Read La forja de un rebelde Online
Authors: Arturo Barea
El mostrador se tiende a todo lo largo del archivo, más de treinta metros, y allí vienen durante todo el día empleados de todos los negociados del banco a buscar antecedentes. Así que además de archivar tenemos que atender todas las peticiones. La dirección y el negociado de acreditados son los únicos a quienes hay que llevar los dossieres cuando los necesitan. El negociado de acreditados es la aristocracia del banco. Allí van todos los extranjeros ricos que traen cartas de crédito, y también los clientes millonarios que no deben guardar cola para cobrar un cheque, como los tenderos y otros cuentacorrentistas. El negociado tiene una escalera aparte para él solo, una escalera con una alfombra gruesa en lugar de linóleo como las otras, con una barandilla toda dorada. Los empleados llevan todos chaqueta y hay un salón de revistas extranjeras, con sillones enormes de cuero. A veces el salón está lleno de millonarios. Hay un empleado que es inglés, con su monóculo clavado en el ojo, que fuma constantemente tabaco rubio que huele de una manera especial. Porque en este negociado dejan fumar a los empleados, que la mayoría son extranjeros, y si no los dejaran fumar no vendrían a trabajar a Madrid y se quedarían en París o en Londres.
Así que resulta que hasta en las gentes que tienen dinero hay categorías. Y no es porque no haya cuentacorrentistas que tienen mucho dinero. Es simplemente por categoría social. Así, hay un Juan Pérez que tiene dos millones de pesetas y cobra guardando cola abajo en el hall; y un excelentísimo señor marqués de X, que apenas si tiene cien mil pesetas en cuenta corriente, que figura en acreditados y viene con muchas ínfulas a cobrar un cheque de quinientas pesetas y a fumarse los puros que hay en el salón. Mientras todos le llaman señor marqués por arriba, señor marqués por abajo, Juan Pérez está sentado en un banco de madera al lado de la caja, esperando a que el pagador llame su número: el 524.
Y aún hay clientes que son más: son los directores de las grandes sociedades de España o del extranjero. A éstos los reciben, en los salones de la dirección, el propio señor Michaud, el director, o el señor Carreras. Hay uno, el señor Mazorra, que es uno de los mejores bolsistas de España. Siempre gana. El banco trató durante mucho tiempo de sacarle los cuartos como a otros, pero cuando se convenció de que no sólo no podía, sino que a veces era él quien engañaba al banco, se pusieron de acuerdo. El banco le avisa cuando hay buenos negocios a la vista y don Carlos avisa al banco cuando tiene noticias él. A veces el señor Tejada y él plantean un negocio juntos, por millones, y luego se reparten las ganancias. Asi ha pasado en el negocio del Banco Hispano.
El Banco Hispano; en poco tiempo, se ha llevado casi toda la clientela de los demás bancos. Un día resolvieron hundirle y se pusieron de acuerdo todos los bancos, hasta en el extranjero, para hacer bajar las acciones y provocar pánico. Efectivamente, hubo un pánico tal que la gente hacía cola para retirar su dinero a todo lo largo de la calle de Sevilla. Cuando no tuvo más dinero para pagar, recurrió a los otros bancos, y éstos, hasta el Banco de España, se negaron a prestarle sobre los valores que tenía en cartera. Así que a las once de la mañana tuvo que suspender pagos. La gente que pudo retirar el dinero se metía en el Crédit y abría cuenta allí. Pero el Hispano tenía dinero de sobra para pagar y no quebró. Muchos se arruinaron en la baja, pero don Carlos y el Crédit, que habían aprovechado para comprar acciones a bajo precio, se hincharon.
El 1 de agosto, al año justo, me nombraron empleado con sueldo: veinticinco pesetas al mes. Es muy poco, pero ya no tengo miedo de que me echen a la calle. Portándome bien, iré ascendiendo poco a poco y llegaré a tener un buen puesto. Al mismo tiempo, me destinan al negociado de cupones, con Perahíta como jefe, y voy a estar muy bien. El banco se ha convencido de que en las cajas no se puede trabajar, porque todos se ponen malos, y ha cubierto un patio interior con una montera de cristales para convertirle en habitación. Allí van a poner el negociado con las señoritas, tres empleados y Perahíta como jefe.
Hasta que esté convertido el patio en habitación, trabajo en las cajas de hierro. La escalerilla que conduce al departamento termina precisamente en la puerta del patio, donde los albañiles ponen el techo de hierro y cristal y pintan las paredes de color crema. Cuando subimos de la cueva metálica tan fría y siempre alumbrada por bombillas, asomamos la cabeza al nuevo cuarto; es la esperanza de todos. Con su techo y su piso de cristal, con sus paredes claras, con el sol en lo alto a mediodía, es un contraste violento con la cueva, y nos sentimos felices pensando que vamos a trabajar allí. Les preguntamos a los albañiles y a los pintores:
—¿Falta mucho?
—Dos o tres días y el tiempo de secarse la pintura —responden.
