Read La forja de un rebelde Online
Authors: Arturo Barea
Me miró con los ojos llenos de vergüenza:
—Pues, mire usted, don Arturo... —no se atrevió a hablarme como me había hablado durante veinte años—, no va usted a empezar con sentimentalidades. Al menos así lo espero. Tenemos que acabar con todos esos cerdos fascistas.
—No es eso lo que le pregunto, Sebastián. Lo que le pregunto es ¿quién lo ha metido a hacer esas cosas?
—Nadie.
—Entonces, ¿por qué las está usted haciendo?
—Bueno, alguien tiene que hacerlas, ¿no?
No dije nada, y comenzó a tartamudear:
—La verdad es... la verdad es, para decirle la verdad en confianza, es así: ¿usted sabe? Hace un año o cosa así, eché a trabajar con una recomendación de la CEDA que me había dado el casero. Y como después de las elecciones de febrero ya no me hacía falta la recomendación, pues volví al sindicato, claro. Los compañeros todos me tomaban el pelo porque había pertenecido a la CEDA, y decían que me había vuelto un reaccionario y otras cosas. Y así, un día, pues se llevaban a unos fascistas para darles el paseo y fue uno y dijo: «Tú, Sebastián, tú que siempre andas hablando de matar fascistas, vente con nosotros, ahora tienes la ocasión». Y se puede usted imaginar el resto, estaba entre la espada y la pared, porque era lo uno o lo otro, o yo me cargaba a uno de esos pobres diablos o los compañeros se me echaban encima y a lo mejor me daban el paseo a mí. Desde entonces he seguido yendo y cuando hay algo que hacer, pues me avisan... —Se interrumpió, se quedó pensativo y movió la cabeza lentamente—: Lo peor de todo, sabe usted, es que acaba uno tomándole gusto.
Se quedó callado, con la cabeza gacha. Era repugnante y lastimoso. El hermano de Emiliano se bebió de un golpe un vaso de coñac y blasfemó. Yo solté otra palabrota. Después dije:
—Sebastián, le he conocido toda mi vida y siempre me ha merecido usted respeto. Pero ahora le digo, y puede denunciarme si quiere, que en mi vida volveré a cruzar la palabra con usted.
Sebastián levantó los ojos de un perro azotado, llenos de agua. El hermano de Emiliano blasfemó de nuevo y estrelló el vaso de coñac contra el mostrador:
—¡A la calle! ¡Fuera de aquí!
Se marchó trompicando, los hombros hundidos. Ninguno volvió a verle más. Días más tarde supimos que se había ido al frente. Le mataron de un balazo, en una buhardilla, frente al Alcázar de Toledo.
Aquella misma mañana, hacia las once, vino a verme a la oficina una mujer de media edad, enlutada. Venía llorosa y agitada:
—Soy la hermana de don Pedro. Le han arrestado esta mañana. He venido a verle a usted, porque me ha dicho que tratara de verle si le pasaba algo... No sé dónde le han llevado. Lo único que sé es que los hombres que vinieron por él eran comunistas y se lo llevaron en un coche.
Me fui a ver a Antonio y le expliqué el caso. Me dijo:
—Si yo estuviera en tu pellejo, no me metería en ese asunto. Por lo que tú me cuentas es un derechista, y todo el mundo lo sabe. Así que ni Dios le puede ayudar.
—Mira, si no se le puede salvar, mala suerte, pero hay que intentarlo, y me tienes que ayudar tú.
—Te ayudaré a encontrarlo si es verdad que le han detenido los nuestros, pero yo no me meto en nada más. Tengo ya bastantes quebraderos con esa cuestión.
Encontramos en qué tribunal estaba don Pedro y nos fuimos allí juntos. Nos dejaron ver la denuncia. Quien la hubiera escrito, conocía el ministerio bien; describía en gran detalle cómo don Pedro había obrado el día del asesinato de Calvo Sotelo, explicaba su religiosidad y que tenía una capilla en su casa y terminaba afirmando que allí había un cura escondido. Después agregaba, como una posdata, que era un hombre rico y que poseía una colección de monedas que valía mucho dinero.
