La fortaleza (22 page)

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Authors: F. Paul Wilson

Tags: #Terror

BOOK: La fortaleza
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También tenía la boca seca, que nunca cedía. Los médicos le habían dicho que no era «raro que los pacientes de escleroderma experimentaran un marcado descenso en el volumen de secreciones salivales». Lo dijeron restándole importancia, pero no existía nada poco importante en el hecho de vivir con una lengua que sabía siempre a yeso. Trataba de tener siempre un poco de agua a la mano, ya que si no bebía ocasionalmente, su voz comenzaba a sonar como zapatos viejos arrastrándose sobre un piso arenoso.

Asimismo, tragar representaba un problema. Hasta el agua tenía dificultades para bajar. Y la comida debía masticarla toda hasta que los músculos de las mandíbulas se le acalambraban y entonces esperar que no se le atorara a mitad del camino al estómago.

No era forma de vivir y ya había considerado más de una vez ponerle fin a toda la charada. Pero nunca hizo el intento. Posiblemente porque le faltaba el valor, o porque todavía poseía el valor suficiente para enfrentarse a la vida en cualesquiera que fueran los términos que se le ofrecieran. No estaba seguro de cuál era el motivo.

—¿Estás bien, papá?

Levantó la vista hacia Magda. Estaba de pie cerca de la chimenea, con los brazos cruzados fuertemente sobre el pecho, temblando. No era de frío. Él sabía que su visitante de la noche anterior la había afectado tremendamente y apenas pudo dormir. Él tampoco durmió. Pero después, ser atacada a menos de diez metros de sus habitaciones…

¡Salvajes! ¡Lo que no daría él por verlos muertos a todos, no sólo a los de aquí, sino a cada apestoso nazi que pusiera un pie fuera de su frontera! Y también a los que aún estaban dentro de las fronteras alemanas. Deseó tener un modo para exterminarlos antes de que pudieran exterminarlo a él. Pero ¿qué podría hacer? Era un estudioso inválido que parecía tener su edad más la mitad, que no podía siquiera defender a su propia hija… ¿qué podía él hacer?

Nada. Deseaba gritar, romper algo, derribar las paredes como lo hiciera Sansón. Quería llorar. Lloraba con mucha facilidad últimamente, pese a su falta de lágrimas. Eso no era masculino, pero debía tenerse en cuenta que él ya no era en realidad mucho hombre.

—Estoy bien, Magda —la tranquilizó—. Ni mejor ni peor que de costumbre. Tú eres la que me preocupa. Éste no es un lugar apropiado para ti… ni para ninguna mujer.

—Lo sé —suspiró ella—. Pero no hay modo de abandonar este lugar hasta que nos lo permitan.

—Siempre la hija abnegada —comentó él, sintiendo un estallido de tibieza hacia ella. Magda era cariñosa y leal, de voluntad fuerte pero respetuosa. Él se preguntaba qué había hecho para merecerla—. No estaba hablando sobre
nosotros
, sino sobre
ti
. Quiero que abandones la fortaleza en cuanto oscurezca.

—No soy buena escalando muros, papá —replicó ella con una sonrisa triste—. Y no tengo intenciones de seducir al guardia de la puerta. No sabría cómo.

—La ruta de escape está exactamente bajo nuestros pies, ¿recuerdas?

—Oh, sí —recordó mientras sus ojos se abrían—. La había olvidado.

—¿Cómo podrías olvidarla? Tú la hallaste.

Ocurrió en su último viaje al paso. Él todavía podía moverse por sí mismo entonces, pero necesitaba dos bastones para reforzar la menguante fuerza de sus piernas. Incapaz de ir él mismo, envió a Magda al desfiladero en busca de una piedra angular en la base de la fortaleza, o quizá una roca con alguna inscripción… cualquier cosa que pudiera darle un pista sobre los constructores de la fortaleza. No hubo inscripción. Pero Magda se encontró con una gran piedra plana en el muro situado en la base de la torre, y que se movió cuando se apoyó en ella. Tenía bisagras a la izquierda y estaba perfectamente equilibrada. La luz del sol cayendo por la abertura reveló una escalinata que se dirigía hacia arriba.

Pese a sus protestas, ella insistió en explorar la base de la torre con la esperanza de que hubiesen quedado algunos registros en su interior. Todo lo que halló fue un largo, escarpado y curvo tramo de escaleras que terminaba en un nicho, aparentemente sin salida, en el techo de la base. Pero no era un camino sin salida, el nicho estaba en la pared misma que separaba las dos habitaciones que ahora ocupaban. Dentro de él, Magda descubrió otra roca perfectamente balanceada, que se abría girando hacia el mayor de los dos cuartos, permitiendo la salida o entrada secreta a la habitación inferior de la torre.

Él no le dio importancia a la escalinata, entonces. Un castillo o fortaleza siempre tenía una ruta de escape oculta. Ahora la veía como la escalera hacia la libertad de Magda.

—Quiero que tomes la escalera hacia abajo en cuanto oscurezca, que salgas por el desfiladero y empieces a caminar hacia el este. Cuando llegues al Danubio, síguelo hasta el mar Negro y de ahí hacia Turquía o…

—¿Sin ti?

