Read La forja de un rebelde Online
Authors: Arturo Barea
Me enfurecí. No podía discutir el asunto con mi comandante, tampoco podía decirle crudamente lo que opinaba de su actitud y de la de los demás. Me tragué las palabras que se me venían a la boca, me levanté y me puse firme:
—Lo siento infinito, mi comandante. ¿Sería usted tan amable como para designar un sustituto para mí y enviarme a una compañía en el campo? Así al menos tendré la libertad de ir con quien quiera, cuando baje con permiso a Ceuta o Tetuán.
—Ta, ta, ta, muchacho, no te sulfures. Nos haces falta en la oficina y no es necesario hacer un dramón de la cosa. Si te digo que esto se ha terminado, no quiero decirte que dejes a la chica. Te puedes seguir acostando con ella cuanto quieras, y hasta irte de juerga. Lo que no puedes hacer es seguir viviendo así con ella, ni llevártela del bracete a pasear por el pueblo como si fuerais marido y mujer, ni mezclarla en la playa con gente decente...
—¿Gente decente?
—Bueno. Lo que se llama gente decente. Todo esto tiene que terminarse, y el seguir haciendo vida de casado, yendo a casa a comer y a cenar y a dormir como un buen padre de familia. Puedes tener a la chica y acostarte con ella cuando quieras, pero no más escándalos.
—Pero, mi comandante...
—No hay «peros». Si te conviene así, lo tomas; si no, acuérdate que ésta es una plaza militar y puede ocurrir muy fácilmente que las autoridades militares estimen que tu amiguita no es persona grata aquí. Entonces, le van a pagar el billete hasta Algeciras y la van a acompañar hasta allí. Y entonces la cosa se termina. ¿Entiendes?
Si se encuentra uno como un sargento delante de un comandante, no se le puede dar de bofetadas, como de hombre a hombre. Don José debió leer lo que me pasaba por la cabeza.
—No es falta mía, hijito. Personalmente, a mí no me importa lo que haces, ni cómo vives. Hasta tu decisión me parece excelente. Pero no soy yo quien manda. La gente viene a mí y me dice: «Don José, ¿cómo puede usted tolerar semejante escándalo?». Y al fin, se me dice directamente: «Ya va siendo hora de que ese sargento tenga un poco más de respeto. ¿Quién se ha creído que es?».
Chuchín y yo no volvimos a salir más a la calle a la luz del día, sólo por la noche. «Las gentes decentes se quedan en casa por la noche.»
A las diez, casi todos los soldados de la guarnición estaban en el cuartel o precisaban un permiso especial para andar por la calle. La ciudad pertenecía durante la noche a los oficiales y a los sargentos. Se admitía a algunos paisanos, pero eran pocos y la mayoría gentes que dependían del ejército. La vida de noche comenzaba en unos cuantos restaurantes, de los cuales el más famoso era Los Corales, lleno de parejas en las cuales las mujeres eran inconfundibles. El Café Cantante abría sus puertas. Era un enorme barracón con un salón sucio, repleto de mesas de mármol, frente a un escenario pequeño con un telón de fondo del tipo de fotografía de feria, es decir un jardín frondoso con una escalera de mármol. Allí, bajo el foco de un reflector, desfilaba sin descanso una serie de cantantes y danzarinas, cuyo mérito dependía en general del mayor o menor grado de obscenidad que podían imprimir a su actuación. La concurrencia jaleaba para terminar aullando en el último número, invariablemente una mujer completamente desnuda que se retorcía en una danza lúbrica, mientras la luz cruda del reflector convertida en lanza de luz le perseguía el sexo.