—Como ves, camarada, no hay nada que hacer. Todo esto es verdad —me dijo el que me había enseñado los papeles—. Mañana le damos el paseo.
Tomé una bocanada honda de aire y dije:
—Le acusáis de pertenecer a las derechas. Es verdad. Es verdad también que es un católico ferviente y un hombre rico, si es que esto es delito, y que tiene una colección de monedas de oro. Pero nada de esto creo que es un crimen.
—No lo es. Sabemos que el fulano que le ha denunciado es un hijo de mala madre y que ha puesto eso de la colección para hacernos ir por él. Pero no te apures. Le podremos dar un paseo, pero no somos ladrones.
—Lo sé, y si no, no estaría trabajando con vosotros. Pero entonces, como ves, lo único que queda en la denuncia es la historia de que tiene un cura oculto en su casa. No me extraña. Le creo capaz de esconderme a mí si los fascistas anduvieran buscándome. Pero dime, ¿es que el cura ese está mezclado en la rebelión?
—¡Puah! No lo creo. Es un cura de San Ginés que le ha dado pánico y se ha metido en un agujero como un conejo, pero no creo que el hombre vale ya para nada, tiene más de setenta años y no puede con la sotana.
—Entonces tienes que admitir que no era ningún crimen esconderle. Y ahora voy a contarte yo otra cosa que ese hombre, a quien vais a dar el paseo, ha hecho. —Y le conté la historia de don Pedro y el muchacho tísico—. Como ves, sería un crimen fusilar a un hombre semejante —terminé.
A don Pedro le pusieron en libertad aquella tarde. Me fui a ver a Antonio para decírselo.
—Lo sabía ya. Y tú no puedes figurarte las cosas que me han preguntado sobre ti. Tampoco parece que han podido encontrar nada contra el viejo y le han soltado. Es una lástima que no podamos investigar cada caso así, pero es imposible, ¡créeme!
Se calló y después de un largo silencio dijo:
—¿Tú sabes que yo actúo como defensor en uno de esos tribunales? Vente conmigo esta tarde como si fueras un testigo. Tenemos media docena de casos para resolver hoy. Personalmente, yo creo que el Gobierno debía tener la mano en todo esto. El día de las bombas no hubo ni tribunales, se fusiló a todos los que se detuvo. No había quien escuchara razones. Lo mismo que pasó en Badajoz cuando cogieron los fascistas y fusilaron en la plaza de toros a todo el que cogieron. Antes todavía se podían arreglar algunos casos, pero se va haciendo más difícil cada día. Lo peor de este trabajo que yo he cogido es que a la larga empiezan a sospechar de ti por defender a los otros y tratar de que las cosas se hagan decentemente. Al final, creo que no voy a ir, y allá hagan ellos lo que les dé la gana.
Me llevó a una de las iglesias más populares de Madrid, que se había convertido en una prisión y un tribunal. El tribunal se había instalado en la rectoría y la prisión en la cripta. La iglesia se abría a una calle estrecha y sucia, pero la rectoría, a espaldas de la iglesia, estaba embebida entre dos edificios modernos en una de las grandes calles de la ciudad. Entramos por una puertecilla estrecha y seguimos a lo largo de un pasillo interminable con techo, piso y paredes de piedra, oscuro, negro, húmedo y opresivo. El pasillo torcía en ángulo recto y de pronto nos encontramos frente a un amplio patio, embaldosado, con dos alfombras de césped bien cuidado en el centro e hileras de tiestos de flores a lo largo de las paredes. Frente a nosotros estaba el ventanal policromado de la pared posterior de la iglesia. El sol se estrellaba sobre el mosaico de cristales montados en la armadura de plomo y la vidriera estaba llena de destellos de luz. Chispas de azul, verde, rojo y púrpura caían sobre las losas, la hierba y las paredes del patio, y la piedra se moteaba de verde y la hierba de rojos. A medida que andábamos, cada cristal nos lanzaba a los ojos en turno su propio color en toda su pureza. Había una vieja parra que cubría la pared de la rectoría cuajada de hojas verdes y de uvas verde dorado; y había una bandada de gorriones que brincaba desvergonzadamente ante nuestros pies.
