La forja de un rebelde (76 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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—Siento mucho perderte, pero veo que no hay otra solución. No hace falta que te quedes más tiempo que el de tu licenciamiento, porque tenemos a Surribas que conoce todas las teclas que hay que tocar.

Y así se arregló todo, de la manera más fácil y más absurda. Me quedaban sólo dos problemas personales que resolver, el problema de Chuchín y el de mi perro Alí.

Durante nuestro ataque sobre Rockba—el—Gozal cruzamos a través de una kábila que había sido arrasada por nuestra vanguardia. La mayoría de sus chozas no eran más que tizones y cenizas, cadáveres al sol y ruinas humeantes. La kábila había sido además saqueada y los restos del botín estaban esparcidos acá y allá. En el umbral de una puerta había un trozo de madera tallada que atrajo mi atención, y me incliné a recogerlo. Un perro surgió de un rincón y avanzó, gruñendo y mostrándome sus colmillos; pero cuando le hablé, medio en broma, medio en lástima, dejó de gruñir y se dejó acariciar y rascar las orejas. Estaba tan asombrado de la caricia que creo que fue la primera que había recibido en su vida. Después se vino tras de mí. Era un verdadero chucho: pelo lanoso sucio, de un amarillo rojizo mezclado con blanco, un rabo temblón medio pelado, un hocico narigudo y un cráneo chato y taladrado con dos ojos vivarachos: a través de su pelambrera enmarañada y sucia se le podían contar todos los huesos del esqueleto. Los perros de kábila aprenden a robar y a guardar su botín enterrado para los días de hambre; piedras, palos y puntapiés son para ellos la normalidad de cada día. Aquel chucho asqueroso era uno de éstos. El día que yo le encontré, trotó al lado nuestro veinticinco kilómetros. Cuando regresamos al campamento bebió agua hasta caerse sobre su tripa y después se tumbó atravesado a la puerta de nuestra tienda. La compañía le acogió como un elemento de diversión. En unas pocas semanas tenía el pelo lustroso y los huesos cubiertos de carne. Pero este perro, que toda su vida había vivido con moros, se convirtió de la noche a la mañana en su más encarnizado enemigo y se lanzaba rabiosamente sobre cada moro que se cruzaba en su camino. Nunca pude quitarle este resabio; podía detenerle en seco con un silbido agudo antes de que mordiera, pero el próximo moro que aparecía le ponía igualmente furioso.

Le puse de nombre Alí. Me adoptó como único amo. Mie—tras estuve con el tifus, esperaba días enteros a la puerta de la posición, incapaz de comprender, no haciendo caso a nadie. Cuando me incorporé a la oficina de Ceuta, un soldado me lo trajo un día y al verme se volvió loco de júbilo. Aquel mismo día desapareció y no volví a verle, hasta ya entrada la noche en que surgió de pronto, meneando alegremente el rabo. Se plantó ante mí y dejó caer a mis pies un enorme trozo de carne. Pero el comandante Tabasco odiaba los perros y la oficina quedó prohibida para Alí. De alguna forma se dio cuenta de que el comandante era el autor de la prohibición, y por sí solo adoptó un sistema que llevaba a cabo cada día: en la mañana me acompañaba a la oficina y se quedaba allí, hasta cinco minutos antes de las once, la hora en que el comandante tenía costumbre de venir. Desaparecía entonces y volvía a la una, cinco minutos escasos después de marcharse el comandante, para acompañarme amcomer.

Chuchín y Alí no se llevaban bien. Y sin embargo eran los dos únicos seres con los cuales tenía verdadera intimidad. Tenía amigos y conocidos, los soldados me estimaban y me respetaban, los sargentos eran buenos compañeros conmigo, bastantes oficiales me trataban amistosamente, pero no tenía intimidad con ellos. Los únicos que eran parte de mi propia vida eran Chuchín y Alí.

Y ahora sabía que tenía que sacrificarlos. Era claro que no podía presentarme en Madrid con una mujer y un perro, aunque yo mismo me decía que el inconveniente no era que fueran una mujer y un perro, sino que ambos fueran de la calle.