—¡Por supuesto que sin mí!

—¡Olvídalo, papá! Donde tú estés, yo estoy.

—¡Magda, como tu padre te estoy ordenando que me obedezcas!

—¡No lo hagas! No te abandonaré. ¡No podría soportarme a mí misma si lo hiciese!

Pese a lo mucho que él apreciaba ese sentimiento, no le ayudó a disminuir su frustración. Era claro que el uso de las órdenes no iba a funcionar esta vez. Decidió suplicar. A lo largo de los años se había vuelto hábil para lograr lo que deseaba de ella. Por un método u otro, a través de la intimidación o haciéndola retorcerse de culpa, generalmente podía hacerla acceder a cualquier cosa que quisiera. A veces no se apreciaba a sí mismo por el modo en que dominaba su vida, pero era su hija y él su padre. Y la había necesitado. Sin embargo, ahora que era el momento de dejarla libre para que pudiera salvarse, se negaba a irse.

—Por favor, Magda. Como un último favor a un viejo agonizante que irá sonriente a la tumba sabiéndote a salvo de los nazis.

—¡Y yo sabiendo que te dejé entre ellos! ¡Nunca!

—¡Por favor, escúchame! Puedes llevarte el
Al Azif
. Es voluminoso, lo sé, pero es quizá el único ejemplar que existe en cualquier idioma. No hay un país en el mundo donde no pudieras venderlo por suficiente dinero para mantenerte cómoda el resto de tu vida.

—No, papá —cortó con una determinación en la voz que él no recordaba haber oído jamás.

Ella se volvió y se dirigió a la habitación posterior, cerrando la puerta tras ella.

La he educado demasiado bien, pensó él. La he atado tan fuertemente a mí, que no puedo alejarla aun por su propio bien. ¿Es por eso que ella nunca se casó? ¿Por mí?

Se frotó los ardientes ojos con los dedos enguantados en algodón, recorriendo los años pasados. Desde la pubertad, Magda fue constante objeto de la atención masculina. Algo en ella atraía a diferentes tipos de hombre en diversas formas. Difícilmente había alguno que no fuese afectado. Probablemente estaría casada y sería madre varias veces, y él abuelo, si su madre no hubiese muerto tan repentinamente once años atrás. Magda, de sólo veinte años en aquel entonces, había cambiado, asumiendo los papeles de su compañera, secretaria, socia y, ahora, enfermera. Los hombres a su derredor, de pronto la hallaron distante. Rápidamente, Magda construyó a su alrededor un caparazón de autoabsorción. Él conocía todos los puntos débiles de ese caparazón y podía perforarlo a voluntad. Ella era inmune a todos los demás.

Pero, de momento, había preocupaciones más urgentes. Magda se enfrentaba a un futuro muy corto si no escapaba de la fortaleza. Más allá se hallaba la aparición que habían encontrado la noche anterior. El viejo estaba seguro de que volvería al terminar el día, y no deseaba que Magda estuviese presente cuando ocurriera. Hubo algo en sus ojos que hizo que el miedo se apoderara de su corazón como un puño helado. Había un hambre tan innombrable allí… deseaba que Magda estuviera lejos esa noche.

Pero por encima de todo deseaba quedarse aquí solo, esperando el regreso del ser. ¡Este era el momento culminante de una vida, de una docena de vidas! El estar cara a cara realmente con un mito, con una criatura usada durante siglos para asustar a los niños. Y a los adultos también. ¡Documentar su existencia! Tenía que hablar de nuevo con esa cosa… convencerla de que respondiese a sus preguntas. Tenía que saber cuáles de todos los mitos que la rodeaban eran reales y cuáles eran falsos.

La sola idea de este encuentro hizo acelerar con excitación su corazón. De manera extraña, no se sentía terriblemente amenazado por ese ser. Conocía su idioma e incluso se comunicó con él la noche anterior. Había entendido y los dejó a salvo. Sintió la posibilidad de hallar un terreno común entre ellos, un lugar para un encuentro de mentes. En verdad, no pensaba detenerlo o herirlo. Theodor Cuza no era enemigo de nada que redujese el número de integrantes del ejército alemán.

Bajó los ojos hacia la desordenada mesa situada ante él. Sabía que no hallaría nada amenazante para la criatura, en esos despreciables libros viejos. Ahora comprendía por qué fueron suprimidos: eran abominaciones. Pero servían como utilería en la pequeña comedia que estaba representando para esos dos confrontados oficiales alemanes. Debía permanecer en la fortaleza hasta que aprendiera todo lo posible del ser que en ella habitaba. Después, los alemanes podían hacer con él lo que quisieran.

Pero Magda… Magda debería estar en camino a un lugar seguro antes que él pudiera concentrar su atención en cualquier otra cosa. Ella no partiría por su voluntad… ¿qué tal si se viese obligada a irse? El capitán Woermann podría ser la clave en eso. No parecía demasiado feliz por el hecho de tener a una mujer alojada en la fortaleza. Sí, si Woermann pudiese ser provocado…

Se despreció por lo que estaba a punto de hacer.

