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Authors: Julia Navarro

Tags: #Intriga, Histórico

La Hermandad de la Sábana Santa (45 page)

BOOK: La Hermandad de la Sábana Santa
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—Me gustaría acompañarte.

—Pues hazlo.

—No puedo, tendría que pedir vacaciones, y de un día para otro no me las darían. ¿Qué más piensas hacer?

—Antes de irme pasaré por el despacho del señor Capell, el administrador de los Charny; también me gustaría que me presentaras a tu amigo el que tiene esa revista, ¿
Enigmas
, me dijiste? Después de París iré a Turín, pero dependerá de lo que averigüe en París. Te llamaré y te iré contando. Sabes, eres la única persona con la que he podido hablar sinceramente de este tema, y como tienes mucho sentido común, seguro que sabrás poner coto a mis fantasías.

— o O o —

El señor Capell resultó ser un hombre serio y poco hablador que, educadamente, le dejó claro que no pensaba darle ninguna información sobre sus clientes. Eso sí, le confirmó que había decenas de descendientes de los Charny en Francia y que sus clientes eran una familia más.

Ana salió decepcionada del despacho de Capell.

Cuando llegó a París se dirigió directamente a la redacción de
Enigmas
, situada en la primera planta en un edificio decimonónico. Paul Bisol era el reverso de Jean.

Perfectamente trajeado, parecía un ejecutivo de una multinacional en vez de un periodista. Jean le había telefoneado pidiéndole que la ayudara.

Paul Bisol escuchó pacientemente el relato de Ana. No la interrumpió ni una sola vez, lo que la sorprendió.

—¿Sabe dónde se está metiendo?

—¿A qué se refiere?

—Señorita Jiménez…

—Por favor, llámeme Ana.

—Bien, Ana, sepa que los templarios existen. Pero no son sólo esos elegantes historiadores que dice haber conocido en Londres, u otros amables caballeros de clubes más o menos secretos que se dicen herederos del espíritu del Temple. Jacques de Molay antes de morir organizó la permanencia de la Orden, muchos caballeros desaparecieron sin dejar rastro, pasaron a la clandestinidad. Pero todos ellos estuvieron en contacto con la nueva Casa Madre, con el Temple de Escocia, que es donde De Molay había decidido que residiera la legitimidad de la Orden. Los templarios aprendieron a vivir en la clandestinidad, se infiltraron en las cortes europeas, en la misma curia del Papa, y así han continuado hasta hoy. No desaparecieron.

Ana sintió una sensación de disgusto. Le parecía que Paul hablaba como un iluminado en vez de como un historiador. Hasta el momento había encontrado personas que le rebatían sus locas teorías, que le instaban a que no se dejara llevar por la fantasía, y de repente se encontraba con alguien que coincidía con ella, y eso no le gustaba.

Bisol levantó el auricular del teléfono y habló con su secretaria. Un minuto más tarde la invitó a seguirlo. La condujo hasta otro despacho situado cerca del suyo. Tocó con los nudillos la puerta y esperó a que una voz femenina le invitara a pasar.

Una mujer joven, de unos treinta años, con el pelo castaño y unos inmensos ojos verdes estaba sentada detrás de un escritorio escribiendo en el ordenador. Les sonrió cuando les vio entrar, pero no se movió.

—Sentaos. ¿Así que usted es amiga de Jean?

—Bueno, nos hemos conocido hace poco, pero la verdad es que hemos congeniado y me ha ayudado mucho.

—Así es Jean —afirmó Paul—; tiene alma de mosquetero, aunque él no lo sabe. Bueno, Ana, quiero que le cuente a Elisabeth todo lo que me ha contado.

A Ana empezaba a ponerla nerviosa aquella situación. Paul Bisol era una persona amable pero había algo en él que definitivamente le disgustaba; Elisabeth también le producía un cierto rechazo, sin saber por qué. Sentía un deseo irrefrenable de salir corriendo, pero se contuvo y se dispuso a relatar una vez más sus sospechas en torno a las peripecias de la Sábana Santa.

