La fiesta del chivo (40 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: La fiesta del chivo
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Cabral se puso de pie, conmovido. Todavía quedaban personas decentes en la República Dominicana.

—Estaré todo el día en mi casa, Manuel —dijo, estrechándole la mano con fuerza—. No olvides decirle que estoy dispuesto a todo, para recobrar su confianza.

—Yo pensaba en él como en un actor de Hollywood, Tyrone Power o Errol Flynn —dice Urania—. Me quedé muy decepcionada cuando lo vi, esa noche. No era la misma persona. Le habían sacado media garganta. Parecía todo menos un donjuán.

Su tía Adelina, sus primas y su sobrina la escuchan, en silencio, cambiando miradas entre ellas. Hasta el loro Sansón parece interesado, pues hace rato que no la silencia con su palabrería.

—¿Tú eres Urania? ¿La hijita de Agustín? Qué grande y qué linda, chiquilla. Te conozco desde que estabas en pañales. Ven para acá, dame un beso.

—Hablaba masticando, parecía un débil mental. Me trató con mucho cariño. Yo no podía creer que ese desecho humano fuera Manuel Alfonso.

—Tengo que hablar con tu papá —dijo él, dando un paso hacia el interior—. Pero qué linda te has puesto. Romperás muchos corazones en la vida. ¿Está Agustín? Anda, llámalo.

—Había hablado con Trujillo y de la Estancia Radhamés vino a casa, a dar cuenta de su gestión. Papá no podía creerlo. El único que no me volvió la espalda, el único que me echa una mano, repetía.

—¿No te has soñado esa gestión de Manuel Alfonso? —exclama la tía Adelina, desconcertada—. Agustín hubiera corrido a contarnos a Aníbal y a mí.

—Déjala que siga, no la interrumpas tanto, mami —interviene Manolita.

—Esa noche hice una promesa a Nuestra Señora de la Altagracia si ayudaba a mi papá a salir de eso. ¿Se imaginan qué?

—¿Que te meterías al convento? —ríe su prima Lucinda.

—Que me conservaría pura el resto de la vida —ríe Urania.

Sus primas y su sobrina ríen también, aunque sin ganas, disimulando su embarazo. La tía Adelina permanece seria, sin quitarle los ojos de encima y sin disimular su inpaciencia: qué más, Urania, qué más.

—Qué grande y qué linda se ha puesto esa niña —repite Manuel Alfonso, dejándose caer en el sillón, frente a Agustín Cabral—. Me recuerda a su mamá. Los mismos ojos lánguidos y el cuerpo finito y airoso de tu mujer, Cerebrito.

Éste le agradece con una sonrisa. Ha hecho pasar al embajador a su escritorio en vez de recibirlo en la salita, para evitar que la niña y los sirvientes los escuchen. Vuelve a agradecerle que se haya tomado el trabajo de venir, en vez de llamarlo. El senador habla a borbotones, sintiendo que con cada palabra se le sale el corazón. ¿Había podido hablarle al Jefe?

—Por supuesto, Agustín. Te lo prometí y lo hice. Hablamos de ti cerca de una hora. No será fácil. Pero, no debes perder la esperanza. Eso es lo principal.

Vestía un traje oscuro, de corte impecable, una camisa blanca de cuello almidonado y una corbata azul con motas blancas, sujeta con una perla. Un pañuelito de seda] blanca asomaba su cresta por el bolsillo superior de la chaqueta, y como al sentarse se había subido el pantalón para que no perdiera la línea, se le veían las medias azules, sin una arruga. Sus zapatos destellaban.

—Está muy dolido contigo, Cerebrito —parecía que la herida le molestara, pues, de tanto en tanto, hacía unas extrañas contorsiones con los labios, y Agustín Cabral oía rechinar su dentadura—. No es una cosa concreta, sino muchas, que se fueron acumulando en los últimos meses. El Jefe es excepcionalmente perceptivo. Nada se le escapa, detecta los menores cambios en las personas. Dice que, desde que comenzó esta crisis, desde la Carta Pastoral, desde los líos de la OEA desatados por el mono Betancourt y la rata Muñoz Marín, te has ido enfriando. Que no has mostrado la entrega que él esperaba.

