—Dígame, Iuliu… parece haberse calmado desde anoche. ¿Qué lo molestó tanto sobre este Glenn cuando llegó?
—No fue nada.
—¡Iuliu, estaba usted temblando! Quisiera saber por qué… especialmente dado que mi habitación está en el pasillo, al otro lado de la suya. Necesito saber si usted cree que es peligroso.
—Usted pensará que soy un tonto —esquivó el posadero, concentrándose en cortar el queso.
—No, no lo haré.
—Muy bien —aceptó. Bajó el cuchillo y habló en tono conspiratorio—: Cuando yo era niño mi padre administraba la posada y, como yo, le pagaba a los trabajadores de la fortaleza. Hubo una ocasión en que una parte del oro que se le había entregado desapareció, robado, dijo mi padre, y no pudo pagar a los trabajadores su dinero completo. Lo mismo ocurrió a la siguiente entrega: parte del dinero desapareció. Entonces, una noche, un extraño llegó, y empezó a golpear a mi padre, lanzándolo por la habitación como si estuviese hecho de paja, diciéndole que hallara el dinero. «¡Encuentra el dinero! ¡Encuentra el dinero!» —Hinchó sus carrillos, ya de por sí redondos—. Mi padre, me avergüenza decirlo, halló el dinero. Había tomado una parte y la escondió. El extraño estaba furioso. Jamás he visto cólera tal en un hombre. Empezó a golpear y a patear a mi padre de nuevo, dejándolo con ambos brazos rotos.
—Pero eso qué tiene que ver…
—Debe entender —la interrumpió Iuliu inclinándose hacia adelante y bajando aún más la voz— que mi padre era un hombre honesto y que el principio del siglo fue una época terrible para esta región. Sólo conservó un poco del oro como medio de asegurarse que comeríamos durante el invierno. Lo hubiera devuelto al mejorar los tiempos. Fue la única cosa deshonesta que hizo en una vida que por lo demás fue buena y recta…
—¡Iuliu! —exclamó Magda al fin, cortando la corriente de palabras—. ¿Qué tiene eso que ver con el hombre que está allá arriba?
—Se ven iguales,
Domnisoara
. Yo sólo tenía diez años entonces, pero vi al hombre que golpeó a mi padre. Nunca, lo olvidaré. Tenía el cabello rojo y era muy parecido a este hombre. Pero —se interrumpió riendo suavemente—, el hombre que golpeó a mi padre estaba en sus treintas, igual que este hombre, y eso ocurrió hace cuarenta años. No podría ser el mismo. Sin embargo, a la luz de las velas, anoche… pensé que había venido a golpearme a mí.
Magda levantó las cejas con expresión interrogante.
—No es que ahora falte oro, por supuesto —se apresuró a aclarar—. Es sólo que a los trabajadores no se les ha permitido entrar a la fortaleza a hacer su trabajo y yo les he estado pagando de todos modos. Que nunca se diga que conservé algo del oro para mí. ¡Nunca!
—Claro que no, Iuliu —lo tranquilizó ella poniéndose en pie y llevándose otra rebanada de queso consigo—. Creo que iré arriba a descansar un poco.
—La cena se servirá a las seis —le informó asintiendo y sonriendo.
Magda subió las escaleras rápidamente, pero se encontró disminuyendo la velocidad al pasar ante la puerta de Glenn, con los ojos jalando su cabeza a la derecha y sosteniéndose allí. Se preguntó qué estaría haciendo él adentro, o si estaría ahí.
Su habitación era sofocante, así que dejó la puerta abierta para permitir pasar la brisa de la ventana. La jarra de porcelana para agua de su ropero, había sido llenada. Vertió algo de agua fresca en el lavabo junto a ella y se refrescó la cara. Estaba exhausta, pero sabía que le sería imposible dormir… había aún demasiados pensamientos girando en su cabeza, para permitirle descansar.