El miliciano de guardia estaba sentado en una silla de lona a la sombra, fumando y mirando los pájaros.
Subimos Antonio y yo una escalera estrecha y nos encontramos en una habitación que debió haber sido el despacho del párroco. Cerca del balcón había un misal abierto sobre un alto atril. La mitad de su página estaba cubierta por una inmensa Q rodeada de arabescos dorados. El libro estaba impreso en una vieja letra, pero las iniciales de cada capítulo y de cada versículo estaban pintadas a mano, las de los capítulos con oro, las de los versículos solamente en rojo. A mi espalda una voz dijo:
—Se prohibe llevarse el misal.
Un miliciano estaba sentado en un sillón tapizado, tras una mesa vieja y sólida cubierta con un paño verde. Era un muchacho de unos veintitrés años con hombros anchos, una sonrisa amplia y dientes grandes, blancos como leche.
—Tú no sabes cuántos golosos tiene el misal ese. Pero ahí hace bonito, ¿no? Uno de nuestros camaradas sabe cantar misa y a veces lo hace para nosotros.
Mientras charlábamos entró otro, un hombre de unos cuarenta años con un fiero bigote, dientes negros y roídos y unos ojos grises chispeantes. Su «¡salud!» sonó más como el gruñido de un perro que como un saludo, e inmediatamente comenzó a jurar, mostrando una riqueza inagotable de blasfemias. Cuando hubo desahogado su mal humor, se dejó caer en una silla y se nos quedó mirando.
—Bueno —dijo al cabo—, hoy nos cargamos a todos los fascistas que tenemos aquí. Es una lástima que no sean más que media docena; hoy me gustaría tener seis docenas.
—¿Qué mosca te ha picado hoy, Manitas? —preguntó el miliciano joven.
Miré las manos del hombre. Eran enormes, con dedos nudosos y uñas anchas, largas como palas, ribeteadas de negro.
—Me puedes llamar Manitas y lo que te dé la gana, pero si cojo yo hoy a uno de esos perros sarnosos y le pego una bofetada, le descuajo la cabeza. ¿Tú sabes a quién hemos encontrado hoy en la pradera cuando nos estábamos contando? A Lucio, el lechero, tan frío como su abuelo. Le habían pegado un tiro en la nuca que le había salido por la nuez. Os podéis imaginar la que se ha armado. Uno de los camaradas más antiguos convertido en fiambre bajo nuestras narices; le habían metido en la boca una de esas pelotas de goma de los chicos para que no pudiera hacer chistes. Y por todo lo que sabemos, seguramente nosotros mismos nos lo hemos cargado, porque habíamos estado ayudando a otros camaradas a despachar su lote. Alguien nos está tomando el pelo. Con que nos fuimos a ver a la madre de Lucio y nos dijo que ayer por la tarde le habían venido a buscar unos camaradas en un coche del Partido y que no había vuelto. Nos debió de ver algo en la cara, porque se empeñó en que le teníamos que contar lo que había pasado. Hubo que decírselo y... bueno, de esto no quiero hablar más. Ahora tenemos que avisar a todos los camaradas para que estén sobreaviso y no se dejen coger en la trampa y tenemos que ver si los cogemos nosotros a ellos. Y aquí, ¿qué ha habido?
—Tres nuevos.
—No es mucho. Bueno, cuando queráis, nos metemos con los de hoy.
El miliciano joven, Manitas y un tercero, serio y taciturno, se constituyeron ellos mismos en Tribunal del Pueblo, con Antonio como defensor. Dos milicianos trajeron el primer prisionero, un muchacho de veintidós años, la ropa de buen corte llena de polvo y telarañas y los párpados enrojecidos.
