Read La fiesta del chivo Online
Authors: Mario Vargas Llosa
—Mi primo Manuel —dijo Imbert—. Manuel Durán Barreras. Vive cerca de aquí y tiene el consultorio junto a su casa. Es de confianza.
Tony tenía el gesto sombrío, lo que sorprendía a Amadito. En el auto en el que Salvador los llevaba a casa del doctor Durán Barreras —la ciudad estaba en silencio y las calles sin tráfico, aún no había trascendido la noticia— le preguntó:
—¿Por qué esa cara de entierro?
—Esta vaina se fue al carajo —respondió Imbert, sordamente.
El Turco y el teniente lo miraron.
—¿Les parece normal que Pupo Román no aparezca? —añadió, entre dientes—. Sólo hay dos explicaciones. Lo han descubierto y está preso, o se asustó. En cualquier Caso, nos jodimos.
—¡Pero hemos matado a Trujillo, Tony! —lo animó Amadito—. Nadie lo va a resucitar.
—No creas que me arrepiento —dijo Imbert—. La verdad, nunca me hice ilusiones sobre el golpe de Estado, la junta cívic-ilitar, esos sueños de Antonio de la Maza. Yo nos vi siempre como un comando suicida.
—Haberlo dicho antes, mi hermano —bromeó Amadito—. Para escribir mi testamento.
El Turco los dejó donde el doctor Durán Barreras y se fue a su casa; como los caliés descubrirían pronto su carro abandonado en la carretera, quería alertar a su mujer y a sus hijos, y sacar alguna ropa y dinero. El doctor Durán Barreras estaba acostado. Salió en bata, desperezándose. Se le descolgó la mandíbula cuando Imbert le explicó por qué estaban embarcados y ensangrentados y qué esperaban de él. Durante muchos segundos los miró atónito, con su gran cara huesosa, de barba crecida, deformada por la perplejidad. Amadito podía ver la manzana de Adán subiendo y bajando por la garganta del médico. De rato en rato se frotaba los ojos como temiendo ver fantasmas. Por fin, reaccionó:
—Lo primero es curarlos. Vamos al consultorio.
El que estaba peor era Amadito. Una bala le había perforado el tobillo; se veían los orificios de entrada y salida del proyectil, con pedazos astillados de hueso asomando por la herida. La hinchazón le deformaba el pie y parte del tobillo.
—No sé cómo puedes estar de pie con un destrozo así —comentó el doctor, mientras le desinfectaba la herida.
—Sólo ahora me doy cuenta que me duele —repuso el teniente.
Con la euforia de lo sucedido, apenas había prestado atención a su pie. Pero, ahora, el dolor estaba allí acompañado de un cosquilleo ardiente que subía hasta la rodilla. El médico lo vendó, le puso una inyección y le dio un frasquito con pastillas, para tomar cada cuatro horas.
—Tienes donde ir? —le preguntó Imbert, mientras lo curaban.
Amadito pensó inmediatamente en su tía Meca. Era una de sus once tías abuelas, la que más lo había mimado desde niño. La viejecita vivía sola, en una casa de madera llena de macetas de flores, en la avenida San Martín, no lejos del parque Independencia.
—Donde primero nos buscarán será en casa de los parientes —le advirtió Tony—. Algún amigo de confianza, más bien.
—Todos mis amigos son militares, mi hermano. Trujillistas acérrimos.
Veía a Imbert tan preocupado y pesimista que no acababa de entender. Pupo Román aparecería y pondría el Plan en marcha, era seguro. Y, en todo caso, con la muerte de Trujillo, el régimen se desharía como castillo de naipes.
—Creo que puedo ayudarte, muchacho —intervino el doctor Durán Barreras—. El mecánico que me repara la camioneta tiene una finquita y quiere alquilarla. Por el ensanche Ozama. ¿Le hablo?