El Café Cantante estaba en una placita diminuta que formaba parte de un callejón retorcido —La Barría—, en el cual todas las casas eran burdeles. Las cuatro casas más elegantes flanqueaban el café y sus pupilas pasaban su vida en el café y su casa, pasando de manos de un cliente a las de otro. Las prostitutas de las casas más miserables del callejón, habiendo perdido los soldados, que eran su clientela habitual, se concentraban en las puertas del Cantante, con la esperanza de encontrar un borracho o un caprichoso que las invitara dentro. Mientras tanto, pequeños grupos de oficiales y sargentos se reunían en los «comedores» de los burdeles distribuidos por toda la ciudad, y bailaban y bebían hasta el amanecer.
Las mesas de juego comenzaban a funcionar temprano en la tarde. Aparte del casino de oficiales y el de sargentos, había una timba prácticamente en cada esquina. Había mesas en las que la banca eran cincuenta pesetas, para que los soldados pudieran jugar apuestas de un real, y había bancas de diez mil pesetas para los de arriba. En los dos casinos militares, el bacará y el «treinta y cuarenta» se jugaban reglamentariamente, pero en las timbas la banca estaba en general en manos de jugadores profesionales, que a la vez controlaban a la mayoría de las prostitutas.
Cárdenas vino a buscarme un día a la oficina:
—Véngase a beber una cerveza conmigo.
Entramos directamente en la sala de juego.
—Vamos a coger una banca juntos.
—Yo no llevo dinero encima para eso —le dije—. Llevaré en el bolsillo treinta o cuarenta pesetas.
—No importa.
Compramos una baraja subastada en quinientas pesetas.
Cárdenas se sentó a dar las cartas y yo como croupier. La primera baraja nos dio dos mil pesetas.
—Pida usted una continuación, Cárdenas.
—¡Ca, hombre! Ahora es cuando empieza a ser esto interesante.
—Pero hemos ganado mil pesetas cada uno.
—¿Las quiere usted? —me preguntó agrio.
—Bueno, vengan.
Contó mil pesetas y me las dio:
—Vamos a no regañar —dijo.
—Le espero abajo, en el salón —le contesté.
Me aislé en un sillón con un libro, que cogí del armario que era la librería del casino. Al cabo de un tiempo dejé de leer. Alguien estaba tocando al piano las danzas de Granados, y tocándolas extremadamente bien. Al piano había un individuo aproximadamente de mi edad, en traje de paisano. Me acerqué a él. Dejó de tocar y se volvió.
—¿Le molesto?
—Absolutamente, no. Puedo estarme toda una tarde escuchando a Granados.
—¡Caramba! Eso sí que es una cosa rara.
—¿El qué es raro?
—No se enfade. Ya veo que le gusta la música. Yo soy Alcalá—Galiano, con un apellido heroico y un estómago vacío. Tercer clarinete del regimiento de Ceuta número 60, pianista del casino de sargentos, oboe en el teatro cuando viene una compañía de zarzuelas y... ¡oh, sí!, se me olvidaba que toco el jazz—band en los bailes de carnaval. ¡Esta vida! Uno de los pocos pianos buenos que hay en Ceuta es éste, tal vez porque no le toca nadie más que yo. Vengo aquí por las tardes para practicar un poco, cuando no hay nadie. Cuando hay alguien, en general, al cabo de un rato, menea la cabeza y me dice, unas veces con amabilidad, pero la mayoría de mal humor: «¿No puedes callar ya ese ruido? Si tienes que tocar, toca algo agradable». —Hizo una pausa y agregó—: Pero como veo que le gusta Granados, voy a tocar todas las danzas. Antes estaba sólo practicando, pero ahora voy a tocar de verdad.
