Read La fiesta del chivo Online
Authors: Mario Vargas Llosa
—Este lío, con los curas comemierdas —rezongó Trujillo— ¿Tiene o no tiene arreglo?
—Desde luego que lo tiene, Jefe —Modesto iba con la lengua afuera; además de la frente y el cuello, le sudaba la calva—. Pero, si me permite, los problemas con la Iglesia no cuentan. Se arreglarán solos si se soluciona lo principal: los gringos. De ellos depende todo.
—Entonces, no hay solución. Kennedy quiere mi cabeza. Como no tengo intención de dársela, habrá guerra para rato.
—A quien los gringos temen no es a usted, sino a Castro, Jefe. Sobre todo, después del fracaso de Bahía de Cochinos. Ahora, más que nunca los espanta que el comunismo pueda propasarse por América Latina. Es el momento de mostrarles que la mejor defensa contra los rojos en la región es usted, no Betancourt ni Figueres.
—Han tenido tiempo de darse cuenta, Modesto.
—Hay que abrirles los ojos, Jefe. Los gringos son lerdos a veces. Atacar a Betancourt, a Figueres, a Muñoz Marín, no es suficiente. Más efectivo sería ayudar, con discreción, a comunistas venezolanos y costarricenses. Y a los independentistas puertorriqueños. Cuando Kennedy vea que las guerrillas empiezan a alborotar esos países, y los compare con la tranquilidad de aquí, entenderá.
—Ya conversaremos —lo cortó el Generalísimo, de manera abrupta.
Oírlo hablar de las cosas de antes, le hizo mal efecto. Nada de pensamientos sombríos. Quería conservar la buena disposición con que inició el paseo. Se impuso pensar en la chiquilla de la pancarta y las flores. «Dios mío, hazme esa gracia. Necesito tirarme como es debido, esta noche, a Yolanda Esterel. Para saber que no estoy muerto. Que no estoy viejo. Que puedo seguir reemplazándote en la tarea de sacar adelante este endemoniado país de pendejos. No me importan los curas, los gringos, los conspiradores, los exiliados. Yo me basto para barrer esa mierda. Pero, para tirarme a esa muchacha, necesito tu ayuda. No seas mezquino, no seas avaro. Dámela, dámela.» Suspiró con la desagradable sospecha de que aquel a quien imploraba, si existía, estaría observándolo divertido desde ese fondo azul oscuro en el que asomaban las primeras estrellas.
La caminata por la Máximo Gómez hervía de reminiscencias. Las casas que iba dejando atrás eran símbolos de personajes y episodios descollantes de sus treinta y un años en el poder. La de Ramfis, en el solar donde estuvo la de Anselmo Paulino, su brazo derecho por diez años hasta 1955, cuando le confiscó todas sus propiedades, y, después de tenerlo un tiempo en la cárcel, lo despachó a Suiza con un cheque de siete millones de dólares por los servicios prestados. Frente a la de Angelita y Pechito León Estévez, estuvo, antes, la del general Ludovino Fernández, bestia servicial que tanta sangre derramó por el régimen y a quien se vio obligado a matar porque lo aquejaron veleidades politiqueras. Contiguos a la Estancia Radhamés, estaban los jardines de la embajada de Estados Unidos, por más de veintiocho años una casa amiga, que se había vuelto nido de víboras. Ahí estaba el play de béisbol que hizo edificar para que Ramfis y Radhamés se divirtieran jugando a la pelota. Ahí, como hermanas gemelas, la casa de Balaguer y la nunciatura, otra que se volvió torva, malagradecida y vil. Más allá, la imponente mansión del general Espaillat, su antiguo jefe de los servicios secretos. Al frente, bajando, la del general Rodríguez Méndez, amigo de farras de Ramfis. Luego, las embajadas, ahora desiertas, de Argentina y México, y la casa de su hermano Negro. Y, por último, la residencia de los Vicini, millonarios cañeros, con su vasta explanada de césped y cuidados arriates de flores, que flanqueaba en este momento.