Elisabeth la escuchó en silencio, tampoco la interrumpió con preguntas. Cuando Ana terminó, Paul y Elisabeth se miraron. Ana era consciente de que se estaban hablando con los ojos, decidiendo qué hacer. Por fin Elisabeth rompió el tenso silencio que se había instalado entre ellos.

—Bien, Ana, creo que estás en lo cierto. Nunca habíamos pensado en tu teoría, en que Geoffroy de Charney tuviera algo que ver con Geoffroy de Charny, pero efectivamente puede ser una cuestión de grafías, y si aseguras que en los archivos de Lirey has encontrado miembros de ambas familias… En fin, que está claro que esos dos Geoffroy tenían alguna relación. De manera que el sudario a quien en realidad pertenecía era a los templarios. ¿Por qué estuvo en manos de Geoffroy de Charney? A bote pronto se me ocurre que tal vez el gran maestre le mandara ponerlo a buen recaudo en vista de que Felipe el Hermoso buscaba hacerse con los tesoros del Temple. Sí, seguramente fue así, Jacques de Molay ordenó a Geoffroy de Charney esconder el sudario en sus tierras, y años después la mortaja apareció en manos de un pariente, del otro Geoffroy. Sí, así fue.

Ana decidió llevarle la contraria, en realidad llevársela a sí misma.

—Bueno, no hay ninguna prueba que sustente lo que digo, es sólo una especulación.

—Pero es lo que pasó —afirmó Elisabeth sin dudarlo—. Siempre se ha hablado de un tesoro misterioso del Temple; puede que el sudario fuera el tesoro, al fin y al cabo ellos lo creían auténtico.

—Pero no lo es —respondió Ana—, ellos sabían que no era auténtico. La Sábana Santa es del siglo XIII o XIV, de manera que…

—Sí, tienes razón, pero a los templarios se lo pudieron dar por bueno en Tierra Santa. Al fin y al cabo en aquel entonces era difícil dictaminar si una reliquia era verdadera o falsa. Lo que está claro es que ellos la dieron por verdadera cuando la mandaron guardar. Tus teorías son correctas Ana, estoy segura. Pero debes tener cuidado, uno no se acerca a los templarios impunemente. Tenemos un genealogista muy bueno, te ayudará. En cuanto a ese Charny que conoces, dame una hora, y te diré algo de él.

Salieron del despacho de Elisabeth. Ana se despidió de Paul Bisol asegurándole que a primera hora de la tarde volvería a pasarse por la redacción para reunirse con el genealogista y recoger la información que Elisabeth le pudiera proporcionar de Charny, de Yves de Charny, el secretario del cardenal de Turín.

— o O o —

Vagó por París sin rumbo. Necesitaba pensar y le gustaba caminar mientras lo hacía. A mediodía se sentó tras los cristales de un bistrot y almorzó leyendo los periódicos españoles que había podido comprar. Hacía días que no sabía nada de lo que sucedía en España. Ni siquiera había llamado al periódico, tampoco a Santiago. Sentía que la investigación llegaba a su fin. Estaba convencida de que los templarios tenían algo que ver con el sudario, que habían sido ellos quienes lo trajeron de Constantinopla. Recordó la noche del Dorchester en que, repasando la agenda, pensó en que podía ser algo más que una coincidencia que el guapo sacerdote francés, secretario del cardenal de Turín, se llamara Charny. Hasta ahora no había logrado ninguna pista sólida; sólo que parecía que el padre Yves había visitado hacía unos años Lirey, porque, de eso sí estaba segura, era él, no había muchos sacerdotes guapos.

Pudiera ser que el padre Yves estuviera relacionado con los templarios, pero ¿con los del pasado o con los de ahora? Y si fuera así, ¿qué significado tendría?

