—Por supuesto —aceptó él—. Pero creo que primero debes preguntarle a tu padre si quiere irse.
¡Maldito sea!
, pensó Cuza mientras Magda volvía sus ojos inquisitivos hacia él.
¡Cree que lo sabe todo!
—¿Papá…? —comenzó a preguntar, pero la expresión en su cara debió decirle cuál sería la respuesta.
—Debo regresar —le informó—. No por mí. Yo ya no importo. Es por nuestra gente. Nuestra cultura. Por el mundo. Esta noche estará lo suficientemente fuerte para terminar con Kaempffer y el resto de los alemanes que están aquí. Después de eso, sólo tengo que llevar a cabo unas tareas simples para él y podremos irnos sin preocuparnos por escondernos de las partidas de búsqueda. ¡Y después de que Molasar mate a Hitler…!
—¿Realmente puede hacerlo? —dudó Magda con la expresión cuestionando la enormidad de la posibilidad que su padre describía.
—Ya me hice esa pregunta. Y luego pensé en cuánto ha aterrorizado a estos alemanes hasta dejarlos listos para dispararse unos a otros, y cómo los ha eludido en esa pequeña fortaleza durante semana y media, matándolos a voluntad. —Levantó las manos desnudas al viento y miró, con un renovado sentimiento de reverencia, cómo se extendían sus dedos y se doblaban fácilmente y sin dolor—. Y después de lo que hizo por mí, he llegado a la conclusión de que hay poco que no pueda hacer.
—¿Puedes confiar en él? —acicateó Magda.
El profesor la miró. Aparentemente, este Glenn la había contagiado con su naturaleza suspicaz. No era bueno para ella.
—¿Puedo permitirme no hacerlo? —respondió después de una pausa—. Mi niña, ¿no ves que esto significa el regreso a la normalidad para todos nosotros? Nuestros amigos gitanos ya no serán cazados, esterilizados y puestos a trabajar como esclavos. Los judíos no seremos arrancados de nuestros hogares y de nuestros trabajos, nuestras propiedades ya no serán confiscadas y ya no tendremos que enfrentarnos a la extinción de nuestra raza. ¿Cómo podría hacer otra cosa más que confiar en Molasar?
Su hija estaba silenciosa. No se lanzó a refutarlo, pues no existía refutación posible.
—Y para mí significará regresar a la universidad —continuó él.
—Sí… a tu trabajo —agregó Magda, quien parecía estar en una especie de deslumbramiento.
—Mi trabajo fue mi primer pensamiento, sí. Pero ahora que estoy bien de nuevo, no veo por qué no puedo ser nombrado canciller.
—Nunca antes quisiste estar en la administración —refutó Magda mirándolo penetrantemente.
Tenía razón. Nunca había querido. Pero ahora las cosas eran distintas. Sí, totalmente distintas.
—Eso era antes. Esto es ahora —aclaró—. Y si ayudo a que Rumania se libere de los fascistas que la están arruinando, ¿no crees que merezco algún tipo de reconocimiento?
—También habrá dejado a Molasar suelto en el mundo —interrumpió Glenn, rompiendo su prolongado silencio—. Eso puede acarrearle una clase de reconocimiento que no querría.
Theodor sintió que los músculos de su mandíbula se agrupaban con furia. ¿Por qué no se iba este extranjero?
—
¡Ya está suelto!
Solamente estaré canalizando su poder. Debe haber una forma de hacer algún tipo de… arreglo con él. Podríamos aprender mucho de un ser como Molasar, ¡y él puede ofrecernos tanto! ¡Quién sabe qué otras enfermedades supuestamente «incurables» puede remediar! Tendríamos una gran deuda con él por librarnos del nazismo. Yo consideraría que es una obligación moral encontrar una forma de llegar a un convenio con él.
—¿Convenio? —impugnó Glenn—. ¿Qué clase de términos está dispuesto a ofrecerle?
—Algo puede arreglarse.
—¿Como qué, específicamente?
