Read La forja de un rebelde Online
Authors: Arturo Barea
Por entonces nuestro coronel alcanzó el límite de la edad y pasó a la reserva. Fue una revolución. El nuevo coronel procedía del Tercer Regimiento de Zapadores de Valencia. Tan pronto como puso pie en el muelle, se dirigió al cuartel a la inusitada hora de las nueve y media de la mañana.
En la puerta le recibió el cabo de cocina, un muchacho increíblemente gordo y bajo, con el uniforme lleno de grasa, y acompañado de dos soldados de la cuadra, igualmente sucios.
—¿Dónde está el oficial de guardia? —ladró el coronel.
—No hay oficial de guardia, mi coronel.
—¿Eh? ¿No hay oficial de guardia? Vaya usted a buscarle inmediatamente. ¿Por qué están ustedes tan puercos? ¿Y por qué hay sólo dos hombres aquí? ¿Dónde está el resto de la guardia? En la cantina, supongo, ¿no?
—Mi coronel, estamos solos...
—Cállese. Quedan ustedes arrestados. Esperen, venga conmigo uno, que yo vea esto.
El cabo le acompañó a la oficina. Yo estaba allí solo, arreglando cuentas.
—¡Usted! ¿Qué hace usted aquí?
—Soy el sargento de Mayoría, mi coronel.
—Supongo que será usted alguna cosa, porque si no, no estaría aquí. ¿Cree usted que soy idiota? ¿Dónde está el comandante mayor?
—Creo que en su casa. En general no viene hasta las once.
—¿Y no hay ningún oficial aquí?
—No, señor.
—Cuando venga el mayor, que pase a verme inmediatamente. ¿Por qué tiene usted desabrochada la guerrera?
—Porque estaba solo, mi coronel. Hace tanto calor aquí, que en general trabajamos en mangas de camisa.
—Bien. Esto no puede volver a pasar. Queda arrestado. Esto le enseñará a presentarse ante sus superiores.
Cuando el comandante mayor vino, se encerró con el coronel, pero todos nosotros, hasta los ordenanzas, encontramos un sitio desde donde escuchar. La situación del despacho del coronel lo hacía fácil y también las voces destempladas de éste:
—¡Esto es una vergüenza! Ni un oficial de guardia; sólo un cabo sucio y dos soldados más sucios aún en la puerta. Ni un solo oficial en todo el cuartel, y ¡usted durmiendo sin ningún cuidado en su casa! Todo esto se ha terminado. ¿Ha entendido usted?
Hubo un silencio, en el que era imposible entender la respuesta del comandante. Después, otra explosión:
—Ya veo. Aquí lo que pasa es qué ustedes están acostumbrados a arramblar con todo lo que pueden. Y eso se acabó. Desde hoy, todas las cuentas tienen que pasar por mis manos. Y no quiero ver más soldados sucios.
El comandante salió de allí con las orejas encendidas. A mediodía, casi todo el mundo estaba arrestado en el cuartel. Aquella noche llegó la Primera Compañía de Zapadores, después de estar un año sin interrupción en el frente. Seguramente nadie se enteró de que existía un nuevo coronel, y una hora más tarde todos se habían perdido en las tabernas y en los burdeles de la ciudad. Yo me fui a casa de Chuchín a cenar y volví a las once de la noche para hacerme cargo de la guardia. Pero llegué cinco minutos más tarde. El cabo de guardia me dijo:
—Sin novedad. Lo único que pasa es que el capitán Jiménez, el de la Primera Compañía, está en el cuarto de banderas y ha dicho que se presente usted a él.
No tenía nada de extraño que el capitán estuviera allí. El cuarto de banderas servía a menudo de alojamiento a los oficiales de paso, y se habían previsto allí tres dormitorios, siempre preparados, y un cuarto de baño. También era normal que un oficial llamara al sargento de guardia y le pidiera alguna cosa. Llamé a la puerta y entré.
—A sus órdenes, mi capitán.
