La fiesta del chivo (45 page)

Read La fiesta del chivo Online

Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: La fiesta del chivo
8.23Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Claro que no, jefe.

—Lo mismo ocurre con las instituciones. ¿Qué respeto se les puede tener si ni siquiera cuidan su apariencia?

El general Román optó por enmudecer. El Generalísimo se había ido enardeciendo y no cesó de increparlo los quince minutos que les tomó llegar a la Base Aérea de San Isidro. Recordó a Pupo cuánto había lamentado que la hija de su hermana Marina fuera tan loca de casarse con un oficial mediocre como él, lo que seguía siendo, pese a que, gracias a su parentesco político con el Benefactor, había ido ascendiendo hasta llegar al vértice de la jerarquía. Esos privilegios, en vez de estimularlo, lo llevaron a dormirse sobre sus laureles, decepcionando una y mil veces la confianza de Trujillo. No contento con ser la nulidad que era como militar, se había metido a ganadero, como si para la crianza y administración de tierras y lecherías no hicieran falta sesos. ¿Cuál era el resultado? Llenarse de deudas, una vergüenza para la familia. Hacía apenas dieciocho días que él en persona pagó de su dinero la deuda de cuatrocientos mil pesos contraída por Román con el Banco Agrícola, para evitar que le remataran la finca del kilómetro catorce de la autopista Duarte. Y, a pesar de eso, no hacía el menor esfuerzo para dejar de ser tan tonto.

El general José René Román Fernández permanecía

Mudo e inmóvil mientras recriminaciones e insultos caían sobre él. Trujillo no se atropellaba; la cólera lo hacía vocalizar con cuidado, como si, de este modo, cada sílaba, cada letra, fuera más pugnaz. El chofer conducía deprisa, sin desviarse un milímetro del centro de la desierta carretera.

—Para —ordenó Trujillo, poco antes del primer retén de la extensa y cercada Base Aérea de San Isidro.

Bajó de un salto, y, aunque estaba oscuro, localizó de inmediato el gran charco de aguas pestilentes. La inmundicia líquida seguía manando de la cañería rota, y, además de barro y hediondez, había constelado la atmósfera de mosquitos que acudieron a asaetearlos.

—La primera guarnición militar de la República —dijo Trujillo, despacio, conteniendo apenas la nueva oleada de rabia—. ¿Te parece bien que, a la entrada de la Base Aérea más importante del Caribe, reciba al visitante esta mierda de basuras, barro, malos olores y alimañas? Román se puso en cuclillas. Examinaba, se Levantaba, volvía a inclinarse, no vaciló en ensuciarse las manos palpando el tubo del desagüe en busca del forado. Parecía aliviado al descubrir la causa del enojo del jefe. ¿El imbécil temía algo más grave?

—Es una vergüenza, por supuesto —trataba de mostrar más indignación de la que sentía—. Tomaré todas las previsiones para que la avería sea reparada en el acto, Excelencia. Castigaré a los responsables, de la cabeza a la cola.

—Empezando por Virgilio García Trujillo, el jefe de la Base —rugió el Benefactor—. Tú eres el primer responsable y el segundo él. Espero que te atrevas a imponerle la máxima sanción, aunque sea mi sobrino y tu cuñado. Si no te atreves, seré yo quien les aplique a los dos la sanción que corresponde. Ni tú, ni Virgilio, ni ningún generalito de pacotilla va a destruir mi obra. Las Fuerzas Armadas seguirán siendo la institución modelo en que las convertí, aunque tenga que meterte a ti, a Virgilio y a todos los inútiles con uniforme, en un calabozo por el resto de sus días.

El general Román se cuadró e hizo chocar los tacones.

—Sí, Excelencia. No se volverá a repetir, se lo juro.

Pero Trujillo había dado ya media vuelta, metiéndose al automóvil.

—Pobre de ti si queda algún rastro de lo que estoy viendo y oliendo, cuando vuelva por acá. ¡Soldadito de mierda!

Volviéndose al chofer, ordenó: «Vamos». Partieron, dejando al ministro de las Fuerzas Armadas en el lodazal.