—No lo sé, podemos ofrecerle a los nazis que comenzaron esta guerra y que dirigen les campos de exterminio. Ese es un buen comienzo.
—Y cuando ya no queden, ¿quién seguirá? Recuerde, Molasar continuará. Tendrá que proveerlo de sustancia siempre. ¿Quién seguirá?
—¡No me interrogue así! —gritó Cuza cuando su temperamento se desgastó hasta el punto de romperse—. ¡Algo se nos ocurrirá! ¡Si toda una nación se puede adaptar a Adolfo Hitler, seguramente encontraremos una forma de coexistir con Molasar!
—No puede haber coexistencia con los monstruos —aseguró Glenn—. Ya sean nazis o Nosferatu. Discúlpeme.
Se volvió y se alejó a grandes pases. Magda se quedó quieta y callada, siguiéndolo con la mirada. Y Theodor, a su vez, miró a su hija, sabiendo que aunque no corrió con el cuerpo detrás de este desconocido, lo hizo con el espíritu. Había perdido a su hija.
La conciencia de esto debió lastimarlo, herirlo hasta el hueso y hacerlo sangrar. Sin embargo, no sentía dolor o pérdida. Sólo enojo. Se sentía a dos pasos de todas las emociones, excepto la furia hacia el hombre que le había quitado a su hija.
¿Por qué no le dolía?
Después de observar a Glenn hasta que dio vuelta a la esquina de la posada, Magda se volvió hacia su padre. Estudió su cara enojada, intentando entender qué estaba sucediendo en su interior, tratando de identificar sus propios sentimientos confusos.
Papá estaba curado y eso era maravilloso. Pero ¿a qué precio? Había cambiado tanto, no sólo en el cuerpo sino en la mente, incluso en la personalidad… Observó una nota de arrogancia en su voz, que nunca le había oído antes. Y su defensa de Molasar estaba totalmente fuera de carácter. Era como si papá hubiese sido fragmentado y luego reunido de nuevo con alambres finos… pero con algunas piezas faltantes.
—¿Y tú? —preguntó papá—. ¿También te vas a alejar de mí?
Magda lo estudió antes de responder.
—Por supuesto que no —aseguró, esperando que su voz no denotara cuánto le dolía no estar con Glenn—. Pero…
—Pero ¿qué? —apremió él. Su voz la golpeó como un látigo.
—¿Realmente pensaste en lo que significa hacer tratos con una criatura como Molasar?
Las contorsiones en la recién movilizada cara de papá cuando respondió, la impresionaron. Sus labios se encogían y furioso mostraba los dientes.
—
¡Vaya!
Tu amante ha logrado volverte contra tu propio padre y contra tu gente, ¿no es así? —sus palabras la sacudieron como si fueran golpes. Emitió una risa áspera y amarga—. ¡Cuán fácilmente eres influenciada, mi niña! ¡Un par de ojos azules, algunos músculos y ya estás lista para darle la espalda a tu gente cuando está a punto de ser exterminada!
Magda se tambaleó sobre los pies como si hubiera sido golpeada por un ventarrón. ¡No podía ser papá el que estaba hablando! ¡Él nunca había sido cruel con ella ni con nadie, y, sin embargo, ahora era totalmente rencoroso! Pero se negó a dejar que él viera cuánto la acababa de lastimar.
—Mi única preocupación eras tú —explicó con labios tensos que hubieran temblado de haberlo permitido ella—. En realidad, no sabes si puedes confiar en Molasar.
—¡Y tú no sabes que
no puedo
! Nunca has hablado con él, nunca lo has escuchado, nunca has visto la expresión de sus ojos cuando habla de los alemanes; que invadieron su fortaleza y su país.
—He sentido su contacto —repuso Magda, estremeciéndose a pesar del sol—. Dos veces. Allí no hubo nada que me convenciera de que se preocuparía un poco por los judíos o por cualquier cosa viviente.