El senador asentía: si el jefe lo notó, tal vez era cierto. Nada premeditado, desde luego, menos aún causado por una mengua de la admiración y la lealtad. Algo inconsciente, la fatiga, la tremenda tensión de este último año, por la conjura continental contra Trujillo, de los comunistas y Fidel Castro, de los curas, Washington y el Departamento de Estado, de Figueres, Muñoz Marín y Betancourt, las sanciones económicas, las canalladas de los exiliados. SI, si, era Posible que, sin quererlo, hubiera disminuido su rendimiento en el trabajo, en el Partido, en el Congreso.

—El Jefe no acepta desfallecimientos ni debilidades, Agustín. Quiere que todos seamos como él. Incansables, unas rocas, de hierro. Tú ya sabes.

—Y tiene razón —Agustín Cabral golpeó su pequeño escritorio—. Por ser así, ha hecho este país. Él ha seguido siempre a caballo, Manuel, como lo dijo en la campaña de 1940. Tiene derecho a exigir que lo emulemos. Lo decepcioné sin darme cuenta. ¿Por no haber conseguido que los obispos lo proclamaran Benefactor de la Iglesia, tal vez? Él quería ese desagravio, después de la inicua Carta Pastoral. yo formé parte, con Balaguer y Paino Pichardo, de la comisión. ¿Por ese fracaso, crees?

El embajador negó con la cabeza.

—Él es muy delicado. Aunque se sienta dolido por eso, no me lo hubiera dicho. Quizá sea una de las razones. Hay que comprenderlo. Hace treinta y un años lo traiciona la gente a la que más ayudó. ¿Cómo no sería susceptible un hombre a quien sus mejores amigos apuñalan por la espalda?

—Me acuerdo de su perfume —dice Urania, luego de una pausa—. Desde entonces, no les miento, cada vez que me toca cerca un hombre muy perfumado, vuelvo a ver a Manuel Alfonso. Y a oír esa jerigonza que hablaba, las dos veces que tuve el honor de disfrutar de su grata compañía.

Su mano derecha estruja el tapete de la mesa. Su tía, primas y sobrina, desorientadas por su hostilidad y su sarcasmo, vacilan, incómodas.

—Si hablar de esa historia te ofusca, no lo hagas, prima —insinúa Manolita.

—Me molesta, me da vómitos —replica Urania—. Me llena de odio y de asco. Nunca hablé de esto con nadie. Quizá me haga bien sacármelo de encima, de una vez. Y con quién mejor que con la familia.

—¿Qué tú crees, Manuel? ¿Me dará el jefe otra oportunidad?

—Por qué no nos tomamos un whisky, Cerebrito —exclama el embajador, eludiendo una respuesta. Alza las manos, atajando el reproche—. Ya sé que no debería, que me han prohibido el alcohol. ¡Bah! ¿Vale la pena vivir privándose de las buenas cosas? Un whisky de marca es una de ellas.

—Perdona, no te ofrecí nada hasta ahora. Claro, tomaré un trago yo también. Bajemos a la sala. Uranita se habrá acostado.

Pero ella aún no se ha ido a la cama. Acaba de terminar la cena y se pone de pie al verlos bajar por la escalera.

—Eras una niña la última vez que te vi —la alaba Manuel Alfonso, sonriéndole—. Ahora, eres una señorita muy bella. Tú ni habrás notado el cambio, Agustín.

—Hasta mañana, papi —Urania besa a su padre. Va a dar la mano al visitante, pero éste le adelanta la mejilla. Ella lo besa apenas, ruborizándose—: Buenas noches, señor.

—Llámame tío Manuel —la besa él, en la frente.

Cabral indica al mayordomo y a la sirvienta que pueden retirarse y él mismo trae la botella de whisky, los vasos, el baldecito con el hielo. Sirve un trago a su amigo y se sirve otro, también en la roca.

—Salud, Manuel.

—Salud, Agustín.