Era un artista. Raras veces he oído Granados tocado tan bien como aquella tarde, y nunca me ha conmovido más intensamente. Al final charlamos un rato:
—Yo, como le decía antes, vengo de una familia ilustre. Mi apellido es famoso en la historia de España, pero en casa no hay mucho dinero. Muchas pretensiones y poco que comer. Mi hermano está chiflado con ser un escritor y ha conseguido meter la cabeza en el ABC. Yo estoy chalado con la música. Cuando me tocó ser soldado, se me planteó un problema: no tenía dinero, ni para ser de cuota ni para pagarme un sustituto. Y tampoco podía interrumpir mis estudios por tres años. Tenía que ser soldado. Solicité una plaza en la banda del regimiento y me hicieron clarinete. La paga da para mal comer, pero tiene uno casi todo el tiempo libre, y con las cinco pesetas que me dan aquí y un poquillo que me gano como puedo, voy tirando y sigo mis estudios. Lo peor es que tengo que aprender a tocar más instrumentos, si quiero ganar más dinero; ahora ya toco cinco. Al final ya no sabré cómo tocar el piano.
Cárdenas entró de mal humor:
—¿Quiere usted prestarme quinientas pesetas?
Se las di. Después de todo, el dinero que tenía en la cartera se lo debía a él.
—Mañana le pagaré —dijo. Y se marchó escaleras arriba, mientras Alcalá—Galiano y yo seguíamos charlando:
—Su hermano escribe bien, me parece, aunque yo no esté conforme con sus ideas políticas —dije.
—Sí, es un buen periodista. No es que yo esté conforme con sus ideas, pero claro es que con nuestro apellido hay que pertenecer a las derechas. ¿Puede usted imaginarse un periodista llamado Alcalá—Galiano, sangre de héroes, escribiendo en El Socialista?
—Pero ¿usted tampoco será de izquierdas?
—Yo soy apolítico. La política es buena para los granujas, al menos en España. Pero si por izquierda quiere usted decir progresivo, entonces soy izquierdista. Para mí hay una revolución, la revolución en el arte. Ya tenemos bastantes Traviatas y Bohemias. ¿Conoce usted a Debussy? ¿Y a los rusos? —Giró sobre el asiento y comenzó a tocar algo que no había oído en mi vida y que me confundió totalmente. Después se volvió a mí triunfante—. Esto es Debussy. Ya veo que no le ha gustado, pero esto es simplemente porque no lo ha entendido. ¿Lo había oído usted antes?
—Nunca. Pero he oído bastante música rusa moderna y me gusta. He visto muchas veces los bailes rusos de Diaghilev, en Madrid.
Volvió a tocar. Comenzó a oscurecer. Tocó un timbre y dijo al camarero:
—Tráete mi cena, anda.
El camarero le trajo un vaso de leche y dos bollos.
—¿Ésa es la cena?
—Bueno. Es lo que el casino me paga. No puede usted figurarse qué cara es la música. Cuando vivía en Madrid, me pagaban cuatro pesetas en la orquesta del Apolo. En casa copiaba música y así me ganaba diez o doce pesetas cada día.
Volvió Cárdenas radiante. Había ganado y me devolvió las quinientas pesetas.
—Ahora nos vamos a beber una botella de cerveza. No, de vino, con una amiguita mía.
Me llevó a uno de los mejores burdeles. Cárdenas pidió la cena de Los Corales para dos de las muchachas y para nosotros. Estuvimos allí hasta las cuatro de la mañana y al fin tuve que llevar a Cárdenas a su casa. Estaba más borracho que yo.
Al día siguiente Chuchín protestó «porque no había ido a buscarla la noche antes». Le dije que habíamos tenido trabajo urgente y se convenció. Aquella tarde me encontré a la mujer de Cárdenas de paseo con la hija mayor, que llevaba en brazos al chiquitín.
—Buena juerguecita se corrieron ustedes anoche —me dijo.
Me azoré:
—Es que, tuvimos que...
—Sí, sí. No me cuente. Bien, los hombres tienen que divertirse alguna vez, ¿no? ¿Ha visto usted los pendientes que me ha comprado Manuel con las ganancias de anoche? —Volvió la cabeza para que viera el centelleo de los diamantes en sus orejas, y agregó—: Todos los hombres son unos sinvergüenzas.
Aquella noche Chuchín conocía todos los detalles de nuestra juerga.
