Read La fiesta del chivo Online
Authors: Mario Vargas Llosa
«Como un perro, no», murmuró. A la vez que abrió la puerta con la mano izquierda, con la derecha disparó. Alcanzó a vaciar el cargador de su pistola y vio caer, rugiendo, alcanzado en pleno pecho, al que lo conminaba a rendirse.
Pero, aniquilado por innumerables balas de metralleta y revólver, no vio que, además de matar a un calié, había herido a otros dos, antes de morir él mismo. No vio cómo su cadáver fue sujetado —como sujetaban los cazadores a los venados muertos en las cacerías de la cordillera Central— en el techo de un Volkswagen, y que así, cogidos sus tobillos y muñecas por los hombres de Johnny Abbes que estaban en el interior del «cepillo», fue exhibido a los mirones del parque Independencia, por donde sus victimarios dieron una vuelta triunfal, mientras otros caliés entraban a la casa, encontraban a la tía Meca más muerta que viva donde él la dejó, y se la llevaban a empujones y escupitajos a los locales del SIM, al tiempo que una turba codiciosa comenzaba, ante las miradas burlonas o impávidas de la policía, a saquear la casa, apoderándose de todo lo que no hablan robado antes los caliés, casa a la que, luego de saquear, destrozarían, destablarían, destecharían y por fin quemarían hasta que, al anochecer, no quedara de ella más que cenizas y escombros carbonizados.
Cuando uno de los ayudantes militares hizo pasar al despacho a Luis Rodríguez, chofer de Manuel Alfonso, el Generalísimo se levantó para recibirlo, lo que no hacía ni con los más importantes personajes.
—¿Cómo sigue el embajador? —le preguntó, ansioso.
—Regular, Jefe —el chofer puso cara de circunstancias y se tocó la garganta—. Muchos dolores, otra vez. Esta mañana me mandó traer al médico, para que le pusiera una inyección.
Pobre Manuel. No era justo, coño. Que alguien que dedicó su vida a cuidar su cuerpo, a ser bello, elegante, a resistir esa maldita ley de la Naturaleza de que todo debía afearse, fuera castigado así, en lo que más podía humillarlo: esa cara que respiraba vida, apostura, salud. Mejor se hubiera quedado en la mesa de operaciones. Cuando lo vio al retornar a Ciudad Trujillo luego de la operación en la Clínica Mayo, al Benefactor se le aguaron los ojos. En qué ruina estaba convertido. Y apenas se le entendía, ahora que le habían sacado media lengua.
—Salúdalo de mi parte —el Generalísimo examinó a Luis Rodríguez; traje oscuro, camisa blanca, corbata azul, zapatos lustrados: el negro mejor adornado de la República Dominicana—. ¿Qué noticias?
—Muy buenas, jefe —chisporrotearon los ojazos de Luis Rodríguez—. Encontré a la muchacha, no hubo problema. Cuando usted diga.
—¿Seguro que es la misma?
La gran cara morena, con cicatrices y bigote, asintió varias veces.
—Segurísimo. La que le entregó las flores el lunes, en nombre de la Juventud Sancristobalense. Yolanda Esterel. Diecisiete añitos. Aquí está su foto.
Era una fotografía de carnet escolar, pero Trujillo reconoció los ojitos lánguidos, la boquita de labios gruesos y los cabellos sueltos barriendo sus hombros. La muchachita había desfilado al frente de las escuelas, llevando una gran fotografía del Generalísimo, ante la tribuna levantada en el parque central de San Cristóbal, y luego subió al estrado a entregarle un ramo de rosas y hortensias envuelto en papel celofán. Recordó el cuerpecillo lleno, las formas desarrolladas, los pechitos breves, sueltos, insinuados bajo la blusa, la cadera saliente. Un cosquilleo en los testículos le animó el espíritu.
—Llévala a la Casa de Caoba, a eso de las diez —dijo, reprimiendo ese fantaseo que le hacía perder tiempo—. Mis cariños a Manuel. Que se cuide.
—SI, Jefe, de su parte. La llevaré un poco antes de las diez.