Todos están muy contentos, menos yo. Los dos cuartos me han llenado de reflexiones: si me hubieran destinado a este negociado hace un año, me hubiera pasado este año entre sus paredes de hierro. Seguramente no lo hubiera podido resistir. Ahora, en estos pocos días, noto una opresión en el pecho, y cuando salgo a la calle de Alcalá me parece el aire distinto; a veces casi me marea. Los puntitos rojos de las bombillas me duran mucho tiempo delante de la vista y veo bailotear manchas cuando salgo a la luz del día. Durante este año no hubiera cobrado nada, y si me hubiese puesto enfermo, me habrían despedido. Ahora, después de un año de meritorio, tragando polvo en el archivo y corriendo por las escaleras, gano cinco duros al mes, menos de una peseta diaria. Me espera así otro año y luego seguiré la marcha de todos: al otro año me subirán a 37, 50 pesetas al mes, un año más tarde a cincuenta. Cuando tenga veinte años, si tengo suerte, ganaré cien pesetas al mes y seré soldado. Mientras, mi madre tendrá que seguir lavando ropa en el río para poder vivir.
Uno de los primeros días que estamos en el nuevo negociado, llega un ordenanza y dice:
—Señor Barea. Lo llaman a la dirección. El señor Corachán.
Me miran todos asustados y yo me asusto también. Estas llamadas son siempre de mal agüero. Subo al último piso con una flojedad de piernas y un acelerar del corazón. Lo más malo que puede pasar es que me despidan no sé por qué. Pero no se pierde gran cosa; total, cinco duros al mes. Entro en el salón enorme de sillones de cuero profundos y mesas de ministro con carpetas de piel y tinteros de ágata. Al lado de una ventana está el señor Corachán leyendo unos papeles. Veo claramente que no hace nada, ni aun lee; solamente se da importancia. Por fin levanta la cabeza, me mira, coge un dossier, lo hojea y me pregunta pomposamente:
—¿Usted es el empleado don Arturo Barea, del negociado de cupones?
—Sí, señor —respondo.
—Bien. Pues mire usted —pausa—, la dirección ha acordado —pausa—, claro es, en vista de sus buenos antecedentes que constan en el dossier —pausa—, no e—char—le a us—ted a la ca—lle —deletrea las sílabas dando golpecitos con el lápiz en la palma de la mano.
—¿Por qué? —pregunto.
—¡Tiene usted —estalla iracundo— una letra infame! ¡Esto es intolerable! ¿Usted cree que se puede estar en un banco, ser empleado de un banco, escribiendo patas de araña como usted hace? ¡Debería darle vergüenza! ¡La dirección no puede tolerar esto un día más! Ya lo sabe usted: tiene usted un mes de plazo, únicamente un mes, para reformar su letra. De lo contrario, está usted despedido. Bien entendido que como le aviso a usted con un mes de anticipación, el banco se considera desligado desde ahora mismo de la obligación de pagarle el mes de indemnización que establece el Código en caso de despido. ¡Puede usted retirarse!
—Pero, ¡don Antonio... !
—¡Ni media palabra más! ¡La dirección no puede discutir con usted ¡Cállese y márchese!
Me dan ganas de pegar a la bestia barbuda que tengo delante, con la barbilla temblona de ira y los ojos desorbitados tras los lentes de oro que le bailotean en la nariz.
Mientras mi madre pela en la cocina las patatas para la cena —la tía está en el rosario— le voy contando lo ocurrido. Lloro de rabia. Los dedos suaves dejan de pelar patatas y se pierden entre mis pelos.
El testamento
El despacho de don Primo, el notario, con sus paredes de madera moldurada, impresiona a todos los parientes pueblerinos que se van sentando en círculo alrededor de la amplia mesa del notario. Muchos de ellos se sientan en el mismo borde de la silla. El sombrero redondo en las manos sobre las piernas, los hombres; las mujeres, con sus dos manos extendidas sobre la falda, cogiendo puñaditos de tela por el nerviosismo. He venido tantas veces a este despacho y he hablado con don Primo en tantas ocasiones, que no me intimida ni el despacho, ni la figura severa del notario con su traje negro, sus gafas de oro, su cabeza aristocrática. Cuando he llegado con mi madre y con la abuela Inés, me ha acariciado.
No sé por qué, todos los que han venido a oír la lectura del testamento, se miran con odio. Se han dividido en grupos: el tío Hilario con su mujer y las chicas; el tío Basilio con la suya y los suyos; la tía Basilisa con el tío Anastasio, que no se atreve a fumar y mast ¡ca la punta de una colilla de puro que huele que apesta; Baldomera al lado con su cara de monja boba. La tía Eulogia y la Carmen; el tío Julián —un sobrino segundo como yo— con su mujer y tres chicos pequeños agarrados a ellos. ¿Para qué habrán traído a los chicos?
Están todos con el cuello alargado oyendo leer a don Primo. Cada vez que suena el nombre de alguno, se cambia su cara, con la satisfacción de que no le han olvidado. Los otros le miran de medio lado, con la rabia de que es uno más a repartir.