Le hablé a Chuchín:

—Mira, me voy a licenciar. El médico dice que el clima no me va.

—Entonces, ¿nos vamos a ir a Madrid? —replicó alegre.

—Bueno..., ése es el problema.

Cuando un hombre no tiene el coraje de enfrentarse con la verdad, una mujer se da cuenta perfecta. Se quedó silenciosa un poco y después dijo:

—Tal vez puedo encontrar trabajo en Madrid...

—Supongo que sí, pero la dificultad es precisamente qué podemos hacer hasta entonces. Ya sabes que mi hermano está sin trabajo; y yo me puedo sostener sólo tres o cuatro meses, pero ¿después?

—Podríamos...

—¿Qué?

—Podríamos vivir juntos. En lugar de irte a vivir con tu familia, podríamos vivir esos tres o cuatro meses, y en ese tiempo seguro que uno de los dos encontramos trabajo.

—Pero yo no puedo hacer eso.

Lo dije espontáneamente, sin pensar, y en aquel momento me di cuenta de que interiormente ya había decidido abandonar a Chuchín. Lo entendió instantáneamente. Y se enfrentó bravamente con ello.

—Está bien —dijo—; no necesitamos discutir más.

—Pero, chiquilla, déjame que te explique...

—No expliques nada. Sería peor.

Durante los siguientes días, Chuchín no cambió absolutamente su actitud externa; seguía tan cariñosa y tan alegre como siempre. Pero de vez en cuando, en momentos de distracción, su cara tomaba una gravedad que nunca la había visto antes. Una tarde la encontré con los ojos enrojecidos.

—¿Qué te pasa?

—Nada, querido. —Me miró con una sonrisa forzada. Me miró con sus ojos infantiles, grandes y claros; con la mirada de un perro perdido en la calle que os mira preguntando: «¿Sabe usted dónde está?».

—Alégrate un poco. He venido para decirte que nos vamos a cenar a Los Corales esta noche. Tienes tiempo bastante para vestirte.

Y me marché huyendo porque veía que, si me quedaba, lo mismo iba a acabar llorando.

Nos fuimos a Los Corales aquella noche. Oliver estaba allí con una muchacha, los dos ya un poquito bebidos. Se acercó a nuestra mesa y se sentó:

—¿Es la cena de despedida?

—No seas idiota.

—¿Qué vas a hacer con esta mujercita guapa? ¿La dejas viuda?

—¡Mira, cállate!

—No te enfades. La cuestión es que si la dejas viuda, yo estoy dispuesto a casarme con ella. Es decir, si ella me quiere.

—¡Te he dicho que te calles!

—Bueno, bueno. Me voy. Pero mantengo lo dicho, muchacha; si este golfo te deja, aquí estoy yo.

No conseguimos animarnos. La intromisión de Oliver había sacado a la superficie lo que queríamos ignorar. Volvimos a casa en silencio y morosos, y nos acostamos. Chuchín se volvió de espaldas y los dos nos quedamos allí, sin palabras, sin dormir. Se pasaron dos horas y yo seguía despierto, y la sentía despierta a ella. A tientas, cogí un cigarrillo de la mesita de noche y lo encendí. Chuchín preguntó:

—¿No te duermes?

—No puedo.

Encendí la luz. La almohada tenía un redondel húmedo al lado suyo.

—¿Sabes? He encontrado trabajo. Me voy a Tetuán.

Abrió los brazos en cruz sobre la cama y se echó a llorar con sollozos que la sacudían toda entera. Cuando se calmó, se quedó dormida sin cambiar de postura. La cara hundida en la al mohada. Estaba amaneciendo. Me levanté sin ruido, me vestí y me fui a la calle.