Lo hizo y resultó sorprendentemente fácil. El mecánico se llamaba Antonio Sánchez (Toño) y, pese a la hora, vino a la casa apenas el doctor lo llamó. Le contaron la verdad. «¡Carajo, esta noche me emborracho!», exclamó. Era un honor prestarles su finquita. El teniente estaría a salvo, no había vecinos cerca. Él mismo lo llevaría en su jeep, y se encargaría de que no le faltara comida.
—¿Cómo te puedo pagar todo esto, matasanos? —preguntó Amadito a Durán Barreras.
—Cuidándote, muchacho —le dio la mano el médico, mirándolo con compasión—. No quisiera estar en tu pellejo si te agarran.
—Eso no ocurrirá, matasanos.
Se había quedado sin balas, pero Imbert tenía una buena provisión y le regaló un puñado de municiones. El teniente cargó su pistola 45 y, a modo de despedida, afirmó:
—Así me siento más seguro.
—Espero verte pronto, Amadito —lo abrazó Tony—. Tu amistad es una de las buenas cosas que me han pasado.
Cuando iban rumbo al ensanche Ozama en el jeep de Toño Sánchez, la ciudad había cambiado. Cruzaron un par de «cepillos» con caliés, y, cruzando el Puente Radhamés, vieron llegar un camión con guardias, que saltaban a colocar una barrera.
—Ya saben que el Chivo está muerto —dijo Amadito—. Me gustaría ver qué cara pusieron, ahora que se quedaron sin su jefe.
—Nadie se lo va a creer hasta que vean y huelan el cadáver —comentó el mecánico—. ¡Qué distinto va a ser este país sin Trujillo, coñazo!
La finquita era una construcción rústica, en el centro de una propiedad de diez hectáreas, sin cultivar. La vivienda estaba semivacía: un catre con colchón, unas sillas rotas, y un botellón de agua destilada. «Mañana te traigo algo de comer», le prometió Toño Sánchez. «No te preocupes. Aquí no vendrá nadie.»
La casa no tenía luz eléctrica. Amadito se sacó los zapatos y se echó vestido sobre el catre. El motor del jeep de Toño Sánchez se fue apagando, hasta desaparecer. Estaba cansado y le dolían el talón y el tobillo, pero sentía una gran serenidad. Con Trujillo muerto, se le había quitado un gran peso de encima. La mala conciencia que le roía el alma desde que se vio obligado a matar a ese pobre hombre —¡el hermano de Luisa Gil, Dios mío!—, ahora, estaba seguro, se iría disipando. Volvería a ser el de antes, un muchacho que se miraba al espejo sin sentir asco de la cara que veía reflejada. Ah, coño, si pudiera acabar también con Abbes García y el mayor Roberto Figueroa Carrión, no le importaría nada. Moriría en paz. Se acurrucó, cambió varias veces de postura buscando el sueño, pero no lo consiguió. Oyó en la oscuridad ruiditos, carreritas. Al amanecer, la excitación y el dolor amainaron y pudo pescar el sueño, unas horas.
Se despertó sobresaltado. Había tenido una pesadilla, no recordaba sobre qué.
Se pasó todas las horas del nuevo día espiando por las ventanas la aparición del jeep. No había nada de comer en la casita, pero no tenía hambre. Los sorbitos de agua destilada que tomaba de rato en rato le distraían el estómago. Pero lo atormentaban la soledad, el aburrimiento, la falta de noticias. ¡Si por lo menos hubiera una radio! Resistió la tentación de salir andando hasta algún lugar habitado, en busca de un periódico. Aguanta la impaciencia, muchacho, Toño Sánchez ya vendría.