—Yo también sentí su contacto —añadió papá, levantando los brazos y caminando en un rápido círculo alrededor de la silla vacía—. ¡Ve tú misma lo que me hizo su contacto! Y no tengo ilusiones respecto a que Molasar salve a nuestra gente. No le importan los judíos en otras tierras, sólo en la suya. Sólo los judíos rumanos. ¡La palabra clave es rumano! ¡Era un noble en esta tierra y todavía la considera suya! Llámalo nacionalismo o patriotismo o como quieras, no importa. El hecho es que quiere que salgan todos los alemanes de lo que él llama «tierra valaca», y pretende hacer algo al respecto. Nuestra gente saldrá beneficiada. Y trataré de hacer todo lo que pueda para ayudarlo.
Las palabras tenían una cierta verdad. Magda no pudo evitar admitirlo. Eran lógicas, plausibles. Y podría ser que lo que estaba haciendo papá fuera algo noble. En este momento podía huir y salvarse, y ella con él; en cambio, se estaba comprometiendo a permanecer en la fortaleza para tratar de salvar más de dos vidas. Arriesgaba su propia existencia para alcanzar una meta mucho mayor. Magda deseaba en verdad creer en eso.
Pero no podía. El entumecido frío del contacto de Molasar la dejó con un permanente resquicio de desconfianza. Y había algo más: la mirada en los ojos de papá mientras le hablaba ahora. Una mirada salvaje, corrupta…
—Sólo quiero que estés seguro —fue todo lo que ella dijo.
—Y yo quiero que tú estés segura —repuso él.
Ella notó que sus ojos y su voz se suavizaban. Fue como antes, durante un momento.
—También quiero que permanezcas lejos de ese Glenn —continuó él—. No es bueno para ti.
Magda apartó la vista, bajándola hacia el suelo. Nunca aceptaría renunciar a Glenn.
—Es lo mejor que me ha ocurrido jamás.
—Ah, ¿sí?
Ella sintió que la dureza se colaba de nuevo en el tono de papá.
—Sí —afirmó bajando la voz hasta que fue un susurro—. Me ha hecho ver que nunca he conocido el verdadero significado de la vida hasta ahora.
—¡Qué conmovedor! ¡Qué melodramático! —exclamó papá con la voz goteando desprecio—. ¡Pero no es judío!
—¡No me importa! —repuso Magda enfrentándosele. Había esperado eso. Y de algún modo sabía que a papá ya tampoco le importaba… era sólo otra objeción que lanzar contra ella—. Es un buen hombre. ¡Y cuando salgamos de aquí, si lo logramos, me quedaré con él si me acepta!
—¡Ya veremos eso! —declaró papá con un trazo de amenaza en la voz—. ¡Pero por ahora puedo ver que no tenemos más que discutir! —se arrojó sobre su silla de ruedas.
—¿Papá?
—¡Empújame de vuelta a la fortaleza!
—¡Empújate solo! —gritó Magda, estallando en cólera. Se arrepintió inmediatamente de sus palabras. Nunca le había hablado así a su padre en toda su vida. Y lo peor era que papá no llegó a darse cuenta. O si lo hizo, no le importó lo suficiente como para reaccionar.
—Fue tonto que yo me viniera solo esta mañana —explicó como si ella no hubiese hablado—. Pero no podía esperar a que fueras por mí. Debo ser más cuidadoso. No quiero provocar sospechas sobre el verdadero estado de mi salud. No quiero que me pongan guardias extras. Así que ponte tras de mí y empuja.
Magda lo hizo desganada y resentida. Por una vez le dio gusto dejarlo en la puerta y volver caminando sola.
Matei Stephanescu estaba furioso. La cólera ardía en su pecho como un carbón encendido. No sabía por qué. Se sentó tenso y rígido en la habitación del frente de su pequeña casa en el extremo sur de la aldea, con una taza de té y una hogaza de pan sobre la mesa. Pensaba en muchas cosas. Y su cólera crecía volviéndose constantemente más ardiente.