El amanecer es rápido en el norte de África. Cuando llegué a la playa, el Estrecho estaba inundado de sol y sus rayos sesgados pintaban de cobres las casas blancas. Ceuta estaba vacío aún. El olor pesado del mar, acumulado durante la noche quieta, inundaba la ciudad y todo estaba cubierto de una capa finísima de rocío, que se evaporaba rápidamente bajo el sol, oliendo a sal.

Estaba disgustado y titubeante conmigo mismo. Yo había querido quitarme de encima el problema que representaba Chuchin, y ahora que el problema estaba ya resuelto, me encontraba vejado por la solución. Las bromas de Oliver me habían enfadado agriamente, las lágrimas de Chuchín me habían deprimido, y el anuncio de que se marchaba inmediatamente a Tetuán me irritaba. ¿Tenía tanta prisa que no podía ni aun aguardar a despedirme? Me caía de sueño y me escocían los ojos bajo la luz.

Detrás de las rocas de la playa del Sarchal me quité las ropas y me metí en el mar, El agua estaba aún fría de la noche. Me calenté desnudo, tumbado al sol, me vestí y me fui a una taberna de pescadores. Se me había despertado un apetito feroz y en lugar de desayuno me di un festín de pescado en salsa, recalentado de la noche antes. Cuando entré en el cuartel a las diez de la mañana, tenía la mente completamente despejada. Alí saltó a mí. Decidí también su futuro.

Se quedaría con Oliver. Entre los dos intentamos enseñarle a conocer quién era su nuevo amo, sin éxito alguno. Alí hasta entonces gustaba de jugar con Oliver y muchas veces se iba con él de paseo, por su propia voluntad, pero ahora no quería separarse de mí y hasta rechazaba desdeñoso los terrones de azúcar que el otro le ofrecía, aunque el azúcar era una de sus mayores debilidades. Hice un chiste estúpido:

—Bueno, Alí, ¿supongo que tú no querrás marcharte a Tetuán también?

Oliver estaba detrás de mí cuando lo dije, aunque yo no me había dado cuenta:

—¿Habéis regañado? No te enfades conmigo por la broma de la otra noche. Estaba un poquito borracho.

—No. No hemos regañado, pero se marcha a Tetuán. Comprende que no puede venir conmigo y es mejor que la cosa se resuelva así.

—Bueno, ahora, sobre el perro. Yo he pensado llevarle a casa de una muchacha amiga mía, hasta que te hayas marchado. Como ahora está es imposible. No hay nadie que le haga estar quieto. La noche última nos despertó a todos y al fin le tuve que atar en el patio.

—Mira, deja en paz al perro hasta que yo me vaya. Una vez que yo no le vea más, ya no me importa. Pero déjalo aquí hasta entonces.

—No te enfades. Yo lo decía porque verdaderamente nos está dando la lata.

—A mí no. Pero si te molesta a ti...

—Bueno, bueno. Tú tienes ganas de bronca. Aquella noche me quedé de guardia por última vez. A medianoche alguien llamó en los cristales de la puerta del cuerpo de guardia: —¡Adelante!

Entró el capitán Blanco. O mejor dicho, lo que quedaba de él: un hombrecillo miserable, más bizco que nunca, vestido con unos pantalones caqui sucios y una camisa pringosa. Estaba yo solo en el cuarto y lo hice sentar en mi propia silla, que no se veía desde fuera. Sabía que había sido juzgado por un tribunal de honor, por cobardía frente al enemigo, y que su expulsión le había librado de comparecer ante un tribunal de guerra. Naturalmente, estaba curioso de conocer sus reacciones. Mandé por una botella de coñac.

Blanco se sirvió un vaso grande, lo mantuvo contra la luz un momento y se lo bebió. Se limpió los labios con el dorso de la mano en un gesto cansado, encendió un cigarrillo y sólo entonces abrió la boca:

—Hola, Barea. Se acabó el capitán Blanco. Lo único que queda es lo que estás viendo: unos pantalones viejos y una camisa sucia. Lo siento, pero me han faltado los riñones para pegarme un tiro.

—¡Bah! Eso fue un accidente, como le puede pasar a cualquiera, «mi capitán».