Vino sólo al tercer día. Se apareció al mediodía del 2 de junio, precisamente el día en que Amadito, medio muerto de hambre y desesperado por la falta de noticias, cumplía treinta y dos años. Toño ya no era el hombre campechano, efusivo y seguro de sí mismo que lo trajo aquí. Estaba pálido, comido por la inquietud, sin afeitar, y tartamudeaba. Le alcanzó un termo con café caliente y unos sándwiches de longaniza y queso, que Amadito devoró mientras oía las malas nuevas. Su retrato estaba en todos los periódicos y lo pasaban a cada rato por la televisión, junto con los del general Juan Tomás Díaz, Antonio de la Maza, Estrella Sadhalá, Fifí Pastoriza, Pedro Livio Cedeño, Antonio Imbert, Huáscar Tejeda y Luis Amiama. Pedro Livio
Cedeño, preso, los había denunciado. Ofrecían chorros de pesos a quien diera información sobre ellos. Había una persecución atroz contra todo sospechoso de antitrujillismo. El doctor Durán Barreras había sido detenido la víspera; Toño pensaba que, sometido a torturas, terminaría por delatarlos. Era peligrosísimo que Amadito continuara aquí.
—No me quedaría aquí aunque fuera un escondite seguro, Toño —le dijo el teniente—. Que me maten, antes de volver a pasar otros tres días en esta soledad.
—¿Y adónde vas a ir?
Pensó en su primo Máximo Mieses, que tenía una tierrita por la carretera Duarte. Pero Toño lo desanimó: las carreteras estaban llenas de patrullas y registraban los vehículos. Jamás llegaría hasta la finca de su primo sin ser reconocido.
—No te das cuenta de la situación —se enfureció Toño Sánchez—. Hay centenares de detenidos. Están como locos, buscándolos.
—Que se vayan al carajo —dijo Amadito—. Que me maten. El Chivo está tieso y no lo van a resucitar. Tú no te preocupes, mi hermano. Has hecho mucho por mí. ¿Puedes sacarme hasta la carretera? Volveré a la capital andando.
—Tengo miedo, pero no tanto como para dejarte tirado, no soy tan hijo de puta —dijo un Toño más calmado. Le dio una palmada—. Vamos, te llevo. Si nos pescan, tú me obligaste con tu revólver ¿okey?
Acomodó a Amadito en la parte trasera del jeep, debajo de una lona, encima de la cual puso un rollo de sogas y unas latas de gasolina que zangoloteaban sobre el encogido teniente. La postura le dio calambres y aumentó el dolor de su pie; en cada bache de la carretera, se golpeaba los hombros, la espalda, la cabeza. Pero en ningún momento descuidó su pistola 45; la llevaba en la mano derecha, sin seguro. Pasara lo que pasara, no lo cogerían vivo. No sentía temor. La verdad, no abrigaba muchas esperanzas de salir de ésta. Pero, qué importaba. No había vuelto a sentir una tranquilidad así desde aquella siniestra noche con Johnny Abbes.
—Estamos llegando al Puente Radhamés —oyó decir, despavorido, a Toño Sánchez—. No te muevas, no hagas ruido, una patrulla.
El jeep se detuvo. Oyó voces, pasos, y, luego de una pausa, exclamaciones amistosas: «Pero si eres t', Toñito». «¿Qué hay, compadre.» Los autorizaron a seguir, sin registrar el vehículo. Estarían a medio puente, cuando oyó de nuevo a Toño Sánchez:
—El capitán era mi amigo, el flaco Rasputín, ¡qué suerte, coño! Todavía tengo los huevos de corbata, Amadito. ¿Dónde te dejo?
—En la avenida San Martín.
Poco después, el jeep frenó.
—No veo caliés por ninguna parte, aprovecha —le dijo Toño—. Que Dios te acompañe, muchacho.
El teniente se zafó de la lona y las latas y brincó a la vereda. Pasaban algunos autos, pero no vio peatones, salvo un hombre con bastón que se alejaba, dándole la espalda.
—Que Dios te lo pague, Toño.
—Que Él te acompañe —repitió Toño Sánchez, arrancando.
La casita de la tía Meca —toda de madera, de una sola planta, con verja y sin jardín pero rodeada de macetas con geranios en las ventanas— estaba a unos veinte metros, que Amadito cruzó a trancos largos, cojeando, sin ocultar el revólver. Apenas tocó, la puerta se abrió. La tía Meca no tuvo tiempo de asombrarse, porque el teniente entró de un salto, apartándola y cerrando la puerta tras él.
