La forja de un rebelde (68 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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No había camino abierto para mí. Renuncié a escribir.

Pero ahora resurgía el viejo problema. En el cuartel había comenzado de nuevo a escribir. Sentía la necesidad de hacerlo y creía tener el don de expresión necesario.

Pero ¿esto me iba a dar de comer? Tal vez, después de unos cuantos años de sumisión y sometimiento a las reglas. No me servía para resolver el problema que tenía que enfrentar al licenciarme.

La vida no consiste en ganar o no ganar dinero; pero hay que ganar dinero para poder vivir. Yo no podría enfrentarme contra cien peñas literarias y disponer de dinero para pagar convites a derecha e izquierda, ni tampoco de tiempo para ser miembro de una tertulia día y noche. También, una de las cosas que uno no puede comprar o vender es su propia estimación: seguir en el ejército era perder mi propia estimación para siempre. Por otra parte, el licenciarme era enfrentarme con la miseria...

Tenía que pensar sobre todo en mi madre. Había aceptado la responsabilidad de ello mientras viviera. La responsabilidad de que no tuviese que trabajar más, ni lavando ropa sucia en el río ni fregando suelos como una asistenta. Pero yo también quería un hogar y una familia, quería casarme un día... Para tener todo esto, había que ganar dinero, porque si se quiere tener una mujer, hijos, una casa, hay que pagar por ello.

El cuartel me ofrecía la seguridad de que podía tener todo esto mientras viviera, y aun después de muerto. Si moría, mi madre o mi viuda y los chicos tendrían lo bastante para no morirse de hambre. La viuda de un empleado de banco se enfrenta con la miseria la semana después de haber enterrado a su marido.

Pero ¿era verdad que el cuartel me ofrecía esta seguridad? ¿Era verdad que, pasara lo que pasara, tendría siempre mi puesto seguro y mi paga y el pan de cada día de mi familia?

Cuando se lanza un cordel al mar, nunca se le deja tirante. Hay un sobrante que se recoge en un montoncito de círculos a los pies de uno sobre las rocas.

Uno de estos montoncitos de pronto comenzó a desenrollarse, y el cordel brincó al fin con el movimiento de una víbora que ataca. El cascabel atado a él tintineó loco. El cordel se tenso y se quejó, como la prima de un violoncelo que pellizcáis con los dedos. En el espejo del mar nació un surco furioso de espuma que dibujaba un arco. Algo como si un hierro candente corriera bajo las aguas.

Cogí el cordel y tiré. Me contestó un tirón violento al otro lado, un tirón como el de un caballo que rehusa las riendas. Se me escapó el cordel de las manos y dio un tirón rabioso a la roca donde estaba atado; templándose, vibrando, deseando escapar al mar. Cogí el cordel con las dos manos, me apoyé contra la saliente de la roca y tiré otra vez. El pez dejó de hacer fuerza, el cordel se aflojó y yo di un traspiés. Antes de que recuperara mi equilibrio, el ser vivo enganchado en el anzuelo se disparó de nuevo al mar libre. El cordel me abrasó las manos en su huida y se distendió brusco. En el mar ahora había un remolino furioso. Mejor dejarlo y esperar que el pez se cansara, o el cordel se rompiera, o se quedara un cacho de mandíbula en el anzuelo, o se tambaleara la roca y se cayera al mar. Me quedé mirando el trazo de espuma, el temblor del cordel y el campanilleo del cascabel, tan pequeñín y tan colérico.

Un pez luchando por su libertad es seguramente uno de los seres más espléndidos de la creación, aunque ninguno de nosotros seamos capaces de medir su coraje. Allí está, un simple manojo de músculos que saca su fuerza de la resistencia que le presta el agua, donde el más violento puñetazo del hombre más fuerte es nada, cargado de la rabia furiosa de un jabalí acorralado o de un gato acosado por perros. Un gancho de acero se ha hundido en su mandíbula. El único alivio de la tortura salvaje del acero en la carne desgarrada y en el hueso astillado es ceder, aflojar el tirón del cordel, abandonar la lucha. Y sin embargo, hasta el más insignificante pececillo de estanque se retuerce y brinca, salta sobre el agua o se hunde en lo profundo, tirando siempre, tirando sin tregua, a costa de un dolor enloquecedor, sólo por ser libre.

Traté una vez más de recoger el cordel, pero el cerebro furioso que animaba el manojo de músculos potente sentía cada movimiento de mis manos a través de la herida abierta, y se rebelaba con ira inagotable. Una vez y otra el cordel se escapaba de mis manos, dejando en las palmas un surco húmedo y doloroso. En uno de los tirones conseguí rodear la roca con el cordel y acortarle así un medio metro; me pareció una victoria. Durante minutos el pez se contrajo en convulsiones de rabia haciendo gemir el cordel que parecía romperse de un momento a otro. El pez sabía que le habían robado unos pocos centímetros de libertad.