Pensó en Alexandru y sus hijos y en que no estaba bien que ellos trabajaran en la fortaleza y ganaran oro mientras él tenía que arrear un rebaño de cabras de arriba abajo del paso, hasta que crecieran lo suficiente para ser vendidas o cambiadas para cubrir sus necesidades. Nunca antes envidió a Alexandru, pero esta mañana parecía que éste y sus hijos eran el centro de todos sus males.
Matei pensó en sus propios hijos. Los necesitaba aquí. Tenía cuarenta y siete años, el cabello ya gris y las articulaciones nudosas. Pero ¿dónde estaban sus hijos? Lo habían abandonado yéndose a Bucarest dos años antes, para buscar fortuna, dejando solos a su padre y a su madre. No se preocuparon lo suficiente por su padre, para permanecer cerca de él y ayudarlo mientras envejecía. No había sabido de ninguno de los dos desde que se fueron. Si él trabajara en la fortaleza en lugar de Alexandru, Matei estaba seguro que sus hijos estarían ahora a su lado y quizá los de Alexandru se habrían ido a Bucarest.
Era un mundo podrido y estaba pudriéndose más. Ni siquiera su propia esposa se preocupaba lo necesario por él para salir de la cama esta mañana Ioan siempre estuvo ansiosa por ver que él se fuera después de un buen desayuno. Pero esta mañana fue diferente. No estaba enferma. Simplemente le había dicho: ¡Arréglatelas tú mismo! Y él se preparó su propio té que ahora permanecía frío e intacto. Tomó el cuchillo que reposaba junto a la taza de té y cortó una gruesa rebanada de pan. Pero lo escupió después de la primera mordida.
¡Rancio!
Matei estrelló la mano sobre la mesa. No podía soportar esto mucho más. Con el cuchillo todavía en la mano marchó a la recámara y se detuvo sobre la forma postrada de su esposa, todavía envuelta en las mantas.
—El pan está rancio —le informó.
—Entonces hornea pan fresco tú mismo —llegó la ahogada respuesta.
—¡Eres una esposa miserable! —escupió. El mango del cuchillo estaba sudoroso en su mano. Su temperamento iba alcanzando el punto de estallar.
Ioan arrojó a un lado las mantas y se arrodilló en la cama, con las manos en las caderas, el negro cabello salvajemente desarreglado, la cara hinchada por el sueño e incendiada con una furia que reflejaba la de él.
—¡Y tú eres una mala imitación de un hombre!
Matei se detuvo y contempló a su esposa, sacudido. Durante un instante pareció que salía de sí mismo para ver la escena. No era propio de Ioan decir una cosa así. Ella lo amaba. Y él la amaba. Pero ahora mismo quería matarla.
¿Qué estaba pasando? Era como si algo en el aire que respiraban hubiera sacado lo peor de ellos.
Y luego, estuvo de regreso tras sus propios ojos, hirviendo con furia insensata y dirigiendo el cuchillo hacia su esposa. Sintió que el impacto sacudió su brazo cuando la hoja penetró en la carne de Ioan y oyó su grito de miedo y dolor. Después giró sobre sí y salió, sin volverse para ver dónde había golpeado el cuchillo o si Ioan todavía vivía o estaba muerta.
Mientras el capitán Woermann se cerraba el cuello de la camisola, antes de bajar al comedor para almorzar, miró por la ventana y vio que el profesor y su hija se acercaban a la fortaleza por la calzada. Estudió a la pareja, sintiendo una torva satisfacción al saber que su decisión de hacer que la muchacha se quedara en la posada en lugar de permanecer en la fortaleza, y permitir que los dos se encontraran libremente y hablaran durante el día, había sido correcta. Hubo más armonía entre les hombres con ella fuera de la vista, y la muchacha no escapó a pesar del hecho de que la había dejado sin guardia. Su evaluación sobre ella fue correcta: leal y devota. Mientras miraba, vio que estaban enfrascados en una discusión considerablemente animada.