quiso hacer volver ancas a su caballo con presteza; pero estuvo a punto de perder los estribos, y por afianzarse en el arzón, retardó su movimiento y sufrió una fuerte y repetida tunda de latigazos. Resonó la plaza con los silbidos, y el Veedor, bramando de coraje, saliose del palenque corrido y humillado. Desde aquel día, los burlones, que no querían bien al Veedor, lo bautizaron con el apodo de Estafermo.
Estaban tomadas las disposiciones para el torneo, con cuya función debían terminar las fiestas. pidiéronse los justadores en dos cuadrillas, acaudillada la una por don Jorge de Alvarado, hermano del Gobernador, y la otra por don Pedro de Portocarrero. Nombráronse jueces del campo al licenciado don Francisco de la Cueva y al Tesorero real don Francisco de Castellanos. Señalose por Reina del torneo a la que por su clase y su belleza tenía derecho a aquella distinción, doña Leonor, la hija del Adelantado. Levantáronse en la espaciosa plaza tiendas de campaña, adornadas con gallardetes, para los mantenedores del campo, y conforme al uso común en esos casos, despositáronse las armas de los combatientes la noche víspera de la función en la Catedral.
Permítanos ahora el lector que lo conduzcamos al gabinete del Veedor Ronquillo, donde se tenía una conversación que conviene escuchar, para haber de seguir el hilo de esta historia. A eso de las nueve de la noche, dos hombres conversaban con animación, aunque en voz baja; el mismo Veedor y el Tesorero Castellanos, hombre de torcidas intenciones, enemigo acérrimo del Adelantado y de Portocarrero su favorito.
—Estáis ya inscrito, como lo deseabais, dijo Castellanos, entre los caballeros que han de justar mañana en la cuadrilla de don Francisco de la Cueva. Ahora, deseo saber, don Gonzalo, en qué puedo serviros, y con qué objeto me habéis citado a esta plática reservada.
—Don Francisco, respondió Ronquillo, no ignoráis el odio que tengo a ese Portocarrero, hombre que ha suscitado el espíritu de las tinieblas para tormento mío. La aparente generosidad con que me salvó la vida en lo de Quezaltenango, no ha hecho más que acrecentar mi encono contra ese miserable. He meditado una venganza tan satisfactoria para mí, como humillante para mi enemigo; pretendo justar con él mañana en el torneo, y requiero vuestra ayuda.
—Justo es vuestro enojo, don Gonzalo, replicó el Tesorero, y estoy pronto a ayudaros en lo que deseareis; pero advertid que Portocarrero es hombre a quien no es fácil vencer en la lucha. Medid vuestros pasos, no sea que proporcionéis una nueva ventaja a nuestro común enemigo. El lance de la otra tarde...
—¡Vive Dios! Don Francisco, interrumpió irritado el Veedor, que no me recordéis lo del condenado Estafermo, porque soy capaz de perder el juicio. Aquello fue originado únicamente por la torpeza de mi caballo, os juro que el proyecto que he meditado, acabará, si me ayudáis, con la soberbia de ese hombre.
—Decid, pues, y contad conmigo.
—¿No están esta misma noche las armas de los combatientes depositadas en la Catedral? dijo el Veedor, bajando la voz.
—Sí, ¿y qué os importa eso?
—Más de lo que imagináis. ¿No me habéis dicho otra vez que el sacristán Reynosa, os debe grandes obligaciones
—Ciertamente, como que por mi influencia fue nombrado para el cargo, con el salario de sesenta pesos de oro de minas. ¿Y qué?
—Siendo así, Reynosa, no podrá negaros el favor de permitirnos que visitemos esta noche las armas, dijo Ronquillo.
—Probablemente no, contestó Castellanos.
—Pues entonces, vamos allá, sin pérdida de tiempo, y luego sabréis todo mi plan.
Tomaron ambos hidalgos capas y sombreros, y encaminándose por calles excusadas a la parte de atrás de la catedral, donde estaba situada la habitación del sacristán Reynosa, llamaron a la puerta. Salió éste e hizo entrar a los dos caballeros, que le manifestaron el deseo de ver las armas, por pura curiosidad. Pareció sencilla la solicitud al sacristán y permitioles la entrada a la capilla de la Veracruz, en donde estaban suspendidas armaduras, espadas y lanzas de los que habían de justar al siguiente día. Ronquillo se detuvo delante de una armadura pintada de azul, cuyo escudo tenía por empresa un sol iluminando una rosa a medio abrir, sobre la cual revoloteaba una abeja, e hizo disimuladamente una seña a Castellanos. Este llevó aparte a Reynosa, entreteniéndolo con la conversación, en tanto que el Veedor tomó el yelmo perteneciente a aquella armadura, y con un instrumento de hierro que llevaba oculto, hizo cierta operación en aquella pieza, volviendo a colocarla en el sitio en que estaba. Enseguida retiráronse los dos amigos, y al despedirse de Reynosa en la puerta de la calle, le recomendaron no hablase de aquella visita, pues las leyes de caballería prohibían el que se acercase persona alguna a las armas de los combatientes, para evitar hechicerías y maleficios.