Apenas cruzó la amplia Avenida para andar por la vereda del Malecón pegada al mar, rumbo al obelisco, sintió las salpicaduras de la espuma. Se apoyó en el bordillo y, con los ojos cerrados, escuchó los chillidos y el aleteo de las bandadas de gaviotas. La brisa inundó sus pulmones. Un baño purificador, que le devolvía la fuerza. Pero, no debía distraerse; aún tenía trabajo por delante.
—Llame a Johnny Abbes.
Desprendido del racimo de civiles y militares —el Generalísimo caminaba a paso vivo, rumbo a aquella estela de cemento imitada del obelisco de Washington, la inelegante figura blandengue del jefe del SIM vino a colocarse a su lado. Pese a su obesidad, Johnny Abbes García lo seguía sin apremio.
—Qué pasa con Juan Tomás? —le preguntó, sin mirarlo.
—Nada importante, Excelencia —contestó el jefe del SIM—. Estuvo hoy en su finca de Moca, con Antonio de la Maza. Trajeron un becerro. Hubo una pelea doméstica, entre el general y su esposa Chana, porque ella decía que cortar y adobar el becerro da mucho trabajo.
—¿Se han visto Balaguer y Juan Tomás en estos días? —lo calló Trujillo.
Como Abbes García tardaba en responder, se volvió a mirarlo. El coronel negó con la cabeza.
—No, Excelencia. Que yo sepa, no se ven hace tiempo, — ¿Por qué me lo pregunta?
—Por nada concreto —encogió los hombros el Generalísimo—. Pero, ahora, en el despacho, al mencionarle la conspiración de Juan Tomás, noté algo raro. Sentíalgo raro. No sé qué, algo. ¿Nada en sus informes que permita sospechar del Presidente?
—Nada, Excelencia. Usted sabe que lo tengo bajo vigilancia las veinticuatro horas del día. No da un paso, no recibe a nadie, no hace una llamada sin que lo sepamos.
Trujillo asintió. No había razón para desconfiar del Presidente pelele: el pálpito podía ser errado. Esa conspiración no parecía seria. ¿Antonio de la Maza, uno de los conspiradores? Otro resentido que se consolaba de su frustración a punta de whisky y comilonas. Se tragarían un becerro chilindrón no nato, esta noche. ¿Y si irrumpía en la casa de Juan Tomás, en Gazcue? «Buenas noches, caballeros. ¿Les importa compartir conmigo el asado? ¡Huele tan bien! El aroma llegó hasta Palacio y me guió hasta aquí.» ¿Pondrían caras de terror o de alegría? ¿Pensarían que la inesperada visita sellaba su rehabilitación? No, esta noche, a San Cristóbal, a hacer chillar a Yolanda Esterel, para sentirse mañana sano y joven.
—¿Por qué dejó partir a Estados Unidos, hace dos semanas, a la hija de Cabral?
Esta vez sí tomó por sorpresa al coronel Abbes García. Lo vio pasarse la mano por las infladas mejillas, sin saber qué responder.
—¿A la hija del senador Agustín Cabral? —musitó, ganando tiempo.
—Uranita Cabral, la hija de Cerebrito. Las monjas del Santo Domingo la han becado en Estados Unidos. ¿Por qué la dejó salir del país sin consultarme?
Le pareció que el coronel se demacraba. Abría y cerraba la boca, buscando qué decir.
—Lo siento, Excelencia —exclamó, bajando la cabeza—. Sus instrucciones eran seguir al senador y arrestarlo si trataba de asilarse. No se me ocurrió que la muchacha, habiendo estado la otra noche en la Casa de Caoba y con un permiso de salida firmado por el Presidente Balaguer… La verdad, ni siquiera se me ocurrió comentárselo, no creí que tuviera importancia.
—Esas cosas deben ocurrírsele —lo amonestó Trujillo—. Quiero que investigue al personal de mi secretaría. Alguien me escondió un memorándum de Balaguer sobre el viaje de esa joven. Quiero saber quién fue y por qué lo hizo.