—¿Sabe usted la hora que es?
—Las once y cinco...
—Cállese. Cuando un superior le habla usted se calla. ¿Qué hora es ésta de venir al cuartel? Los sargentos tienen que estar aquí a las once en punto. Queda usted arrestado.
—Pero...
—Cállese, le digo. Y márchese inmediatamente.
—Mi capitán...
—¡Cállese! —Saltó de la silla como un poseso, como si fuera a lanzarse sobre mí. Perdí la cabeza y a la vez grité:
—¡Cállese usted! Aquí soy yo el comandante de la guardia. Y mientras lo sea, no permito que usted ni nadie me trate así.
Lo absurdo de la situación debió dejarle paralizado. Se sentó de nuevo:
—Qué, ¿usted es el comandante de guardia? Vamos a aclarar eso. Así que usted está de guardia como yo, sin saberlo. ¿De dónde sale usted ahora?
—De cenar. Tengo pase para dormir fuera del cuartel. Lo que pasa es que todos los sargentos turnamos cada noche para que haya alguien aquí, y nos hacemos cargo de la guardia.
—Todavía lo entiendo menos. Bueno, está bien. Está usted arrestado y mañana ya aclararemos esto. Y se me olvidaba: hoy soy yo el capitán de guardia.
Aquella noche los cuatro sargentos estábamos arrestados. Nos siguieron todos los soldados de la Primera Compañía de Zapadores, que iban al calabozo a medida que llegaban en la noche; y por ultimo todos los destinos. Se tocaba diana a las siete, y cinco minutos antes de las siete apareció el coronel. Afortunadamente estaba despierto, porque el sargento de guardia debe formar para la distribución del desayuno y preparar el parte de novedades de la noche, para que esté a las ocho en la comandancia general. El capitán Jiménez estaba profundamente dormido en su cama, desnudo como le parió su madre, agotado de su cacería nocturna y olvidado de que fuera comandante de guardia. No tenía tiempo de despertarle y tuve que dar yo mismo la novedad al coronel.
—¿Dónde está el capitán de guardia?
—Creo que durmiendo, mi coronel.
El coronel se precipitó en el cuarto de oficiales y cinco minutos más tarde salía con el capitán con la cara roja de sueño, peleándose con los botones del uniforme. Se tocó llamada para el desayuno, y se presentó una docena escasa de soldados. El coronel inició uno más de sus rugidos:
—¿Dónde está esta canalla? Durmiendo, ¿no? Por esto es por lo que yo he venido. Esto es una vergüenza.
Y se dirigió a uno de los dormitorios con el capitán y yo pisándole los talones. El dormitorio estaba vacío. El coronel se quedó en medio de la inmensa nave, contemplando estupefacto los equipos amontonados sobre las camas.
—Pero ¿dónde está esta gente?
El capitán, tragando saliva, contestó:
—Están arrestados, mi coronel. En la Prevención.
Y continuó sus explicaciones. Cuando terminó, el coronel le arrestó a él también. Los sargentos acordamos quedarnos bajo el arresto en el cuerpo de guardia, la Corrección, y no ir a nuestras oficinas, dejando el trabajo empantanado. Nos vinieron a buscar a media mañana y nos levantaron el arresto. Desde aquella mañana se entabló una guerra abierta entre el coronel y el regimiento. El peso más grande de esta batalla cayó sobre el comandante mayor y sobre mí. El rigor de la disciplina militar llevado al extremo puede hacer miserable la vida de un subalterno, pero el mismo rigor aplicado por todo un regimiento puede destruir la vida de su coronel. Ocasionalmente, yo disfruté lo indecible con aquella batalla.
Pero aprendí una lección más: aprendí los límites de seguridad que ofrecía el cuartel. Un sargento no era más que un sargento. Un trastorno en el hígado de un superior le podía convertir de nuevo en un soldado raso de la noche a la mañana, después de tres o de veinte años de servicio.