—Me duele mucho que te vayas por ahí, pero claro, me doy cuenta. Sólo que si te vas con otra mujer a espaldas mías, soy capaz de hacer una barbaridad. —Me miró a la cara—: Sí, ya sé que te acostaste anoche con la fulana; pero si un día te echas una amigui ta y me dejas a mí, soy capaz de matarte. El que te vayas por ahí alguna vez, te lo perdono; todos los días perdiz, cansa.
Chuchín, que era una muchacha primitiva pero inteligente, se dio cuenta de que no comprendía muy bien su actitud, y trató de explicarse:
—¿Sabes? Muchas veces los hombres parecéis tontos. Las mujeres se casan para tener marido. Naturalmente, saben que tienen que estar con él, cuando él quiera. Después, las empiezan a hacer chicos y las aburren; así que, si de vez en cuando se van de juerga, les importa poco, porque las dejan en paz. Hay otras mujeres que no se casan, pero se enamoran de un hombre. Lo que me pasó a mí con el otro y ahora contigo. Sabemos bien que a los hombres les gustan todas las mujeres, y cuando nuestro hombre hace una escapada, no nos duele mucho. Tal vez, hasta nos gusta un poco que sea un gallito. Pero lo que no podemos aguantar es que, casadas o no, el hombre se vaya a vivir con otra y nos deje plantadas. Las casadas porque es su marido, y nosotras porque es el hombre que queremos. —Y terminó poniendo un hociquillo mimoso—: Pero no te me vuelvas a escapar por ahí, ¡que te saco los ojos!
Nos hicimos amigos, Alcalá—Galiano y yo. Discutíamos de arte y literatura y muchas veces tocaba sólo para mí. Un día dijo:
—Vámonos al Cantante.
—¡Caray! No me imaginaba que te gustaba mucho el sitio. Yo tengo que decir que me da asco y me aburre terriblemente.
—No vamos como clientes. Lo que pasa es que de vez en cuando les escribo a las chicas unos cuplés y me los pagan bastante bien. Vente, es interesante. Y lo que es más, ¿tú dices que escribes? Escríbeme unas cuantas canciones y te puedes ganar unas perras con ello.
Unos cuantos postes de madera sin desbastar mantenían en su sitio las decoraciones de papel del escenario. Nubes de papel colgaban de cuerdas sujetas al viguerío del barracón, y el romántico jardín con su escalinata de mármol, clavado a un bastidor de tablas, descansaba sobre la pared de ladrillo de la casa medianera. Bajamos a través de una trampilla y cuatro escalones empinados al foso del escenario, un espacio cuadrado con piso de tierra dura, a lo largo de cuyas paredes estaban los cuartos de las artistas: cuatro cortinas baratas colgando de cuatro alambres. Algunas de las muchachas gatearon por la escalera carcomida y sus tacones comenzaron a repiquetear sobre nuestras cabezas, mientras sus voces nos llegaban lejanas. Cuando taconeaban, parecía que un enjambre de chicos tocaba el tambor, y el techo, que era el piso del escenario, escupía sobre nosotros oleadas de polvo a través de las tablas mal unidas.
Allí abajo, en el polvo, estaban sentadas las mamás y los habituales, varios oficiales ya maduros, un par de paisanos mucho más viejos y unos pocos así llamados «hermanos» de las artistas. Olía a polvo y sudor de sobacos femeninos. En un rincón había un montón desordenado de cajas, maletas y baúles. Un camarero agitanado abría botellas de unas cajas y las distribuía entre los grupos de artistas, mamás, chulos y clientes. Detrás de las cortinas rojas salían llamadas urgentes:
—Mamá, ven un momento, que se me ha corrido un punto.
—Sal sin medias, hace mucho calor.
—Pero, mamá, el punto no es en la media.
Se levantó una mujercita fofa y resignada, con un gesto de hombros, y se fue a zurcir las mallas de su retoño.