El embajador paladea con satisfacción, entrecerrando los ojos. «Ah, qué agradable», exclama. Pero tiene dificultad para pasar el líquido, pues se le contrae la cara de dolor.

—Nunca he sido borracho, jamás perdí el control de mis actos —dice—. Eso sí, siempre he sabido gozar de la vida. Incluso cuando me preguntaba si comería al día Siguiente, supe sacarle el máximo placer a las pequeñas cosas: un buen trago, un buen tabaco, un paisaje, un plato bien guisado, una hembra que quiebra con gracia la cintura.

Se ríe, nostálgico, y Cabral lo imita, sin ganas. ¿Cómo regresarlo a lo único que le importa? Por cortesía, domina su impaciencia. Hace muchos días que no toma un trago, y los dos o tres sorbos lo han aturdido. Sin embargo, después de llenar de nuevo el vaso de Manuel Alfonso, llena también el suyo.

—Nadie diría que alguna vez pasaste apuros de dinero, Manuel —trata de halagarlo—. Siempre te recuerdo elegante, magnífico, pródigo, pagando todas las cuentas.

El ex modelo, meciendo el vaso, asiente, complacido. La luz de la araña le da de lleno en la cara y sólo ahora Cabral advierte la sinuosa cicatriz que se le enrosca en la garganta. Duro, para alguien tan orgulloso de su cara y su cuerpo, haber sido tasajeado así.

—Yo sé lo que es pasar hambre, Cerebrito. De joven, en New York, llegué a dormir en las calles, como un gramp. Muchos días, mi única comida fue un plato de fideos, o un pan. Sin Trujillo, quién sabe cuál fuera mi suerte. Aunque gusté siempre a las mujeres, nunca pude hacer de gigoló, como nuestro buen Porfirio Rubirosa. Lo más probable, hubiera terminado de puto callejero, en el Bowery.

Bebe de un trago lo que queda en su vaso. El senador se lo llena.

—Le debo todo, Lo que tengo, lo que llegué a ser —contempla cabizbajo los cubitos de hielo—. Me he codeado con ministros y presidentes de los países más poderosos, he sido invitado a la Casa Blanca, he jugado póquer con el Presidente Truman, ido a las fiestas de los Rockefeller. El tumor me lo extirparon en la Clínica Mayo, la mejor del mundo, el mejor cirujano de los Estados Unidos. ¿Quién pagó la operación? El jefe, por supuesto. ¿Comprendes, Agustín? Como nuestro país, yo le debo a Trujillo todo.

Agustín Cabral se arrepintió de todas las veces que, en la intimidad del Country Club, el Congreso o una finca remota, en un círculo de amigos íntimos (que creía íntimos) había celebrado las bromas contra el ex anunciante de Colgate, que debía sus altísimos cargos diplomáticos y su puesto de consejero de Trujillo, a los jabones, talcos, perfumes, que encargaba para Su Excelencia, y a su buen gusto para elegir las corbatas, trajes, camisas, pijamas y los zapatos que lucía el jefe.

—Yo también le debo todo lo que soy y lo que he hecho, Manuel —afirmó—. Te comprendo muy bien. Y, por eso, estoy dispuesto a todo para recobrar su amistad.

Manuel Alfonso lo miró, adelantando la cabeza. No dijo nada un buen rato, pero siguió escudriñándole, como sopesando, milímetro a milímetro, la seriedad de sus palabras.

—¡Manos a la obra entonces, Cerebrito!

—Fue el segundo hombre que me piropeó, después de Ramfis Trujillo —dice Urania—. Que era linda, que me parecía a mi mamá, qué bonitos ojos. Yo había ido ya a fiestas con muchachos, y bailado. Unas cinco o seis veces. Pero, nunca nadie me había hablado así. Porque el piropo de Ramfis, en la feria, fue a una niña. El primero en piropearme como a una mujercita fue mi tío Manuel Alfonso.

Ha dicho todo eso rápido, con furia sorda, y ninguna de sus parientes le pregunta nada. El silencio en el pequeño comedor parece el que antecede a los truenos, en las ruidosas tormentas del verano. Lejos, hiere la noche una sirena. Sansón se pasea nervioso por su barrita de madera, encrespando las plumas.