Un agudo coro de trinos la hizo dirigirse a la ventana. Entre las florecientes ramas del árbol que crecía junto a la pared norte de la posada se encontraba un nido. Pudo ver cuatro pequeños polluelos, con las cabezas todos ojos y pico abierto, forzando sus delgados cuellos hacia arriba para obtener un pedazo de cualquier cosa que su madre ave les estuviese dando. Magda no sabía nada acerca de las aves. Ésta era gris, con marcas negras a lo largo de las alas. Si hubiese estado en casa, en Bucarest, la habría buscado en un libro. Pero con todo lo que estaba ocurriendo, descubrió que no podría importarle menos.
Tensa e inquieta vagó por la pequeña habitación. Revisó la linterna de mano que trajera consigo. Aún funcionaba. Qué bueno. La necesitaría esta noche. En su camino de regreso de la fortaleza había tomado una decisión.
Su vista cayó sobre la mandolina apoyada en el rincón junto a la ventana. La cogió, se sentó en la cama y empezó a tocar. Dudosa al principio, ajustando la afinación mientras tocaba una melodía simple, y luego con mayor facilidad y fluidez al relajarse con el instrumento, pasando de una canción folclórica a otra. Como muchos aficionados eficientes, lograba una especie de arrobamiento con su instrumento, fijando la vista en un punto en el infinito en tanto sus manos tocaban a ciegas, tarareando para sus adentros al saltar de canción a canción. Las tensiones se relajaron y se vieron sustituidas por una tranquilidad interior. Siguió tocando, sin percatarse del paso del tiempo.
Un leve movimiento en su puerta la volvió súbitamente a la realidad. Era Glenn.
—Es usted muy buena —observó desde la puerta.
Le daba gusto que fuera él, que le estuviera sonriendo y que le hubiese agradado el que ella tocara.
—No tan buena —sonrió tímidamente—. Me he vuelto descuidada.
—Quizá. Pero la extensión de su repertorio es maravillosa. Sólo conozco otra persona que pueda tocar tantas canciones con tal precisión.
—¿Quién?
—Yo.
Ahí estaba de nuevo: la presunción. ¿O sólo jugaba con ella? Magda decidió seguirle el juego. Le extendió la mandolina.
—Pruébelo.
Sonriendo, Glenn entró a la habitación, jaló el banco de tres patas junto a la cama, se sentó y alcanzó la mandolina. Después de hacer un espectáculo sobre la afinación «apropiada» del instrumento, empezó a tocar. Magda escuchó asombrada. Para ser un hombre tan alto, con manos tan grandes, su contacto con la mandolina era impresionantemente delicado. Resultaba obvio que se estaba luciendo, tocando en gran parte las mismas canciones, pero en un estilo más complicado.
Ella lo estudió. Le gustaba el modo en que su camisa azul se estiraba a través del ancho de sus hombros. Llevaba las mangas enrolladas hasta los codos y ella pudo ver el movimiento de los músculos y tendones de sus antebrazos mientras se dedicaba a la mandolina. Había cicatrices en esos brazos, cruzando las muñecas y siguiendo hasta el punto en que la camisa ocultaba el resto de su piel. Ella quiso interrogarlo sobre esas cicatrices, pero decidió que era una pregunta demasiado personal.
Sin embargo, definitivamente podía interrogarlo sobre cómo tocaba algunas de las canciones.
—Tocó mal la última —desaprobó ella.
—¿Cuál?
—La llamo «La Dama del Albañil». Sé que la letra cambia de región a región, pero la melodía siempre es la misma.
—No siempre —rebatió Glenn—. Así es como se tocaba originalmente.
—¿Cómo puede estar tan seguro? —preguntó notando de nuevo esa irritante presunción.
—Porque la aldeana
lauter
que me la enseñó, era muy vieja cuando la conocí y ha estado muerta durante muchos años.
—¿De qué aldea? —preguntó Magda sintiendo que la indignación la tocaba. Esta era el área en que era experta. ¿Quién se creía él para corregirla?