Después, separáronse los dos hidalgos, diciendo Ronquillo a Castellanos, tomándole afectuosamente de la mano:
—Adiós, don Francisco, y acordaos de que si se suscita alguna contienda en el torneo, decidiréis en mi favor, como juez del campo.
—Contad con ello, por lo que a mí toca, dijo el Tesorero y, se retiró a su casa.
Ronquillo entró en la suya, saboreando ya de antemano la rastrera venganza que meditaba.
Enteramente ocupados en el asunto que traían entre manos, los dos hidalgos no advirtieron que desde su salida de la casa de Ronquillo, los había seguido con cautela un hombre embozado, que los vio entrar a la Iglesia, y que oculto a la sombra de las elevadas paredes, pudo verlos salir y escuchó la recomendación de guardar el secreto de aquella visita que, al despedirse, hicieron a Reynosa. Ese embozado misterioso era Pedro Rodríguez, quien después de haber sorprendido aquella escena, visto que se separaron Ronquillo y Castellanos, y oído sus últimas palabras, se retiró a su casa pensativo.
El 4 Octubre de 1539, tuvo efecto el torneo, cuyo recuerdo se conservó aún algunos años después de la después de la primitiva ciudad de Guatemala. La plaza, vistosamente adornada, estaba llena de espectadores. Las familias principales ocupaban sitios preferentes bajo toldos de lienzo, adornados con colgaduras de damasco y el pueblo al aire libre, se apiñaba en confuso tropel: para presentar un ejercicio tan propio de aquellos tiempos, en que el valor y la destreza en el manejo de las armas eran el orgullo de los nobles y la admiración de las otras clases sociales.
Bajo el dosel de la galería del Cabildo, tomaron asiento el Adelantado y su familia, ocupando un sitio preferente doña Leonor, que vestía un traje de tela de plata, con manto de terciopelo encarnado, todo sembrado de pequeños carcaxes de oro; ceñida la frente con una diadema de brillantes. Colocaron a sus pies un taburete con un cojín de terciopelo, sobre el cual estaba la corona de oro, figurando dos ramas de laurel, destinada al vencedor. Al presentarse la hija del Adelantado, un murmullo de admiración se levantó en torno del palenque, sincero y expresivo homenaje rendido a la belleza de la Reina del torneo. Los jueces, armados de punta en blanco, recorrieron el campo, y dictaron sus últimas disposiciones. Los mantenedores aguardaban firmes en sus respectivos puestos. Descollaba la elevada estatura de Portocarrero, sobre cuya cimera ondeaba un penacho encarnado y blanco, y cuyo brazo izquierdo ceñía una banda de seda de iguales colores que eran los mismos del traje de doña Leonor, y los de la casa de Jicotencal, según el cronista Bernal Díaz. Cuando el escudero presentó el broquel a don Pedro, pudo verse la empresa, que consistía en una rosa mejicana medio abierta, bañada por los rayos del sol en su cenit, y una abeja revoloteando, como tímida y respetuosa, en torno de la flor. Leíanse en derredor de aquella alegoría, estos cuatro versos:
Yo soy, la abeja,
vos sois la flor,
rosa temprana
que se abre al sol.
La profunda pasión de Portocarrero era un secreto para todos; así es que la generalidad no comprendió el verdadero significado de la empresa. Solamente la penetrante intuición del odio alcanzó, entre sombras, el sentido oculto de aquella pintura. Así fue que momentos después de haberse presentado en la liza Portocarrero, acercose Gonzalo Ronquillo a don Francisco de la Cueva, y le dijo al oído:
—Alto pica la abeja de Portocarrero.
—No, contestó don Francisco, procura libar una humilde rosa del campo, don Gonzalo.
—Rosa que brotó, replicó el maligno Veedor, en los jardines del Rey de Tlaxcala, bajo los poderosos rayos de Tonatiuh.
Aquellas palabras fueron una revelación para don Francisco, que mudó de color al escucharlas. La alegoría del sol, sobrenombre dado a su hermano político, y la de la rosa mejicana, le parecieron tan claras y atrevidas como antes las había creído sencillas e inocentes. Mantuvose un breve rato pensativo, y después, dominando su emoción cuanto le fue posible, se ocupó en los arreglos que tenía que hacer, siendo, como hemos dicho, de los jueces del campo.