Apenas dejó atrás a Román, patética figurita chapoteando en el barro, se le esfumó el mal humor. Soltó una risita. De una cosa estaba seguro: Pupo movería cielo y tierra y echaría los carajos necesarios para que la avería fuera reparada. Si esto pasaba estando él vivo ¿qué no sucedería cuando ya no pudiera impedir personalmente que la torpeza, la desidia y la imbecilidad echaran por los suelos lo que tanto esfuerzo costó levantar? ¿Volverían la anarquía y miseria, el atraso y aislamiento de 1930? Ah, si Ramfis, el hijo tan deseado, hubiera sido capaz de continuar su obra. Pero, no tenía el menor interés en la política ni en el país; sólo el trago, el polo y las mujeres. ¡Carajo! El general Ramfis Trujillo, Jefe del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas de la República Dominicana, jugando al polo y tirándose a las bailarinas del Lido de París, mientras su padre se batía solo aquí, contra la iglesia, los Estados Unidos, los conspiradores y los tarados como Pupo Román. Movió la cabeza, tratando de sacudirse esos pensamientos amargos. Dentro de hora y media estaría en San Cristóbal, en la tranquila querencia de la Hacienda Fundación, rodeado de campos y establos relucientes, con sus bellas arboledas, el ancho río Nigua cuyo lento caminar por el valle observaría a través de las copas de los caobos, las Palmas reales y el gran árbol de anacahuita de la casa de la Colina. Le haría bien despertar allí mañana, acariciando, Mientras contemplaba ese panorama sosegado y limpio, el cuerpito de Yolanda Esterel. La receta de Petronio y del rey Salomón: un coñito fresco para devolver la juventud a un veterano de setenta primaveras.

En la Estancia Radhamés, Zacarías de la Cruz había sacado ya del garaje el Chevrolet Bel Air 1957, color azul claro, de cuatro puertas, en el que iba siempre a San Cristóbal. Un ayudante militar lo esperaba con el maletín lleno de los documentos que estudiaría mañana en la Casa de Caoba y ciento diez mil pesos en billetes, para la nómina de la hacienda, más imprevistos. Hacia veinte años que no efectuaba un desplazamiento, aun de pocas horas, sin ese maletín color marrón con sus iniciales grabadas, y algunos miles de dólares o pesos en efectivo, para regalos y gastos inesperados. Indicó al ayudante que pusiera el maletín en el asiento delantero y dijo a Zacarías, el moreno alto y fornido que lo acompañaba desde hacia tres décadas —había sido su ordenanza en el Ejército—, que bajaba enseguida. Las nueve ya. Se había hecho tarde.

Subió a sus habitaciones para asearse, y, en el cuarto de baño, nada más entrar, advirtió la mancha. De la bragueta a la entrepierna. Sintió que temblaba de pies a cabeza: precisamente ahora, coño. Pidió a Sinforoso otro uniforme verde oliva y otra muda de ropa interior. Perdió quince minutos en el bidé y el lavador, jabonándose los testículos, el falo, la cara y las axilas, y echándose cremas y perfumes, antes de cambiarse. La culpa era aquel ataque de mal humor, por el comemierda de Pupo. Volvió a sumirse en un estado lúgubre. Le pareció un pronóstico agorero para San Cristóbal. Cuando se vestía, Sinforoso le alcanzó el telegrama: «Asunto Lloyd's solucionado. Hablé con persona encargada. Remesa directamente al Banco Central. Cariñosos recuerdos Ramfis». Su hijo estaba avergonzado: por eso, en vez de llamarlo, le enviaba un telegrama.

—Se ha hecho un poco tarde, Zacarías —dijo—. Así que apúrate.

—Entendido, jefe.

Acomodó a su espalda los cojines del asiento y entrecerró los ojos, disponiéndose a descansar la hora y diez minutos que tomaría el viaje a San Cristóbal. Avanzaban rumbo al suroeste, hacia la avenida George Washington y la carretera, cuando entreabrió los ojos:

—¿Te acuerdas de la casa de Moni, Zacarías?

—¿Allí, en la Wenceslao Alvarez, por donde vivía Marrero Aristy?

—Vamos allá.