—Kranich… cerca de Suceava.
—Oh, de Moldavia. Eso podría explicar la diferencia —admitió, y levantó los ojos descubriendo que él la miraba intensamente.
—¿Se siente sola sin su padre?
Magda pensó sobre eso. Había extrañado agudamente a papá al principio y no sabía qué hacer consigo misma sin él. Pero de momento estaba muy satisfecha de sentarse aquí con Glenn, escuchándolo tocar y, sí, incluso discutiendo con él. Ella nunca debió permitirle entrar a su habitación, aun con la puerta abierta, pero él la hacía sentir segura. Y le gustaba su apariencia, especialmente sus ojos azules, aunque parecía ser un maestro en el arte de evitar que ella descubriera demasiadas cosas en ellos.
—Sí —respondió ella—. Y no.
—¡Una respuesta clarísima… dos respuestas! —rió él.
Un silencio creció entre ellos y Magda se dio cuenta de que Glenn era muy hombre, un hombre de huesos largos con la carne apretadamente pegada a esos huesos. Tenía un aura de masculinidad qué nunca había notado en nadie más. Se le escapó la noche anterior y esta mañana. Pero aquí, en esta pequeña habitación, llenaba todos los espacios vacíos. La acariciaba, haciéndola sentir extraña y especial. Una sensación primitiva. Había oído hablar del magnetismo animal… ¿era eso lo que estaba experimentando ahora con su presencia? ¿O era sólo que se veía tan vivo? Prácticamente se erizaba de vitalidad.
—¿Tiene marido? —inquirió mientras sus ojos bajaban hacia la alianza de oro que llevaba en el anular derecho. Era la alianza de su madre.
—No.
—¿Un amante entonces?
—Claro que no.
—¿Por qué no?
—Porque… —Magda dudó. No se atrevía a decirle que, excepto en sus sueños, había renunciado a la posibilidad de vivir con un hombre. Todos los hombres buenos que conoció en los últimos años estaban casados, y los solteros se mantendrían en ese estado por sus propias razones o porque ninguna mujer que se respetara los aceptaría. Pero ciertamente todos los hombres que llego a conocer eran pálidos y jorobados comparados con quien se hallaba ahora sentado frente a ella—. Porque ya estoy más allá de la edad en que ese tipo de cosas tiene alguna importancia.
—¡Es apenas una niña!
—¿Y usted? ¿Está casado?
—No por el momento.
—¿Lo ha estado?
—Muchas veces.
—¡Toque otra canción! —pidió Magda, exasperada. Glenn parecía preferir jugar con ella a darle respuestas directas.
Pero después de un tiempo, las melodías terminaron y empezó la conversación. Su plática cubrió una amplia gama de temas, siempre relacionados con ella. Magda se encontró hablando de todo lo que le interesaba, empezando por la música y los gitanos y las costumbres rurales rumanas que eran fuente de la música que ella amaba, y siguió con sus esperanzas, sus sueños y opiniones. Las palabras surgieron lentas y vacilantes al principio, pero se transformaron en una corriente constante mientras Glenn la animaba a seguir adelante. Era una de las pocas veces en su vida en que estaba llevando todo el peso de la conversación. Y Glenn escuchaba. Parecía genuinamente interesado en todo lo que ella tuviese que decir, a diferencia de tantos otros hombres que escuchaban sólo hasta tener la primera oportunidad de volver la conversación hacia ellos mismos. Glenn constantemente alejaba la plática de él y la dirigía hacia ella.
Las horas pasaron hasta que las sombras empezaron a oscurecer la posada. Magda bostezó.
—Disculpe. Creo que me estoy aburriendo a mí misma. Suficiente de mí. ¿Qué hay de usted? ¿De dónde viene?
—Crecí por toda Europa oriental —explicó Glenn encogiéndose de hombros—. Pero creo que se podría decir que soy británico.