—¡Acércate, pajarito, que no te vamos a comer! —bromeó Manitas.
El miliciano en el sillón sacó una lista del cajón de la mesa y leyó en voz alta el nombre y las circunstancias del acusado; pertenecía a la Falange, varios camaradas le habían visto vendiendo periódicos falangistas y en dos ocasiones había tomado parte en riñas callejeras. Cuando le habían arrestado encontraron sobre él una matraca de plomo, una pistola y un carnet de la Falange.
—¿Tienes algo que decir en tu defensa? —preguntó el que hacía de juez.
—Nada. Me habéis cogido, mala suerte. —Y el prisionero se volvió a encerrar en su silencio desdeñoso, la cabeza caída, frotándose las manos una contra otra. El Manitas se echó adelante en su silla:
—Está bien. Llevárosle y traeros otro.
El que trajeron después era un hombre con el cabello gris, en el borde de los cincuenta, con la cara contraída por el miedo. Antes de que el juez comenzara a hablar, dijo.
—A mí me vais a matar, pero yo soy un hombre honrado. He trabajado toda mi vida y todo lo que tengo me lo he ganado con mi propio trabajo. Yo no me he mezclado nunca en política.
El Manitas se levantó de la silla con un movimiento amenazador y por un momento creí que iba a pegar al hombre:
—Tú te callas, ¡perro sarnoso!
El juez buscó entre los papeles. Junto con ellos había una cartera de la que se apoderó Antonio, vaciándola de su contenido. El juez dijo:
—Estáte quieto, Manitas... Mira, tú. Aquí no matamos a nadie si no es necesario. Pero tienes que explicar unas cuantas cosas, porque aquí tenemos una denuncia concreta. Lo primero que dice es que tú eres un carca.
—Soy un católico, pero eso no es un crimen. También hay curas que son republicanos.
—Sí, es verdad, hay algunos, aunque yo no me fiaría de ellos ni la uña del dedo. Pero la denuncia dice también que tú has dado dinero a la CEDA.
—Eso es una mentira.
—Tercero: uno de tus sobrinos viene a menudo a tu casa y es un falangista y uno de los peores.
—No lo voy a negar. Pero ¿qué tengo yo que ver con ello? ¿No tenéis ninguno de vosotros un pariente que sea de derechas?
Antonio, mientras, había estado mirando y comparando papeles de la cartera. Me hizo una seña para que me pusiera a su lado, mientras el acusado explicaba que tenía una tienda en la Concepción Jerónima, que él nunca había salido de su tienda, que nunca se había metido en política...
Antonio me alargó silenciosamente dos papeles, uno la denuncia, el otro un pagaré por diez mil pesetas, vencido hacía ya meses.
—La misma letra —susurré, y Antonio afirmó con la cabeza.
—Por esto es por lo que quería que miraras. —Se volvió e interrumpió el chorro de palabras del prisionero—: Vamos a ver. Explícame qué es esto. —Y le alargó el pagaré.
—Pero esto no tiene nada que explicar, ni tiene nada que ver con política. Le he prestado el dinero a un viejo amigo mío que estaba en un apuro. Esperaba que se hubiera arreglado, pero no ha servido de nada, es un tarambana y simplemente se gastó el dinero. Y ya ni me acordaba de ello. Así, se ha quedado olvidado en la cartera con otros papeles viejos.
—Tenemos que comprobar esto. ¿Dónde vive tu amigo? — Cuando dio las señas, Antonio dijo a los dos milicianos que se lo llevaran. Después puso los dos papeles encima de la mesa, lado al lado—: Tenemos que aclarar esta historia. Hay que traer en seguida a este fulano. Ya sabéis que yo estoy en contra de las denuncias anónimas. Si alguien tiene algo que denunciar, que se presente y que lo diga cara a cara. Y no que lo que estamos haciendo es matando gente que no ha hecho nada o que son simplemente unos beatos o unos idiotas.