—De inmediato, Excelencia. Le ruego que perdone este descuido. No volverá a ocurrir.
—Así lo espero —lo despidió Trujillo.
El coronel le hizo un saludo militar (daban ganas de reírse) y regresó donde los cortesanos. Caminó un par de cuadras sin llamar a nadie, reflexionando. Abbes García había seguido sólo en parte sus instrucciones de retirar a guardias y caliés. No veía en las esquinas las barreras de alambres y parapetos, ni los pequeños Volkswagen, ni policías uniformados y con metralletas. Pero, de rato en rato, en las bocacalles de la Avenida, distinguía a lo lejos un «cepillo» negro con cabezas de caliés en las ventanillas, o civiles de semblante rufianesco, apoyados en los faroles, los sobacos abultados por las pistolas. No se había interrumpido el tráfico por la avenida George Washington. De camiones y automóviles asomaban gentes que le hacían adiós: «¡Viva el Jefe!». Sumido en el esfuerzo de la caminata, que había dado a su cuerpo un delicioso calorcillo y cierto cansancio en las piernas, agradecía con la mano. No había paseantes adultos en la Avenida, sólo niños desarrapados, limpiabotas y vendedores de chocolates y cigarrillos que lo miraban boquiabiertos. Al paso, les hacía un cariño o les arrojaba unas monedas (llevaba siempre mucho menudo en los bolsillos). Poco después, llamó a la Inmundicia Viviente.
El senador Chirinos se acercó acezando como un perro cazador. Sudaba más que Modesto Díaz. Se sintió alentado, El Constitucionalista Beodo era más joven que él y una Pequeña caminata lo dejaba en ruinas. En vez de responder a sus «Buenas tardes, Jefe», le preguntó:
—¿Llamaste a Ramfis? ¿Dio explicaciones al Lloyd's de Londres?
—Hablé con él dos veces —el senador Chirinos arrastraba mucho los pies, y las suelas y punteras de sus zapatos deformados iban chocando contra las baldosas levantadas por las raíces de palmas canas y almendros—. Le expliqué el problema, le repetí sus órdenes. Bueno, ya se imagina. Pero, al final, aceptó mis razones. Me prometió la carta al Lloyd's, aclarando el malentendido y confirmando que la partida debe ser transferida al Banco Central.
—¿Lo ha hecho? —lo interrumpió Trujillo, con brusquedad.
—Para eso lo llamé la segunda vez, jefe. Quiere que un traductor revise su telegrama, como su inglés es imperfecto no vaya a llegar al Lloyd's con faltas. Lo enviará sin falta. Me dijo que lamenta lo sucedido.
¿Lo creía ya muy viejo para obedecerlo, Ramfis? Antes, no hubiera demorado en acatar una orden suya con un pretexto tan fútil.
—Llámalo de nuevo —ordenó, de mal modo—. Si no arregla hoy ese enredo con el Lloyd's, tendrá que vérselas conmigo.
—Enseguida, Jefe. Pero, no se preocupe, Ramfis ha entendido la situación.
Despidió a Chirinos y se resignó a poner fin a su paseo en solitario, para no defraudar a los otros, que aspiraban a cambiar unas palabras con él. Esperó a la coleta humana y se internó en ella, colocándose en medio de Virgilio Alvarez Pina y del secretario de Estado del Interior y Cultos, Paino Pichardo. En el grupo estaban también Navajita Espaillat, el jefe de Policía, el director de El Caríbe y el flamante presidente del Senado, Jeremías Quintanilla, a quien felicitó y deseó éxito. El ascendido rutilaba de contento, vaciándose en agradecimientos. Al mismo paso celero, avanzando siempre hacia el este por la parte ceñida al mar, pidió, en voz alta:
—A ver, señores, cuéntenme los últimos chistes antitrujillistas.