El embrión de dictador
Mi amigo Sanchiz había sido reintegrado a la oficina de la Legión en Ceuta y nuevamente me llevó a la taberna del Licenciado. Fui en contra de mi aversión interna, pero mi pesadilla ya no existía más. La puerta había perdido su color de puñalada y estaba pintada ahora en un rosa claro. En lugar de las lámparas de petróleo goteantes, colgando de ganchos de alambre, resplandecía la luz eléctrica; las paredes rojas eran ahora color crema, y el mostrador, similar al de millares de tabernas en España, un tablero de encina y sobre él la columna de grifos sobre la pila le estaño. El Licenciado se había cambiado en un comerciante próspero y satisfecho, enfundado en su mandilón a rayas verdes y negras.
La mayoría de los clientes eran aún soldados del Tercio y prostitutas de la Barría, pero los viejos presidiarios y las viejas celestinas con sus caras taraceadas de sífilis o de sarna habían desaparecido. Soldados de otros regimientos entraban libremente v se sentaban a beber una botella de vino acompañada de un bonito curado al sol. El pescado seguía colgado de la viga central sobre el mostrador, pero ahora la viga estaba limpia y el bonito no sabía más a hollín de petróleo.
—Chico, ¡cómo ha cambiado esto! —le dije a Sanchiz.
—Nada cambia a las gentes como el tener dinero. Cuando el Licenciado se instaló aquí con unas cajas de botellas y unos pellejos de vitriolo en lugar de vino, no tenía un céntimo. Lo único que tenía era los ríñones de poner una taberna para dar de beber al Tercio, cuando nadie quería vendernos en todo Ceuta ni un vaso de vino. Ahora ha ganado un montón de dinero y hasta se da el lujo de escoger los parroquianos. Espérate un poco, y le vas a ver en un par de años más montar un bar moderno aquí mismo y presentarse a las elecciones para concejal. Sanchiz hizo una pausa y se quedó pensativo:
—¿Tú sabes que de todos aquellos que formaron la primera bandera del Tercio no queda casi nadie ya? Los novios de la muerte, ¿te acuerdas?, se han casado. Yo soy uno de los pocos que aún no han encontrado la novia, y parece que voy a tener que esperar aún un rato. Es una pena.
—No pienses en ello. Te morirás como nos morimos todos, cuando te llegue la hora. Y no lo vas a cambiar, aunque te empeñes en pegarte un tiro o en que alguien te lo pegue. En lugar de eso, cuéntame qué ha sido de tu vida todo este tiempo.
—He cambiado mucho, muchacho. ¿Tú sabes que hace ya un año que nos encontramos en Beni—Arós? En este año he visto más cosas que en todos los demás treinta y ocho años de mi vida. Me he quedado cano. —Se quitó el gorro y vi que sus cabellos rubios se habían vuelto de plata.
—Bueno, cuéntame qué te ha pasado.
Pero aquel día Sanchiz no estaba de humor para hablar de la guerra ni del Tercio. En cambio comenzó a contar a retazos lo que le había llevado a la Legión, cuando tenía treinta y seis años, a él, un hombre que nunca había sido soldado y que parecía predestinado a trabajar toda su vida en una oficina.