Tras una hora de batalla, me convencí de que nunca sería capaz de apoderarme de aquella bestia. Pasaron dos obreros por la carretera, con sus taleguillos de la merienda y con sus blusas blancas al hombro. Tiraron las blusas sobre las rocas y se quedaron mirando guasones, burlándose del sargento señoritingo que quería pescar y no podía coger un pez. Uno de ellos al fin comenzó a tirar del cordel, después los dos, al fin yo con ellos, los tres tirando al unísono, pataleando, sudando y jurando, brazos y piernas apoyados contra las rocas. Poco a poco íbamos enrollando el cordel sobre la piedra.

—¡Qué mala bestia es ésta! —blasfemó uno de ellos.

Descansamos un poco los tres, contemplando el remolino de agua y espuma que ahora estaba a sólo veinte metros de nosotros. Un coletazo violento nos mostró por un instante un lomo negro moteado de plata.

El obrero gritó:

—¡Una murena! Ésta no la cogemos.

La murena es una especie de anguila de mar que no suele tener más de un metro de largo a lo sumo, por diez centímetros de diámetro, con una cabeza achatada y unas mandíbulas poderosas erizadas de dientes triangulares. Ataca y devora peces más grandes que ella, destruye redes y sedales y hasta ataca a las personas, causando heridas profundas como una amputación. La cola de una murena puede romper el brazo de un hombre, horas después de estar muerta. Las gentes de la costa a menudo se niegan a comer su carne porque puede estar cebada con carne humana.

La murena que había en mi anzuelo tenía unos dos metros de largo y era gruesa como un muslo de hombre.

Uno de los obreros se marchó a una taberna de la carretera y volvió con un bichero y un par de curiosos. Entre todos tiramos. del cordel, hasta que la murena estuvo dentro del pozo entre las rocas, y aun entonces, cuando ya la teníamos a nuestros pies sin escape, veíamos que el cordel iba a estallar de un momento a otro y que al fin la bestia iba a escapársenos. El hombre del bichero intentaba engancharla por la cabeza, agarrándose firme a la roca. El pez se revolvía contra la nueva arma con furibundos coletazos; vimos entonces que no podía cerrar la boca. El cordel pasaba a través del orificio sangriento de la garganta, entre las hileras de dientes agudos que trataban en vano de juntarse y cortarlo.

El hombre enganchó al fin el bichero en uno de los ojos del monstruo y una mancha como una vedija de niebla se disolvió en el agua. El pez se movía ahora sólo con estremecimientos espasmódicos. Tiramos todos. Cayó sobre las rocas, contrayéndo se en una rabia loca, untando la piedra con la baba viscosa de su piel, mirándonos con su único ojo lleno de odio, retorciéndose sobre el vientre blanco en busca de una presa. Nos refugiamos tras las piedras y desde allí la apedreamos con trozos de roca. Tratábamos de aplastarle la cabezota chata y repugnante, matarla y librarnos de la visión de su máscara cargada de odio. Un pedrusco acertó con la cabeza y la convirtió en una pulpa blancuzca llena de grises, sucia de barro. El cuerpo se contrajo violentamente y se estiró.

La llevamos entre los tres. Los dos obreros se ofrecieron a ir conmigo y ayudarme a llevarla al cuartel. Nos beberíamos una botella de vino allí; Antonio, el cantinero, la cortaría en lonchas y la freiría para pasar el vino.

Pesaba sus buenos 50 kilos y teníamos que ir despacio y a compás, seguidos por un grupo de mirones y arrapiezos que se atrevían a hundir un dedo en el cuerpo de la murena para confirmar su valor. Donde había estado la cabeza, no existía más que algo como un trapajo sucio que goteaba.

De pronto, el cuerpo se contrajo en un espasmo y se escapó de nuestras manos, brincando sobre el polvo de la carretera, una masa viva de cieno y mugre. El hombre que había sostenido la cola se dobló sobre sí mismo: la cola le había golpeado en las costillas. Pateó furioso la masa que se retorcía en el polvo, y el cuerpo sin cabeza se retorció una vez más, se estiró y se quedó inmóvil. La cogimos de nuevo y reemprendimos la marcha, puercos de barro pegajoso. Se nos escapó aún dos veces más. Los chiquillos nos seguían con sus risas, chillando y alborotando. Debíamos presentar una vista ridicula, con el barro goteándonos en la cara y en las manos, agarrados a aquella masa de fango vivo que se estremecía en espasmos y nos hacía detener de vez en cuando.

Cuando llegamos al cuartel, la tiramos en el pilón del abrevadero de los caballos; y al contacto del agua, restalló como si hubiera sufrido una descarga eléctrica. El cuerpo ciego se lanzaba contra las paredes de cemento con toda la violencia de su vitalidad intacta.

Vinieron los soldados corriendo a través del patio. Antonio, el cantinero, vino despacito, echó una ojeada y se volvió a su cantina. Regresó con el cuchillo de cortar el jamón.

—Cogedla unos cuantos y sujetadla contra el borde —dijo.

Veinte manos se apoderaron del cuerpo ahora limpio y metálico manteniéndole contra el reborde de cemento, y Antonio comenzó a cortar lonchas blancas, con una gota de sangre roja en el centro que al caer en el agua se disolvía lenta.

Antonio me pagó treinta pesetas.