Se marchó haciendo venias. El Generalísimo llamó, por uno de los seis teléfonos de su escritorio laqueado, al retén de guardia en la Casa de Caoba, para que Benita Sepúlveda tuviera las habitaciones con olor a anís y llenas de flores frescas. (Era una precaución innecesaria, pues la cuidadora, sabiendo que podía aparecer en cualquier momento, siempre tenía la Casa de Caoba brillando, pero él nunca dejaba de prevenirla.) Ordenó a los ayudantes militares que tuvieran dispuesto el Chevrolet y que llamaran a su chofer, edecán y guardaespaldas, Zacarías de la Cruz, pues esta noche, luego del paseo, iría a San Cristóbal.
La perspectiva lo tenía entusiasmado. ¿No sería hija de aquella directora de escuela de San Cristóbal, que, diez años atrás, le recitó una poesía de Salomé Ureña, durante otra visita política a su ciudad natal, excitándole tanto con sus axilas depiladas que exhibía al declamar, que abandonó la recepción oficial en su honor apenas comenzada para llevarse a la sancristobalense a la Casa de Caoba? ¿Terencia Esterel? Asi se llamaba. Sintió otra vaharada de excitación imaginando que Yolanda era hija o hermanita de aquella maestrilla. Iba deprisa, cruzando los jardines entre el Palacio Nacional y la Estancia Radhamés, y apenas escuchaba las explicaciones de un ayudante de la escolta: repetidas llamadas del secretario de Estado de las Fuerzas Armadas, general Román Fernández, poniéndose a sus órdenes, por si Su Excelencia queria verlo antes del paseo. Ah, se asustó con la llamada de esta mañana. Se llevaría un susto mayor cuando lo rellenara de coños, mostrándole el charco de aguas mugrientas.
Entró como una tromba a sus habitaciones de la Estancia Radhamés. Lo esperaba el uniforme verde oliva de diario, dispuesto sobre la cama. Sinforoso era adivino. No le había dicho que iría a San Cristóbal, pero el viejo le tenía preparada la ropa con que iba siempre a la Hacienda Fundación. ¿Por qué se ponía este uniforme de diario para la Casa de Caoba? No sabía. Esa pasión por los ritos, por la repetición de gestos y actos que abrigaba desde joven. Los signos eran favorables: ni el calzoncillo ni el pantalón tenían manchas de orina. Se le había disipado la irritación que le causó Balaguer, atreviéndose a objetar el ascenso del teniente Víctor Alicinio Peña Rivera. Se sentía optimista, rejuvenecido con ese gracioso hormigueo en los testículos y la expectativa de tener en los brazos a la hija o hermana de aquella Terencia de tan buen recuerdo. ¿Seria virgen? Esta vez no tendría la desagradable experiencia que tuvo con el esqueletito.
Lo alegraba pasar la hora siguiente oliendo el aire salobre, recibiendo la brisa marina y viendo reventar las olas contra la Avenida. La gimnasia lo ayudaría a borrar el mal sabor de buena parte de esta tarde, algo que rara vez le ocurría: nunca fue propenso a depresiones ni pendejadas.
Cuando salía, una sirvienta vino a decirle que doña María quería transmitirle un recado del joven Ramfis, quien había llamado de París. «Más tarde, más tarde, no tengo tiempo.» Una conversación con la vieja pijotera le estropearía el buen humor.
Cruzó de nuevo los jardines de la Estancia Radhamés a paso vivo, impaciente por llegar a la orilla del mar. Pero, antes, como todos los días, pasó por casa de su madre, en la avenida Máximo Gómez. En la puerta de la gran residencia color rosado de doña Julia, lo esperaba la veintena de personas que lo acompañaría, privilegiados que, por escoltarlo cada atardecer, eran envidiados y detestados por quienes no habían alcanzado semejante honor. Entre los oficiales y civiles agolpados en los jardines de la Excelsa Matrona que se abrieron en dos filas para dejarlo pasar, «Buenas tardes, jefe», «Buenas tardes, Excelencia», reconoció a Navajita Espaillat, al general José René Román —¡qué preocupación en los ojos del pobre tonto'—, al coronel Johnny Abbes García, al senador Henry Chirinos, a su yerno el coronel León Estévez, a su amigo comarcano Modesto Díaz, al senador jeremías Quintanilla que acababa de reemplazar a Agustín Cabral como presidente del Senado, al director de El Caribe, don Panchito, y, extraviado entre ellos, al diminuto Presidente Balaguer. No dio la mano a nadie. Subió al primer piso, donde doña Julia se sentaba en su mecedora a la hora del crepúsculo. Ahí estaba la anciana, hundida en su sillón. Menuda, una enanita, miraba fijamente el fuego de artificio del sol mientras se iba sumergiendo en el horizonte, aureolado por nubes enrojecidas. Las señoras y sirvientas que rodeaban a su madre se apartaron. Se inclinó, besó las mejillas apergaminadas de doña Julia y le acarició los cabellos con ternura.