—No hay accidente que valga. Fue miedo, miedo puro.

Se me venía a la memoria lo que había oído: durante un ataque, había detenido a dos camilleros de la Legión que llevaban un herido, y había intentado, pretextando sentirse enfermo, que los camilleros dejaran al herido en el suelo y le cogieran a él en la camilla. Algunos oficiales del Tercio querían pegarle un tiro.

Entonces preguntó:

—¿Tenéis algo que comer aquí?

—Antonio ya ha cerrado la cantina, pero no creo que se haya acostado. Voy a llamarlo.

Mandé un ordenanza que volvió con el cantinero. Antonio había conocido a Blanco desde los tiempos en que éste vino de teniente a Ceuta. Con ruda franqueza le golpeó los hombros.

—¿Qué te pasa? ¡Te han dado la patada! Bueno, no te preocupes, todos nacemos en cueros. Anímate y no pongas esa cara de leche agria.

Le trajeron huevos y chorizos fritos. Blanco se quedó mirando el plato y la media botella de vino.

—Lo siento, Antonio, pero no puedo pagarte esto.

—Pues no lo pagues. ¿Tan arruinado estás?

—No tengo ni lo que cabe bajo esta uña. —Hizo chasquear con los dientes la uña del pulgar derecho—. Me han echado sin dejarme recoger mi equipaje. Estos decentes señores me dijeron que era un ladrón y un cobarde, y que podía darme por contento que no me metían en la cárcel o me ponían contra la pared. Así, se han quedado con todo lo mío, hasta con la querida. Ahora está de puta en Xauen y los oficiales hacen cola para acostarse con ella. ¿Sabes? A veces creo que yo mismo soy mejor que todos ellos juntos. Dígase lo que se quiera, al fin y al cabo, yo he pagado bastante por todo lo malo que haya hecho; pero a ellos aún no les han pasado la cuenta.

—¿Y qué vas a hacer ahora? —preguntó Antonio.

—Y yo qué sé. Me dan pasaje gratis hasta Algeciras, pero no más allá, y esto como un favor, porque no tengo derecho al pasaje. Pero claro es que no me quieren tener aquí. Ya veré lo que hago cuando llegue a Algeciras. —Se quedó pensativo—. Si al menos fuera Madrid, pero en ese pueblacho, ¿qué voy a hacer?

—Vete a Madrid.

—Claro, a pie y en mangas de camisa.

—Espera un momento, hombre, siempre hay una solución. Tú vienes a tener mi estatura, aunque claro, yo estoy más gordo, pero me parece que una de mis chaquetas te va a venir pintada. ¡Y si no, la mujer es una buena costurera.

Antonio se marchó y volvió acompañado de la mujer. Después de una discusión interminable, bajé una de mis viejas americanas de paisano. Las mangas eran demasiado largas, pero esto era fácil de arreglar. La mujer de Antonio se sentó a coser.

—Bueno, esto ya está arreglado, pero ¿qué piensas hacer?

—No lo sé. Trabajar... ¿dónde? No lo sé. No tengo oficio, no sé nada de nada, ¿qué diablos puedo hacer yo? Estoy podrido por dentro y por fuera. Lo único que debería hacer es pegarme un tiro. Pero no tengo valor.

Fue imposible hablar más con él. Se bebía vaso tras vaso de coñac y repetía testarudo:

—Estoy podrido, podrido... ¡No tengo c...!

Al fin se dejó caer sobre la mesa y se quedó dormido sobre los brazos cruzados. A la mañana siguiente le di sus documentos. El comandante Tabasco me dijo que le diera cincuenta pesetas y se las puse en un sobre con algún dinero mío. Fui con él al muelle y subí a bordo. Antes de marcharme le di el sobre:

—De parte del comandante, para que pueda usted ir a Madrid.

De alguna forma había encontrado una gorrilla grasienta que se había encasquetado achuladamente. Se quitó la gorra de un tirón nervioso y se metió el sobre en el bolsillo de la chaqueta, sin abrirlo.

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