Capítulo 3

Ceuta

Una mañana, cuando paseaba por la calle Real, me llamó la atención una mujer que caminaba delante de mí, una figura menuda y graciosa con un taconeo alegre. Apresuré el paso para verle la cara, y la cara era bonita. Le dije unos cuantos piropos, los acogió con risas, e insistí. Las cosas se desarrollaron de la manera corriente en que estas cosas se desarrollan. Cuando llegamos al hotel María Cristina, la muchacha de pronto se metió en una dé las puertas de servicio, se volvió a mí y dijo:

—Bueno, adiós.

—¡Caramba! No podemos decirnos adiós así. Nos tenemos que volver a ver.

Nos encontramos al día siguiente y los que vinieron después. Me contó su historia. Era de Granada y un día se había ido a vivir con su novio. Se fueron juntos a Cádiz, pasaron allí unas semanas, y el novio un día no volvió. Se las arregló para entrar de camarera en un hotel de Cádiz y después de allí se había ido a Ceuta en mejores condiciones. Ahora vivía sola. Al cabo de unas semanas, alquilé una alcoba en una fonda. Lo pasábamos perfectamente y al fin me decidí a proponerle que alquiláramos un pisito pequeño y que dejara el hotel.

La vida se convirtió en una cosa tranquila y pacífica, y a mí me agradaba tener algo como un hogar. Por la tarde nos íbamos juntos a la playa o al cine, todo simplemente, como marido y mujer. Pero Ceuta es un pueblo pequeño, donde todo el mundo se conoce, y al cabo de una semana todo el mundo conocía todo lo que había que conocer de nuestra unión. Sin embargo, ni Chuchín ni yo habíamos hecho por mantenerlo en secreto. ¿Por qué teníamos que hacerlo? Después de todo, la mayoría de los oficiales tenían sus queridas en la plaza, aunque algunos tenían allí la mujer y los hijos, y todo el mundo lo sabía. Todos los sargentos y suboficiales tenían sus amiguitas, muchos de ellos simplemente una de las pupilas de un burdel. Si ninguno de ellos había puesto un pisito para vivir a gusto con su capricho, ¡peor para ellos! Al menos así pensaba yo. Don José, nuestro comandante mayor, me llamó un día a su despacho:

—Mira, Barea, cuando te puse aquí, te dije que no me hicieras tonterías. Aparentemente, las estás haciendo, y gordas. ¿Quién diablos es la chica esa que va contigo a todas partes?

Hubiera sido una tontería negar lo que indudablemente sabía ya todo el mundo. Así, le dije:

—Creo que he encontrado una solución para mi vida personal, mi comandante. Me repugna ir a las casas de mujeres y acostarme con una mujer que acaba de levantarse de estar con otro. He encontrado una muchacha que me gusta y a la que le gusto yo, y vivimos juntos.

—Pues eso tiene que terminarse.

—No creo, mi comandante, que cometa ninguna ofensa viviendo con una mujer. Aquí todo el mundo hace lo que quiere, y todos los días oímos de un escándalo. Francamente, no veo que haya hecho nada mal hecho, y menos aún que haya dado ningún escándalo.

Don José se echó a reír:

—¡Ningún escándalo! Pero muchacho, tú vives en la luna. Naturalmente que has dado un escándalo, y el peor que podías haber dado.

Se echó atrás en el sillón y encendió un cigarrillo:

—Cierra la puerta y siéntate. Ahí, enfrente de mí, como si fueras un hijo mío. Mira: esto es Ceuta, donde tú, como el sargento de Mayoría de la Comandancia de Ingenieros, eres casi un personaje. Todas las chicas solteras de Ceuta dentro de tu propia clase andan tratando de ver si pueden engancharte y casarse contigo.

—Pero yo no pienso casarme todavía.

—Mira, no interrumpas. Los papás y las mamás están detrás de ti igual que las niñas; detrás de ti y detrás de todos los sargentos. Conocen más sobre antigüedad, ascensos y reenganches que tú y que yo. No sé cómo se las arreglan, pero en el momento que un sargento pide relaciones a una muchacha, ya tienen una copia de su hoja de servicios, para saber cuál es su porvenir. Ahora bien, los papás y las niñas saben de memoria que Ceuta está infestado de putas y que un hombre tiene derecho a divertirse un poco, emborracharse y a veces hasta irse a la cama con una, si le gusta; incluso saben que la mayoría tiene una amiguita en una de las casas. Pero todo eso no importa. Pero lo que a nadie se le ocurre ni nadie tolera, es coger a la querida del brazo y pasearse con ella a la luz del día o irse a bañar a la playa por la tarde mezclándose con las personas decentes. Lo que hacen los sargentos y los oficiales durante el día es piropear a las chicas honradas y darles una posibilidad de que les enganchen. Y tú vienes tan fresco y te presentas con una muchacha que ha estado de camarera en un hotel, y le restriegas a todo el mundo por las narices que estás viviendo con ella como si fuera tu mujer; y ni te da vergüenza. Esto es anarquismo puro. No es que a mí me asuste que un hombre o una mujer se acuesten juntos, pero este lío tuyo se ha terminado.

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