El blanco de las iras soy yo: resulta que los tíos hicieron un testamento en vida de los dos, dejando toda su fortuna al que quedara, para que pudiera disponer libremente de ella, y, a la vez, repartiendo lo que quedara a la muerte del segundo en dos partes iguales. De cada una de estas partes había dispuesto cada uno de ellos como mejor le pareció a favor de sus parientes, y así resulta que soy yo el único que figura en los dos testamentos. Los parientes del tío heredan de su mitad y los de la tía de la mitad suya.
Todos consideran que como eran sus hermanos o sus sobrinos directos, tienen más derecho que yo que soy su sobrino segundo Así, cuando aparezco en el segundo testamento, el murmullo de todos interrumpe la lectura. Don Primo se les queda mirando in terrogante:
—¿Tienen ustedes alguna observación que hacer?
Se levantó el tío Hilario:
—Si yo no he entendido mal, ese mocoso hereda dos veces.
—Exactamente —contestó don Primo—. Una por José y otra por Baldomera.
—Pues a eso no hay derecho, ¡porra! Porque uno es el hermano de los difuntos, de su propia sangre, y no hay derecho a que venga un extraño y se lleve los cuartos.
El tío Anastasio, con su puro girando en los labios, intervino:
—¡Eso es! ¡Y no lo consentiremos! ¡Se recurrirá a la justicia!
Don Primo se sonrió:
—Me parece que Pepe les conocía muy bien a todos ustedes Cuando se hicieron estos testamentos, por indicación suya, se agregó una cláusula que voy a leerles:
«Es nuestra voluntad que aquel de los herederos que pretendiera promover pleitos con motivo de este nuestro testamento, pie da, por sólo este hecho, todo derecho a la herencia, que pasará a engrosar proporcionalmente las partes de los demás herederos.
La abuela Inés se levanta muy seria de su silla, se encara con los dos y dice:
—¿Qué, ponemos pleito?
—A usted nadie le ha dado vela en este entierro —dice severo el «comandante».
—Claro que no, hombre. Ha sido al «mocoso» a quien le han dado dos cirios. Y como da la casualidad que soy su abuela, le sostengo las manitas para que no se le caigan. ¿Pasa algo?
Aparte de mí, todos se sienten vejados por el testamento. Resulta que herederos no hay más que los parientes directos —los hermanos— y yo. Pero después han dejado mandas a todos los sobrinos y, claro es, los que tienen más chicos más recogen. El tío Anastasio, que no tiene más que a Baldomera, y la tía Eulogia con solo la Carmen y la Esperanza, se enfadan con el tío Hilario, éste con el tío Basilio que tiene cuatro chicos, y todos con el tío Julián, que no es heredero pero tiene mandas él, su mujer y sus cinco chicos y se lleva más que alguno de los herederos. De casa del notario salimos todos enemigos.
Las llaves de la casa de los tíos las tiene mi madre y, con la desconfianza de que se lleve algo, todos vienen detrás de nosotros y allí nos reunimos. La puerta ha quedado abierta y van entrando por grupos.
La habitación donde estuvo expuesto el cadáver de la tía sigue desnuda, oliendo aún a flores y a cadaverina en un olorcillo sutil y pegajoso. En los baldosines hay algunas manchas de cera. Parece que de un momento a otro va a salir de la alcoba su figurilla de porcelana andando a pasitos menudos.
Se van sentando todos alrededor de la mesa. Absolutamente todos. Parece que si no se sentaran allí perderían su derecho. La abuela Inés se incrusta en la mecedora, debajo del reloj. Para hacer entrar su trasero entre los dos brazos curvados ha de hacer fuerza. Cuando por fin alcanza el asiento de paja trenzada, suspira de satisfacción. Mi madre se sienta a su lado en la silla baja donde cosía la tía al lado del balcón hasta que se acababa la luz del día. Yo me tumbo en el suelo sobre la alfombra. Me repugna sentarme en la mesa al lado de los otros. Así, a lo largo en el suelo, mirando a todos de abajo arriba, me siento mejor. Don Julián ha hablado con Corachán, y el banco me ha dado diez días de permiso.
Parece que el banco no existe. Aquí tumbado a la larga me vuelvo a sentir niño y acabo metiendo la cabeza entre los muslos de mi madre. Tiene una falda negra que huele al apresto de tela nuevo y que cruje a cada movimiento de mi cabeza. Habla uno de los albaceas y explica de lo que se trata. Hay que hacer el inventario de todo lo que hay en la casa, darle un valor, todos de acuerdo, y dividirlo después en lotes para repartirlo entre los herederos. Hay once lotes. Nueve herederos a un lote cada uno y yo tengo dos. Aquí empiezan las disputas. Como los lotes han de ser por la suma del valor en pesetas es difícil ponerse de acuerdo sobre los muebles grandes. Al fin, como nadie sabe a quién le van a tocar las cosas, los precios bajan a cantidades ridiculas para pagar poco a Hacienda. Pero de pronto Fuencisla dice:
—Yo tengo capricho por llevarme la virgen.