Una onda de risas celebró su ocurrencia y, momentos después, todos parloteaban como loros. Simulando es~ cucharlos, asentía, sonreía. A ratos, espiaba al cariacontecido general José René Román. El secretario de Estado de las Fuerzas Armadas no podía ocultar su angustia: ¿qué le iría a reprochar el Jefe? Pronto lo sabrás, tonto. Alternando con un grupo y otro, a fin de que nadie se sintiera preterido, cruzó los cuidados jardines del Hotel Jaragua, de donde llegaron a sus oídos los sones de la orquesta que amenizaba la hora del coctel, y, una cuadra después, pasó bajo los balcones del Partido Dominicano. Empleados, oficinistas y la gente que había ido a pedir dádivas, salieron a aplaudirlo. Al llegar al obelisco, miró su reloj: una hora y tres minutos. Comenzaba a oscurecer. Ya no revoloteaban las gaviotas; se habían recogido en sus escondites de la playa. Refulgían algunas estrellas, pero unas nubes ventrudas tapaban la luna. Al pie del obelisco, lo esperaba el Cadillac último modelo estrenado la semana anterior. Se despidió de manera colectiva («Buenas noches, caballeros, gracias por su compañía»), a la vez que, sin mirarlo, con gesto imperioso, señalaba al general José René Román la puerta del auto que el uniformado chofer le tenía abierta:
—Tú, ven conmigo.
El general Román —enérgico choque de talón, mano a la visera del quepis— se apresuró a obedecerle. Entró al automóvil y se sentó en el extremo, con la gorra en las rodillas muy erecto.
—A San Isidro, a la Base.
Mientras el coche oficial avanzaba rumbo al centro, para cruzar a la orilla oriental del Ozama por el Puente Radhamés, se puso a contemplar el paisaje, como si estuviera solo. El general Román no osaba dirigirle la palabra, esperando el chaparrón. Éste comenzó a anunciarse cuando habían recorrido ya unas tres millas de las diez que separaban el obelisco de la Base Aérea.
—¿Cuántos años tienes? —le preguntó, sin volverse a mirarlo.
—Acabo de cumplir cincuenta y seis, jefe.
Román —todos le decían Pupo— era un hombre alto, fuerte y atlético, con el pelo cortado casi al rape. Gracias al deporte mantenía un excelente físico, sin asomo de grasa. Le respondía bajito, con humildad, tratando de apaciguarlo.
—¿Cuántos en el Ejército? —prosiguió Trujillo, ojeando el exterior, como si interrogara a un ausente.
—Treinta y uno, jefe, desde mi graduación.
Dejó pasar unos segundos sin decir nada. Por fin, se volvió hacia el jefe de las Fuerzas Armadas, con el infinito desprecio que siempre le inspiró. En las sombras, que habían crecido rápidamente, no alcanzaba a verle los ojos, pero estaba seguro de que Pupo Román pestañeaba, o tenía los Ojos entrecerrados, como los niños cuando se despiertan en la noche y atisban temerosos la oscuridad.
—¿Y en tantos años no has aprendido que el superior responde por sus subordinados? ¿Que es responsable por las faltas de éstos?
—Lo sé muy bien, Jefe. Si me indica de qué se trata, tal vez pueda darle una explicación.
—Ya verás de qué se trata —dijo Trujillo, con esa aparente calma que sus colaboradores temían más que sus gritos—. ¿Tú te bañas y jabonas todos los días?
—Por supuesto, Jefe —el general Román Intentó una risita, pero, como el Generalísimo seguía serio, se calló.
—Así lo espero, por Mireya. Me parece muy bien que te bañes y jabones todos los días, que lleves tu uniforme bien planchado y tus zapatos lustrados. Como jefe de las Fuerzas Armadas te corresponde dar ejemplo de aseo y buena presencia a los oficiales y soldados dominicanos. ¿No es verdad?
—Desde luego que sí, jefe —se humilló el general—. Le suplico que me diga en qué le he fallado. Para rectificar, para enmendarme. No quiero decepcionarlo.
—La apariencia es el espejo del alma —filosofó Trujillo—. Si alguien anda apestoso y con los mocos chorreándosele, no es una persona a la que se pueda confiar la higiene pública. ¿No crees?