—¡Magda! —llamó—. ¡Magda!

Ella abrió la puerta y miró hacia afuera.

—Espero que no se trate de mi salida de la fortaleza porque… —comenzó a decir.

—No de la fortaleza, sólo de la habitación. Tengo hambre y los alemanes dijeron que nos alimentarían de su cocina.

—¿Nos trajeron algo de comer?

—No, y estoy seguro que no lo harán. Tendrás que ir a conseguir algo.

—¿A través del patio? —desaprobó Magda, tensándose—. ¿Quieres que vuelva allí después de lo que pasó?

—Estoy seguro que no volverá a ocurrir —la tranquilizó. Odiaba mentirle, pero era el único modo—. Los hombres han sido advertidos por sus oficiales. Y, además, no estarás en las escaleras de un oscuro sótano. Estarás al aire libre.

—Pero el modo en que me miran…

—Tenemos que comer.

Hubo una larga pausa mientras su hija lo miraba.

—Supongo que sí —asintió al fin.

Magda se abotonó el suéter hasta el cuello mientras cruzaba la habitación y partió sin decir nada.

Él sintió que se le contraía la garganta cuando la puerta se cerró tras ella. Era valerosa y tenía confianza en él… una confianza que él estaba traicionando. Y conservando a la vez. Sabía lo que ella enfrentaría afuera y, sabiéndolo, la había enviado a ello. Supuestamente por comida.

No estaba hambriento en lo más mínimo.

16

El delta del Danubio, Rumania oriental

Miércoles, 30 de abril

10:35 horas

Nuevamente había tierra a la vista.

Dieciséis horas enervantemente frustrantes, cada una como un día interminable, concluyeron al fin. El pelirrojo estaba de pie en la curtida proa, mirando hacia la playa. El sardinero recorrió la plácida extensión del mar Negro a un paso sostenido. Un buen paso, pero enloquecedoramente lento para la implacable sensación de urgencia de su único pasajero. Al menos no fueron detenidos por ninguno de los dos botes de patrulla militares junto a los que habían pasado, uno ruso y el otro rumano. Eso podría haber sido desastroso.

Directamente al frente estaba el delta de múltiples canales por el cual el Danubio se vaciaba en el mar Negro. La costa era verde y pantanosa, salpicada por incontables ensenadas. Llegar a la playa sería fácil, pero viajar a través de los pantanos hasta las tierras secas y altas tomaría tiempo. ¡Y no había tiempo!

Tenía que hallar otro camino.

El pelirrojo miró por sobre su hombro al viejo turco que estaba al timón y luego de nuevo al delta. El sardinero no era de gran calado, podía moverse fácilmente en poco más de un metro de agua. Era una posibilidad: tomar uno de los pequeños tributarios del delta hasta el Danubio mismo y después moverse hacia el oeste por el río hasta un punto, digamos apenas al este de Galati. Estarían viajando contra la corriente, pero debía ser más rápido que trasladarse a pie por kilómetros de lodo absorbente.

Buscó en su cinturón y sacó dos doradas monedas mexicanas de cincuenta pesos. Juntas pesaban cerca de dos onzas y media de oro. Volviéndose de nuevo se las mostró al turco, hablándole en su lengua nativa.

—Kiamil —llamó—, dos monedas más si me llevas corriente arriba.

El pescador miró las monedas sin decir nada, mordisqueándose el labio inferior. Ya había suficiente oro en su bolsillo para hacerlo el hombre más rico de su aldea. Al menos durante algún tiempo. Pero nada es eterno y pronto estaría de nuevo en el agua, recogiendo sus redes. Las dos monedas extra podrían posponer eso. ¿Quién podía saber cuántos días en el agua, cuántas cortadas en las manos, cuántos dolores en la envejecida espalda, cuántas cargas de peces depositadas en la enlatadora se requerirían para obtener una cantidad equivalente?

El pelirrojo miró la cara de Kiamil mientras los cálculos de riesgo contra ganancia pasaban por ella. Y en tanto miraba, él también calculaba los peligros. Estarían viajando de día, nunca lejos de la costa debido a la estrechez del río en la mayor parte de la ruta, en aguas rumanas y en un bote con registro turco.

Era demente. Aun si por un milagro del azar llegaban a la orilla de Galati sin ser detenidos, Kiamil no podría esperar otro milagro semejante a su regreso río abajo. Sería atrapado, su bote confiscado y él encarcelado. Por otra parte, había poco riesgo para el pelirrojo. Si eran detenidos y llevados a puerto, estaba seguro de poder hallar un modo de huir y continuar su odisea. Pero cuando menos, Kiamil perdería su bote. Y posiblemente la vida.

—No hagas caso, Kiamil —se retractó—. Creo mejor que mantengamos nuestro trato original. Déjame en la playa en cualquier lugar por aquí.

El anciano asintió, su curtida cara mostrando más alivio que decepción al ser retirada la oferta. La visión de las dos monedas extendidas hacia él, casi lo convirtió en un tonto.

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