Nada, se dijo, no significaría nada. Se imaginaba al guapísimo sacerdote con su sonrisa inocente contándole que efectivamente sus antepasados estuvieron en las cruzadas, y que efectivamente su familia venía de la región de Troyes. ¿Y qué? ¿Qué probaba eso? Nada, no probaba nada. Pero su instinto le decía que había un hilo que conducía a alguna parte. Un hilo que llevaba de Geoffroy de Charney a Geoffroy de Charny, que recorría miles de vericuetos y terminaba en el padre Yves.

Pero el padre Yves no tenía nada que ver con los incendios de la catedral, de eso estaba segura. Entonces, ¿dónde estaba la clave?

Apenas comió. Telefoneó a Jean y se sintió reconfortada cuando le escuchó al otro lado del teléfono, reiterándole que aunque un poco raro, Paul Bisol era buena persona y podía confiar en él.

A las tres se dirigió de nuevo a la redacción de
Enigmas
. Cuando llegó Paul, la estaba esperando en el despacho de Elisabeth.

—Bien, tenemos algunas novedades —dijo Elisabeth—. Tu sacerdote pertenece a una familia bien relacionada, su hermano mayor ha sido diputado, ahora está en el Consejo de Estado, y su hermana es juez de la Corte Suprema. Vienen de la pequeña nobleza, aunque desde la Revolución francesa los Charny viven como perfectos burgueses. Ese sacerdote tiene protectores importantes en el Vaticano, nada menos que el cardenal Visiers es amigo de su hermano mayor. Pero la noticia bomba es que Edouard, nuestro genealogista, que lleva tres horas trabajando en su árbol genealógico, cree que, efectivamente, este Yves de Charny es descendiente de aquellos Charney que estuvieron en las Cruzadas y, lo que es más importante, del Geoffroy de Charney visitador del Temple en Normandía que murió en la hoguera junto a Jacques de Molay.

—¿Estáis seguros? —preguntó Ana sin terminar de creérselo.

—Sí —respondió sin vacilar Elisabeth.

Paul Bisol vio la duda reflejarse en la mirada de la periodista, y decidió intervenir.

—Ana, Edouard es un profesor, un historiador solvente. Sé que a Jean no le gusta del todo nuestra revista, pero te aseguro que nosotros jamás hemos publicado nada que no hayamos podido comprobar. La nuestra es una revista que indaga sobre enigmas de la historia e intentamos darles respuesta. Esa respuesta la dan siempre historiadores, en ocasiones ayudados por un equipo de investigación formado por periodistas, jamás hemos tenido que rectificar una información. Tampoco afirmamos aquello que no sabemos con seguridad. Si alguien tiene una hipótesis lo decimos, esto sólo es una hipótesis, pero no la damos por cierta. Tú sostienes que algunos de los incendios de la catedral de Turín tienen que ver con el pasado. No lo sé, jamás se nos ha ocurrido y por tanto no lo hemos estudiado. Crees que los templarios fueron los propietarios de la Síndone, y ahí puedes tener razón, como pareces tenerla en que el tal padre Yves viene de una familia antiquísima de aristócratas y templarios. Te preguntas si los templarios tienen alguna relación con los accidentes de la catedral. No te puedo responder a esa pregunta, no lo sé, pero pienso que no. Sinceramente, no creo que los templarios tengan ningún interés en dañar la Síndone, y eso sí, te aseguro que si la quisieran para ellos, ya la tendrían. Son una organización poderosa, más de lo que te imaginas, y capaces de todo.

Paul miró a Elisabeth, y ésta asintió. Ana se quedó muda cuando vio que la butaca en que estaba Elisabeth avanzaba hacia ella. No se había dado cuenta, parecía una butaca de despacho y en realidad lo era, pero preparada para servir de vehículo a alguien que no pudiera andar.