Había sido una iluminación, un fogonazo. De pronto, vio la cara rellenita color canela de Moni, su melena enrulada, la malicia de sus ojos almendrados, llenos de estrellas, sus formas apretadas, sus altos pechos, su colita de nalgas firmes, la cadera voluptuosa, y sintió otra vez el delicioso cosquilleo en los testículos. La cabecita del pene, despertándose, se daba contra el pantalón. Moni. Por qué no. Era una linda y cariñosa muchacha, que nunca lo había defraudado, desde aquella vez, en Quinigua, cuando su padre en persona se la llevó a la fiesta que le daban los americanos de La Yuquera: «Mire la sorpresa que le traigo, Jefe›,. La casita donde vivía, en la nueva urbanización, al final de la avenida México, se la regaló él, el día de su boda con un muchacho de buena familia. Cuando la requería, muy de tiempo en tiempo, la llevaba a una de las suites en El Embajador o El Jaragua que Manuel Alfonso tenía dispuestas para estas ocasiones. La idea de coger a Moni en su Propia casa, lo excitó. Enviarían al marido a tomarse una cerveza al Rincón Pony, por cuenta de Trujillo —se rió— o que se entretuviera conversando con Zacarías de la Cruz.

La calle estaba a oscuras y desierta, pero la casa tenía luz en el primer piso. «Llámala.» Vio franquear al chofer la verja de la entrada y tocar el timbre. Demoraron en abrir. Por fin, debió salir una sirvienta, con la que Zacarías cuchicheó. Lo dejaron en la puerta, esperando. ¡La bella Moni!

Su padre era un buen dirigente del Partido Dominicano en el Cibao y se la llevó él mismo a aquella recepción, gesto simpático. Hacía de esto ya unos años, y, la verdad, todas las veces que había singado a esta linda mujer, se sintió muy contento. La puerta se abrió de nuevo, y, en el resplandor del interior, vio la silueta de Moni. Tuvo otra vaharada de excitación. Después de hablar un momento con Zacarías, avanzó hacia el automóvil. En la penumbra, no advirtió cómo estaba vestida. Abrió la portezuela para que entrara y la recibió besándole la mano:

—No esperabas esta visita, belleza.

—Vaya, qué honor. Cómo está, cómo está, Jefe.

Trujillo le retenía la mano entre las suyas. Al sentirla tan cerca, rozándola, oliendo su aroma, se sintió dueño de todas sus fuerzas.

—Estaba yendo a San Cristóbal, pero, de pronto, me acordé de ti.

—Cuánto honor, Jefe —repitió ella, hecha un mar de confusión—. Si hubiera sabido, me preparaba para recibirlo.

—Tú siempre eres bella, estés como estés —la atrajo, y mientras sus manos le acariciaban los pechos y las piernas, la besó. Sintió un comienzo de erección que lo reconcilió con el mundo y con la vida. Moni se dejaba acariciar y lo besaba, cohibida. Zacarías permanecía en el exterior, a un par de metros del Chevrolet, y, precavido como siempre, llevaba en las manos el fusil ametralladora. ¿Qué era eso? Había en Moni un nerviosismo inusual.

—¿Está en casa tu marido?

—Sí —repuso ella, bajito—. Estábamos por cenar.

—Que se vaya a tomar una cerveza —dijo Trujillo—. Daré una vuelta a la manzana. Vuelvo en cinco minutos.

—Es que… —balbuceó ella, y el Generalísimo sintió que se ponía rígida. Vaciló y, por fin, musitó, casi inaudible—: Tengo el periodo, jefe.

Toda la excitación se le fue, en segundos.

—¿La regla? —exclamó, decepcionado.

—Mil perdones, jefe —balbuceó ella—. Pasado mañana estaré bien.

La soltó y respiró hondo, disgustado.

—Bueno, ya vendré a verte. Adiós —sacó la cabeza por el hueco de la portezuela por la que Moni acababa de salir—. ¡Nos vamos, Zacarías!

Poco después, le preguntó a de la Cruz si alguna vez se había tirado a una mujer que menstruaba.

—Nunca, Jefe —se escandalizó éste, haciendo ascos—. Dicen que contagia la sífilis.

—Es, sobre todo, sucio —se lamentó Trujillo. ¿Y si Yolanda Esterel, por maldita coincidencia, tenía también hoy su regla?

Habían tomado la carretera a San Cristóbal, y, a su derecha, vio las luces de la Feria Ganadera y de El Pony lleno de parejas comiendo y bebiendo. ¿No era raro que Moni se mostrara tan reticente y apocada? Ella solía ser despercudida, siempre a la orden. ¿La presencia del marido la puso así? ¿Se inventaría la menstruación para que la dejara en paz? Vagamente, advirtió que un carro les tocaba bocina. Iba con las luces largas encendidas.