—Me parecía un viejo, me daba risa su manera de hablar tan machucada, su cicatriz en el cuello me dio miedo —Urania se retuerce las manos—. Qué me iba a hacer a mí un piropo, en esos momentos. Pero, después, me acordé mucho de esas flores que me echó.

Vuelve a callar, exhausta. Lucinda hace un comentario —«¿Tú tenías catorce años, no?»— que a Urania le parece estúpido. Lucinda sabe muy bien que son del mismo año. Catorce, qué edad mentirosa. Habían dejado de ser niñas pero no eran todavía señoritas.

—Tres o cuatro meses antes, me vino la regla por primera vez —susurra—. Se me adelantó, parece.

—Se me acaba de ocurrir, se me ocurrió al entrar —dice el embajador, estirando la mano y sirviéndose otro whisky; atiende, también, al dueño de casa—. Siempre he sido así: primero el jefe, después yo. Te quedaste demudado, Agustín. ¿Me equivoco? No dije nada, olvídate. Yo, ya me olvidé. ¡Salud, Cerebrito!

El senador Cabral bebe un largo trago. El whisky le rasca la garganta y enrojece sus ojos. ¿Cantaba un gallo a estas horas?

—Es que, es que… —repite, sin saber qué añadir.

—Olvidémoslo. Espero que no lo hayas tomado mal, Cerebrito. ¡Olvídate! ¡Olvidémoslo!

Manuel Alfonso se ha puesto de pie. Pasea entre los muebles anodinos de la salita, arreglada y aseada pero sin aquel toque femenino que da una eficiente ama de casa. El senador Cabral piensa —¿cuántas veces lo ha pensado en estos años?— que hizo mal permaneciendo solo, luego de la muerte de su esposa. Debió casarse, tener otros hijos, acaso no le hubiera ocurrido esta desgracia. ¿Por qué no lo hizo? ¿Por Uranita, como decía a todo el mundo? No. Para dedicar más tiempo al jefe, consagrarle días y noches, demostrarle que nada ni nadie era más importante en la vida de Agustín Cabral.

—No lo tomé mal —hace un enorme esfuerzo para parecer sereno—. Es que estoy desconcertado. Algo que no esperaba, Manuel.

—La crees una niña, no te diste cuenta que se volvió una mujercita —Manuel Alfonso hace tintinear los cubitos de hielo de su vaso—. Una linda muchacha. Estarás orgulloso de tener una hija así.

—Por supuesto —y añade, torpe—: Ha sido siempre la primera de su clase.

—¿Sabes una cosa, Cerebrito? Yo no hubiera vacilado ni un segundo. No para reconquistar su confianza, no Para mostrarle que soy capaz de cualquier sacrificio por él. Simplemente, porque nada me daría más satisfacción, más felicidad, que el Jefe hiciera gozar a una hija mía y gozara con ella. No exagero, Agustín. Trujillo es una de esas anomalías en la historia. Carlomagno, Napoleón, Bolívar: de esa estirpe. Fuerzas de la Naturaleza, instrumentos de Dios, hacedores de pueblos. Él es uno de ellos, Cerebrito. Hemos tenido el privilegio de estar a su lado, de verlo actuar, de colaborar con él. Eso no tiene precio.

Apuró su vaso y Agustín Cabral se llevó el suyo a la boca, pero apenas se mojó los labios. Aunque se le había quitado el mareo, ahora tenía revuelto el estómago. En cualquier momento comenzaría a vomitar.

—Es todavía una niña —balbuceó.

—¡Mejor, entonces! —exclamó el embajador—. El jefe apreciará más el gesto. Comprenderá que se equivocó, que te juzgó de manera precipitada, dejándose guiar por susceptibilidades o dando oídas a tus enemigos. No pienses sólo en ti, Agustín. No seas egoísta. Piensa en tu muchachita. ¿Qué será de ella si pierdes todo y terminas en la cárcel acusado de malos manejos y defraudación?

—¿Crees que no he pensado en eso, Manuel?

El embajador alzó los hombros.

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