Elisabeth plantó la butaca delante de Ana y descubrió la manta que tapaba sus piernas, algo que ignoraba Ana puesto que hasta el momento sólo la había visto detrás de la mesa del despacho.

—Soy escocesa, no sé si te lo habrá dicho Jean. Mi padre es lord McKenny. Mi padre conocía a lord McCall. Nunca habrás oído hablar de él. Es uno de los hombres más ricos del mundo, pero jamás sale en los periódicos, ni en los informativos de televisión. Su mundo no es de este mundo, el suyo es un mundo donde sólo caben poderosos. Tiene un castillo impresionante, una antigua fortaleza templaria situada cerca de las Small Isles. Pero no invita a nadie allí. Los escoceses somos dados a las leyendas, de manera que sobre lord McCall se cuentan unas cuantas. Algunos de los aldeanos que viven cerca de su castillo le llaman El Templario y aseguran que de vez en cuando llegan en helicóptero otros hombres a visitarlo, entre ellos algunos miembros de la familia real inglesa.

»Un día le conté a Paul sobre lord McCall, y se nos ocurrió hacer un reportaje sobre las encomiendas y fortalezas templarias diseminadas por toda Europa. Una especie de inventarlo: saber cuáles se mantienen en pie, si están en manos de alguien, cuáles han quedado destruidas por el paso del tiempo. Pensamos que sería buena idea que lord McCall nos dejara visitar su castillo. Nos pusimos a trabajar y en principio no tuvimos muchos problemas. Hay cientos de fortalezas templarias, la mayoría en un estado ruinoso. Pedí a mi padre que hablara con McCall para que me dejara visitar su castillo y fotografiarlo. Fue inútil, lord McCall amablemente puso todo tipo de excusas. Yo no me conformé, de manera que decidí intentarlo por mi cuenta, presentándome en su castillo. Lo llamé por teléfono pero ni siquiera se puso, un amable secretario me informó de que lord McCall estaba ausente, en Estados Unidos, y por tanto no me podía recibir, y desde luego él no tenía atribuciones para dejarme fotografiar la fortaleza. Le insistí para que me dejara llegar hasta el castillo, pero el secretario se mantuvo en sus trece: de ninguna manera, sin permiso de lord McCall nadie entraba en esa antigua encomienda.

»No me di por vencida y decidí presentarme en la puerta del castillo, estaba segura que una vez allí, no tendrían más remedio que dejarme echar un vistazo.

»Antes de dirigirme a la fortaleza hablé con los aldeanos. Todos le tienen un respeto reverencial aunque aseguran que es un hombre bondadoso que se ocupa de que nada les falte. Se puede decir que, además de respeto, le adoran; ninguno movería un dedo contra él. Uno de los campesinos me contó que su hijo vivía gracias a que McCall le había pagado una costosísima operación de corazón en Houston, en Estados Unidos.

»Cuando llegué a la verja que cierra el acceso a las tierras del castillo no encontré la manera de entrar. Empecé a bordear el muro intentando encontrar un lugar por donde saltar. Vi detrás del muro, en medio del bosque, una capilla de piedra cubierta de hiedra. Para que entiendas lo que pasó, debes saber que mi gran afición era la escalada, que desde que tenía diez años comencé a escalar, y que tengo en mi haber la escalada de unos cuantos picos importantes. De manera que escalar aquel muro no me parecía especialmente difícil, a pesar de que no tenía medios.

»No me preguntes cómo lo hice, pero logré subirme al muro y saltar dentro de la finca. Es lo último que recuerdo. Escuché un ruido y luego un dolor intenso en las piernas, me caí. Lloraba retorciéndome de dolor. Un hombre con una escopeta me apuntaba. Llamó por un walkie-talkie, apareció un todoterreno, me subieron y me condujeron al hospital. Me quedé paralítica. No tiraron a matar, pero sí dispararon con la suficiente precisión para dejarme así.

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