Sanchiz procedía de una familia de clase media en buena posición. Sus padres le habían dado una educación sólida. Había estudiado la carrera de comercio en una época en que aquellos estudios eran una novedad en España, y hasta una absurdidad. Obtuvo también el título de abogado y antes de los treinta años era director de una sucursal en España de una de las más famosas firmas de Norteamérica. Se casó. Fue un matrimonio perfecto. Al cabo de un año, el matrimonio esperaba el primer hijo, pero éste no llegó a nacer. La mujer tuvo que ser operada y quedó inutilizada para tener más hijos. Sanchiz se resignó a esto y dedicó toda su energía a hacer feliz la vida de su mujer. La amaba ciegamente. Pocos años después, la mujer comenzaba a languidecer y la sensibilidad física que había producido la operación se acentuó. Fue en aquella época cuando yo conocí a Sanchiz. La llevaba entonces de un especialista a otro, en una peregrinación de esperanzas, mientras ella empeoraba más y más. Hasta que al fin los doctores decretaron que no podían seguir viviendo más como marido y mujer; tenía un cáncer en la matriz. Era posible una operación, pero los doctores se mostraban pesimistas sobre el resultado y la inválida se negó a ser operada. Fui testigo de lo que le pasó a Sanchiz entonces: el pensamiento de que el contacto físico, que para él era necesidad y felicidad, había herido a la mujer que quería, se convirtió en su tortura íntima. Cuando sobrepasó este estado, se encontró con que él, que era un macho normal y sano, vivía lado a lado de su mujer a quien deseaba sin cesar y sin esperanza. Intentó escapar de las exigencias del sexo, buscando otras mujeres, y el sexo se negaba a ello. A quien él quería era a ella. Acabó refugiándose en la bebida. La enfermedad de ella se había llevado los ahorros, y las borracheras de él le privaron de su trabajo. Tras un período de pobreza aguda, Sanchiz encontró un puesto de contable en una oficina, con doscientas pesetas al mes. Pero ¿qué eran doscientas pesetas para quien tenía una mujer enferma que necesitaba diariamente una inyección de morfina?
Cuando murió la mujer de Sanchiz, fui a su casa. La mujer murió envuelta en una vieja manta, sobre un somier, malamente cubiertos sus muebles con sacos rellenos de paja. No quedaban ropas ni muebles. Todo había pasado a las casas de empeño. Cuando se llevaron el cadáver, Sanchiz cerró la puerta del cuarto y dio la llave al portero. No volvió. Los pocos que le conocíamos creíamos que se había suicidado, porque desapareció. Pero nunca tuvo la decisión necesaria para ello: vagabundeó por Madrid, limosneando la comida y durmiendo en los bancos de los paseos. Cuando se formó la Legión, se alistó inmediatamente. La edad límite para ingresar en el Tercio era más baja que la de Sanchiz, pero su apariencia era de ser mucho más joven: era rubio, con piel blanca como leche, y sus mejillas eran frescas. No le pusieron dificultades. El Tercio no insistía en documentos, ni aun en los nombres de sus reclutas.
Se alistó en la Legión para que le mataran. Pero cuando se organizó y se establecieron las oficinas, le escogieron y le enviaron allí. El riesgo del frente de batalla le eludía. Se emborracho y se volvió pendenciero para que le echaran de la oficina. Pero sus superiores se habían encariñado con él y todo lo que hacían era dejarle arrestado en el cuartel por semanas enteras. Trató de provocar y desafiar a los peores asesinos de la Legión. Pero en un sitio donde las disputas se resolvían muchas veces con una puñalada o un tiro, los hombres simplemente se burlaban de Sanchiz y le pagaban una botella de vino para que se le quitara el mal humor.
Consiguió por fin que le enviaran al frente por dos meses de instructor de la bandera de voluntarios americanos, como un castigo, y fue entonces cuando se produjo el desastre de Melilla Sanchiz fue enviado allí. Hubo compañías del Tercio de las que no escapó un solo hombre ileso. Más de la mitad murieron allí. Sanchiz no recibió siquiera un simple arañazo.
Por último, le reintegraron a la oficina. Nos encontrábamos muy a menudo: cada vez que Sanchiz se ponía a pensar en su propia historia, se emborrachaba hasta perder el conocimiento. Cuando se le pasaban los efectos de la borrachera, tenía un ataque de arrepentimiento e invariablemente o me mandaba un recado o venía a buscarme para dar un paseo juntos. Nos íbamos a lo largo del muelle de la Puntilla, a casi tres kilómetros de la ciudad, y nos sentábamos sobre las rocas de la escollera abierta al Adántico, cara a cara al mar, que a veces nos escupía.