—Habla el rumano excepcionalmente bien, casi como un nativo.
—He visitado el lugar frecuentemente, incluso he vivido con algunas familias rumanas aquí y allá.
—Pero como súbdito británico, ¿no se está arriesgando con su estadía en Rumania? ¿Especialmente con los nazis tan cerca?
—De hecho no tengo ninguna ciudadanía —aclaró Glenn, titubeando—. Poseo papeles de varios países, que proclaman mi ciudadanía, pero no tengo patria. En estas montañas no se necesita una patria.
¿Un hombre sin patria? Magda jamás había oído algo así. ¿A quién debía su lealtad?
—Tenga cuidado. No hay muchos rumanos pelirrojos.
—Es verdad —admitió sonriendo y pasándose una mano por el cabello—. Pero los alemanes están en la fortaleza y la Guardia de Hierro se mantiene lejos de las montañas, si es que sabe lo que le conviene. Yo me sabré cuidar mientras esté aquí. No creo necesario permanecer mucho tiempo.
Magda sintió una estocada de decepción… le gustaba tenerlo cerca.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó sintiendo que lo había hecho demasiado pronto. Pero no se podía hacer nada. Deseaba saber.
—Lo suficiente para una última visita antes de que Alemania y Rumania le declaren la guerra a Rusia.
—¡Eso no es…!
—Es inevitable. Y ocurrirá pronto —la interrumpió y se levantó del banco.
—¿A dónde va?
—La voy a dejar descansar. Lo necesita.
Glenn se inclinó hacia el frente y le puso la mandolina en las manos. Por un momento sus dedos la tocaron y Magda experimentó una sensación como un choque eléctrico que la sacudió, haciéndola vibrar entera. Pero no retiró la mano… Oh, no… porque eso haría que la sensación desapareciera, detendría la deliciosa tibieza que estaba extendiéndose por todo su cuerpo y bajando por sus piernas.
Se encargaría de que Glenn la sintiera también, a su manera.
Luego, él rompió el contacto y se retiró hacia la puerta. El sentimiento menguó, dejándola un poco débil. Deseaba detener a Glenn, tomar su mano y pedirle que se quedara. Pero no podía siquiera imaginarse haciendo algo así y el solo hecho de desearlo la impresionó. La incertidumbre la detuvo también. Las emociones que bullían en su interior eran nuevas para ella. ¿Cómo podría controlarlas?
Al cerrarse la puerta tras él, sintió que la tibieza se desvanecía y se veía reemplazada por un espacio hueco en las profundidades de su ser. Se quedó sentada en silencio durante unos momentos y luego se dijo que quizá era mejor que él la hubiera dejado sola ahora. Necesitaba dormir, estar descansada y totalmente alerta más adelante.
Porque había decidido que esta noche papá no enfrentaría solo a Molasar.
La Fortaleza
Jueves, I9 de mayo
17:22 horas
El capitán Woermann estaba sentado solo en su habitación. Había permanecido contemplando cómo crecían las sombras sobre la fortaleza, hasta que el sol se perdió de vista. Su inquietud aumentó con ellas. Las sombras no debían haberlo perturbado. Después de todo, durante dos noches seguidas no hubo muertes, y no podía pensar en ninguna razón por la que esta noche fuese distinta. Sin embargo, lo invadía una sensación de presagio.
La moral de los hombres había mejorado inmensamente. Empezaron a actuar y a sentirse de nuevo como vencedores. Lo podía ver en sus ojos, en sus caras. Habían sido amenazados, unos pocos murieron, pero insistieron y aún estaban posesionados de la fortaleza. Con la chica fuera del alcance de su vista y sin compañeros muertos recientemente, se produjo una tregua tácita entre los hombres de los uniformes grises y los de negro. No se mezclaban, pero se notaba una nueva sensación de camaradería. Todos habían triunfado. Woermann se sintió incapaz de compartir ese optimismo.