—Te gusta mucho el atardecer ¿verdad, viejita?
Ella asintió, sonriéndole con sus ojitos hundidos pero ágiles, y el pequeño garfio que era su mano le rozó la mejilla. ¿Lo reconocía? Doña Altagracia Julia Molina tenía noventa y seis años y su memoria debía ser un agua jabonosa donde se derretían los recuerdos. Pero, un instinto le diría que, ese hombre que venía puntualmente a visitarla cada tarde, era un ser querido. Siempre fue buenísima esta hija ilegítima de haitianos emigrados a San Cristóbal, cuyos rasgos faciales habían heredado él y sus hermanos, algo que, pese a quererla tanto, nunca dejó de avergonzarlo. Aunque, a veces, cuando en el Hipódromo, el Country Club o Bellas Artes veía a todas las familias aristocráticas dominicanas rindiéndole pleitesías, pensaba con burla: «Lamen el suelo por un descendiente de esclavos». ¿Qué culpa tenía la Excelsa Matrona de que corriera sangre negra por sus venas? Doña Julia sólo había vivido para su marido, ese borrachín buenote y mujeriego, don José Trujillo Valdez, y para sus hijos, olvidándose de ella y poniéndose para todo en el último lugar. Siempre lo maravilló esta mujercita que jamás le pidió dinero, ni ropas, ni viajes, ni bienes. Nada, nunca. Todo se lo dio él a la fuerza. Con su frugalidad congénita, doña Julia seguiría viviendo en la modesta casita de San Cristóbal donde el Generalísimo nació y pasó su infancia, o en uno de esos bohíos de sus ancestros haitianos muertos de hambre. Lo único que le pedía doña Julia en la vida era conmiseración para Petán, Negro, Pipi, Aníbal, esos hermanos lerdos y pícaros, cada vez que cometían fechorías, o para Angelita, Ramfis y Radhamés, que desde niños se escudaban en la abuela para amortiguar la ira del padre. Y, por doña Julia, Trujillo los perdonaba. ¿Se habría enterado que centenares de calles, parques y colegios de la República se llamaban Julia Molina viuda Trujillo? A Pesar de ser adulada y festejada, seguía siendo la discreta, la invisible mujer que Trujillo recordaba de su infancia.
A veces, permanecía un buen rato junto a su madre, refiriéndole los sucesos del día, aun cuando ella no pudiera entenderlo. Hoy se limitó a decirle unas frases tiernas y volvió a la Máximo Gómez, impaciente por aspirar el aroma del mar.
Apenas salió a la ancha Avenida —el ramillete de civiles y oficiales volvió a abrirse— echó a andar. Divisaba el Caribe ocho cuadras abajo, encendido por los oros y fuegos del crepúsculo. Sintió otra oleada de satisfacción. Caminaba por la derecha, seguido por los cortesanos abiertos en abanico y grupos que ocupaban la pista y la vereda. A esta hora se interrumpía el tráfico en la Máximo Gómez y la Avenida, aunque, por órdenes suyas, Johnny Abbes había vuelto casi secreta la vigilancia en las calles laterales, pues al Generalísimo acabaron por darle claustrofobia esas esquinas atestadas de guardias y caliés. Nadie cruzaba la barrera de los ayudantes militares, a un metro del jefe. Todos esperaban que éste indicara quién podía acercarse. Después de media cuadra, aspirando el aliento de los jardines, se volvió, buscó la cabeza semicalva de Modesto Díaz y le hizo una seña. Hubo una pequeña confusión, pues el pulposo senador Chirinos, que iba junto a Modesto Díaz, creyó ser el ungido y se precipitó hacia el Generalísimo. Fue atajado y devuelto al montón. A Modesto Díaz, entrado en carnes, estos paseos, al ritmo de Trujillo, le costaban gran esfuerzo. Sudaba copiosamente. Tenía el pañuelo en la mano y, de tanto en tanto, se secaba la frente, el cuello y los pómulos hinchados.
—Buenas tardes, jefe.
—Tendrías que ponerte a dieta —le aconsejó Trujillo—. Apenas cincuenta años y echas los bofes. Aprende de mí, setenta primaveras y en plena forma.