Dispuesto ya todo, los heraldos publicaron el reto en nombre de los mantenedores; presentáronse muchos caballeros, y habiendo hecho señal los clarines, comenzó el combate. Al principio, la cuadrilla que acaudillaba Jorge de Alvarado llevaba la mejor parte de la pelea. El valeroso hermano del Adelantado rompió seis lanzas y había desmontado ya cuatro paladines de los de Portocarrero. Muchos de los caballeros se lucieron en aquella justa, por su destreza y fuerza de su brazo. Pedro González Nájera, el valiente Capitán que años antes atravesó por enmedio de un numeroso ejército enemigo para llevar un mensaje a don Pedro, hizo aquel día prodigios con la lanza, combatiendo al lado de don Jorge. Juan de Alvarado, hermano de don Pedro, Gonzalo de Ovalle, Gaspar Arias Dávila, Antonio de Salazar, Hernando de Chaves, de quien descendía el cronista Fuentes, Sancho de Baraona, Bartolomé Becerra, Gaspar de Polanco, Pedro de Cueto y otros muchos caballeros lidiaron en el torneo, ya con el uno ya con el otro de los dos caudillos. Portocarrero, que no había tomado al principio una parte muy activa en el combate, viendo a los suyos casi vencidos ya y descorazonados, adelantose enmedio de la plaza, y después de haber cambiado una mirada con doña Leonor, que no pasó desapercibida del celoso hermano de doña Beatriz, empeñose en reñido combate con los paladines del bando contrario. A poco rato, había roto seis lanzas y desmontado otros tantos campeones; con lo que ayudado de los suyos que cobraron nuevo brío, quedó al fin dueño del campo. Iba a proclamársele vencedor por los jueces, cuando se presentó un heraldo retando a singular combate a don Pedro de Portocarrero, en nombre de un caballero de la cuadrilla de don Jorge, que reservaba el dar su nombre para después de la pelea. Aceptó en el acto el buen caballero, y la atención general quedó suspensa, esperando a ver quien fuese el temerario que desafiaba a tan temible campeón. Creció el pasmo de la concurrencia cuando se presentó en la arena un paladín de pequeña estatura con la visera calada, y encorvado bajo la armadura.
—No sufrirá el primer bote de lanza de Portocarrero, decía uno.
—Vamos a verlo volar como una pluma por el aire, decía otro.
—A no ser que tenga pacto con el diablo, agregaba un tercero, ese hombrecillo va a caer maltrecho enmedio de la arena.
Mientras tanto el desconocido paladín tomaba sus disposiciones, y recibía de manos de sus escuderos la lanza y el escudo sin empresa alguna.
Los jueces midieron el campo, y dada la señal, partieron al mismo tiempo ambos jinetes, encontrándose a la mitad de la carrera. Don Pedro dirigió la punta de su lanza al peto de su rival, que vaciló sobre la silla y estuvo a punto de caer bajo tan formidable golpe. El desconocido enderezó el hierro al yelmo de don Pedro, y con el choque, hizo se desprendiese la visera, que cayó, dejando descubierto el rostro del caballero. Entonces, con un movimiento rápido como el relámpago, el desconocido arrojó su lanza con fuerza y la acerada punta hirió en la frente al noble Portocarrero, cuya sangre corrió a borbotones. Un grito de dolor resonó en el balcón de las Casas consistoriales y doña Leonor cayó desmayada en brazos de su amiga doña Juana de Artiaga. Portocarrero, indignado, soltó la brida a su caballo, y tomando con ambas manos su pesado lanzón, lo levantó en el aire, y cobrando nuevas fuerzas del coraje, lo descargó sobre el casco del infame, que recibió tan tremendo golpe en la cabeza, que cayó en tierra sin sentido.
—¿Qué hacéis, don Pedro? gritó don Francisco de la Cueva; no es ese el modo de combatir con un caballero.
—Es el modo de castigar a un villano, contestó Portocarrero, y se retiró a su tienda ensangrentado.
Los escuderos y pajes del desconocido acudieron en su auxilio, y habiendo desatado las correas del yelmo, y descubierto la cabeza de éste, apareció, pálido y demudado, el rostro del Veedor Gonzalo Ronquillo.
—¡El Estafermo! gritó el pueblo, y acompañó aquella exclamación con una ruidosa salva de carcajadas.
Concluyó el torneo, y los jueces del campo se retiraron a su tienda para deliberar.