—No sé qué hacer, dónde esconderme, tía Meca. Será por uno o dos días, hasta que encuentre un lugar seguro.
Su tía lo besaba y abrazaba con el cariño de siempre.
No parecía tan asustada como Amadito temía.
—Te tienen que haber visto, hijito. Cómo se te ocurre venir en pleno día. Mis vecinos son furibundos trujillistas. Estás lleno de sangre. ¿Y esas vendas? ¿Te han herido?
Amadito espiaba la calle a través de los visillos. No habla gente en las veredas. Puertas y ventanas del otro lado de la calle estaban cerradas.
—Desde que se dio la noticia le he estado rezando a san Pedro Claver por ti, Amadito, él es un santo tan milagroso —su tía Meca le tenía apresada la cara en sus manos—. Cuando saliste en la televisión y en El Caribe, varias vecinas vinieron a preguntarme, a averiguar. Ojalá que no te hayan visto. En qué facha estás, hijito. ¿Quieres algo?
—Sí, tía —se rió él, acariciándole los blancos cabellos—. Una ducha y algo de comer. Me muero de hambre.
—¡Si además es tu cumpleaños! —recordó la tía Meca y volvió a abrazarlo.
Era una anciana menuda y enérgica, de expresión firme y ojos profundos y bondadosos. Hizo que se quitara el pantalón y la camisa, para limpiárselos, y, mientras Amadito se bañaba —fue un placer de los dioses—, le calentó todos los sobrantes de comida en la cocina. En calzoncillos y camiseta, el teniente encontró en la mesa un banquete: fritos verdes, longaniza frita, arroz y chicharrones de pollo. Comió con apetito, escuchando las historias de su tía Meca. El revuelo que causó en la familia saber que era uno de los asesinos de Trujillo. A casa de tres de sus hermanas se habían presentado los caliés, en la madrugada, preguntando por él. Aquí no habían venido todavía.
—Si no te importa, quisiera dormir un poco, tía. Hace días que apenas pego los ojos. De aburrimiento. Me siento feliz de estar aquí contigo.
Ella lo llevó hasta su dormitorio y lo hizo echarse en su cama, bajo una imagen de san Pedro Claver, su santo favorito. Cerró los postigos para oscurecer la habitación, dijo que, mientras dormía la siesta, le limpiaría y plancharía el uniforme. «Ya se nos ocurrirá dónde esconderte, Amadito.» Lo besó muchas veces en la frente y la cabeza: «Y yo que te creía tan trujillista, hijo». Se quedó dormido al instante. soñó que el Turco Sadhalá y Antonio Imbert lo llamaban con insistencia: «¡Amadito, Amadito!». Querían comunicarle algo importante y él no les entendía los gestos ni las palabras. Le pareció que acababa de cerrar los ojos cuando sintió que lo remecían. Ahí estaba la tía Meca, tan blanca y espantada que sintió pena por ella, remordimientos por haberla metido en esta vaina.
—Ahí están, ahí están —se ahogaba, persignándose—. Diez o doce «cepillos» y montones de caliés, hijito.
Él estaba ahora lúcido y sabía perfectamente qué hacer. Obligó a la anciana a tumbarse en el suelo, detrás de la cama, contra la pared, a los pies de san Pedro Claver.
—No te muevas, no te levantes por nada del mundo —le ordenó—. Te quiero mucho, tía Meca.
Tenía la pistola 45 en la mano. Descalzo, vestido solo con la camiseta y el calzoncillo color caqui del uniforme, se deslizó, pegado a la pared, hasta la puerta principal. Espió entre los visillos, sin dejarse ver. Era una tarde de cielo nublado y a lo lejos tocaban un bolero. Varios Volkswagen negros del SIM cubrían la pista. Había lo menos una veintena de caliés armados con metralletas y revólveres, rodeando la casa. Tres individuos estaban frente a la puerta. Uno de ellos la golpeó con el puño, haciendo remecer sus maderas. Gritó a voz en cuello:
—¡Sabemos que estás ahí, García Guerrero! ¡Sal con los brazos en alto, si no quieres morir como un perro!