—Estos borrachos… —comentó Zacarias de la Cruz.

En ese momento, a Trujillo se le ocurrió que tal vez no era un borracho, y se viró en busca del revólver que llevaba en el asiento, pero no alcanzó a cogerlo, pues simultáneamente oyó la explosión de un fusil cuyo proyectil hizo volar el cristal de la ventanilla trasera y le arrancó un pedazo del hombro y del brazo izquierdo.

XIX

Cuando Antonio de la Maza vio las caras con que volvían el general Juan Tomás Díaz, su hermano Modesto y Luis Amiama supo, antes de que abrieran la boca, que la búsqueda del general Román había sido inútil.

—Me cuesta creerlo —murmuró Luis Amiama, mordiéndose los labios finos—. Pero, parece que Pupo se nos escabulle. Ni rastro de él.

Habían dado vueltas por todos los lugares donde podía hallarse, incluido el Estado Mayor, en la Fortaleza 18 de Diciembre; pero Luis Amiama y Bibín Román, hermano menor de Pupo, fueron echados de allí por la guardia de mala manera: el compadre no podía o no quería verlos.

—Mi última esperanza es que esté ejecutando el plan por su cuenta —fantaseó Modesto Díaz, sin mucha convicción—. Movilizando guarniciones, convenciendo a los jefes militares. En todo caso, nosotros estamos ahora en una situación muy comprometida.

Conversaban de pie, en la sala del general Juan Tomás Díaz. Chana, la joven esposa de éste, les alcanzó unas limonadas con hielo.

—Hay que esconderse, hasta saber a qué atenernos respecto a Pupo —dijo el general Juan Tomás Díaz.

Antonio de la Maza, que había permanecido sin hablar, sintió una oleada de ira recorriéndole el cuerpo.

—¿Esconderse? —exclamó, furioso—. Se ocultan los cobardes. Acabemos el trabajo, Juan Tomás. Ponte tu uniforme de general, préstanos uniformes a nosotros y vamos al lacio. Desde allí, llamaremos al pueblo a levantarse.

—¿A tomar el Palacio nosotros cuatro? —trató de llamarlo a la razón Luis Amiama—. ¿Te has vuelto loco, Antonio?

—No hay nadie ahora, sólo la guardia —insistió éste—. Hay que ganarle la mano al trujillismo antes que reaccione. Llamaremos al pueblo, utilizando la conexión con todas las estaciones de radio del país. Que salga a las calles. El Ejército terminará apoyándonos.

Las expresiones escépticas de Juan Tomás, Amiama y Modesto Díaz, lo exasperaron aún más. Al poco rato se sumaron a ellos Salvador Estrella Sadhalá, quien acababa de dejar a Antonio Imbert y a Amadito donde el médico, y el doctor Vélez Santana, que había acompañado a Pedro Livio Cedeño a la Clínica Internacional. Quedaron consternados con la desaparición de Pupo Román. También a ellos les pareció una temeridad inútil, un suicidio, la idea de Antonio de infiltrarse en Palacio Nacional disfrazados de oficiales. Y todos se opusieron con energía a la nueva propuesta de Antonio: llevar el cadáver de Trujillo al parque Independencia y colgarlo en el baluarte, para que el pueblo capitaleño viera cómo había terminado. El rechazo de sus compañeros, provocó en De la Maza una de esas rabietas destempladas de los últimos tiempos. ¡Miedosos y traidores! ¡No estaban a la altura de lo que habían hecho, librando a la Patria de la Bestia! Cuando vio entrar a la sala, con los ojos asustados por la gritería, a Chana Díaz, comprendió que había ido demasiado lejos. Masculló unas excusas a sus amigos y se calló. Pero, adentro, sentía arcadas de disgusto.

Other books

Aztec Rage by Gary Jennings
The Lace Balcony by Johanna Nicholls
Family Storms by V.C. Andrews
Blonde Ambition by Rita Cosby
Think of the Children by Kerry Wilkinson
The Last of the Gullivers by Carter Crocker
Second Sunday by Michele Andrea Bowen
Brought to Book by Anthea Fraser
Surrender by Rhiannon Paille