—Me lo dice a diario mi mujer, Jefe. Me prepara calditos de pollo y ensaladas. Pero, para eso no tengo voluntad. Puedo renunciar a todo, menos a la buena mesa.
Su redonda humanidad apenas lograba mantenerse a su altura. Modesto tenía de su hermano, el general Juan Tomás Díaz, la misma cara ancha de nariz achatada, gruesos labios y una piel de inconfundibles reminiscencias raciales, pero era más inteligente que él y que la mayor parte de los dominicanos que Trujillo conocía. Había sido presidente del Partido Dominicano, congresista y ministro; pero el Generalísimo no le permitió que durara demasiado en el gobierno, precisamente porque su claridad mental para exponer, analizar y resolver un problema, le pareció peligrosa, capaz de ensoberbecerlo y llevarlo a la traición.
—¿En qué conspiración anda metido Juan Tomás? —le soltó, volviéndose a mirarlo—. Estarás al tanto de las andanzas de tu hermano y yerno, supongo'
Modesto sonrió, como festejando una broma:
—¿Juan Tomás? Entre sus fincas y negocios, el whisky y las sesiones de cine en el jardín de su casa, dudo que le quede un rato libre para conspirar.
—Anda conspirando con Henry Dearborn, el diplomático yanqui —afirmó Trujillo, como si no lo hubiera oído—. Que se deje de pendejadas, porque ya lo pasó mal una vez y lo puede pasar peor.
—Mi hermano no es tan tonto para conspirar contra usted, jefe. Pero, en fin, se lo diré.
Qué agradable: la brisa marina le ventilaba los pulmones, y oía el estruendo de las olas rompiendo contra las rocas y el muro de cemento de la Avenida. Modesto Díaz hizo ademán de apartarse, pero el Benefactor lo contuvo:
—Espera, no he terminado. ¿O ya no puedes más?
—Por usted, me arriesgo al infarto.
Trujillo lo premió con una sonrisa. Siempre sintió simpatía por Modesto, que, además de inteligente, era ponderado, justo, afable, sin dobleces. Sin embargo, su inteligencia no era controlable y aprovechable, como la de Cerebrito, el Constitucionalista Beodo o Balaguer. En la de Modesto había un filo indómito y una independencia que podían volverse sediciosos si adquiría demasiado poder. Él y Juan Tomás eran también de San Cristóbal, los había frecuentado desde jóvenes, y, además de darle cargos, había utilizado a Modesto en innumerables ocasiones como consejero. Lo sometió a pruebas severísimas, de las que salió airoso. La primera, a fines de los años cuarenta, luego de visitar la Feria Ganadera de toros de raza y vacas lecheras que Modesto Díaz organizó en Villa Mella. Vaya sorpresa: la finca, no muy grande, era tan aseada, moderna y próspera como la Hacienda Fundación. Más que los impecables establos y las rozagantes vacas lecheras, hirió su susceptibilidad la satisfacción arrogante con que Modesto les mostraba la granja de crianza a él y los otros invitados. Al día siguiente, le envió a la Inmundicia Viviente con un cheque de diez mil pesos para formalizar la compraventa. Sin la menor reticencia por tener que vender esa niña de sus ojos a un precio ridículo (costaba más una sola de sus vacas), Modesto firmó el contrato y envió una nota manuscrita a Trujillo agradeciéndole que «Su Excelencia considere mi pequeña empresa agr-anadera digna de ser explotada por su experimentada mano». Después de ponderar si en esas líneas había una ironía punible, el Benefactor decidió que no. Cinco años más tarde, Modesto Díaz tenía otra extensa y hermosa finca ganadera, en una apartada región de La Estrella. ¿Pensaba que en esas lejanías pasaría desapercibido? Muerto de risa, Trujillo le envió a Cerebrito Cabral con otro cheque de diez mil pesos, diciéndole que tenía tanta confianza en su talento agrícol-anadero que le compraba la finca a ciegas, sin visitarla. Modesto firmó el traspaso, se embolsilló la simbólica suma, y agradeció al Generalísimo con otra esquela afectuosa. Para premiar su docilidad, algún tiempo después Trujillo le regaló la concesión exclusiva para importar lavadoras y batidoras domésticas, con lo que el hermano del general Juan Tomás Díaz se resarció de aquellas pérdidas.